Del Diario de Xavier Desmond


16 de enero / Addis Abeba, Etiopía

Un día difícil en una tierra asolada. Los representantes de la Cruz Roja local nos han invitado a algunos de nosotros a ver parte de los esfuerzos que hacen para aliviar la hambruna. Por supuesto que todos éramos conscientes de la sequía y el hambre antes de venir aquí, pero verlo en televisión es una cosa, y estar aquí en medio de todo es otra muy distinta.

Un día como éste me hace intensamente consciente de mis propios errores y defectos. Desde que el cáncer se apoderó de mí, he perdido una buena cantidad de peso (algunos amigos que ignoran la situación incluso me han dicho que se me ve muy bien así), pero al estar entre esta gente me he dado cuenta de la pequeña barriga que me queda. Se estaban muriendo de hambre ante mis ojos, mientras nuestro avión esperaba para llevarnos de regreso a Addis Abeba…, a nuestro hotel, a otra recepción y, sin duda, a una comida etíope gourmet. El sentimiento de culpa me abruma, al igual que la sensación de impotencia.

Creo que todos sentimos eso. No puedo imaginarme cómo debió de sentirse Hiram Worchester. Hay que reconocer que se le veía desfallecido mientras se movía entre las víctimas y temblaba tanto que tuvo que sentarse en la sombra por un rato, solo. El sudor le caía a chorros. No obstante, se levantó de nuevo más tarde, con el rostro blanco y sombrío, y usó su poder de gravedad para ayudarles a descargar las provisiones de socorro que habíamos traído con nosotros.

Son tantas las personas que han contribuido tanto y han trabajado tan duro en la ayuda humanitaria, pero aquí parece que no hubiesen hecho nada. La única realidad en los campos de refugiados son los cuerpos esqueléticos con los vientres enormemente hinchados, los ojos muertos de los niños, y el calor sin fin derramándose desde arriba sobre este paisaje reseco como un horno.

Varios momentos de este día permanecerán en mi memoria para siempre (o, al menos, durante el tiempo que me queda). El padre Calamar le dio la extremaunción a una mujer agonizante que tenía una cruz copta alrededor del cuello. Peregrine y su cámara grabaron gran parte de la escena para el documental, pero tras un corto período de tiempo ella tuvo suficiente y regresó al avión a esperarnos. He oído decir que se encontraba tan mal que devolvió el desayuno.

También había una madre joven que no debía de ser mayor de diecisiete o dieciocho años y que era tan delgada que podías contarle cada costilla, con ojos increíblemente viejos. Sujetaba a su bebé junto a un pecho marchito, vacío. La criatura había estado muerta el tiempo suficiente para que el olor se esparciera, pero ella no dejaba que se lo quitaran. El Dr. Tachyon tomó el control de su mente y la mantuvo inmóvil mientras separaba con suavidad al pequeño y se lo llevaba. Se lo entregó a uno de los trabajadores de ayuda humanitaria. Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; su cuerpo se estremecía con cada sollozo.

Mistral ha terminado el día con lágrimas también. De camino al campo de refugiados, se había puesto su traje de vuelo azul y blanco. La chica es joven, una as, una poderosa, y no hay duda de que pensó que podía ayudar. Cuando llamó a los vientos para que acudieran a ella, la enorme capa que lleva sujeta a las muñecas y los tobillos se infló como un paracaídas y la alzó hacia arriba. El hecho inusitado de que los jokers caminaran entre ellos no despertó gran interés en los ojos introspectivos de los refugiados, pero cuando Mistral emprendió el vuelo, la mayoría de ellos —no todos, pero la mayoría— se giraron para observarla, y sus miradas la siguieron hacia el alto y caliente cielo azul, hasta que al final se desplomaron de nuevo en el letargo de la desesperanza. Creo que Mistral había soñado que de alguna manera sus poderes sobre el viento hicieran a un lado a las nubes y trajeran las lluvias para sanar esta tierra. Y qué sueño tan hermoso y vanaglorioso era…

Voló durante casi dos horas, algunas veces tan alto y tan lejos que desaparecía de nuestra vista, pero a pesar de sus inmensos poderes de as, lo único que pudo levantar fue un montón de polvo. Cuando se rindió, se hallaba exhausta, con el rostro joven y dulce cubierto de polvo y arena, y los ojos rojos e hinchados.

Justo antes de que nos marcháramos, algo atroz ha enfatizado cuán profunda es la desesperación aquí. Un joven alto con marcas de acné en las mejillas ha atacado a otra refugiada; se había vuelto loco: le ha sacado un ojo a la mujer y, de hecho, se lo ha comido mientras la gente miraba sin comprender lo que ocurría. Irónicamente habíamos coincidido brevemente con el joven cuando llegamos; había pasado un año en una escuela cristiana y sabía algunas palabras en inglés. Parecía más fuerte y más sano que la mayoría de las otras personas que hemos visto. Cuando Mistral volaba, se puso de pie de un salto y gritó:

—¡Jetboy! —dijo en una voz clara y fuerte. El padre Calamar y el senador Hartmann intentaron charlar con él pero sus habilidades con el inglés se limitaban a algunos sustantivos, incluyendo «chocolate», «televisión» y «Jesucristo». Con todo, el chico estaba más vivo que la mayoría… Sus ojos se abrieron al ver al padre Calamar; extendió una mano y le tocó los tirabuzones faciales con curiosidad, y además sonrió cuando el senador le dio unas palmaditas en el hombro y le dijo que estaban aquí para ayudar, aunque no creo que entendiera una sola palabra. Todos quedamos sorprendidos cuando vimos cómo se lo llevaban, sin dejar de gritar, con esas mejillas oscuras y demacradas manchadas de sangre.

Un día terrible se mire por donde se mire. Esta tarde, de regreso en Addis Abeba, nuestro conductor nos ha acercado a los muelles, donde los cargamentos de ayuda alcanzan las dos plantas de altura en algunas partes. Hartmann estaba lívido de furia contenida. Si alguien puede hacer que este gobierno criminal actúe y alimente a su población hambrienta, es él. Rezo por él, o lo haría, si creyera en un dios; pero ¿qué tipo de dios permitiría las obscenidades que hemos visto en este viaje…?

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África es una tierra tan hermosa como cualquiera sobre la faz de la Tierra.

Debería escribir acerca de la belleza que hemos visto este último mes. Las cataratas Victoria, las nieves del Kilimanjaro, mil cebras moviéndose entre la alta hierba, como si el viento tuviera rayas. He caminado entre las ruinas de reinos orgullosos y antiguos cuyos nombres desconocía, he tenido entre mis manos objetos pigmeos, he visto el rostro de un bosquimano iluminarse con curiosidad en lugar de con horror al verme por primera vez. En una ocasión, durante una visita a una reserva animal, me desperté temprano y cuando me asomé por la ventana al amanecer, vi que dos enormes elefantes africanos habían venido al edificio, y Radha estaba de pie entre ellos, desnuda a la primera luz de la mañana, mientras los paquidermos la tocaban con sus trompas. Entonces miré para otro lado; era un momento privado.

Belleza, sí: en la tierra y en tanta gente, cuyos rostros están llenos de calidez y compasión.

Sin embargo, a pesar de toda esa belleza, África me ha deprimido y entristecido a un nivel considerable, y me alegraré cuando marchemos. El campamento ha sido sólo una parte. Antes de Etiopía estuvimos en Kenia y Sudáfrica. En estas fechas no toca celebrar Acción de Gracias, pero las escenas que hemos presenciado estas últimas semanas me han inspirado más ganas de dar las gracias que en toda mi vida, más que durante la autocomplaciente celebración americana de fútbol y gula en noviembre. Los jokers tienen cosas que agradecer. Yo ya lo sabía pero África ha hecho que lo aceptara a base de golpes.

Sudáfrica fue una manera sombría de empezar esta etapa del viaje. En casa, en Estados Unidos, existen los mismos odios y prejuicios, por supuesto, pero, sean cuales sean nuestras faltas, al menos somos lo suficientemente civilizados como para mantener una fachada de tolerancia, hermandad e igualdad bajo la ley. Puede que en algún momento yo haya calificado eso de un mero sofisma, pero eso era antes de que probara la realidad de Ciudad del Cabo y Pretoria, donde toda la fealdad es visible a los ojos de todos y consagrada por la ley, aplicada por un puño de hierro cuyo guante de terciopelo se ha ido desgastando y adelgazando. Hay quien defiende que por lo menos Sudáfrica muestra su odio sin tapujos, mientras que Estados Unidos se esconde tras una cortina hipócrita. Tal vez, tal vez…; pero de ser así, prefiero la hipocresía y agradezco su existencia.

Supongo que ésa ha sido la primera lección de África: que en el mundo hay lugares peores que Jokertown. La segunda fue que hay cosas peores que la represión, y Kenia nos lo demostró.

Como la mayoría de las demás naciones de África Central y del Este, Kenia se libró de lo peor del wild card. Algunas esporas pudieron haber alcanzado estas tierras por difusión aérea, o más bien por los puertos marítimos, llegando por medio de carga contaminada en bodegas que no se habían esterilizado correctamente o que no se habían esterilizado en absoluto. Los paquetes de ayuda humanitaria son vistos con profunda suspicacia en gran parte del mundo, y con sobrada razón, y muchos capitanes se han vuelto bastante hábiles ocultando el hecho de que su última escala fue la ciudad de Nueva York.

Cuando uno se desplaza tierra adentro, los casos del wild card se vuelven casi inexistentes.

Hay quien dice que el finado Idi Amin fue una especie de joker as demente, con una fuerza tan grandiosa como la de Troll o Harlem Hammer y la habilidad de transformarse en algún tipo de criatura mitad humano, leopardo, león o halcón. El mismo Amin afirmó ser capaz de descubrir a sus enemigos por telepatía, y los pocos enemigos que sobrevivieron dicen que era un caníbal que sentía que necesitaba la carne humana para mantener sus poderes. Todo esto es materia de rumores y propaganda, sin embargo, y ya sea que Amin fuera un joker, un as o un patéticamente confundido nat demente, está muerto, y en este rincón del mundo los casos documentados del virus wild card son cada vez más difíciles de localizar.

Pero Kenia y las naciones vecinas tienen su propia pesadilla viral. Si aquí el wild card es una quimera, el sida es una epidemia. Mientras el presidente recibía al senador Hartmann y a la mayoría de la comitiva, algunos de nosotros asistimos a una agotadora visita a media docena de clínicas, en la zona rural de Kenia, saltando de un pueblo a otro en helicóptero. Nos asignaron en sólo una aeronave maltratada, y eso gracias a la insistencia de Tachyon. El gobierno hubiera preferido de lejos que pasáramos nuestro tiempo dando conferencias en la universidad, reuniéndonos con educadores y líderes políticos y visitando reservas de animales y museos.

La mayoría de mis compañeros delegados estuvieron más que contentos de obedecer. El wild card lleva cuarenta años en circulación, y nos hemos ido acostumbrando a él; pero el sida…, ése es un nuevo terror en el mundo, y uno que apenas hemos empezado a entender. En casa se la considera una enfermedad exclusiva de los homosexuales, y confieso que yo mismo soy culpable de pensar de esa manera, pero aquí en África tal creencia se ha desmentido. Ya hay más víctimas del sida tan sólo en este continente que las que se han infectado por el xenovirus taquisiano desde que lo liberaran sobre Manhattan hace cuarenta años.

Y el sida parece un demonio aún más cruel, en cierto modo. El wild card mata al noventa por ciento de aquellos a quienes les toca, a menudo de maneras terribles y dolorosas, pero la distancia entre el noventa por ciento y el ciento por ciento no es nada despreciable si estás entre los diez que viven. Es la distancia entre la vida y la muerte, entre la esperanza y la desesperanza. Algunos afirman que es mejor morir que vivir como un joker, pero no me encontrarán entre ellos. Si bien mi propia vida no siempre ha sido feliz, a pesar de todo tengo recuerdos que atesoro y logros de los que me enorgullezco. Me alegro de haber vivido, y no quiero morir. He aceptado mi muerte pero eso no significa que la reciba con los brazos abiertos. Tengo demasiados asuntos por terminar. Al igual que Robert Tomlin, todavía no he visto The Jolson Story. Ninguno de nosotros la ha visto.

En Kenia vimos poblados enteros muriéndose. Están vivos, sonríen, charlan, son capaces de comer y defecar y hacer el amor e incluso bebés, se encuentran vivos para todos los propósitos prácticos; y, aun así, están muertos. A quienes les toca la mala suerte de recibir la reina negra pueden sufrir una agonía indescriptible, pero hay drogas para el dolor y, al menos, mueren rápidamente. El sida es menos misericordioso.

Tenemos mucho en común, los jokers y las víctimas del sida. Antes de que me marchara de Jokertown, habíamos planeado una función de beneficencia para recaudar fondos para la LADJ, la Liga Anti-Difamación Joker, a finales de mayo, en la Casa de los Horrores: un evento importante con tanto invitado de renombre como pudiéramos incluir. Tras el viaje a Kenia envié un telegrama a Nueva York dando instrucciones de que las ganancias del evento se dividieran con un grupo apropiado de víctimas del sida. Nosotros, los parias, tenemos que permanecer unidos. Tal vez todavía pueda levantar algunos puentes necesarios antes de que mi propia reina negra caiga sobre la mesa.

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