Tercera parte
MARTES 23 DE DICIEMBRE DE 1986, RÍO
Sara detestaba Río.
Desde su habitación del hotel Luxor, en la avenida Atlántica, la ciudad parecía una sinuosa Miami Beach: brillantes hoteles de gran altura acomodados frente a una playa amplia y un suave oleaje color verde azul, todo desvaneciéndose entre la bruma.
La mayoría de los miembros del viaje oficial habían cumplido pronto con sus obligaciones y estaban dedicando la parada en Río a descansar y relajarse. Después de todo, ya casi era época de vacaciones; un mes de gira había desgastado el idealismo de la mayoría. Hiram Worchester se estaba dando un gran atracón, comiendo y bebiendo en los innumerables restaurantes de la ciudad. Los periodistas optaron por las cervejarias, probando todas las cervezas locales. Los dólares americanos se cambiaban por puñados de cruzados y los precios eran bajos. Los más acomodados del contingente habían invertido en el mercado de gemas brasileñas (parecía que hubiera una joyería en cada hotel).
A pesar de todo, Sara seguía siendo consciente de la realidad. Las advertencias habituales para los turistas eran un indicio suficiente: no lleve joyas por las calle, no confíe en los taxistas, tenga cuidado si se le acercan niños o jokers, no salga a solas (sobre todo si es mujer), si quiere conservar sus pertenencias más valiosas, guárdelas bajo llave o llévelas consigo. Tenga cuidado. Para la multitud de pobres de Río cualquier turista era rico y todo rico era un objetivo legítimo. La realidad se entrometió en su vida cuando, aburrida e inquieta, dejó el hotel esa tarde con la intención de ir a ver a Tachyon en una clínica local. Llamó a uno de los omnipresentes escarabajos VW amarillos y negros que usaban los taxistas y vio cómo, a dos cuadras del océano, el reluciente Río se volvía oscuro, montañoso, abarrotado y miserable. Por los estrechos callejones de entre los edificios, vislumbró su punto de referencia en la ciudad: el Corcovado y la estatua gigantesca del Cristo Redentor en la cima de dicho pico. El Corcovado era un recordatorio de cómo el wild card había devastado a ese país. Río había sufrido un brote importante en 1948. La ciudad siempre había sido salvaje y pobre, habitada por una población oprimida que cocinaba sus ánimos a fuego lento. El virus había provocado meses de pánico y violencia. Nadie supo qué as descontento fue el responsable del Corcovado. Una mañana, la imagen de Cristo simplemente «cambió», como si el sol naciente hubiese derretido una figura de cera. El Cristo Redentor se convirtió en un joker: una cosa deforme y jorobada; uno de sus brazos había desaparecido por completo y el otro estaba torcido hacia el otro lado para dar apoyo al cuerpo distorsionado. El padre Calamar había celebrado una misa ahí el día anterior: doscientas mil personas oraron juntas bajo la estatua deforme.
Le pidió al taxista que la llevara a Santa Teresa, la zona más antigua de Río. Ahí se reunían los jokers, como en el barrio neoyorquino de Jokertown, como si encontraran consuelo por sus tribulaciones a la sombra del cerro. También le advirtieron de que Santa Teresa era peligrosa.
Cerca de estradado Redentor, le dio unos golpecitos al conductor en el hombro:
—Deténgase aquí.
El taxista dijo algo en rápido portugués, meneó la cabeza y se apartó a un lado para detenerse.
Sara descubrió que aquel chófer no era diferente del resto. Olvidó ordenarle que encendiera el taxímetro en cuanto salieron del hotel.
—¿Quanto cusía? —Era una de las pocas frases que sabía.
Él insistió en que la tarifa era de mil cruzados: cuarenta dólares. Sara, exasperada y cansada de las pequeñas y constantes estafas, discutió en inglés. Acabó arrojándole un billete de cien cruzados, aún más de lo que debía pagarle. Él lo cogió y se alejó con un chirrido de neumáticos.
—¡Feliz Natal! —gritó con sarcasmo—. ¡Feliz Navidad!
Sara le hizo una seña obscena con el dedo, lo cual le proporcionó poca satisfacción. Entonces se concentró en hallar la clínica.
Había llovido por la tarde, la habitual tormenta que inundaba la ciudad durante varias horas antes de dar paso a la luz del sol. Pero ni siquiera eso logró sofocar el hedor del anticuado sistema de alcantarillado. Caminando por una calle muy empinada, la perseguían los olores fétidos. Como todos, andaba por el centro de la estrecha calle, haciéndose a un lado sólo si oía venir un coche. Sintió que cada vez llamaba más la atención, a medida que el sol se ponía tras las colinas. La mayoría de los que la rodeaban eran jokers o personas demasiado pobres para vivir en otro lugar. No veía a ninguna de las patrullas de la policía que pasaban por las calles turísticas de manera obsesiva: un hombre con el hocico cubierto de pelaje de zorro la miró lascivamente cuando pasó a empujones junto a ella; lo que parecía un caracol gigante del tamaño de una persona se deslizaba por la acera de la derecha; una prostituta de doble cabeza holgazaneaba en la entrada de una casa. Algunas veces se había sentido paranoica yendo por Jokertown, pero la intensidad no era comparable a lo que sentía en ese lugar. En Jokertown al menos habría entendido lo que decían las voces a su alrededor, habría sabido que a dos o tres cuadras de distancia estaba la seguridad relativa de Manhattan, habría sido capaz de llamar a alguien desde una cabina telefónica. Pero aquí no había nada. Sólo tenía una vaga idea de dónde se encontraba. Si desapareciese, pasarían horas antes de que alguien se diera cuenta de que se había perdido.
Vio la clínica más adelante, con evidente alivio, y casi corrió hasta la puerta abierta de la entrada.
El lugar no había cambiado desde el día anterior, cuando los corresponsales de prensa lo visitaron. Había la misma locura caótica y estaba atiborrada de gente. En la clínica prevalecía un olor nauseabundo, una combinación de antisépticos, enfermedad y desechos humanos. Los suelos estaban sucios, el equipo era, anticuado y las camas eran en realidad catres, acomodados tan juntos como era posible. Tachyon prácticamente había aullado ante el aspecto que daba el conjunto, y se puso manos a la obra de inmediato.
Todavía estaba ahí, y parecía que no se hubiera marchado desde entonces.
—Boatarde, señorita Morgenstern —dijo. Sin su chaqueta de satén, con las mangas de la camisa enrolladas hasta la mitad de sus brazos larguiruchos, extraía una muestra de sangre del brazo de una niña comatosa, cuya piel tenía escamas de lagarto—. ¿Ha venido a trabajar o a mirar?
—Pensé que era un club de samba.
Eso le provocó una pequeña sonrisa cansada.
—Necesitan ayuda allá atrás —dijo.
—Obrigado —contestó ella en portugués, agitando la mano en dirección a Tachyon y deslizándose por uno de los pasillos que formaban las interminables hileras de catres. Al llegar a la parte trasera de la clínica se detuvo, sorprendida, frunciendo el ceño. Se quedó sin aliento.
Gregg Hartmann estaba agachado junto a una de las camas, donde un joker se hallaba sentado, erizado con púas rígidas y punzantes, como un puercoespín. Un inconfundible olor a almizcle provenía del pobre hombre. El senador, en una de las batas azules del hospital, le limpiaba con cuidado una herida, en la parte superior del brazo. A pesar del hedor y de la apariencia del paciente, Sara sólo veía auténtica preocupación en el rostro de Hartmann mientras trabajaba. Entonces él la vio y sonrió.
—Señorita Morgenstern. Hola.
—Senador.
Él negó con la cabeza.
—No tiene porqué ser tan formal. Llámeme Gregg, por favor. —Ella notó el cansancio en las líneas alrededor de sus ojos, en la ronquera de su voz. Era evidente que había estado allí mucho tiempo. Desde lo ocurrido en México, Sara había evitado todo tipo de situaciones en que pudieran encontrarse a solas. Pero lo había observado, deseando ordenar sus sentimientos, deseando no sentir un confuso agrado hacia el hombre. Observó cómo interactuaba con los demás, cómo actuaba ante ellos, y se cuestionó a sí misma. Su mente le decía que quizá le había juzgado mal y sus emociones la arrastraban en dos direcciones opuestas.
El no dejó de mirarla, paciente y afable. Ella se pasó la mano por el corto cabello y asintió.
—Gregg, entonces. Yo soy Sara. Tachyon me ha enviado aquí.
—Estupendo. Éste es Mariu, quien estaba en el extremo equivocado del cuchillo de alguien. —Señaló al joker, el cual observó a la mujer con intensidad salvaje, sin parpadear: tenía las pupilas enrojecidas; movió los labios hacia atrás en un gruñido. Pero el herido no dijo nada, ya fuera porque no lo deseaba o porque era incapaz de hablar.
—Creo que debería encontrar algo en lo que ayudar. —Sara miró a su alrededor, deseando marcharse.
—Me vendría bien un par de manos extras aquí con Mariu.
«No», quiso decirle. «No quiero conocerte. No quiero reconocer que estaba equivocada». Con cierto retraso, Sara meneó la cabeza.
—Ehm, de acuerdo. ¿Qué quiere que haga?
Trabajaron juntos en silencio. La herida ya estaba suturada pero Hartmann la limpió con cuidado mientras Sara sostenía las erizadas púas del joker hacia un lado. El senador untó un antibiótico a lo largo de la herida y la presionó con una gasa. La periodista notó que su trato era suave, un poco torpe. Ató el vendaje y retrocedió.
—Bien, hemos terminado, Mariu. —Con cuidado, Gregg le dio unas palmadas al joker en el hombro. El rostro espinoso asintió levemente y Mariu se alejó sin decir palabra. Sara descubrió que Gregg la miraba, sudando por el calor de la clínica.
—Gracias.
—De nada. —Dio un paso atrás para alejarse de él, incómoda—. Ha hecho un buen trabajo con Mariu.
Gregg rió. Extendió sus manos y Sara vio que las tenía llenas de encendidos rasguños rojos.
—Me dio bastante trabajo antes de que usted llegara. No soy más que un amateur en esto. Formamos un buen equipo, a pesar de todo. Tachyon me pidió que descargara los suministros, ¿quiere ayudarme con eso?
No había forma elegante de negarse. Trabajaron en silencio durante un rato, rellenando los estantes.
—No esperaba encontrarle aquí —comentó Sara mientras luchaban por meter una caja de embalaje en una bodega.
La mujer vio que él tomaba nota de sus palabras no dichas y que no se daba por ofendido.
—¿Sin asegurarme de que una videocámara grabara mis buenas obras, quiere decir? —dijo él, sonriendo—. Ellen se fue de compras con Peregrine. John y Amy tenían un montón de papeleo así de grande para mí. —Gregg separó sus manos unos sesenta centímetros—. Estar aquí parecía mucho más útil. Además, la dedicación de Tachyon puede causarte un complejo de culpabilidad. Dejé una nota para los de seguridad diciéndoles que «iba a salir». Me imagino que a Billy Ray le debe de estar dando un ataque en estos momentos. ¿Promete no delatarme?
Su rostro era tan inocentemente malicioso que tuvo que reírse con él. Con la risa se desprendió un poco más del frágil odio que sentía hacia él.
—Es una sorpresa constante, senador.
—«Gregg», ¿recuerda? —dijo suavemente.
—Lo siento. —Su sonrisa se desvaneció. Por un momento sintió una fuerte atracción hacia él. Hizo disminuir la sensación, la rechazó. «No es lo que tú quieres sentir. No es real. Si acaso, es una reacción violenta por haberlo odiado durante tanto tiempo». Miró alrededor, a los estantes vacíos y polvorientos de la bodega, y abrió la caja con saña.
Ella pudo sentir cómo sus ojos la miraban.
—Todavía no cree lo que dije sobre Andrea. —Su voz vaciló entre una afirmación y una pregunta. Sus palabras, tan cercanas a lo que ella había estado pensando, trajeron un calor repentino a su rostro.
—No estoy segura de nada.
—Y todavía me odia.
—No —dijo, y sacó espuma de poliestireno para empaquetar de la caja. Entonces, con súbita e impulsiva honestidad, agregó—: Lo que para mí es probablemente aún más alarmante.
Aquella confesión le hizo sentirse vulnerable y abierta. Se alegró de que no pudiera verle la cara. Se maldijo a sí misma por el desliz. Implicaba atracción hacia Gregg; sugería que, en lugar de odiarlo, había dado una vuelta casi completa a sus sentimientos, y eso era algo que no quería que él supiera por nada del mundo. Todavía no. No hasta estar segura.
El ambiente entre ellos estaba cargado de tensión, así que buscó alguna manera de atenuar el efecto. Gregg podía herirla con una palabra y hacerla sangrar con una mirada.
La reacción del hombre hizo que deseara no haber visto nunca el rostro de Andrea en Succubus, no haber pasado años odiándole. El senador no hizo nada.
Cogió algo que quedaba por encima del hombro de Sara y le entregó una caja de vendas estériles.
—Creo que van en el estante de arriba —dijo.
—Creo que van en el estante de arriba.
El Titiritero gritaba en su interior, golpeando los barrotes que lo contenían. El poder se moría por estar suelto, por atacar salvajemente la mente abierta de Sara y alimentarse de ella. El odio que lo había rechazado en Nueva York se había ido, podía ver el afecto de Sara por Gregg; lo saboreaba, como la sangre salada. Un bermellón radiante y cálido.
«Sería tan fácil», gimió el Titiritero, «tan fácil. Es apetitoso, pleno. Podríamos convertirlo en una marea abrumadora. Podrías traerla aquí. Ella te suplicaría que la liberaras, te daría cualquier cosa que le pidieras: dolor, sumisión, cualquier cosa. Por favor…»
Gregg apenas podía contener su poder. Nunca lo había sentido tan necesitado, tan frenético. Siempre supo que éste sería el peligro del viaje. El Titiritero, ese poder en su interior, tendría que alimentarse, y el Titiritero sólo se alimentaba de tormento y sufrimiento, de las emociones rojinegras y encendidas. En Nueva York y Washington era fácil, pues siempre había marionetas, mentes que encontraba y abría para poder usarlas después. Carne de cañón, un ganado de mentes. Allí era fácil escabullirse sin ser visto, acechar y abalanzarse sobre la presa.
Ahí no. No en ese viaje. Las ausencias eran evidentes y requerían explicaciones. Tenía que ser cauteloso, dejar que el poder pasara hambre. Estaba acostumbrado a alimentarse cada semana; desde que el avión había salido de Nueva York, se las había arreglado para alimentarse tan sólo una vez, en Guatemala. Y ya había pasado demasiado tiempo.
El Titiritero estaba famélico. No podría contener su necesidad mucho más.
«Más tarde», le suplicó Gregg. «¿Recuerdas a Mariu? ¿Recuerdas la apetitosa potencia que vimos en él? Lo tocamos, lo abrimos. Alcánzalo ahora… Mira, todavía puedes sentirlo, tan sólo a una cuadra de distancia. En unas pocas horas nos alimentaremos. Pero no con Sara. No te dejé tener a Andrea ni a Succubus y no dejaré que tengas a Sara».
«¿Crees que te amaría si lo supiera?» Se burló el Titiritero. «¿Crees que todavía sentiría afecto si se lo dijeras? ¿Crees que te abrazaría, te besaría y te dejaría entrar en su calor? Si de verdad quieres que te ame por lo que eres, entonces cuéntaselo todo».
«¡Cállate!», gritó Gregg a su vez. «¡Cállate! Tú puedes tener a Mariu. Sara es mía».
Hizo retroceder su poder a la fuerza. Se obligó a sonreír. Pasaron tres horas antes de que encontrara una excusa para marcharse; se sintió aliviado cuando Sara decidió quedarse en la clínica. Temblando de agotamiento por mantener al Titiritero en su interior, salió a las calles nocturnas.
Al igual que Jokertown, de noche el barrio de Santa Teresa estaba vivo, su vida oscura aún vibraba. Río de Janeiro nunca dormía. Si miraba hacia abajo, en dirección a la ciudad, podía ver una avalancha de luces fluyendo por los valles, entre las afiladas montañas, y derramándose a medio camino, en la subida de las laderas. Esa vista hacía que uno se detuviera por un momento y reflexionara sobre las pequeñas bellezas que, sin saberlo, había construido la humanidad en expansión.
No obstante, Gregg apenas advirtió todo aquello. El poder que se rebelaba en su interior lo manejaba. «Mariu. Siéntelo. Encuéntralo».
El joker que había llevado a la clínica a un Mariu sangrante hablaba un poco de inglés. Gregg escuchó por casualidad la historia que le había contado a Tachyon. Mariu estaba loco. Desde que Cara había sido amable con él, la había estado molestando. Su esposo, Joáo, le había dicho a Mariu que se alejara, que no era más que un maldito joker. Dijo que le mataría si no dejaba en paz a su mujer. Mariu no le hizo caso. No cesó en su empeño de seguir a Cara y acabó por asustarla. Así que Joáo lo atacó con una navaja.
Gregg se ofreció a vendar la herida de Mariu después de que Tachyon la cosiera, sintiendo cómo el Titiritero gritaba dentro de él. Tocó al repugnante Mariu y dejó que el poder le abriera la mente para sentir el embravecido hervidero de emociones. Lo supo de inmediato: ése sería el elegido.
Podía sentir las emanaciones de la mente abierta de Mariu en el límite de su rango de alcance, tal vez a unos ochocientos metros. Se movió por calles estrechas y tortuosas, aún vestido con la bata quirúrgica. La gente debió de captar su inquietud e intensidad porque nadie le molestó. Una vez un grupo de niños lo rodeó y le tiró de los bolsillos, pero les lanzó una mirada y se quedaron callados, para luego dispersarse de inmediato en la oscuridad. Y siguió avanzando, cada vez más cerca de Mariu, hasta que logró ver al joker.
Mariu estaba de pie junto a un destartalado edificio de apartamentos de tres pisos, mirando hacia una ventana de la segunda planta. Gregg sintió su odio negro y palpitante, y supo que Joáo estaba ahí. Los sentimientos de Mariu hacia Joáo eran simples, irracionales; sus sentimientos por Cara eran más complejos: un respeto cambiante, metálico, un afecto de azur entrelazado con venas de una lujuria reprimida. Gregg sabía que Mariu, con su piel erizada de púas, probablemente nunca había tenido una amante dispuesta, pero podía sentir las fantasías en su mente. «Ya, por favor…» Gregg tomó aire, temblando. Bajó las barreras de Mariu y oyó la risa del Titiritero.
Acarició la superficie de la mente de Mariu posesivamente, emitiendo suaves sonidos de arrullo para sí mismo. Retiró las pocas restricciones que una sociedad indiferente y la iglesia habían impuesto en el interior del joker erizo. «Llénate de furia. Él te mantiene alejado de ella. Te insultó. Te malhirió. Deja que te inunde la ira, deja que te ciegue hasta que no veas nada más que su color ardiente». Mariu se movía inquieto en la calle, gesticulando con los brazos como si mantuviera un debate interno. Gregg observaba mientras el Titiritero aumentaba la frustración, el dolor y el enojo del joker, hasta que éste soltó un grito ronco y corrió adentro del edificio. El senador cerró los ojos y se apoyó contra una pared, en la sombra. El Titiritero se montó en Mariu y no sólo veía con sus ojos, sino que sentía con él. Oyó gritos en un portugués airado, el astillar de la madera y, de súbito, la rabia se encendió aún más que antes.
El Titiritero por fin se estaba alimentando, nutriéndose de las emociones desenfrenadas. Mariu y Joáo debían de estar peleándose, porque podía sentir, muy en el fondo, una sensación de dolor. Lo amortiguó para que Mariu no lo notara. Entonces se unieron los gritos de una mujer y, por las contorsiones de la mente de Mariu, Gregg supo que Cara estaba ahí también. El Titiritero incrementó la ira del joker hasta que la furia casi lo cegó. Supo que el erizo no podría sentir nada más en ese momento. La mujer gritó con más fuerza; incluso desde la calle se percibía un golpeteo sordo. Gregg oyó el sonido del vidrio al romperse y un gemido: abrió los ojos para ver cómo un cuerpo golpeaba el capó de un coche y caía al suelo. El cuerpo estaba doblado en un ángulo obsceno, con la columna rota. Mariu miraba hacia abajo desde la ventana.
«Sí, eso ha estado bien. Estaba delicioso. Esto también sabrá bien».
El Titiritero permitió que la ira se desvaneciera poco a poco mientras Mariu se agachaba para entrar de nuevo. Ahora jugó con sus sentimientos hacia Cara. Diluyó el respeto que lo sujetaba y dejó que el afecto se atenuara. «La necesitas. Siempre la has querido. Viste esos pechos ocultos cuando pasaba cerca de ti y te preguntaste cómo sería su tacto, sedoso y cálido. Te preguntaste por el lugar oculto entre sus piernas, cómo sabría, qué sensaciones lograría provocarte. Sabías que estaría caliente, húmedo de deseo. Te acariciabas de noche pensando en ella y la imaginabas retorciéndose debajo de ti, gimiendo cuando la penetrabas».
Ahora el Titiritero se volvió burlón, sarcástico, modificando la pasión con el residuo de ira de Mariu. «Y tú sabías que nunca te querría, no con este aspecto, no mientras fueses un joker de púas afiladas. No. Su cuerpo jamás sería para ti. Se reiría de ti, haría bromas vulgares sobre ti. Cada vez que Joáo la poseía, diría entre risas: “Esto nunca podría hacerlo Mariu, él nunca conseguiría darme placer”».
Cara gritó. Gregg alcanzó a oír el rasgar de la ropa y sintió la lujuria descontrolada de Mariu. Podía imaginarlo. Podía imaginarle cerniéndose sobre ella con rudeza, sin importarle que sus púas se clavaran en su piel desprotegida, buscando solamente un desfogue y una venganza imaginaria en la violenta y atroz violación.
«Suficiente», pensó con calma. «Con esto será suficiente». Pero el Titiritero sólo respondió con una carcajada y se quedó con Mariu hasta que el orgasmo arrojó su mente en el caos más completo. Entonces, el Titiritero se retiró, por fin saciado. Se rió de modo hilarante y dejó que las emociones de Mariu volvieran a la normalidad, de manera que el joker mirara con horror lo que había hecho.
Ahora había más gritos en el edificio, y Gregg oyó las sirenas a lo lejos. Abrió los ojos —jadeando, parpadeando— y corrió.
El Titiritero entró en el senador, en silencio y por sí mismo, a su sitio habitual, y dejó que Gregg colocara los barrotes en torno a él. Y se durmió, satisfecho.
VIERNES 26 DE DICIEMBRE DE 1986, SIRIA
Misha se sentó de golpe, empapada en sudor por el sueño. Era obvio que había gritado de miedo, porque Sayyid estaba en su propia cama intentando alzarse como podía.
—¡Wallah, mujer! ¿Qué pasa? —El hombre parecía tallado con un molde digno de un héroe, con una estatura de tres metros y los músculos de un dios. En reposo era inspirador: un oscuro gigante egipcio, un mito que había cobrado vida. Sayyid era el arma en las manos de Nur al-Allah; terroristas como al-Muezzin eran las cuchillas ocultas. Cuando Sayyid se ponía de pie frente a los fieles, sobrepasándolos a todos, podían ver en el general de Nur al-Allah el símbolo visible de la protección de Alá.
En la mente aguda de Sayyid estaban las estrategias que vencieron a las tropas israelitas, mejor armadas y abastecidas, en los altos del Golán, cuando el mundo creyó que Nur al-Allah y sus seguidores eran irremediablemente superados en número. Organizó la revuelta en Damasco cuando el partido en el poder, el Baath de al-Assad, había intentado alejarse de la ley del Corán, permitiendo que la secta Nur forjara una alianza con las sectas suní y alauita. Aconsejó con astucia a la Luz de Alá que enviara a los fieles a Beirut cuando los líderes cristianos drusos amenazaron con derrocar al partido islámico en el poder. Cuando la Madre del Enjambre envió su descendencia mortal a la Tierra el año anterior, fue él quien protegió a Nur al-Allah y a los fieles. En su mente reinaba la victoria. Alá le había dado para la yihad el hikma, la sabiduría divina.
Era un secreto bien guardado que la apariencia heroica de Sayyid también era una maldición. Nur al-Allah había decretado que los jokers fuesen pecadores, marcados por Dios. Habían caído del shari’a, el camino verdadero. En el mejor de los casos, estaban destinados a ser esclavos de los verdaderos fieles; en el peor de los casos, serían exterminados. No hubiese sido sensato difundir que el brillante estratega de Nur al-Allah era prácticamente un inválido, que los poderosos músculos ondulantes del hombre apenas podían soportar el peso aplastante de su cuerpo: mientras que su estatura se había duplicado, su masa casi se había cuadruplicado.
Sayyid siempre adoptaba una pose elegida con cuidado. Cuando se movía, lo hacía despacio. Si debía trasladarse a cualquier distancia, cabalgaba.
Los hombres que le habían visto en los baños susurraban que estaba heroicamente proporcionado por todos lados. Sólo Misha sabía que su virilidad estaba tan paralizada como el resto del cuerpo. Sayyid sólo podía culpar del fracaso de su aspecto a Alá, pero no se atrevía a hacerlo. De la incapacidad de mantenerse excitado durante más que unos breves instantes, en cambio, culpaba a Misha. Aquel día, como ocurría con frecuencia, el cuerpo de la mujer presentaba moretones producidos por sus pesados puños. Al menos las palizas eran rápidas; aunque había ocasiones en que pensaba que aquel peso sofocante y terrible nunca se le quitaría de encima.
—No es nada —susurró—. Un sueño. No quería despertarte.
Sayyid se frotó los ojos y la miró atontado. Se había sentado y jadeaba por el esfuerzo.
—Una visión. Nur al-Allah dijo que…
—Mi hermano necesita dormir, al igual que su general. Por favor.
—¿Por qué siempre me llevas la contraria, mujer? —El hombre frunció el ceño y Misha supo que estaba recordando su bochorno anterior, cuando la había golpeado por su frustración, como si causarle dolor le ayudara a desfogarse—. Cuéntamelo —insistió—. Tengo que saber si es algo que debo decirle al profeta.
«Yo soy Kahina», quería decir. «Yo soy la que ha recibido el don de Alá. ¿Por qué debes ser tú el que decida si es necesario despertar a Najib? No fue tu visión». Pero contuvo las palabras, sabiendo que le traerían más dolor.
—Era confuso —le dijo—. He visto a un hombre, por la ropa diría que ruso, que le entregaba a Nur al-Allah muchos obsequios. Entonces el ruso se marchaba y otro hombre, un americano, venía con más presentes y los ponía a los pies del profeta. —Misha se humedeció los labios resecos, recordando el pánico de la visión del sueño—. Entonces la sensación de un terrible peligro lo dominó todo. El forastero tenía hilos de telaraña atados a sus largos dedos, y de cada hilo colgaba una persona. Una de las criaturas se adelantó con un obsequio. Era para mí y, a pesar de eso, yo lo temía, tenía pavor de abrir el paquete. Rasgué el papel y dentro… —Se estremeció—. Me… sólo me vi a mí misma. Sé que el sueño continuaba pero me desperté. Sin embargo, lo sé, sé que el portador del regalo se acerca. Estará aquí pronto.
—¿Un americano? —preguntó Sayyid.
—Sí.
—Entonces ya sé de qué se trata. Sueñas con el avión que trae a los infieles occidentales. El profeta estará listo para ellos; un mes, quizá más.
Misha asintió, fingiendo estar más tranquila, aunque el terror del sueño que la tenía atrapada. Él venía, sosteniendo el obsequio para ella, sonriendo.
—Se lo diré a Nur al-Allah por la mañana —dijo—. Siento haber perturbado tu descanso.
—Hay más de lo que quisiera hablar —contestó Sayyid.
Ella entendió lo que quería decir.
—Por favor, ambos estamos cansados.
—Yo ya estoy del todo despierto.
—Sayyid, no quisiera fallarte de nuevo…
Deseaba que eso diera por terminado el asunto, pero sabía que no sería así. Sayyid gimió al levantarse. No dijo nada; nunca lo hacía. Avanzó pesadamente por la habitación, respirando fuerte por el esfuerzo. La mujer vio la enorme masa a un lado de su cama, una sombra más oscura contra la noche. Más que inclinarse sobre ella, el hombre cayó.
—Esta vez sí —susurró—. Esta vez sí.
No fue esa vez. Misha no necesitaba ser Kahina para saber que nunca lo sería.