Con todo y verrugas


por Kevin Andrew Murphy

18 de diciembre de 1986, Lima

Una hilera de macetas se alineaba a lo largo de los muros encalados del Museo Larco. Algunas plantas suculentas colgaban entre los arbustos estacionales, y las enredaderas subían como hélices hacia el cielo, aferradas a las guías de alambre, junto a flores de todos los colores que podían apreciarse en los viejos ejemplares de los cuentos de hadas de Andrew Lang que Howard Mueller atesoró durante su infancia: rojo, azul, amarillo, rosa, naranja, carmesí, lila y violeta. Las plantas verdes eran los cactus, la mayoría de los cuales tenían arrugas y verrugas.

Al igual que Howard, a quien casi todo el mundo en Jokertown conocía como «Troll».

Los turistas les hacían fotografías y algunos arreglaban el encuadre para incluirlo a él también.

Howard estaba acostumbrado a ello. Cuando uno crecía siendo joker aprendía que era difícil evitar las miradas; cuando se tenía una altura de casi tres metros resultaba imposible. Por fortuna, Howard se había hecho muy fuerte…, al menos en lo físico.

Oyó el chasquido de unos postigos a sus espaldas y unas exclamaciones en español:

—¡Pucha, mira a ese puto!

El acento peruano era diferente del portorriqueño, al que estaba más acostumbrado, pero las palabras obscenas comprenden un vocabulario limitado y, trabajando como guarda de seguridad en un hospital, uno terminaba por oírlas todas. Sobre todo en Jokertown.

«Puto» significaba literalmente «prostituto», pero los diversos idiomas latinoamericanos lo usaban como un insulto cambiante al que se le podía dar el significado que se quisiera. A Howard le hubiese gustado que sus conocimientos de español fuesen un poco más allá de esos vocablos.

Al medir tres metros de alto, debió aprender a planificar sus actividades cotidianas. De vuelta en casa, su lugar favorito para pasar los días libres era la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York, pues los bibliófilos sienten mayor interés por los libros. Además, Howard apreciaba los lugares de techos muy altos o sin techo alguno.

Se inclinó para coger un folleto del exhibidor de madera; eligió uno en inglés y se dedicó a mirar las ilustraciones fotográficas de las diversas polillas y mariposas que podían encontrarse en esos jardines. El texto daba descripciones de la caligo idomeneus, la mariposa búho, llamada así por las manchas amarillas de las alas que sugerían los ojos del ave; la copaxa sapatoza, una hermosa polilla saturnina color dorado, con antenas emplumadas y marcas en las alas en forma de lunar; la ascalapha odorata y la thysania agrippina, las polillas de las brujas, blanca y negra respectivamente, dos de las de mayor dimensión, conocidas con nombres pintorescos por toda América Latina. Por ejemplo, a la negra se la conoce como «tara bruja» en Venezuela; o como «sorciére noire», en los lugares de habla francesa. Los supersticiosos decían que, si volaban sobre tu cabeza, te quedabas calvo, pero, si se te posaban en la mano, te tocaba la lotería. Howard se había quedado calvo cuando lo hubo afectado el virus wild card. Ganar la lotería habría sido mejor.

En el jardín del museo revoloteaban algunos especímenes de lepidoptera que se ilustraban en el folleto. Eran impresionantes, sobre todo las polillas de las brujas blancas, tan anchas como la mano de un nat.

Las manos de Howard eran mucho más grandes, y de color verde, por lo que parecían una especie de cactus. Una de las mariposas nocturnas se le posó en una. Se la acercó al rostro.

—¿Qué? —musitó Howard con suavidad—, ¿me tocará la lotería?

La bruja blanca abanicó sus alas con la misma elegancia que la Reina de las Nieves de Andersen cuando jugaba con su abanico. Pareció ponderar la pregunta, hasta que se alzó y voló al otro lado del jardín.

La vio alejarse con una sonrisa y se tomó un instante para ajustarse las novedosas gafas de sol gigantescas que se había comprado en Nueva York. Lo de «gigantescas» era algo relativo, pues —al igual que a muchos otros jokers— le quedaban como si fueran de tamaño estándar. Y lo de «novedosas» era que por una vez había logrado encontrar unas de su talla: casi todos sus accesorios estaban hechos a medida.

Volvió a mirar el folleto de las mariposas. Otro de los nombres en español para la polilla de las brujas era «mariposa de la muerte», aunque el texto indicaba que ese nombre era más apropiado para la lonomia obliqua, la polilla gigante de la seda. En su forma larval se la conocía como «oruga asesina», pues inyectaba un veneno anticoagulante, mediante unas púas dotadas de lengüetas malvadas, que causaba algunas muertes cada año. La megalopyge opercularis, la polilla de la franela, era aún más peligrosa. La apodaban áspid y sus orugas, aunque no eran tan ponzoñosas como las asesinas, eran de una belleza seductora. En la fotografía parecían pelucas rizadas que alguien hubiera perdido, pero bajo los sedosos pelos de color amarillo ocultaban unas espinas venenosas.

A Howard los venenos no le preocupaban mucho. Tenía la piel dura como la de un elefante. Sin embargo, comprendía que las orugas de la polilla de la franela representaban un riesgo para los niños, que sentirían el impulso de agarrarlas y jugar con ellas.

En cambio, las polillas de las brujas eran inocuas; al menos desde el punto de vista científico. En Perú usaban una palabra quechua para designarlas: «taparaco», y eran personajes importantes en el cuento folclórico El emisario negro, que trata sobre un extranjero de color oscuro que le entrega al inca Huayna Capac una caja misteriosa. Cuando éste la abre, mariposas y polillas salen volando, como los veinticuatro pájaros negros de otro cuento, pero lejos de cantarle al rey o de arrancarle las narices a las doncellas, estos seres esparcían diversas plagas. En los cuentos de hadas la gente siempre hacía estupideces. Si algo le habían enseñado las historias de Lang era a no abrir nunca una caja misteriosa que te obsequiara un extraño. Nunca había nada bueno dentro. Que se lo pregunten a Pandora.

Howard se guardó el folleto en el bolsillo posterior de los pantalones y se agachó para entrar por las puertas del museo. Había oído decir a Fantasy que el Museo Larco tenía una colección de alfarería erótica precolombina de fama mundial. ¡Hacía tanto tiempo que no se acostaba con nadie!

La colección no lo decepcionó. Tuvo que hincar una rodilla en el suelo para poder mirar cada una de las piezas de cerámica expuestas en las vitrinas, pero valió la pena ante la visión de figuras precolombinas que, para ser personas normales, hacían cosas bastante frikis. Algunos casos parecían representaciones de jokers, como cierta mujer pájaro de tetas respingonas; o bien una pareja de alpacas jokers, aunque quizá sólo eran alpacas de cerámica haciendo barbaridades; y también había un joker con cara de calavera y un pito gigantesco, que parecía la cabeza de Charles Dutton incrustada sobre un cuerpo normal, y su pene era, vaya, como el de Howard, aunque con menos verrugas y no era de color verde, sino marrón.

Se compró el elegante libro de las colecciones del Museo Larco y salió al jardín, a fin de aguardar a la limusina que lo llevaría de vuelta al hotel. En uno de los rincones, una buganvilia formaba un toldo natural muy agradable, y había una enorme urna de terracota derribada que le sirvió de asiento. Cerca de él volaban unas mariposas, como si quisieran mirarlo con sus ojos de búho y el resto de las manchas de sus alas. Sacó un puro del bolsillo de la camisa, un regalo muy exquisito que Fulgencio Batista, el anciano presidente de Cuba, le había entregado durante la breve escala en La Habana. Lo olió para apreciar su sabor una vez más y cortó la punta con sus curvados dientes amarillos, que funcionaban mejor que cualquier cortapuros convencional. Escupió el trocito arrancado sobre la buganvilia y encendió una cerilla frotándosela contra la piel.

Apenas había aspirado la primera bocanada del humo dulzón cuando apareció la limusina con las banderas de la ONU, exhibidas de manera ostentosa. Howard suspiró y exhaló una nube de humo que dispersó a las mariposas (por lo visto lo habían confundido con un cactus). Se levantó y aplastó el puro en la urna para apagarlo.

El chófer le ignoró y abrió la portezuela para que saliera un hombre alto —relativamente alto— vestido con un traje de lino, que a su vez le ofreció con galanura la mano a una mujer pequeña pero bellísima. El hombre era Jack Braun, el infame Golden Boy; la mujer, Asta Lenser, la primera bailarina del American Ballet Theater, más conocida como «Fantasy», el as cuya danza era capaz de despertar deseo en todos los hombres (e incluso a algunas mujeres) que la observaran.

Él tenía un póster de ella en la pared de su cuarto: en el papel de Coppélia, la muñeca mecánica del ballet del mismo nombre, un recuerdo de la noche en que el doctor Tachyon le regaló una entrada para el Met. En esa función, su peinado consistía en una serie de arillos de bronce que oscilaban como resortes. Ahora iba ataviada con un chaleco color platino terminado en puntas, similar al que usó David Bowie para el personaje del Rey de los Duendes. Una Reina de los Duendes muy atractiva.

—¡Oh! —exclamó, moviendo la mano con un ademán que era a la vez elegante y teatral para aludir al aire del museo—. ¡Oh, mira, Jack! ¡Qué belleza!

Howard contempló también la migración de polillas y mariposas que se posaba en los techos de la antigua mansión colonial, con sus colores carmesí y verde chartreuse, melocotón y cerúleo, azufre y fucsia, y otras más bien translúcidas, y que en conjunto formaban una cascada de confeti digna de un escaparate de Tiffany’s, sólo que aquí se trataba de una cascada viviente, con todos los colores del arco iris, hecha como por arte de magia.

Los visitantes se quedaron quietos, mirando. Los niños reían y señalaban con la mano. Howard también observaba maravillado, sin saber de dónde habían llegado tantas mariposas. El caleidoscopio de lepidópteros giraba y se arremolinaba, haciendo dibujos que se desvanecían para, de pronto, adoptar nuevas figuras que recordaban a piezas de joyas.

Por un instante, un aquelarre de brujas negras se reunió en el vuelo, creando una figura encapuchada que recordaba a las fantasías de los espectros siniestros de la saga de Tolkien, pero en seguida se desbarató y las polillas volvieron a ser trazos oscuros entre los colores de sus compañeras. Antes de que el joker pudiese seguir sus movimientos ulteriores, Fantasy empezó, a danzar.

Describirla como «hermosa» era quedarse corto. La verdad es que producía un efecto del todo fascinante, hipnotizador. Asta era una bailarina ligera pero musculosa, dotada de una agilidad suprema, capaz de abandonarse a raptos de alegría terpsicórea sin perder el control sobre su cuerpo.

Howard ignoraba los nombres de los pasos que daba —zntrechat, pirouette, cabriola fouette, arabesco gracioso y grand-jeté—, sólo sabía que la deseaba. Se movía como una mariposa, ayudada por el vestido de seda que la envolvía, con la larga falda abierta para mostrar sus piernas espectaculares. Sobre los hombros llevaba un colorido chal tejido en telares locales, sosteniendo las puntas con ambas manos; sin duda era el regalo de un admirador, urdido con hebras color de rosa, como la fruta del cactus, y azules como las flores del maíz.

Asta alzó el chal sobre la cabeza, como si fueran las alas de una mariposa, y lo hizo revolotear mientras los lepidópteros la rodeaban, atraídos tanto por los colores como por el poderoso magnetismo de sus movimientos.

Todos los hombres que la observaban, incluido Howard, estaban paralizados por su belleza, como si alguien los hubiese clavado con alfileres, como si fueran especímenes de un coleccionista de mariposas. Entre el público debía de haber alguna mujer, pues Howard alcanzó a oír el obturador de una cámara. Sumido en el trance, no podía hacer nada excepto contemplarla, inmóvil, siguiendo cada uno de sus movimientos.

Al fin, el baile espontáneo concluía: se hundió en el centro del prado, aleteando con el chal como hacen las mariposas cuando entran en reposo. Se tocó la rodilla con la cabeza y echó los brazos hacia adelante para tocarse las pantorrillas, de modo que los colores del chal se desplegaron por completo, poniendo el punto final a la danza.

Los aplausos brotaron a su alrededor, y el ruido y los movimientos hicieron que las mariposas se dispersaran. Howard despertó del trance y se dio cuenta de que la parte delantera de sus tejanos parecía una tienda de campaña, sostenida por una erección extraordinaria. Resultaba más vergonzoso de lo normal porque quedaba al nivel de los ojos de cualquier persona.

Fantasy se levantó e hizo reverencias para agradecer los aplausos. Realizó una pausa y vio de reojo la entrepierna de Howard.

—Y pensar que ni siquiera hemos visto la colección de cerámica erótica —dijo, traviesa—. ¿Jack?

—Claro, Asta.

La mujer se limitó a reír. Aunque Jack Braun estaba encantado, pensando que la bailarina sería suya esa noche, Asta Lenser nunca le pertenecería a nadie más que a ella misma.

19 de diciembre de 1986, camino a Cuzco

A bordo del Carta Marcada, los pasajeros cambiaban de asientos como Fantasy cambiaba de compañeros de cama. Todos menos Howard y Mordecai Jones. Harlem Hammer necesitaba una silla con refuerzos especiales capaces de soportar su enorme peso. Howard también, pero además requería espacio extra para la cabeza, las piernas y el ancho de su cuerpo. No podía ponerse de pie dentro del avión, así que pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, mirando el techo o charlando con cualquiera que se hubiera sentado a su lado en ese trayecto del viaje.

Esa mañana fueron el padre Calamar y el arzobispo Fitzmorris, representantes de Caridad Católica en la gira. El arzobispo era un nat de sesenta y pico de años que conservaba restos de una cabellera pelirroja entre el pelo canoso y que tenía una cara redonda y afable, amortiguada por las gafas bifocales de aros plateados. También era alguien que no se dejaba impresionar por cualquier cosa, como demostró al hojear con interés el libro de Howard sobre las piezas de arte erótico precolombino.

—¡Qué curioso! —exclamó—. Algunas me recuerdan a los santos oscuros. Este señor se parece a san Foutin.

El arzobispo señalaba con el dedo una página, entre risas. Howard se incorporó para mirar la foto: era otro joker con un falo gigante.

—En la clínica tenemos a uno con algo parecido.

—¿Ah, sí? —preguntó el padre Calamar, enrollando con interés sus tentáculos—. ¿Es Philip, el conserje nuevo? Ya le he dicho que no hay nada de qué avergonzarse con un cuerpo de joker, pero insiste en no revelar lo que oculta bajo la gabardina. Y temo decir que las señoras de la iglesia empiezan a especular.

—Ehm, no —desmintió Howard—. No es Phil. Es otro.

El arzobispo seguía maravillado con la fotografía del libro.

—Espero que ese pobre joker no sea como san Foutin.

—Bueno, está mejor proporcionado —admitió Howard, sintiéndose algo incómodo.

—Me alegra oírlo, pero no me refería a eso —aclaró el arzobispo Fitzmorris—. Hay un icono del santo en una pequeña parroquia de Francia. Cuando creen que el cura no las ve, las mujeres meten furtivamente la mano bajo la túnica de san Foutin, pues creen que tocarlo asegura la fertilidad. A veces llegan a arrancarle astillas.

Con un gesto de complicidad, y en voz muy baja, contó lo que era obviamente una de sus anécdotas subidas de tono favoritas.

—Uno supondría que el miembro del santo se habrá desgastado hasta desaparecer y, sin embargo, ¡se restaura milagrosamente! O tal vez no es tan milagroso. En la edad media alguien tuvo la idea de hacer un agujero a través de la estatua e insertarle una barra. Periódicamente, según se precise, un cura usa un mazo para que vuelva a crecer.

Howard pensaba al tiempo que oía. Como casi todos los jokers, aborrecía lo que le había hecho el virus wild card. ¡Pero al menos no le había metido un palo de escoba por el culo!

—¿Se trata de un santo oficial de la iglesia? —preguntó el padre Calamar.

—Tan oficial como san Cristóbal, aunque no tan popular.

El arzobispo se metió los dedos bajo el collar de la camisa y extrajo una medalla de plata, la cual mostraba la imagen de un hombre con barba que llevaba en hombros a un niño con un halo sobre la cabeza.

—Su Santidad ha eliminado ambas fiestas del calendario litúrgico universal, al igual que hizo con el resto de los santos oscuros, pero las parroquias consagradas a ellos tienen licencia para celebrar sus días de fiesta particulares, y lo mismo vale para cualquier fiel que sienta especial veneración por ellos. Yo fui bautizado con el nombre de Cristóbal y no me subo a ningún avión sin la protección de mi santo patrono.

El arzobispo besó la medalla y se la guardó bajo la camisa, mirando a Howard con afecto.

—¿Sabe, señor Mueller, que usted me recuerda mucho a san Cristóbal? —le dijo—. También él era un gigante entre los hombres, de cinco cúbitos de alto. Creo que eso equivale a unos dos metros y medio.

—Yo soy más alto.

—Ya lo veo —accedió el Arzobispo— y, si no estoy mal informado, también es usted muy fuerte. Pero san Cristóbal lo era aún más, pues cruzó el río con el Niño Jesús en hombros, y con él cargaba todos los pecados del mundo. Dudo que el señor Braun siquiera pueda cargar con eso.

—Golden Boy tiene bastante con la carga de sus propios pecados —opinó el padre Calamar.

—Es verdad —concedió el arzobispo—, el pecado de Judas es el más difícil de llevar.

La conversación había entrado en un territorio incómodo, sobre todo teniendo en cuenta que Golden Boy estaba a sólo unas filas de distancia, todavía flirteando con Fantasy, así que Howard quiso cambiar de tema:

—¿San Cristóbal tenía verrugas también?

—No que yo sepa —confesó el arzobispo Fitzmorris, divertido—, pero los iconos más antiguos le ponen cabeza de perro.

—En el Palacio de Cristal hay alguien así —dijo Howard—: Lupo. Sabe preparar un buen martini.

—Tendré que hacerle una visita —dijo el arzobispo—. Me gustan los buenos martinis.

—¿Qué pasó con el santo con cabeza de perro? —preguntó Howard.

—Después de llevar a Nuestro Señor al otro lado del río, se le concedió como premio obtener un aspecto humano normal —dijo el arzobispo, e intentó explicarse mejor—. Tenga en cuenta que no hago sino recitar una biografía que aprendí de niño, mucho antes de que llegara el virus wild card.

—Jesús era joker —aseveró un devoto padre Calamar con los tentáculos moviéndose con espasmos—, además de hermafrodita. No veo por qué motivo Él… o Ella pensaría que convertir a alguien en un nat fuera un premio.

—¿Quiénes somos para juzgar la infinita sabiduría de lo divino?

—Eso es cierto —aceptó el padre—. Sin embargo, yo cuestiono que la Santa Madre Iglesia aún no haya aceptado a la Iglesia de Jesucristo Joker como una de sus parroquias. Ni siquiera ha asignado un santo patrono para los wild cards.

—Padre Calamar —suspiró el arzobispo—, usted es un cura joven. Estos asuntos requieren tiempo. Ya hay varios santos que se han aplicado contra las epidemias: Roque, Sebastián, Godeberta, Camilo de Liles. Además, a decir verdad, sólo han pasado cuarenta años desde entonces. Es triste reconocerlo pero todavía hay cuestiones relacionadas con el orgullo y la política que deben tomarse en cuenta: hay sociedades que desean que sea su santo patrono el que se nombre, para así tener dominio sobre algo tan importante como el virus wild card.

—El wild card es más que una epidemia —declaró tajante el padre Calamar.

—De acuerdo —dijo Fitzmorris—. Pero la cuestión entonces es: ¿a qué otro santo se le otorgará el dominio? ¿A san Judas, el abogado de las causas imposibles? ¿A san Eustaquio y sus compañeros, los patronos de las situaciones difíciles? ¿A san Espiridión, el hacedor de maravillas? En lo personal, yo aconsejo a todos los que sufren el wild card que se encomienden a santa Rita de Casia, pues la santa de los imposibles me parece la más apropiada. Habiendo dicho esto, hay que conceder que la sociedad de Rita no es grande y que se limita a las monjas agustinas y, dado que Espiridión no sólo hacía milagros, sino que era capaz de detener las plagas, creo que tiene mayores posibilidades por ahora. Pero yo no descartaría a la santa de los imposibles.

Howard intentó recordar dónde había oído hablar antes sobre santa Rita de los Imposibles.

—¿No dijo Fidel Castro que fue gracias a santa Rita que los Dodgers ganaron el campeonato hace unos años?

—¡Hereje! —exclamó el arzobispo—. ¡Eso fue obra del diablo!

Destapó una botellita de ginebra de las que proporcionaba la aerolínea, buscó con qué mezclarla y, al no encontrar nada, se la bebió tal cual.

—¡Debían ser los Red Sox! —declaró.

—Sabía que eras fan de los Red Sox, Cristóbal —comentó el padre, moviendo sus ojos de cefalópodo para mirar de soslayo al arzobispo—, pero ¿también dominico?

—¿De qué hablas? —dijo el Arzobispo, e hizo una pausa antes de continuar—. Bueno, tienes razón. Soy franciscano y mi ocupación principal es dar caridad a los pobres y curar a los enfermos. Y molestar a los jesuitas. Debo dejar que los dominicos se encarguen de perseguir a los herejes.

Le dio unas palmaditas al padre Calamar.

—Como tú, mi amigo hereje.

—No soy un hereje —bufó el otro.

—Eso es lo que ella decía. —El arzobispo se rió.

—¿Quién?

—Juana de Arco —declaró con un destello en los ojos azules y alzando la botellita de ginebra en un brindis—. Estás en buena compañía.

19 de diciembre de 1986, Cuzco

—¡Aquí fue donde el inca Manco Capac hundió el báculo de oro! —declaró la conejilla de indias gigante de color blanco. Iba ataviada con un poncho a franjas pintado con los colores del arco iris y tenía el aspecto de ser una prima peruana del señor Rata o el señor Topo de alguna ilustración inédita de Rackham.

La guía, turística señalaba el empedrado en torno a una vieja fuente colonial.

Se oyeron risitas y la frase «báculo de oro» fue repetida varias veces a lo largo de la Plaza de Armas, corazón del antiguo imperio inca y del turismo moderno en Cuzco. Howard se preguntó si los peruanos tenían alguna obsesión colectiva por los chistes de temas fálicos; o quizá fueran más desinhibidos que la gente de Nueva York. O, lo más probable: ambas cosas.

La plaza estaba ocupada por dos iglesias y una catedral mayor: la pequeña iglesia del Triunfo, la mediana iglesia de la Compañía de Jesús y la gran catedral de Santo Domingo, construida con piedra arenisca. Howard vio al padre Calamar y al arzobispo Fitzmorris entrar en el último edificio, conversando con jovialidad.

A él no le gustaba mucho estar en las iglesias, quitando la ventaja que representaba la altura de los techos. El paseo matutino por la plaza le pareció bien para estirar las piernas después del vuelo y de pasar otra noche sobre un mal arreglo de camas juntadas en el último hotel.

Echaba de menos su cama. Cuando era adolescente, todavía en crecimiento e ignorando el tamaño que iba a alcanzar, su viejo amigo Cheetah le había ayudado a construirla, a partir de los armazones de dos camas de bronce.

Cheetah también le había enseñado a forzar cerrojos para robar. No obstante, Howard pagó esos armazones con su primer trabajo honrado como agente de seguridad del señor Musso.

El negocio de la tienda de Muebles Musso había muerto hacía tiempo, junto con el señor Musso. Howard desconocía el paradero de Cheetah; se habían alejado el uno del otro, en más de un sentido.

Cuando uno sobrepasaba el metro noventa de altura, empezaba a adueñarse del espacio que había en torno a su cabeza; incluso en Jokertown. Con sus tres metros, las únicas personas que Howard tenía la costumbre de mirar a los ojos eran Árbol, Gargantúa y, en ocasiones, Floater, si subía a la altura adecuada. En la Plaza de Armas, lo que flotaba en torno a la cabeza de Howard era una multitud de mariposas, que seguían las mismas migraciones estacionales que las de Lima. Los turistas corrían para sacarles una foto, y también a él (ya que estaba allí…). Howard trataba de tomarse esas cosas con buen humor.

Con todo, andar por la plaza era una buena manera de ver a los otros jokers. Howard tenía buen ojo para la seguridad, y un conocimiento firme sobre los jokers que le tocaba a la gente. Si bien había un elevado número de ellos en esa plaza, le recordaban a personajes de la Casa de los Horrores. La guía con aspecto de conejilla de indias iba muy arreglada: era evidente que se había lavado el pelo blanco, el cual llevaba bien peinado, y que se acababa de recortar los dientes. A la sombra de un árbol, un hombre con rasgos de jaguar —pelo, manchas, colmillos, garras y una pequeña cola— daba una exhibición magistral sobre el manejo de palitos con mariposas. Una llama de dos cabezas se dedicaba a vender vasos de frutas desde un puesto: una de las cabezas gritaba con voz de mujer, la otra con voz de hombre, pero ambas llevaban gorros con astas de reno, ya que era la semana previa a Navidad. Cerca de la fuente, un grupo de jokers músicos con gorros de Papá Noel alternaban villancicos con melodías de flautas andinas. En lugar del sátiro con la flauta de Pan, había una ninfa de bosque de piel dorada que usaba sus propios dedos como flautas, y una mujer serpiente danzaba a su lado, haciendo sonar sus escamas de bronce como campanitas. Los jokers que no resultaban presentables habían sido retirados por la policía o los comerciantes les habían pagado para que se fueran a otro sitio. Howard no sabía cómo se las habían arreglado.

—¡Señores y señoritas! —gritó la conejilla de indias gigante—. ¡Por favor, observen la plaza! ¡El primer baile folclórico que presentaremos es La llamerada! ¡El baile de los pastores de llamas!

Salvo la llama de dos cabezas, cada una de ellas en un extremo del cuerpo (como la Pushmi-Pullyu de Doctor Dolittle), los demás danzantes eran personas normales vestidos con trajes tradicionales. Pantalones y faldas eran de color bermejo, camisas y blusas doradas, y las fajas de colores chillantes, los favoritos de la mayoría de los tejedores peruanos. Los tocados triangulares que llevaban en la cabeza parecían una combinación de un gorro de ritual masónico, un cubreteteras y la pantalla de lámpara de flecos preferida de la abuela nat de Howard. La punta estaba decorada por un par de borlas, y por delante los danzantes llevaban la silueta de una llama recortada en fieltro. Howard no sabía qué representaba la letra «U» de color rojo que todos ostentaban.

La música se animaba, y en el baile había palmas, zapateados y revuelos de faldas al perseguir a las llamas por toda la plaza, o más bien al joker llama bicéfala. El joker, o la joker, —o las jokers…— ofrecían el aspecto de una pareja de llamas cuando el resto de su cuerpo quedaba oculto por los bailarines que las rodeaban. Howard se preguntó cómo se las apañaría para ir al baño, esperando que la respuesta no fuera un catéter. Se compró un vasito de frutas y comió trozos de piña, melón y una fruta exótica de color rosa llamada mamey, nueva para él. El sabor hacía pensar en una mezcla de calabaza, cereza y durazno, sin ser ninguna de ellas en realidad. Como toda buena fruta, tenía su propio sabor peculiar. Howard acabó comprando una de esas frutas, con forma de balón de fútbol americano, y la peló con sus afiladas uñas, de color negro y más rectas que sus dientes. El mamey tenía un hueso grande, similar al del aguacate, que Howard echó al bote de basura junto con el vasito de plástico lleno de cáscaras, en torno al que se agruparon más mariposas, chupando con sus largas lenguas los néctares allí derramados. Al igual que antes, tuvo la sensación de que le miraban con los ojos dibujados en las alas.

El número siguiente pertenecía más a las tradiciones incaicas: la Danza del Camile, el baile de los brujos curanderos. La ninfa con dedos de flauta tocó una melodía plañidera y los curanderos comenzaron a girar con sus ponchos de vicuña y sus sombreros decorados con cintas, dejando que los morrales se mecieran de forma precaria. Se los quitaron del hombro y desataron los nudos para ofrecer sus mercancías, mediante ceremoniosos movimientos. A continuación se echaron a correr por la plaza, haciendo ruido con las maracas de calabacinos y ofreciendo a la venta manojos de hierbas, amuletos folclóricos de aspecto dudoso y calabacinos a los espectadores, sobre todo a los jokers.

Howard no sabía qué contenían los calabacinos pero olían a regaliz y no a fresa, un sabor que le gustaba mucho. Vio que el jaguar que hacía malabarismos con los palitos de mariposa compraba uno tras regatear con mucho alboroto, lo cual hacía sospechar, pues no era la conducta típica de la localidad. Al final le dio todo el dinero de las propinas que había juntado en su sombrero y se bebió el contenido. Una a una desaparecieron sus manchas, se le retrajeron las garras, se le hundieron los colmillos y hasta la cola trunca se retiró al interior de su cuerpo, que se había convertido en el de un mestizo joven y guapo, del todo normal.

—¡Estoy curado! ¡Estou curado! —gritó el que hasta hacía poco era un joker.

A pesar del fuerte acento peruano, Howard entendió lo que decía el joven en español y en lo que le pareció que era portugués de Brasil. Era fácil adivinar el significado por el contexto.

Sacudió la cabeza y suspiró. Había visto a otros jokers curarse del wild card en ocasiones anteriores. Los jokers que sanaban reaccionaban de las maneras más dispares. El llanto era bastante común, y también eran frecuentes los desmayos, así como los ataques de histeria al perder alguna parte del cuerpo u obtener algo que nunca antes habías tenido. Un as cambiaformas resultaba un señuelo eficaz para convencer de la eficacia de la cura milagrosa del wild card y conseguir que muchos jokers turistas compraran. No ocurrió nada, excepto por una mujer que tenía llagas supurantes y cabellos que se movían como gusanos de alambre que logró que sus rizos se calmaran un poco. Rompió a llorar, le habló en portugués a sus amigos y se tocó los pechos con una mano costrosa.

Howard supuso que el efecto placebo servía de algo. Hizo caso omiso de las ofertas de los curanderos para que les comprara aceite de víbora o cualquier otro producto de los calabacinos, todos con olor a regaliz. En cambio, se compró otro vasito de frutas y se puso a escuchar la pieza que la banda estaba empezando.

—Eres Howard, ¿verdad? —le preguntó una voz.

—¿Qué? —exclamó Howard, y miró hacia abajo.

A la altura de su ombligo había una mujer de pelo lustroso, color ala de cuervo, con grandes y elegantes gafas oscuras y una capa de alpaca de un negro carbón que colgaba como alas de polilla sobre un vestido de muaré de verano. Por debajo se veía una pierna blanca, bonita a la par que musculosa, colocada en actitud de danza, mientras que el rostro se alzaba hacia él, exponiendo una garganta pálida y un atisbo seductor de sus dos pechos pequeños y erguidos.

Aunque la peluca era de buena calidad, Howard la detectó gracias a su experiencia en Jokertown y a su perspectiva visual.

—¡Fantasy! —concluyó.

—¡Shhh! —Le hizo callar con un dedo sobre los labios y una mirada coqueta—. Estoy de incógnito.

Se bajó las gafas, para mirarlo por encima. Sus ojos expuestos brillaban como heliotropos. En tono cómplice le dijo:

—Llámame Asta, a secas, ¿vale?

—¿Tus ojos no eran a…?

—Lila taquisiano —contestó ella, y volvió a subirse las gafas—. Es el último grito. Adoro las lentes de contacto. ¿Viste a esa mujer haitiana? Tengo que conseguir unas de ese color rojo tentación…, aunque me parece que los suyos eran naturales.

Howard también se bajó las gafas.

—Como éstos.

Los labios escarlata de Asta hicieron un mohín.

—No sé por qué te los cubres. Son tu rasgo más llamativo —le elogió, pero en seguida echó una mirada a la entrepierna del joker—. Bueno, uno de tus rasgos más llamativos.

—Soy muy sensible a la luz —explicó Howard, recolocándose las gafas—. ¿Le puedo ayudar en algo, Asta?

En muchas cosas, seguro… —respondió ella, flirteando— pero por ahora, ¿te molestaría subirme a tus hombros? Tu altura es considerable y quiero estudiar la Sijilla.

—¿La Sijilla? —repitió Howard.

—Es la danza de los doctores y los abogados. Uno de esos bailes españoles.

Señaló la plaza, donde un nuevo grupo tomaba su puesto. Las espaldas de los espectadores formaban un muro que bloqueaba a las personas de la estatura de Asta.

Howard había llevado chicas en los hombros en algunos conciertos, pero de eso ya hacía bastante tiempo.

—¿Golden Boy no está disponible?

—Jack es una mariposa social, igual que yo —dijo Asta, haciendo un ademán con la mano para espantar una nube de mariposas de verdad—. Él quería ir a otro sitio. Además, tú eres más alto.

Le sonrió y aparecieron hoyuelos en sus mejillas. Howard se echó a reír.

—Eso es cierto.

Se inclinó y, viendo que Asta no se resistía, la agarró por la cintura y la alzó hasta colocársela en el hombro derecho.

—Me han levantado con mayor elegancia otras veces, pero nunca tan arriba —observó ella, divertida—. Algún día te convertiré en todo un danseur.

—Me gustaría verlo —contestó Howard.

Fantasy, curvando las piernas como una experta para apretar el hombro de Howard, miró como los bailarines ocupaban sus puestos.

—Se me ha antojado dar a conocer al mundo la Sijilla. Como hizo la gran Paulova con el Jarabe tapatío.

—Creo que no lo conozco.

—¿De veras? ¿Nunca has visto ése que describen como el baile del sombrero mexicano?

—Bueno, sí… —admitió Howard sonrojándose, lo cual le resultaba incómodo porque su piel adoptaba un tono verde oscuro—. Acabamos de pasar por México.

—El Ballet Folklórico estuvo muy bien pero ya no es lo que era, cuando estaba bajo la dirección de la maestra Hernández y…, ay, vaya, ya estoy de nuevo criticando. Tendría que haber dicho que fue una maravilla. —Le apretó los hombros—. Tú estabas ahí. ¿No te pareció una maravilla?

—Ehm, sí.

—Bueno. Confío en que mi secreto está a salvo contigo. —Las piernas de Fantasy le ceñían como cuando llevó a Slither a ver al Rey Lagarto y a Destiny, apretándole con su cuerpo serpentino—. Tiemblo sólo de pensar qué pasaría si fuese igual de sincera con Jack… Howard rió de nuevo. La Sijilla se parecía mucho al Jambe Tapatío, uno de esos bailes mexicanos con gran revuelo de faldas y flirteo, pero en vez de charros y chicas poblanas, las mujeres se habían cambiado de género con máscaras y ponchos, parodiando a viejos doctores y abogados españoles. Los hombres iban disfrazados de diablos según la tradición hispánica, con polainas que simulaban pezuñas en el pie derecho, y garras de pájaro en el izquierdo. Se cubrían los rostros con máscaras amarillas que adoptaban expresiones lúbricas. Parecían los hijos de Devil John Darlingfoot y la señora Chickenfoot afectados por la ictericia.

La música plañía y vibraba y los diablos brincaban al compás, moviendo las máscaras, amenazadores, zapateando con sus pezuñas de cabra y sus patas de gallo, dando pasos de acometida. Los doctores les enseñaban botellas con remedios de botica, o tal vez muestras de orina. Los abogados mostraban papeles de juzgados. Después de varias vueltas y flirteos, las mujeres dieron persecución a los hombres por toda la plaza. Howard no sabía lo que pensaba Asta pero él empezó a encontrarle parecido al día del Sadie Hawkins en el instituto de Jokertown, en el que las chicas perseguían a los chicos.

La conejilla de indias gritó unas frases en español. Asta se puso a aplaudir con entusiasmo. Le explicó a Howard:

—La danza conmemora el trabajo de los doctores contra la epidemia de malaria en los ranchos de Kosñipata.

Cuando médicos y letrados hubieron acabado de espantar a los espíritus de la malaria, él comentó:

—A Tachy esto le gustaría. Deberíamos…

Las palabras murieron en sus labios al ver que los hombres cambiaban de máscaras y volvían con caras angelicales, rizos brillantes como el cobre pulido y sombreros como los de Los tres Mosqueteros, con plumas de avestruz y todo.

—Tal vez no sea tan buena idea…

Los doctores y abogados, con sus expedientes y medicinas, tenían menos éxito a la hora de atender el virus wild card, o al menos así interpretó Howard el final de la danza folclórica. Los diablos taquisianos persiguieron a todos los que estaban en la plaza, menos al joker que oficiaba como maestro de ceremonias. La Sijilla concluyó y los músicos se tomaron un descanso.

Asta le dio unas palmaditas en el hombro.

—Este será nuestro pequeño secreto.

—Por mí no hay problema.

Asta rompió a reír, con un sonido que era a la vez inocente y ensayado, y se le deslizó por el brazo como si de un poste de bombero se tratara, hasta bajarse del hombro. Al poner los pies en el suelo, intentó agarrarse a algo para no perder el equilibrio. En seguida retiró la mano.

—¡Cielos! —exclamó, al darse cuenta de lo que había cogido—. Pensarás que soy una descarada…

Él se encogió de hombros, mirándola.

—Son cosas que pasan.

—Deja que te compense: te invito a comer. ¿Te gusta comer en la calle?

—Estoy dispuesto a probar de todo al menos una vez —aceptó Howard con una sonrisa.

—Ése también es mi lema. —La mujer le miró la entrepierna, luego la cara, y luego otra vez ahí abajo—. ¡Espérame aquí! ¡Volveré en menos de lo que canta un gallo!

Se alejó perseguida por una nube de mariposas que por lo visto se sentían tan atraídas por ella como Howard. Cuando la mujer volvió con la comida, su erección era incontrolable, pero esta vez no estaba provocada por sus bailes. La había esperado sentado en la orilla de la fuente, que después de varios siglos de existencia bien podía soportar el peso de unos centenares de kilos de joker.

—Tienen cosas exquisitas —dijo Asta, que llevaba varias bolsas de papel y dos vasos como una camarera experta—. Es para ti pero supongo que no te importará que pique un poco.

Se sentó a su lado, delicada como una hada, y dobló las bolsas para formar con ellas unos mantelitos que colocó sobre el borde de la fuente.

—Pipián de cuy en salsa de cacahuete —anunció abriendo el primer contenedor, y en seguida abrió otro, donde había pinchos de carne sobre una cama de cereales—. Filetes de llama a la brasa con pilaf de quinoa. Nunca los he probado.

—Yo he probado la quinoa —admitió Howard—. La venden en la Calabaza Cósmica, en la sección de salud.

—Eres un aventurero. Me gusta —comentó Asta con admiración, y en seguida sonrió—. Aquí hay algo que no creo que tengan en la Calabaza Cósmica. Te prometo que es del todo herbal y orgánico.

Como casi todos los vasos, éste resultaba demasiado pequeño para la mano de Howard y tuvo que cogerlo con la punta de los dedos. Era un té de color agradable, entre amarillo y verde, y en la superficie flotaban unas pocas hojas verdes y grandes, de color similar al de su piel. Tomó un sorbo. Era un tanto amargo, agradable al paladar y más dulce que el té verde, un té de hierbas, lo que la abuela Mueller llamaba «tisanas».

—Es hoja de coca —le informó Asta con una sonrisa traviesa, sorbiendo de su propio vaso—. Es lo que beben aquí en los Andes.

—¿Hoja de coca? —preguntó Howard, bajando el vaso para mirar las hojas—. ¿No viene de ahí la cocaína?

—No sólo de ahí, pero suele, sí —respondió la bailarina, riendo—. El té se prepara con las hojas dulces. Las amargas tienen más cocaína pero los andinos prefieren las dulces para mascar y hacer té.

Alzó las manos en un gesto amistoso dirigido al puesto de infusiones, donde Howard vio a dos chicas nativas que llevaban vestidos blancos de bailaoras de flamenco que lucían las mismas hojas bordadas en la bastilla y el escote. En el mostrador, varias cestas contenían montones de ellas, tanto frescas como secas. Los bastones de caramelo, hechos con plástico y latón, resultaban bastante incongruentes.

—Dicen que el primer árbol de coca brotó en el lugar en que una mujer de la vida airada fue partida en dos por sus celosos amantes —le contó la mujer, sonriendo—. Se convirtió en Cocamama, el espíritu de la salud y la felicidad entre los incas, la diosa de la planta de coca.

Tomó unos sorbitos y siguió con el relato:

—También dicen que el hombre no debe mascar sus hojas hasta que no haya satisfecho a una mujer en la cama —le advirtió, guiñando un ojo—, pero creo que nosotros podemos saltarnos esa regla.

Howard se revolvió, incómodo.

—¿Te gusta el folclore? —le preguntó.

—Es una debilidad profesional —confesó ella—. Amo la danza, y los mejores ballets se basan en los cuentos folclóricos.

Miró las brochetas de llama asada y seleccionó una sin dejar de hablar:

—Cuando se destapó mi carta estaba cursando el segundo año en Julliard. Estábamos ensayando Giselle —continuó mientras mordisqueaba la carne con modales delicados y sugestivos—. Yo interpretaba el papel de una de las willis.

—¿Bilis?

—Bilis no, willis —le corrigió Asta, mientras volvía a probar bocaditos de carne—. Dicen que es malo tragarse la bilis… Yo prefiero tragar otras cosas.

Se volvió a reír, a lo que varias mariposas reaccionaron.

—Las willis son espíritus de doncellas despechadas que murieron antes del día de su boda. Rondan los bosques esperando encontrar algún hombre para hacerlo bailar hasta la muerte. Yo estaba muy metida en el papel, pues mi novio había cortado conmigo porque yo era parte del cuerpo del ballet y él, en cambio, hacía el papel de Albrecht como solista.

Con ferocidad, la mujer arrancó un trozo de llama con sus pequeños dientes blancos.

—Quería que me quisiera, quería que sufriese, pero más que nada quería que dejara de bailar. Y se me concedió el deseo.

Gesticuló con la brocheta a medio comer.

—Desde entonces, las cosas casi siempre me han ido bien —continuó. Reflexionó unos segundos y siguió con un tono del que asomaba desconcierto—. Aunque, si tengo que trabajar con un bailarín, tiene que estar en el grado seis de la escala de Kinsey, o sea, ser absolutamente gay; de lo contrario, no bailo.

Hizo una pausa y se volvió para mirar a Howard.

—Bueno, ¿cuál es tu historia? ¿Te gustaban demasiado los cuentos de ogros?

—Sí, pero no tuvieron mucho que ver con la carta que me tocó —dijo él, riéndose—. De pequeño tenía verrugas, y eso me hacía pasar mucha vergüenza.

Los otros niños se metían conmigo, me apodaron señor Sapo. El virus llegó después. Entonces me salieron verrugas por todas partes y, además, me volví verde, pero dejaron de molestarme. Aunque lo de «señor Sapo» se quedó.

Se encogió de hombros y tomó varios pinchos de carne de llama. Retomó la narración:

—Siempre me gustó El viento en los sauces, y tenía una edición bonita, un regalo de cumpleaños de mi abuela. También me gustaban los automóviles, así que decidí que sería el primer corredor joker en los eventos NASCAR. Pensé que siendo así de duro saldría mejor parado de los choques.

Howard probó la brocheta. Le pareció que el sabor de la carne de llama estaba a medio camino entre la ternera y el cordero…, una especie de shawarma peruano.

—Pero el virus wild card tenía otros planes para mí. Acababa de sacarme el carné de conducir cuando entré en mi fase de crecimiento —dijo dando dos grandes bocados a sus pinchos—. Pero cuando crecí, lo hice en serio, y a partir de entonces «adiós, señor Sapo; hola, señor Troll».

—Hola, Troll —le dijo Asta con coquetería. Eligió un trocito apetitoso de pipián de cuy y lo probó; de fondo, la banda afinaba los instrumentos.

Howard se comió todo lo demás. El cuy —o conejillo de indias— le sabía a pollo, al igual que el conejo. En conclusión, el cuy sabía a conejo.

Entonces se ruborizó, pues estaba mirando a la conejilla de indias gigantesca anunciar el número siguiente, la Danza de los Chunchos, de los pueblos de la selva.

Asta se levantó y se apoyó en el hombro de Howard, que permaneció sentado.

Las mujeres bailaban por toda la plaza, ataviadas con guirnaldas de flores al estilo de las fiestas del renacimiento, y llevaban báculos con cintas de colores, coronados por flores de seda. Los hombres ostentaban tocados de pluma en la cabeza y se habían puesto máscaras de nats con bigotes cómicos. Portaban bastones que usaban para gesticular, como si ejecutaran una versión peruana de los bailes de Bojangles.

Entonces aparecieron las bestias de la jungla: las mujeres, con máscaras y tocados de loros adornados con plumas de muchos colores que combinaban con los vestidos; los hombres nat vestían disfraces de osos y monos, y los jokers con características de animales se comportaban como tales. El hombre jaguar persiguió a la conejilla de indias hasta el centro de la plaza, y en el proceso se fue convirtiendo, de hombre a jaguar, aunque sin dejar de llevar el poncho y los pantalones. Parecía una versión sudamericana de uno de los tigres vanidosos del cuento de El negrito Sambo, tropezando con los tejanos en lugar de convertirse en mantequilla de jaguar.

La campana de la catedral comenzó a repicar atronadoramente en ese momento, señalando la hora: las nueve de la mañana.

Fantasy se inclinó hacia Howard.

—¿Podemos ir a algún sitio más privado? —le susurró al oído, mientras seguían los tañidos—. Es que me siento observada.

Sonó la última campanada y Howard miró alrededor. Varias personas les observaban, sobre todo nats, pero también algunos jokers con cámaras; sacaban fotos del joker gigante, como de costumbre, torciendo el cuerpo para simular que fotografiaban la catedral, o mirándolo con rubor cuando los sorprendía en el acto. Para Howard aquello era el pan de cada día, como cualquier fin de semana en el zoológico de Central Park.

La diferencia la marcaban las mariposas. Algunas seguían sobre los botes de basura o el carrito del vendedor de frutas, o al borde de la fuente, bebiendo un trago de agua. También había una cantidad sorprendente de mariposas búho y de otras especies de lepidópteros con dibujos que parecían ojos que les enfocaban como los objetivos de las cámaras.

El joker se fijó en una de ellas. Un momento después, la mariposa se alejó volando, como si no fuese más que una coincidencia, una broma que le gastaba su propia mente. No obstante, al mirar de reojo tras sus gafas oscuras, se dio cuenta de que muchas otras lo enfocaban, formando un mar de fotógrafos.

Se levantó y se estiró, sin dejar de observar a las mariposas y las polillas. Algunas seguían mirándolo a él pero la mayoría había pasado a centrar su atención en Asta.

Howard conocía demasiado bien el poder de los ases como para subestimar cualquier suceso raro o coincidencia y no relacionarlo con algo más siniestro, sobre todo teniendo en cuenta la figura del encapuchado que había visto en el caleidoscopio de mariposas sobrevolando el Museo Larco. Era la sombra que había aparecido justo cuando Fantasy había llegado al lugar.

También recordó la reacción de las criaturas al puro que había empezado a fumar. Considerando que no podría echar suficiente humo para cubrir toda la Plaza de Armas, cayó en que había tres iglesias cerca de ahí, y que a los católicos les gustaban los inciensos y las velas.

—¿Qué te parecen unas oraciones matutinas? —le preguntó a la bailarina—. El arzobispo Fitzmorris dijo que haría una invocación especial por las fiestas, y también estará el padre Calamar.

Asta no daba la impresión de ser asidua a la iglesia, pero respondió con su mejor sonrisa:

—Eso suena divino…

La Catedral de Santo Domingo tenía unas puertas grandiosas, como toda catedral que se precie, una indispensable pila bautismal, filas y más filas de monjas idénticas rezando con los rosarios en sus manos, y un puñado de incienso en el aire que esparcían una serie de curas y monaguillos con botafumeiros. En el púlpito, un obispo que no era el arzobispo Fitzmorris hablaba más latín del que Howard entendía, pero eso no importaba. Lo importante era que el incienso había tenido el efecto deseado: logró ahuyentar al enjambre de polillas y mariposas que seguía a Asta.

La catedral estaba comunicada con la pequeña iglesia del Triunfo: más pequeña y peor ventilada. Por alguna razón, quizá relacionada con la historia políticamente incorrecta, ostentaba la imagen de un santo matando a un inca. Una cantidad considerable de velas ardía frente a un icono de la Virgen María.

La atmósfera del templo pequeño resultaba bochornosa. Howard se arrodilló para que su cabeza quedara un poco más cerca de Asta. Ella se levantó de puntillas para abrazarlo y le habló al oído.

—Ve a la estación del tren y compra pasajes para Aguas Calientes. No se lo digas a nadie. Por favor, ¡te lo explicaré luego! —le prometió, al tiempo que le daba un beso en la mejilla—. ¡La vida de una niña depende de ello!

A continuación, la mujer se levantó, se santiguó, puso algo de dinero en el cepillo de la iglesia y cogió una cerilla para encender un cirio.

A Howard no le gustaban mucho las iglesias, y ésa le agradó mucho menos en cuanto distinguió a unas polillas oscuras revoloteando por las esquinas, fuera del alcance de las velas.

Se levantó, se dirigió de vuelta por el pasaje que comunicaba con la nave principal de la catedral, y se quedó ahí un rato para disimular, como si hubiese ido a oír las homilías del arzobispo Fitzmorris y el padre Calamar; a continuación, salió por la puerta de delante, tratando de adoptar el papel de un turista que no está muy seguro de adonde dirigirse.

Unas cuantas mariposas y polillas le siguieron, pero con mucho menos interés que cuando llevaba a hombros a la bailarina. Acabaron por perder ese poco interés cuando el joker encendió un puro y le dio unas buenas caladas, saboreándolas.

Fulgencio Batista tenía un gusto excelente para los puros. El habano le duró todo el camino a la estación. Compró los dos billetes y luego fue a sentarse en un banco, hojeando el folleto para turistas sobre Aguas Calientes al tiempo que se preguntaba en qué se había metido. Al medir tres metros y ser tan duro como un rinoceronte no se preocupaba mucho por sí mismo; Asta, por su parte, tenía el aire de ser una mujer que no necesitaba que nadie la cuidara, pero ¿y lo de la niña en peligro? Eso no anunciaba nada bueno.

El viejo reloj de bronce de la estación marcaba las 10.25; faltaban cinco minutos para el tren de las 10.30 a Aguas Calientes. Howard agarró varias polillas con manchas color liquen que se habían mimetizado con la pátina verdosa que se hallaba sobre el reloj. Una figura oscura con hábito se movió en silencio a su lado. Howard se sobresaltó y recordó la imagen encapuchada que había percibido entre las polillas de las brujas, pero entonces vio que sólo era una monja.

La santa mujer se sentó a su lado, le echó una mirada, sonrió con amabilidad y volvió a mirar hacia la plataforma, contando con gesto humilde las cuentas de su rosario, con la vista hacia abajo. Tenía la cara recién lavada, limpia, y resplandecía sin huella alguna de maquillaje. Sus grandes ojos eran castaños y sobre el iris se distinguían los diminutos píxeles de las lentes de contacto de alta tecnología teatral.

Howard le pasó a Fantasy su billete dentro del folleto de turismo. Cuando llegó el tren, cada uno subió por un lado diferente.

El ferrocarril era un viejo Pullman, con compartimentos de madera pulida, bronce y la elegancia de otro tiempo. Howard encontró uno vacío y se puso a esperar. El silbato por fin sonó, el tren se sacudió y en seguida empezó a mecerse, con las ruedas marcando un ritmo arrullador que no tardó en fundirse en el ambiente. Los paisajes se deslizaban a través de la ventana —colinas rocosas con suelos oxidados, árboles y arbustos de diversos matices de verde— a medida que el tren ascendía por los Andes.

Poco tiempo después se le unió la monja, sonriendo, y corrió las cortinas.

Después de que el inspector les pidiera los billetes, Asta cerró la puerta y comprobó que no hubiera bichos ocultos; es decir: micrófonos ocultos… Después se sentó.

—¿Qué es todo esto de las mariposas? —inquirió Howard.

—Es un as —explicó Asta.

—Lo supuse. ¿Quién?

Exasperada, alzó los brazos.

—¡Y yo qué diablos sé! ¡El Polillo! ¡El Colector de Mariposas! ¡El Lepidopterista! Escoge el nombre que más te guste.

—¿El Emisario Negro?

—Hortencio dijo lo mismo pero no le encontré mucho sentido —comentó ella, desconcertada—. ¿Dónde demonios has oído eso?

Howard se sacó del bolsillo del pantalón el folleto del Museo Larco.

—Puto folclore —declaró Asta mientras lo leía—. ¿Acaso a todos se les destapó la carta mientras tenían las nariz metida en un libro de cuentos de hadas?

—A mí no.

—Sí, ya, Troll. —Asta puso los ojos en blanco y le devolvió el folleto.

—¿Quién es Hortencio?

—¿Te acuerdas de los hijos de Batista, en Cuba?

—Sí. No pasé mucho tiempo con ellos.

—Pues yo sí —contestó ella—. Al menos con uno.

Miró a Howard a los ojos.

—No me mires así —prosiguió—. Como si no quisieras correr la misma suerte que él Quién sabe, a lo mejor sí. Necesito desfogarme cuando estoy aburrida, asustada o intrigada. En estos momentos estoy acojonada.

El tren seguía avanzando, las ruedas sonaban al compás de las vías.

—Y ¿qué pasó con Hortencio Batista?

—Sexo —respondió ella sin más—. Nada de lo que ufanarse, desde mi punto de vista. El seguro que alardeó de ello, siempre presume de todo: de los contactos de su familia con la mafia, que es por todos sabido; de que los Gambione tienen comercio de cocaína con otras bandas traficantes, incluyendo algunas de aquí, de Perú; y también de que un jefe del narcotráfico tenía secuestrada a la hija de otro jefe, y pedía un rescate y, ¡uuuh!, los Gambione matarán a la niña o la secuestrarán ellos para tener poder sobre el primero de los jefes, no saben aún cuál, pero lo que sí saben es dónde está la pequeña y actuarán mañana.

—¿Él te contó todo esto?

—No. —Se detuvo como si buscara las palabras exactas para la respuesta—. Soltó muchas pistas pero, cuando perdió el conocimiento después de un poco de sexo y mucha cocaína, fui y leí sus archivos. —Se encogió de hombros—. No podía acudir a la policía. Son todos unos corruptos, y los pocos que no lo son tienden a ser el tipo de gente de «amplio criterio», no les importa una mierda lastimar a una niña si con ello logran perjudicar a los traficantes de drogas. Así que me dije: ¡que les jodan a todos! ¡Soy un as y puedo resolver esto! Y concebí mi disparatado plan. No me juzgues pero… no me hincho de orgullo al confesar que tomé el ejemplo de Alma Spreckles: prefiero ser juguete de un viejo que esclava de un joven. Así que llamé a un viejo rico que conozco y le dije que cuando volviera a Nueva York el domingo le haría de todo doce veces, si ponía un helicóptero privado a mi disposición con algunos guardias para sacarme de Perú con la niña, antes de que los Gambione la despachen.

Asta rebuscó bajo sus hábitos.

—O sea, mírala… —dijo, y le dio una foto a Howard. Entonces se mordió el labio y contuvo las lágrimas—. No tiene más de siete u ocho años. Una vez fui una niña como ella. Tuve zapatitos como los suyos, y hubiera matado con tal de tener un vestido así de bonito, pero es sólo una niña. Los niños no merecen morir.

Howard observó la fotografía. Asta tenía razón: no podía tener más de seis o siete años, quizá ocho; tenía mejillas regordetas, ojos oscuros y rasgos nativos. Llevaba un vestido blanco lleno de cristalitos brillantes y demasiados encajes, y su sonrisa parecía más forzada que natural, pero no era más que una niña. El fotógrafo había usado un efecto vulgar y cursi alrededor de su figura, dándole un aspecto oscuro de foto galante.

Le dio la vuelta a la foto. Había una palabra escrita, «Lorra», y debajo, otra más: «Cocamama».

—¿La diosa del arbusto de coca?

—Era el código de la operación —dijo Asta, y recuperó la foto—. A menos que sea una alusión enferma sobre partir en dos a la pequeña.

Howard sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Ibas a hacer esto tu sola?

—¡Ni de coña! —exclamó Asta—. Tenía pensado que Jack me ayudara. Golden Boy siempre habla de aquella vez en que le dio una patada en el culo a Juan Domingo Perón. El problema es que, aunque le fuese la vida en ello, no es capaz de guardar un secreto. El capo que secuestró a Lorra debe de ser un as, o bien tiene algunos ases a su servicio, y uno de ellos es el Emisario Negro, que espía a través de mariposas y polillas. Lo peor de todo es ese espantoso joker as, una rana que lanza dardos envenenados, un asesino al que llaman Curare. Es más de lo que me atrevo a enfrentar yo sola, así que ahí me tienes, bailando apresuradamente buscando alguien en quien confiar.

—Y me elegiste a mí.

—La cosa estaba entre tú y Harlem Hammer —explicó Asta, encogiéndose de hombros—. No tengo nada en contra de los negros calvos pero, hasta donde yo sé, Mordecai tiene un matrimonio feliz. No destruyo familias. Y aunque lo hiciese, nunca me pondría en la mira de una mujer de Harlem.

—¿Y respecto a los calvos de color verde?

—Howard, entraste en mi radar desde que te vi entre el público cuando bailaba Coppélia —confesó Asta—. Ahora estoy aterrorizada y el viaje a Aguas Calientes es largo…

—¿Sabes que llevas un hábito de monja?

—¿Eres católico?

—No.

—¡Estupendo! —Sonrió—. Yo tampoco.

Y comenzó a desabotonarle la bragueta.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Veo que tampoco eres judío!

Hizo una pausa y le tocó con su pequeña mano.

Howard estaba sufriendo. Había llegado el terrible momento. Su pene, aunque verde, estaba en proporción a su cuerpo. Eso significaba que tenía más de treinta centímetros de largo, con todo y verrugas. Guardaba mayor parecido con un pepino que con el miembro de un ser humano. Su aspecto había convertido las noches prometedoras en otra noche solitaria, tras el típico «no eres tú, soy yo».

—¿Sabes? Dudo que pueda con todo esto —dijo ella, pronunciando las palabras tan temidas, pero entonces se puso a acariciarle el falo—. Pero estoy más que dispuesta a intentarlo. ¿Alguna vez has visto la danza de las willis?

—No.

—Filisteo, eso hay que corregirlo.

Asta se alzó de puntillas. Howard ya había alzado la suya.

19 de diciembre de 1986, Aguas Calientes

Asta se había quitado el hábito de monja y el manto de alpaca. El vestido que llevaba debajo era azul claro, igual que su pelo, cortito como el de Annie Lennox. Los ojos ahora tenían un color azul ultramarino y brillaban como Iconos bizantinos. Howard no se había fijado en si eran lentes de contacto o no; hacían juego con todo lo demás, reforzando el aspecto de ninfa acuática, ya que, según decía, iba a hacer el personaje de Ondina en el ballet del mismo nombre.

La pletina del todoterreno estalló de pronto con música clásica: la señal acordada para que Howard no mirara hacia atrás. En cambio, se puso a hacer más ruido. Golden Boy era famoso por ser capaz de alzar un tanque por encima de la cabeza, pero Troll no era tan fuerte. Sin embargo, podía poner bocabajo un Chevy, lo cual ya era bastante aparatoso.

Varios hombres con armas salieron de la casa. Entonces se pararon en seco, admirando con expresión de deleite y respeto, como si contemplasen una visión de hermosura trascendental, con la cual, además, deseaban fornicar.

Howard conocía bien ese sentimiento.

Como los hombres obstruían las entradas y ventanas principales, rodeó la casa y abrió de una patada una de las puertas laterales, que se desprendió de los goznes con un satisfactorio chirrido.

El edificio era de dos plantas, y la única percepción general que consiguió Howard fue la de una abundancia exagerada de colecciones de mariposas en las paredes. Mordió la colilla del puro, reteniendo el aliento por si alguno de los insectos volvía a la vida espontáneamente, pero no fue así: seguían siendo sólo trofeos, mascotas momificadas, ex socios, o lo que el Emisario Negro quisiera que fuesen sus sirvientes.

Subió las escaleras, agachado para no darse contra el techo. Abrió a base de golpes cada puerta que encontró, hasta que fue recompensado al ver en una de las estancias, repleta de muñecas y otros juguetes, una camita y, en ella, había sentada una niña pequeña detrás de una mujer. Esta última le apuntó con una pistola y apretó el gatillo, pero él le arrojó la puerta que había roto y la estampó a ella y a su pistola contra la pared.

La cabeza de una de las muñecas explotó y una bala se clavó en el techo, lo que provocó una lluvia de polvo de yeso. La mujer quedó tendida en el suelo.

La niña gritaba sin parar, en un idioma que Howard no entendía, sólo sabía que no era español.

—Está bien —le prometió él—. Todo va a salir bien, Lorra. Vamos a sacarte de aquí.

Como no se callaba, la envolvió en la colcha de la cama con todo, almohadas y muñecas. Corrió escaleras abajo mientras sostenía el atadillo con la pequeña dentro, la cual trataba de resistirse, y salió por la misma puerta lateral que había roto. En ese instante cerró con fuerza los ojos y avanzó tropezando hacia el sitio de donde emanaba la música para orquesta de Hans Werner Henze, lo cual no resultaba fácil considerando los gritos estridentes que reverberaban en sus costillas.

De pronto se dio en la cabeza con el techo de una terraza cubierta. Estaba más que acostumbrado a experimentar ese tipo de colisiones. Una vez superada la obstrucción, gritó:

—¡Asta! ¿Dónde estás?

—¡Por aquí! —respondió ella, y entonces—: ¡Mierda, es la rana!

—¡Lorra! —Se oyó una voz que croaba—. ¡Lorra!

Howard pensó que aquello era como una versión perversa del juego de Marco Polo. Sintió una mano sobre la pierna, que lo guiaba sin dejar de bailar.

—¡Bájala aquí!

Howard oyó que se cerraba la portezuela del jeep.

—¡Tú conduces! ¡Yo tengo que seguir bailando!

—¿Cómo voy a conducir si no puedo ver?

—¡Verás sin problemas! ¡Sólo súbeme y no mires por el espejo retrovisor!

Hizo lo que le ordenaban. Se puso a Asta en los hombros y ella le enganchó una de sus piernas alrededor del cuello, como el Viejo del Mar en los cuentos de Simbad. Pero esa vieja resultaba mucho más caliente y pervertida, pues lo hizo al revés, con los tobillos trenzados bajo la mandíbula de Howard, los muslos apretados sobre sus sienes y el culo sobre su cabeza. La parte de atrás del vestido caía como un velo ante los ojos del troll.

Imaginó que aquella no era la coreografía usual de Ondina, pero la bailarina tenía suficiente talento dancístico para las improvisaciones. Howard abrió los ojos: no quedó cautivado por el as de Fantasy; aunque sentía cómo se le desplazaba sobre la cabeza mientras ejecutaba movimientos para simular un salto de agua, igual que la ninfa que aparece en los anuncios de la cerveza Olympia.

Howard arrancó el asiento de su base y se sentó en la parte trasera, que le resultaba más cómoda, pues de esa manera alcanzaba los pedales con mayor facilidad. Por primera vez desde el instituto, el señor Sapo iba a conducir de verdad. Se lanzó por el camino, atravesando la jungla andina, con la música del ballet a todo volumen y Asta sentada en su cabeza.

—Ya no nos ven —dijo la bailarina, bajándose agarrada a la barra transversal y sentándose a su lado—. ¡Corre todo lo que puedas!

En ese momento algo aterrizó sobre el capó del todoterreno.

—¡Puta asquerosa! —croó la rana gigante en español—. ¡Monstruo verde! ¡Deja a Lorra!

Los ojos de la rana eran grandes y dorados, y destacaban sobre una piel negra con marcas azul eléctrico. Tenía la estatura de un niño de nueve años; había tantos jokers pequeños como de talla grande. También vestía unos pantaloncitos Speedo color azul eléctrico. Se arrastró sobre el parabrisas utilizando como ventosas unos dedos alargados y rezumando algo viscoso y blancuzco por la espalda.

Era Curare, la venenosa rana asesina.

El chico joker remojó los dedos en sus babas de rana y agarró el rostro de Howard con una mano mientras se sujetaba al parabrisas con los pies. El veneno tan sólo tuvo un ligero efecto adormecedor, gracias a la piel gruesa y dura del gigante. Sólo tenía un punto débil: los ojos, como el talón de Aquiles o el hombro de Sigfrido.

El batracio debió de sospecharlo, pues lanzó su lengua pegajosa contra la lente derecha de las grandes gafas de sol de Howard, y luego la retrajo en seguida. Las gafas de Howard resistían gracias a la cinta de neopreno que les había ajustado, para evitar que los pacientes con enfermedades mentales intentasen lo mismo. Consideró que su inversión había valido la pena.

Sin embargo, la lente se desprendió y Curare tendió los dedos llenos de veneno hacia sus ojos.

Sosteniendo el volante con las rodillas, Howard arrancó el parabrisas y, sin disminuir la velocidad, lo arrojó al camino, con la rana aún adherida a él.

—¡Juan! —gritó una voz de niña detrás de Howard, sollozando.

—¡Cállate, estúpida zorra! —rugió Asta en español—. Tu amigo, la rana, se ha ido. Te estamos llevando a Norteamérica, donde tendrás todas las muñecas y cosas que quieras, y lo único que tienes que hacer es fabricar cocaína para el señor Phuc, ¿de acuerdo?

—¡No entiendo! —gimió la niña—. ¡No entiendo! —En seguida añadió algo en un idioma que sin duda no era español.

—¡Joder! —exclamó Asta—. ¡Ni siquiera sabe hablar español!

—¿Qué ha dicho? —preguntó Howard, sin soltar el volante—. ¿Qué le has dicho tú?

—¡Dice que no habla español! —explicó Asta, al tiempo que con un golpe malhumorado clausuraba el concierto de Ondina—. Le dije que la llevaríamos a Estados Unidos, que no tendría que preocuparse de que la secuestraran y que un bondadoso viejito le tiene preparada una casa para vivir ahí.

—¿Sólo eso? —insistió Howard, pues le había parecido entender que había llamado «zorra» a la cría.

—¡Sólo eso! —ladró Asta—. Me salté lo de la promesa de chuparle la polla a Kien si le pagaba el colegio pero… ¡Oh, no! ¡Ni lo pienses!

Lo siguiente que se oyó fue el sonido de una bofetada y más llantos. En seguida Asta sacó unas esposas y sujetó a la pequeña a la barra transversal.

A Howard no le sorprendió que Asta llevara unas esposas. Pero el resto…

—¿Crees que es necesario? ¡Sólo es una niña!

—¿Prefieres que se tire de un coche en marcha?

No tenía muy claro qué era lo que preferiría. Aceleró el motor y siguió conduciendo a través de la jungla. Entonces le preguntó:

—¿A qué se debe que tu baile no afectara a la rana?

—No tiene efecto sobre los niños —contestó Asta automáticamente—. Sólo en los hombres. Es probable que aún no haya alcanzado la pubertad.

El joker se quedó boquiabierto.

—¿El también es un niño?

—O quizá sea gay. O una mujer rana. O sea, «Curare» puede ser nombre de mujer.

—Sí, pero ella le ha llamado «Juan».

—Bueno, como en la canción Una chica llamada Johnny —especuló Asta, quejumbrosa—. De los Waterboys, ¿la conoces? Yo la he bailado.

La canción era buena, pero la mentira era mala.

—Entonces, ¿acabo de tirar a un niño del coche?

—¡Ay, qué importa eso! —vociferó la mujer, exasperada—. ¡Sigue siendo venenoso, joder! ¡Esos cabrones venden droga! ¿Crees que tienen algún reparo en emplear a un niño como asesino?

Eso tenía su lógica, pero él no estaba dispuesto a admitir ese razonamiento. No quería herir a ningún niño, y rezó porque no le hubiera hecho daño.

En ese momento, la niña volvió a gritar:

—¡Juan! ¡Juan!

Debió de escucharle santa Rita de los Imposibles u otro de los santos patronos del wild card sugeridos por el arzobispo Fitzmorris, pues vio una figura relampagueante que saltaba de árbol en árbol, en mimesis perfecta con las copas de los árboles, con los que se camuflaba cuando permanecía quieto. Sólo se volvía visible al cruzar la carretera. Era el niño rana, que avanzaba con la velocidad increíble de los saltos de un batracio, pero a escala humana. Sus movimientos resultaban imposibles desde el punto de vista de la física y la ley cuadrático-cúbica, por supuesto, pero las leyes de la física quedaban descartadas cuando el virus wild card entraba en acción, como ocurría con la capacidad de volar de Peregrine.

También había mariposas revoloteando por las ramas, polillas que se alzaban de los troncos cada vez que aquel ser humano con forma de rana saltaba de un árbol a otro. Los lepidópteros habían adoptado el aspecto de un ejército, y entre sus filas aparecía por instantes su general, con forma de sombra, un fantasma que se manifestaba cada vez que se juntaban las polillas negras.

El todoterreno salió de la jungla y entró en un territorio deslumbrante por encima del bosque, desde el que podía apreciarse una panorámica del valle, y un camino ascendente por la montaña hacia la antigua ciudad de los incas, Machu Picchu. Howard entrecerró los ojos para soportar el resplandor, porque le faltaba la mitad de las gafas de sol.

En otra ocasión, el enorme joker se habría detenido para sacar fotos y admirar la grandiosidad de las ruinas de la vieja fortaleza, las piedras grises de los muros y almenas y la hierba verde de plazas y avenidas. Pero en esa situación sólo importaba una escena: el helicóptero que esperaba en la plaza central, con tres figuras junto a él.

—¡Ahí están! —Señaló Asta—. ¡Les ha mandado Phuc!

Howard se preguntó quién sería el tal Phuc, pues no le había preguntado nada a la bailarina sobre su mecenas; prefería asumir que sería algún ángel del ballet que ella se habría encontrado entre el elenco y llevado al sofá del camerino. En ese terreno no podía opinar. Pero el llanto de la niña era un tema aparte.

—¡Por favor, déjenme ir! —suplicó en español cuando detuvo el todoterreno—. ¡Por favor!

Asta hizo rodar los ojos.

—¡Ahora resulta que habla español! —exclamó.

—¡No lo entiendo!

—Dale un respiro, le han pasado muchas cosas. —Se giró hacia la niña—. Todo va bien, cielo. Todo va bien.

Le secó las lágrimas con la mayor ternura que pudo transmitir con sus rudos dedos.

Las lágrimas de la pequeña formaron charquitos en sus dedos, pero no se escurrieron, sino que se cristalizaron al instante. En las grietas de la piel pudo sentir cómo se le adormecía la carne. Howard miró a la chiquilla de arriba abajo. No eran lentejuelas lo que brillaba en su vestido, sino lágrimas secas. La parte de atrás del jeep estaba inundada de la misma sustancia, como las que lloraba la hermana buena en el cuento de «Sapos y diamantes».

Howard se lamió el dedo. Tenía un sabor amargo y un poco etéreo, pero en seguida se le durmió la lengua en el lugar en que la había tocado.

No eran diamantes, sino cristales de cocaína pura.

—¡Ella es Cocamama! —dijo, deslumbrado—. ¡No es un código, ése es su don!

—Sí, te he mentido —confesó Asta, encogiéndose de hombros—. ¿Qué importa? Casi en todo lo demás he dicho la verdad. No es hija de ningún capo de la droga pero se la robaron a los socios de los Gambione, y si éstos no la recuperan prefieren que la gallinita de los huevos de oro muera. Quieren apoderarse de ella y encerrarla en un calabozo donde pueda convertir la paja en oro, o el azúcar en cocaína, o cualquier otra mierda de los cuentos de hadas. De cualquier modo, hemos logrado rescatarla.

—Tal vez —concedió Howard—. Pero ¿quién es ese señor Phuc? ¿Otro jefe de los traficantes?

—Es un inversor inteligente con un porfolio muy diverso —explicó la bailarina con la discreción de un diplomático—, y sabe cuidar de su gente. A Lorra no le faltará nada, ni a ti. Kien sabe agradecer los favores, sobre todo si uno tiene talentos especiales.

Sonrió seductoramente. Él seguía sin sentirse convencido, y la mujer volvió a la carga.

—Mira, cuando llamé a Kien desde Cuba se quedó horrorizado al saber que los Gambione pensaban en matar una criatura con semejante talento sólo para vengarse de que algún as liquidara a sus muchachos para secuestrarla —relató mientras abría las esposas que sujetaban a la niña a la barra—. Tampoco te mentí cuando te hablé del Emisario Negro ni de la rana asesina. El Emisario hizo que unas orugas picaran a un montón de mafiosos, que se quedaron con los ojos sangrando. Hortencio se cagaba de miedo sólo de pensarlo.

Cerró el aro de la esposa sobre su propia muñeca. En ese instante, el aire que rodeaba a la pequeña se llenó de pequeños resplandores, y la niña le puso la mano encima a Asta.

—¡Nada de eso! —dijo la bailarina, y le soltó otra bofetada—. ¡Me he metido más coca en el cuerpo de la que tú puedes repartir, querida!

Lorra se echó a llorar, regando la hierba de diamantes de cocaína.

—Suéltala —gruñó Howard.

—¿Qué? ¿Quieres que la abandone a manos de esos matones y asesinos? No lo creo —contraatacó ella, divertida—. ¿Debo concluir que no te interesa unirte a la organización de Kien?

—Eso parece.

—¿Ni si eso implicara ser follamigos?

Howard estuvo tentado por unos momentos, pero se arrepintió en seguida.

—No.

—Tú te lo pierdes —suspiró Asta—, pero me temía que dirías algo así. Jack es un bocazas, y un pagafantas, pero su mayor problema es su invulnerabilidad. —Sonrió de nuevo, como si se estuviera divirtiendo—. Pero tú no eres invulnerable. —Alzó la mano con un gesto teatral—. ¿Señoras?

Se oyó el ruido de unas armas cortando cartuchos. Detrás de Asta, Howard vio a un trío de mujeres asiáticas que portaban rifles de alto calibre, armas para la caza de elefantes, con sobrada capacidad para abatir un paquidermo, incluso un rinoceronte. O un troll.

También surgió del helicóptero la muy familiar Danza, del hada del azúcar de Tchaikovski, de la suite del Cascanueces. La bailarina se alzó sobre las puntas de los pies.

—¡En fin! —comentó, mientras Howard entraba en trance—. Me hacía ilusión llevarle a Kien su mascota troll como regalo de Navidad, como sorpresa. Tendrá que conformarse con su puta mágica del crack.

Se puso a danzar en torno a Lorra, alzándola por las esposas y forzándola a que se pusiera de puntillas.

—¡Hay que practicar, querida, practicar! ¡No serás nunca bailarina si no haces estiramientos!

La pequeña lloraba mientras Asta la arrastraba hacia el helicóptero, dejando un rastro de diamantes de cocaína como si fuesen migas de pan. El as hizo una pausa para enseñarle a la niña cómo lanzar una patada dramática.

Fue un error. Lorra le dio una fuerte patada en la espinilla y la hizo tambalear.

Howard logró arrancar la mirada del cuerpo de la bailarina, justo a tiempo para tirarse al suelo, junto al jeep, pues el trío asiático estaba disparando sus armas para matar elefantes.

Las balas desgarraron el costado del vehículo.

—¡Du ma! ¡Du ma! —gritó Asta en lo que a él le pareció que era vietnamita, al tiempo que aumentaba al triple el volumen de las campanitas de la celesta de Tchaikovski. Por debajo del coche pudo ver cinco pares de pies de mujer que se metían en el helicóptero.

Pudo reconocer los de Asta de inmediato, y no eran bellos en absoluto, listaban torcidos, dañados y feos, como su alma.

Se oyó el ruido del rotor y el polvo mezclado con cristales de cocaína se alzó del suelo, volando en todas direcciones. Junto con mariposas y polillas, muchas otras especies se sacrificaban en vano, tratando de detener las hélices para impedir el ascenso de la aeronave. No obstante, logró alzarse, a la vez que Howard se levantaba tras esquivar otro disparo de una de las tiradoras.

La hierba le explotó a unos centímetros del pie y, al mismo tiempo, un relámpago de lapislázuli cruzó el aire. Curare había logrado aterrizar a un lado del helicóptero. El niño rana le pasó los largos dedos por la cara a la tiradora que se asomaba por la puerta.

Se quedó helada, tan paralizada como él cuando veía bailar a Asta.

Percibió su oportunidad. Corrió agachado para evitar las aspas del helicóptero que despegaba y luego saltó, asiéndose del patín izquierdo. Se incorporó, agarró a la mujer paralizada y la hizo a un lado, pero ella acabó chocando con las hojas de las hélices del helicóptero, que se había inclinado por el peso de los varios centenares de kilos del joker. Una carnicería explosiva manchó el suelo.

Arrancó la portezuela y metió el puño en la cabina, empujando a otra tiradora contra la pared. Asta y la niña lanzaron un grito cuando Howard agarró el banco en el que iban sentadas; hizo saltar los remaches y finalmente cayó hacia atrás, en dirección a la plaza, llevándose consigo el asiento y sus dos ocupantes, tratando de alzarlas para proteger, por lo menos, a la pequeña.

El troll aterrizó de espaldas y la fuerza del impacto le sacó el aire de los pulmones. El banco rebotó en su pecho, entre los gritos de la mujer y la chiquilla. No sabía desde qué altura había caído, pero era superior a cualquier otra que hubiera experimentado.

En lo alto, contra el cielo azul, vio la aeronave que ascendía rodeada por miles y miles de mariposas y polillas, y vio a la rana saltar. El aparato se perdió de vista en seguida, en medio de la masa de lepidópteros migrantes. Poco después se oyó una explosión y se esparció un tufo a gasolina quemada y a insectos carbonizados.

Asta se soltó de la banca y liberó a Lorra también. Logró alejarse con ella de la mano unos cuantos pasos, y el banco vacío cayó rodando del pecho de Howard, que se dio cuenta de que lo seguía sosteniendo con un brazo.

Hizo a un lado el asiento y se incorporó. Curare se había agazapado sobre un montón de escombros antiguos, aferrado a las piedras grises con sus dedos negros y azul eléctrico de manos y patas, parpadeando con las membranas que le cubrían los ojos dorados y observando el caleidoscopio de mariposas agruparse en un embudo y tomar la forma de una figura encapuchada. Adentro se arremolinaban miles de coloridas alas, tejiendo un forro con todos los colores del arco iris, el brocado más hermoso del mundo. Al mismo tiempo, mil polillas brujas negras formaron un mosaico para crear la tela exterior, mientras que una mariposa búho se situaba como el rostro de la figura, y dos polillas brujas de color blanco se colocaban en el lugar de las manos.

—¡Hasta nunca, Howard! —gritó Asta, que se tambaleaba por el dolor—. ¡Hasta nunca, maldita rana! ¡Y hasta nunca, lo que seas!

Gritaba apuntando al Emisario Negro.

—¡Y tú también, hasta nunca, niña del crack! ¡Soy una diva, joder! ¡Soy una puta estrella!

Trató de ponerse de puntillas pero tropezó. Le sangraban las espinillas por la patada de Lorra.

—¡Hasta nunca a todos!

—susurró el Emisario Negro—. Nunca, la nada, el olvido…, olvidar.

La voz, por llamarlo de algún modo, estaba compuesta por el roce de miles de alas de polillas.

—repitió—. Es una idea excelente…

Flotó hacia ella y abrió la capa, o la ilusión de la capa. Las polillas negras de las brujas que formaban las mangas y otras prendas se hicieron a un lado, como el Fantasma de la Navidad Presente cuando muestra la Ignorancia y la Necesidad. Desde donde estaba, Howard no alcanzaba a ver lo que revelaba el Emisario Negro, pero debió de ser algo terrible, pues Asta se quedó inmóvil al verlo, boquiabierta. El espectro le acercó a la cara la mariposa blanca que hacía de mano y que se le metió volando por la boca.

La bailarina se atragantó con ella. No tardó en caer al suelo, donde quedó inmóvil.

El Emisario Negro se cerró la capa, dio un ligero giro y, a continuación, formó más palabras con el roce de las alas de las polillas, pero en un idioma que Howard no comprendía. No obstante, no iban destinadas a él. Lorra asintió y buscó en los bolsillos de Asta hasta sacar la llave de las esposas, la cual usó para soltarse.

Le dio otra patada a Fantasy, por si las dudas, y corrió a abrazar a Curare. Su aura resplandeció con una luz blanca y las gotas de veneno lechoso se transformaban en cristales resplandecientes.

El Emisario se volvió hacia Howard; sus manos de mariposas blancas se multiplicaban como las cartas de un mago, pues volvía a tener dos.

Señor Mueller —dijo la figura, abriendo las manos con un gesto lleno de gracia—. Le agradezco su ayuda a la hora de recuperar a las dos criaturas que tenía bajo mi cuidado. Aunque no olvido sus faltas, le perdono, pues fue engañado. Sus actos estaban guiados por la mejor de las intenciones…

Enfocó sus falsos ojos de búho sobre el troll.

—… casi todo el tiempo.

—Ehm, gracias.

Les he estado observando, a usted y a sus compañeros, durante su estancia en mis dominios. Debo advertirle que Fantasy no era la más hipócrita. Sus motivaciones eran bajas, pero al menos eran humanas. Existe otro que no presenta al mundo el mismo rostro que mis queridos han visto; y no puedo describir el rostro que esconde esa cara falsa sin sentir escalofríos.

—¿Quién es? —preguntó Howard—. ¿Por qué?

No me atrevo a decírselo, porque temo que los ojos de esa cara monstruosa se vuelvan contra mí o los míos. Sólo quería advertirle y, a cambio, le pido que se lleve a Fantasy con usted. Ella no recordará nada de lo que ha pasado hoy. Podrá contarle alguna historia que le parezca plausible para explicarle sus desventuras. Nadie ha de saber lo ocurrido aquí, aunque sea sólo para proteger a los niños.

Howard les echó un vistazo. Se estrechaban, abrazaditos.

—Dígales que me perdonen.

El Emisario se volvió hacia ellos y zumbó en el mismo idioma en que hablaba la pequeña. Ella, con la mayor solemnidad, asintió con la cabeza y se le acercó andando. Echó los brazos alrededor del cuello del joker y le plantó un beso en la mejilla. A él se le adormeció el cuello por donde lo abrazaba, y sintió cosquillas en la mejilla al frotarse el beso como para metérselo en la piel.

Si algún día volvemos a encontramos, espero que sea bajo circunstancias más felices.

Dicho eso, el Emisario Negro alzó los brazos y se alzó volando como un caleidoscopio de mariposas y polillas, llenando el cielo de colores en todas direcciones, de todos los colores de los libros de Lang: rojo, azul, amarillo, rosa, naranja, carmesí, lila y violeta. Incluso verde.

Cocamama, es decir, Lorra, volvió a abrazar a Curare, o sea, a Juan, y el niño rana saltó con su amiga a cuestas, como si pertenecieran a una ilustración de unos cuentos del folclore andino.

Howard contempló el cuerpo aún inconsciente de Asta, que seguía vestida con las ropas de Ondina, pero con magulladuras en las espinillas y los pies. Parecía la Sirenita después de sufrir la maldición de la vieja bruja, cuando cada paso sobre la tierra le transmitía la sensación de andar sobre filos de navajas.

Hasta entonces nunca había pensado que la Sirenita se lo mereciera.

20 de diciembre de 1986, de camino a La Paz

Billy Ray dio con una llave para abrir las esposas con las que se encontró Asta cuando recuperó el sentido. La versión oficial fue que había sido víctima del mal de altura.

—¿Qué pasó en realidad? —inquirió Digger Downs.

El reportero se las había ingeniado para sentarse a la altura de Fantasy, que viajaba junto a Howard en ese tramo de vuelo.

—¿No se iba a sentar Billy conmigo? —preguntó Asta, en tono quejumbroso—. Fue tan tierno conmigo…

—Sí, pero alguien le derramó encima un bloody mary —le dijo Downs—. Créeme, estará un buen rato en el baño.

Howard sonrió y dijo:

—Pasó lo que ya te conté. Me salí del tour para ir a probar los baños de Aguas Calientes, tenía la espalda destrozada por las camas del hotel. Cuando regresé me encontré a Asta, que andaba por ahí perdida con un ataque del mal de altura.

—Con las manos esposadas —acabó Downs.

Fantasy lo miró con rencor.

—Si se publica algo de esto en la prensa, te demando.

—Es la libertad de prensa —replicó Downs—. Lo que quiero saber es si las esposas eran tuyas.

Ella le dio un bofetón.

—¿Debo interpretarlo como un «sí»?

Asta tembló de rabia.

—¡Soy la primera bailarina de la American Ballet! ¡En Nueva York conozco a gente muy poderosa! ¡Haré que te aplasten como a un insecto!

Al decir las últimas palabras, la mujer adoptó una expresión preocupada.

—¿Cómo a un insecto? —inquirió el periodista.

Asta pareció aún más desconcertada y entonces estornudó. De su nariz salió una nube de polvo blanco iridiscente, que brillaba como las escamas que caen de las alas de las polillas.

Tomó un pañuelo desechable y se lo pasó por la cara, avergonzada.

—No te atrevas —amenazó—. Una sola palabra y…

—¿Y me quedaré sin trabajo porque los periódicos del día anterior se usan para que los cachorritos aprendan a hacer sus necesidades en ellos? Tú y tus hábitos en la discoteca Studio 54 sois agua pasada, no interesa —dijo Downs, y se echó a reír—. La noticia sólo vendería si hubiese ocurrido algo picantón. ¿Acaso vosotros dos…?

Hizo oscilar un dedo entre ella y Howard. La expresión de Asta pasó del rubor al asco.

—¿Yo, y ese…? Has pasado de lo vil a lo ridículo.

Se giró hacia Howard y agregó:

—No te ofendas. Fuiste muy bueno conmigo, y no dudo que tengas cualidades magníficas, pero si tienes en cuenta la logística…

Sacudió la cabeza, se desabrochó el cinturón de seguridad y se fue hacia la parte delantera de la cabina.

—Voy a buscar a Billy.

Downs la observó mientras se alejaba.

—Me huelo que aquí hay alguna historia, porque a ella la creo, pero a ti, amigo. —Desde el otro lado del pasillo, fijó los ojos en Howard—. Lo sé, no es muy coherente —añadió mientras se daba unos golpecitos con el dedo en un lado de la nariz—. Supongo que le doy demasiadas vueltas. Imagino que Fantasy no pudo resistir el bufet de «toda la coca que te puedas meter» que es Perú y se fue a Aguas Calientes. Estando allí, se te cumplió la fantasía de todo hombre y, cuando digo todos, son todos. ¿Tengo razón o no, amigo?

—Quizá —respondió Howard, riendo—. Pero un caballero no habla de esas cosas.

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