por Lewis Shiner
Prólogo
JUEVES 27 DE NOVIEMBRE DE 1986, WASHINGTON D. C.
El televisor Sony arrojaba una luz temblorosa sobre el banquete de Acción de Gracias de Sara: una comida de Swanson recién descongelada, que consistía en una porción de pavo envuelto en humeante papel de aluminio, sobre la mesa de centro de la sala. En la pantalla, una turba de jokers deformes marchaba durante una sofocante tarde de verano neoyorquina, mientras sus bocas lanzaban gritos y maldiciones silenciosas. La escena granulosa tenía la apariencia errática de un viejo noticiario cinematográfico; de pronto, la imagen giró para mostrar a un hombre atractivo de treinta y tantos años, con la camisa arremangada, la americana echada sobre un hombro y la corbata floja alrededor del cuello: el senador Gregg Hartmann, tal y como era en 1976. Hartmann cruzó a grandes zancadas las vallas de la policía que bloqueaban a los jokers, se quitó de encima a los guardias de seguridad que trataron de sujetarlo y se dirigió a gritos a los agentes. Sin el apoyo de nadie, se plantó entre las autoridades y la cada vez más cercana muchedumbre de jokers, indicándoles a señas que retrocedieran.
En ese momento la cámara hizo un paneo hacia un disturbio entre las filas de los jokers. Las imágenes aparecían mezcladas y fuera de foco. En el centro estaba uno de los ases: la prostituta conocida como «Succubus», cuyo cuerpo parecía estar hecho de carne mercurial, su aspecto cambiaba de modo constante. El virus wild card la maldijo al dotarla de una poderosa empatía sexual. Succubus tenía la facultad de adoptar cualquier figura que complaciera a sus clientes, pero durante aquella manifestación perdió el control de su habilidad. El gentío de alrededor respondió a su poder, alargando las manos para alcanzarla, con una extraña lujuria reflejada en el rostro. Su boca se abrió en un grito implorante mientras la multitud que la perseguía, formada tanto por policías como por jokers, se lanzó contra ella. Extendió los brazos en forma de súplica y, cuando la cámara hizo un paneo de regreso, Hartmann apareció de nuevo: la sorpresa le hacía mirar boquiabierto a Succubus. Aquellos brazos y aquel ruego estaban dirigidos a él. Entonces desapareció bajo la turba. Quedó oculta, sepultada, por unos instantes. Un momento más tarde, la multitud se retiró horrorizada. La cámara siguió de cerca al senador, quien arremetió a empellones contra aquellos que rodeaban a la mujer y los alejó de ella con furia.
Sara se estiró para alcanzar el mando a distancia de la videograbadora. Tocó el botón de pausa y congeló la escena: se trataba de un momento que había determinado su vida; podía sentir cómo las lágrimas calientes surcaban su rostro.
Succubus yacía retorcida en un charco de sangre, boca arriba, con el cuerpo destrozado, mientras Hartmann la miraba fijamente reflejando el horror que sentía Sara.
Sara conocía el rostro que Succubus —quien fuera que hubiera sido en realidad— había adoptado justo antes de morir. Esos rasgos jóvenes la habían perseguido desde la niñez, pues Succubus había adoptado el rostro de Andrea Whitman.
La cara de su hermana mayor, quien fue brutalmente asesinada en 1950, a los trece años.
Sara comprendió quién era aquel que había guardado en su mente la imagen adolescente de Andrea durante tantos años; quién había aportado los rasgos de su hermana al infinitamente maleable cuerpo de Succubus; quién era el hombre que solía imaginar la cara de Andrea mientras yacía con Succubus, y ese pensamiento le dolió más que ningún otro.
—Cabrón —le susurró con voz ahogada al senador Hartmann—. Maldito cabrón. Asesinaste a mi hermana y ni siquiera le permitiste descansar en paz.