CAPÍTULO 45

RESIDENCIA PRESIDENCIAL

Despacho Oval, Mount Weather

8 de octubre de 2012

11:17 P.M. EST

—Y si algo hemos aprendido desde el 11 de septiembre del año 2001 es que los terroristas saben aprovechar la libertad de América como arma contra nosotros. Esta noche, nuestros enemigos han puesto en su punto de mira dos de nuestras ciudades más importantes. Gracias a la inteligencia de la comunidad y a la heroicidad de un miembro del departamento de la policía de Illionis, uno de esos ataques quedó frustrado. Sin embargo, no ha sido suficiente. Deberíamos habernos esforzado más en evitar esta catástrofe. Cuando se trata de combatir al enemigo, no puede haber piedad. Os prometo que daremos con aquellos que se encuentran detrás de estos diabólicos actos para que reciban su castigo. Hasta entonces, nuestra prioridad debe ser la de asegurar nuestra nación, y para tal efecto he declarado la máxima prioridad en nuestra alerta antiterrorista disponiendo un Código Rojo. Hasta nuevas órdenes, todas las fronteras y los puertos de los Estados Unidos permanecerán cerrados. Todos los contenedores que estén en el interior de nuestra nación serán inspeccionados de arriba abajo. Todos los vuelos previstos permanecerán en tierra. A partir de ahora, queda declarada la ley marcial, con un toque de queda para toda la nación que comenzará a las diez de la noche. Los militares establecerán bloqueos en todas las autopistas más importantes del país, y todos los vehículos que pasen por ellas serán registrados. Finalmente, por la Directiva Presidencial de Seguridad Nacional número 51, y por la Directiva Presidencial de Seguridad Nacional número 20, cancelo las elecciones nacionales previstas para el día 8 de Noviembre hasta que se haya reestablecido un nivel de seguridad aceptable. Como patriotas americanos, sé que la secretaria de Estado, Hillary Clinton, el gobernador Prescott y el senador Mulligan aceptarán y apoyarán estas medidas para que podamos seguir adelante como una nación unida en los días y las semanas que nos quedan por delante, para mantener la seguridad y el bienestar de todos los americanos. Gracias, y que Dios bendiga a América.

WEST PALM BEACH, FLORIDA

Jennifer Wienner lanza su reloj de mesa hacia la televisión. La pantalla de plasma queda destrozada mientras su ayudante se cubre, asustado del impacto.

—¡Malditos neoconservadores!

—Tranquilízate, jefa —dice Collin Bradley, sacudiéndose el pelo para quitarse las partículas de cristal.

—Esos bastardos neoconservadores lo manipulan todo. ¡Todo esto no es más que una farsa!

—Debes decírselo a los medios, la prensa no dejará que escapen indemnes.

La mujer se gira hacia él, con los ojos llenos de ira.

—¿Es que acaso no lo entiendes? Ya no importa quién esté en el despacho. Al detonar una bomba nuclear antes de las elecciones, obligan a los Estados Unidos a afrontar el problema iraní de una vez por todas. Biden no se echará atrás, ni Clinton, y Prescott es tan sólo otra marioneta de los neoconservadores.

—De acuerdo, pues acordemos algo con Mulligan y los demócratas, marchemos hacia Washington.

—Esas cosas tan sólo funcionan en una sociedad abierta, Collin. Sin embargo, Biden ha dado una Orden Ejecutiva, está haciendo uso de los poderes establecidos por Bush para actuar en caso de emergencia. Y esos poderes permiten al Presidente saltarse esencialmente toda la Constitución y hacer lo que él quiera. Si piensas que lo que pasó tras el 11-S fue malo, espera y verás que no fue nada comparado con lo que va a pasar aquí. Esta vez los disidentes no serán abucheados cuando suban al podio, esta vez serán arrestados para ser trasladados a campos de internamiento secretos. Antes del fin de semana, la Casa Blanca presentará un paquete de pruebas falsas al pueblo americano, y antes de que esos incendios de California hayan sido siquiera controlados, habremos bombardeado Irán con armas químicas y le declararemos la guerra a un billón de musulmanes.

Jennifer sacude su cabeza, incrédula.

—Estamos presenciando otro paso en la historia, Collin, el fin de la democracia, y el nacimiento de los Estados Corporativos de América.

FBI-CHICAGO

Chicago, Illinois

9 de octubre de 2012

La limusina blindada hace que la gente se aparte mientras la policía escolta al vehículo por una rampa de acceso hacia un garaje subterráneo.

El Director del FBI, Adrian Neary, saluda al director del Departamento de Seguridad Nacional, Howard Lowe, estrechándole la mano cálidamente.

—Howard, me alegro de que estés aquí. Como has podido ver ahí fuera, se ha extendido el rumor de que tenemos al sospechoso aquí. Estamos haciendo todo lo posible para contener a la multitud.

—Lo trasladaremos a unas instalaciones más seguras tan pronto como podamos. Éste es el agente especial Shane Torrence. El agente Torrence nos ha sido cedido desde el AE. Es el que estuvo siguiendo el paradero de los dos sospechosos, coordinado por el director Schafer.

Neary estrecha la mano de Torrence.

—Siento mucho lo de Gary

Torrence asiente.

—A veces la vida depende de algo que es cuestión de pocos centímetros. El último informe que recibimos decía que los SWAT de Los Ángeles habían eliminado al sospechoso de la azotea. Gary quería coordinar el arresto, quería estar allí, por alguna razón.

Lowe le aprieta el brazo a Torrence.

—Murió como un héroe. Asegurémonos de que su pérdida no fue en vano.

Neary conduce a los dos hombres hasta el interior.

—El oficial que lo arrestó está esperando arriba, en mi oficina. El sospechoso está en una celda. Podemos trasladarlo a la sala de interrogatorios.

—No será necesario —dijo Lowe—. El Agente Torrence hablará con el prisionero mientras yo hablo con el teniente Dvorak.

* * *

Doug Dvorak está esperando en la oficina del director Neary vestido con su uniforme. No ha dormido desde hace treinta y seis horas, y la adrenalina que surcaba su cuerpo hace doce ha sido sustituida por oleadas de auténtico terror mientras mira las crudas imágenes que empiezan a retransmitir todos los canales de televisión.

El satélite de reconocimiento utiliza sensores termales para atravesar la densa capa de humo y muestra unas imágenes fantasmales de la Zona Cero.

Un enorme cráter es la marca más clara, ya que todavía está incandescente debido al calor radioactivo. Hay ocho kilómetros cuadrados alrededor del enorme agujero que han sido reducidos a polvo, entre un verdadero bosque urbano petrificado formado por escombros de hormigón y esqueletos de acero. Los helicópteros vierten enormes cantidades de agua, centrándose en los ardientes pozos de brea, y varios aviones antiincendios empapan la periferia a cincuenta kilómetros a la redonda, intentando detener el avance de los incendios.

Tal vez las imágenes más terroríficas sean las que proceden de las unidades de salvamento que han sido dispuestas en las zonas grises, esas que están entre la zona de la explosión y la población superviviente. El personal médico, envuelto en trajes de radiación, trata a los miles de moribundos. Hombres, mujeres y niños, en un número abrumador, están colocados en enormes hileras en la calzada calcinada, con goteros de morfina y pentotal sódico, un anestésico que también minimiza los efectos de la radiación. Cuando las cámaras de la CNN enfocan a un niño que sufre quemaduras por todo su cuerpo, Doug apaga el televisor, incapaz de soportar más.

«¿En que clase de mundo vivimos? ¿Qué clase de locos…?».

—¿Teniente Dvorak?

El director Neary entra en la oficina con su invitado.

—Éste es Howard Lowe, director del Departamento de Seguridad Nacional.

—Es un placer, teniente. Por favor, siéntese —dice, asintiéndole a Neary, que deja la oficina—. Lo que ha hecho… su país está en deuda con usted. Nos gustaría que se reuniera con nosotros en Washington para que el presidente pudiera condecorarle con la medalla al honor.

Doug, de repente, rompe a llorar.

—Lo sé, es duro pensar en ese tipo de cosas cuando estamos rodeados de tanta muerte, pero su presencia nos ayudaría a aliviar el daño.

Doug asiente.

—Le tengo que hacer un par de preguntas importantes… respecto a Jamal al-Yussuf.

* * *

Varios agentes fuertemente armados del FBI vigilan desde la mesa de un punto de control. A Shane Torrance le confiscan su arma mientras escanean su cuerpo utilizando un detector de metales. Un circuito cerrado de TV revela el interior de una celda, con un hombre boca abajo sobre un catre.

Un agente del FBI dirige a Torrence por un corredor hacia la puerta de la celda.

—Las drogas que le inyectamos al principio le hicieron hablar. Nos dijo que había recibido entrenamiento en Irán, y empezó a mencionar algo sobre una colaboración con una célula durmiente en Baltimore, pero luego se quedó muerto. Íbamos a meterle más drogas cuando desde Washington ordenaron detenerlo todo.

Torrence asiente.

—Encontramos más efectivo que se utilicen los mismos interrogadores en cada proceso. El sospechoso termina formando lazos con ellos.

—Entiendo —dice el agente, dejando la habitación.

Torrence alcanza una de las sillas.

—Jamal, levántate y anda.

Jamal se despierta y se sienta en la cama. Está vestido con el uniforme típico de prisionero de color naranja fluorescente. No lleva ni zapatos ni calcetines. Tampoco cinturón. La cama está atornillada al suelo, y el lavabo carece de espejo.

—Tenías a Setenta y dos vírgenes esperándote en el paraíso, Jamal. Las tenías todas para ti, pero… fallaste.

* * *

—¿Está seguro de que el sospechoso no ha dicho nada?

Dvorak se frota los párpados con el pulgar y el índice, intentando recordar.

—Estaba concentrado en la bomba. Para cuando la desactivé, la policía de Chicago ya había llegado. Nos aseguramos de que el sospechoso estuviera controlado y salimos de la zona. No hubo tiempo de preguntarle nada.

El director Lowe sonríe… aliviado

—Hizo lo correcto. Vaya a casa y descanse. Haré que el director Neary disponga para usted un vuelo que le lleve directamente a Washington en un avión privado.

* * *

Jamal se acerca a los barrotes, manteniéndose tan sólo a centímetros de Torrence.

—¿Cómo puedo morir shahid? Dígamelo.

—Morirás shahid impidiendo que los americanos te interroguen y transformen tus palabras en mentiras.

—Quiero morir. ¿Me ayudará?

Torrence se pone de pie, usando su cuerpo para ocultar sus movimientos del circuito cerrado de televisión. Busca con sus dedos entre el doble forro de su traje, de donde extrae una hipodérmica vacía con una aguja. Se la pasa a través de los barrotes.

—Espera unas cuantas horas, luego llena la hipodérmica con aire y pégate un chute en la vena. Hazlo muchas veces, y luego ocúltala en el colchón cuando la cámara no te esté enfocando. Cuando abras los ojos, estarás en el paraíso.

DESPACHO OVAL, CASA BLANCA

Washington D.C.

El rey Sultan bin Abdel Aziz y su hijo, el príncipe Bandar, se sientan incómodamente en el sofá frente al nuevo secretario de Estado del presidente Biden, Richard Diefendorf. El ex fiscal de Arizona y antiguo ejecutivo de la United Stardard Oil esboza una rápida y falsa sonrisa a sus invitados.

—Alteza, lo que siempre ha separado a Arabia Saudí del resto de las naciones árabes ha sido su habilidad para mantenerse flexible durante los malos tiempos. Es esa flexibilidad la que ha permitido a nuestras dos naciones servirse la una a la otra tan bien, como buenos socios en un negocio, durante los últimos setenta años, y además…

El rey Sultan lo interrumpe con un movimiento de su mano.

—A la Casa de Saud le han robado un trillón de dólares. Los rebeldes controlan nuestra mayor refinaría, lo cual ha paralizado nuestra economía. La revolución ruge por nuestras calles. ¿Qué tipo de socio permite que eso ocurra? Estoy aquí por petición de su presidente, pero mi paciencia tiene un límite. Si los Estados Unidos no remedian esta situación, los chinos lo harán.

Diefendorf habla.

—Alteza, los Estados Unidos no son responsables de esas transferencias ilegales que han afectado a su nación, al igual que a la nuestra. Siete de nuestros quince primeros contratistas de defensa han sufrido de esos robos, junto con una docena de nuestras más importantes instituciones, así como un sinfín de negocios privados. Cada una de nuestras agencias de inteligencia está trabajando en este problema, así como nuestros bancos. Lo que les proponemos le otorgará un soplo económico a su país a la vez que permitirá a la monarquía Saudí permanecer en el poder en las generaciones venideras, sin temor a ninguna invasión islámica hostil.

—Prosiga.

—Los Estados Unidos responderán al ataque del Día de la Hispanidad bombardeando las instalaciones militares iraníes, los campos de entrenamiento para terroristas y los silos nucleares. Los rebeldes de Ashraf que han ocupado las refinerías también se convertirán en nuestro objetivo. El Aramco saudí podrá entonces hacerse con los pozos de petróleo iraníes, vendiendo el barril a treinta y cinco dólares.

Al oír eso, al príncipe Bandar se le ponen los ojos como platos.

—A cambio de un préstamo de 100 billones de dólares, el setenta por ciento de los cuales deberá redirigirse a la economía saudí, la Casa de Saud garantizará el ochenta por ciento de su producción actual de gas natural y petróleo a los Estados Unidos. Los términos de este préstamo y del contrato se extenderán durante veinte años, con opciones en el precio.

Diefendorf se sienta y espera, con la oferta encima de la mesa.

Sultan niega con la cabeza, con sus mejillas de querubín vibrando de ira.

—Roban nuestro dinero, roban nuestro petróleo, ¿ya cambio nos ofrecen que alquilemos nuestro país durante veinte años?

El secretario de Estado se pasa una mano sobre su calva afeitada.

—Con el debido respeto, Alteza, nosotros no le hemos robado su dinero. Les hemos comprado el petróleo durante todos estos años, y les hemos convertido en billonarios. Les hemos vendido armamento de alta tecnología, y les hemos permitido a sus agentes reales que se embolsen billones más en comisiones ilegales. Además, hacemos la vista gorda cuando ustedes violan los derechos humanos de su población, cuando sus arcas reales subvencionan a grupos radicales islámicos que atacan a nuestra gente. Lo que le ofrecemos no es un arrendamiento de veinte años, sino una solución definitiva que eliminará a Irán de la ecuación del Medio Oriente, el último desafío hacia su soberanía.

El príncipe Bandar habla con el rey Sultan en árabe.

—Esto es un insulto. Veremos qué tienen que decir los chinos al respecto, seguro que su oferta será mejor.

Diefendorf se echa hacia delante, con una expresión inteligente, mientras dice en árabe:

—Sí, por supuesto que cambiará, Excelencia, pero no de la manera que piensa. En el momento en que se reúna con los chinos, nuestros servicios de inteligencia descubrirán evidencias que relacionarán a la Casa de Saud con un suministro de uranio que alimentó las barras utilizadas en la bomba que destruyó Los Ángeles. Reconoceremos a los líderes Ashraf como fundadores de una nueva democracia saudí y su familia será acusada con cargos criminales, como los de conspirar por el asesinato de millones.

Diefendorf se echa hacia atrás en el sillón, disfrutando al ver la cara de aturdimiento de los dos árabes.

—¿Más décadas de decadencia, o una ejecución pública? Piénselo, Alteza, pero el presidente comparecerá ante el mundo en seis horas, y yo necesito conocer su decisión antes de que deje esta habitación.

PRISIÓN DE INAKESH

El sudor mana de cada uno de los poros de la cara de Ace mientras sigue hurgando en la cerradura de su puerta con el punzón de acero, sin estar muy seguro de lo que está haciendo. El maldito pincho no termina de encajar. Después de veinte minutos, se detiene. Su mano derecha palpita de dolor por el esfuerzo.

«No te des por vencido, si no puedes abrir la puerta, inténtalo de otra manera».

Vuelve a examinar la pesada puerta de metal, centrando su mirada en las tres bisagras.

«Puede que…».

Mira alrededor de su celda, buscando algo que pueda usar junto con el pincho para hacer las veces de martillo y cincel, pero no hay nada, ni una roca, ni un trozo de argamasa, tan sólo el agujero de defecar del suelo. Camina hasta el lavabo, y luego, sin ninguna ceremonia, salta en el aire para aterrizar sobre él con su coxis, desencajando la pieza de cerámica casi completamente de la pared. El agua fría sale en un fino chorro de una única tubería, pero, aun así, el lavabo no cae al suelo. Coge la tubería con ambas manos y tira con todas sus fuerzas. Encuentra demasiada resistencia, así que se pone debajo del lavabo medio desencajado, de espaldas, y empuja con sus pies desnudos. Finalmente consigue que el lavabo salga disparado.

Ahora el lavabo yace sobre su estómago, y el agua sale en grandes cantidades de la tubería. Lo deja en el suelo, vuelve a la puerta y echa un vistazo a través del ventanuco cerrado.

Mira. Escucha. Ni un alma.

Vuelve al lavabo, lo levanta sobre su cabeza y lo lanza contra el suelo de cemento.

El lavabo se parte en una docena de trozos.

Selecciona un trozo del tamaño de una pelota de béisbol con el filo romo, revisa de nuevo el pasillo y comienza a trabajar sobre la bisagra del medio, colocando el pincho de acero sobre la parte de abajo del tornillo que sujeta a la bisagra y golpeándolo desde abajo con el trozo de lavabo. Oxidada por el tiempo, la bisagra no cede, pero luego, lenta y gradualmente, la cabeza del tornillo va separándose cada vez más de la bisagra. Una docena de golpes después, ¡lo termina sacando!

El corazón de Ace se acelera por la adrenalina. Continúa con la bisagra inferior. La golpea una y otra vez, hasta que también le saca el tornillo.

—¡Futrel!

La voz del ruso-americano le asusta.

—¿Qué estás haciendo?

—Dejando mis iniciales para la posteridad. No levantes

la voz.

Ace sigue golpeando el tornillo inferior, hasta que también sale y cae al suelo. Se dispone a hacer lo mismo con la bisagra superior, la única que lo separa de salir liberado de aquella celda.

—Futrell, ¡llévame contigo!

Ace lo ignora y continúa golpeando el tornillo, que sale despedido.

—¡Necesitarás mi ayuda! Puedo conducirte a un lugar seguro.

Ace finalmente saca el tornillo superior. La pesada puerta se tambalea, sujeta tan sólo por un único tornillo. Empuja la parte suelta, haciendo que ésta se termine por ceder, pero la coge antes de que caiga de plano contra el suelo del corredor.

Scott Santa mira por el ventanuco enrejado de su puerta.

—Sorprendente. Ahora sácame de aquí.

Ace vuelve a poner la puerta de su celda en su sitio. Comprueba que no hay nadie.

—No tengo las llaves, y aunque las tuviera, ¿por qué debería salvarte?

—Todavía no has salido, y dos siempre serán mejor que uno. Puedo hacer que nos lleven a Ramzi.

¡Pasos! Alguien baja las escaleras del corredor.

Ace vuelve de nuevo al interior de su celda. Mantiene la puerta sobre su marco, sujetándola a través del ventanuco enrejado con los dedos de su mano izquierda para mantener el equilibrio. Al mismo tiempo sostiene en su mano derecha el trozo de porcelana, como si fuera un arma, listo para atacar.

Los pasos se aproximan.

El guardia se detiene junto a su puerta e introduce la llave de bronce en la cerradura.

«¡Ahora!».

Ace empuja todo el peso de su cuerpo contra la puerta y sobre el guardia, escuchando un pesado «¡Thung!» con el golpe. Luego, se dispone a darle al árabe con el trozo de porcelana y…

—¿Nahir?

La mujer está vestida con un burka negro y una capucha a juego en la cabeza. De su nariz, rota por el golpe, mana bastante sangre.

Ace la sienta.

—Nahir, ¿estás bien?

—¡No hay tiempo para eso! —susurra Santa con urgencia—. ¡Coge la llave y libérame!

—¡Cállate!

Los ojos de la mujer se abren, pero Nahir está aún aturdida.

—Nahir, vamos a salir de aquí.

Los ojos almendrados vuelven a recobrar la visión.

—¿Cómo has salido?

—Te lo explicaré luego. ¿Dónde están los guardias? ¿Están apostados arriba?

Nahir se pone en pie, apartándose un poco de Ace.

—Futrell, no confíes en ella. ¿No ves que es una de ellos?

Mientras habla, Santa presiona totalmente su cara contra los barrotes del ventanuco.

Ace mira a los ojos de Nahir, que ahora son los de un depredador nervioso.

—¿Nahir?

De repente, la mujer se da la vuelta y corre.

—¡Detenía!

Sin pensarlo, Ace le lanza el trozo de porcelana como si fuera una bola rápida. La piedra impacta mortalmente en la nuca de la cabeza cubierta de Nahir. La mujer cae al suelo como si hubiera recibido un disparo.

—Bien hecho, ahora, cógele las llaves.

Ace levanta la pesada puerta, encuentra las llaves y libera a Santa.

—¿Cómo lo sabías?

—Es un truco muy viejo. Utilizar a una mujer para ganarse la confianza del prisionero.

Ace se arrodilla junto a Nahir para comprobar que todavía respira.

—Vendrá con nosotros.

—Estás loco. Tendremos suerte si conseguimos llegar al patio.

—He dicho que viene con nosotros.

—De acuerdo, haz tu papel de Sir Galahad si quieres, pero, si nos la llevamos, ocúpate de que se mantenga en silencio, o lo haré yo.

Ace carga a la mujer sobre su hombro y camina hasta el final del corredor. Santa le hace una señal para que espere mientras sube los escalones para echar un vistazo.

El ruso vuelve momentos después.

—Parece que tenemos a la suerte de nuestro lado. Fuera está oscuro, debe ser tarde. Tan sólo hay un guardia apostado en la puerta, y encima se la han dejado abierta. Hay otro guardia haciendo rondas. Está dos edificios más allá. Eso nos da de tres a cinco minutos para actuar. Hay un buen montón de furgonetas aparcadas a unos cincuenta pasos de este edificio, pero están al descubierto en un descampado, sin medio de llegar hasta ellas sin cruzar el patio. ¿Alguna idea?

* * *

Ace se queda en la entrada del bloque prisión mirando al patio. Está vestido con el burka y la capucha de Nahir. El vestido suelto de la mujer le queda muy corto y apretado por los hombros, el pecho y los brazos. Espera a que el guardia entre en el siguiente edificio antes de salir de entre las sombras. Tiene metidas las manos en los bolsillos del burka, y, con la cabeza agachada, avanza encorvado hacia la furgoneta, intentando disimular el hecho de que va con los pies descalzos y que tiene las pantorrillas expuestas.

Está a mitad de camino del vehículo más cercano cuando un hombre vestido con una camiseta negra sale del edificio del cuartel al otro lado del campo.

Ali Shams se ilumina la cara al encenderse un cigarrillo.

Ace sigue caminando, intentando parecer pequeño y pasar desapercibido.

El torturador lo ve y lo llama, hablándole en árabe.

—Nahir, ven aquí, necesito que camines sobre mi espalda.

«Veinte metros…».

Ace finge no oír al sádico.

—¡Nahir, maldita zorra! ¡No pretendas ignorarme! —dice Ali Shams, empezando a caminar hacia las furgonetas—. ¡Nahir!

Ace acelera el paso. Llega a la furgoneta más próxima y abre la puerta del conductor.

—¡Maldita puta descerebrada! ¿Qué estás haciendo?

Ace va a darle al contacto… cuando ve que no hay llaves. Mira en el protector solar, el asiento, el suelo… nada.

—¿Quieres que te castigue?

Ali Sham está a diez pasos de la puerta del pasajero de la furgoneta, cuando se da cuenta de que algo pasa.

—¿Qué está pasando aquí?

Ace finalmente abre el cenicero… ¡Encuentra las llaves! Las coloca en el contacto y enciende la furgoneta.

—¡Oye, oye!

Ace aprieta con su pie descalzo el acelerador y cambia de marcha. Las ruedas traseras del vehículo derrapan haciendo un giro cerrado de vuelta hacia el bloque prisión. Aminora la velocidad cuando Scott Santa sale de entre las sombras, arrastrando el cuerpo semidesnudo de Nahir con él. El ruso lanza a la mujer a través de la puerta de atrás y luego salta dentro, a la vez que Ace acelera de vuelta al campo. El patio de la prisión se ilumina de repente con luz.

Ali Shams corre hacia la entrada. Le grita algo al guardia que hay allí vigilando. Los faros de la furgoneta se encienden, iluminando la enorme barriga del árabe que corre. Ace vira un poco hacia él, apretando aún más el acelerador mientras persigue a su torturador.

Ali Shams se gira justo cuando el parachoques de la furgoneta se incrusta en su cuerpo a ochenta kilómetros por hora, destrozando su caja torácica antes de empalarlo con el adorno del capó.

El guardia de la puerta, el cual los está apuntando con su rifle de asalto AK-47, se queda helado.

La furgoneta vira hacia el petrificado guardia, y luego atraviesa la puerta de la prisión, destrozando la verja de cadenas que rodea el complejo.

De la boca de Ali Sham sale un vómito de sangre que salpica todo el parabrisas antes de que su cuerpo se suelte del adorno. Luego es arrastrado durante unos cincuenta metros antes de soltarse del todo… y ser atropellado.

Ace intenta mantener el control cuando el vehículo aplasta la cabeza del torturador, haciendo saltar el ojo de la cuenca izquierda en el proceso.

Libres del cuerpo del árabe, Ace acelera hacia la autopista principal para dirigirse hacia el este.

«La democracia no puede existir como forma permanente de gobierno. Tan sólo puede existir hasta que los votantes descubren que pueden votar en su propio beneficio económico a expensas del tesoro público. Desde ese momento en adelante, la mayoría siempre votará a los candidatos que les prometan más beneficios procedentes de las arcas del estado, y, como resultado, la democracia se colapsará sobre la política fiscal, seguida automáticamente del mandato de un dictador. La media de edad de las civilizaciones más grandes de la historia es de doscientos años. Este tipo de naciones progresan siguiendo este patrón: Del vínculo a la fe espiritual, de la fe espiritual al coraje. Del coraje a la libertad, de la libertad a la abundancia, y de la abundancia al egoísmo. Del egoísmo a la apatía, de la apatía a la dependencia, y de esa dependencia de nuevo al vínculo».

Alexander Fraser Tytler.

La Decadencia y Caída de la República Ateniense,

publicado en 1776.

«No busquemos la respuesta republicana o demócrata, sino la que sea la respuesta correcta. No intentemos soliviantar las culpas del pasado. Aceptemos nuestra propia responsabilidad para el futuro».

Presidente John F. Kennedy.

«Todos la temían, todos la vieron llegar… y la guerra llegó».

Abraham Lincoln.