LOS ÁNGELES, CALIFORNIA
6:14:36 P.M. PST
Vivimos. Somos concebidos en un instante, nacemos en un instante y en un instante morimos. Nuestra vida son esos preciosos momentos que hay entre ellos.
En la primera millonésima parte del segundo que comprende la detonación de la EEDA, la chispa del circuito que hace sonar el teléfono de la bomba explosiona su carga de explosivo plástico C-4, creando una reacción en cadena que discurre a la velocidad de la luz y que explosiona una pequeña porción del uranio enriquecido dentro de una cantidad más grande de U-238… concibiendo diez trillones de calorías de energía en un intenso y segador fogonazo, cinco mil veces más intenso que la luz del sol. El asfalto se derrite, la pintura se cae de las paredes, el metal cede hasta que la fisión da su primer hálito de vida, una aspiración que un milisegundo más tarde captura todas las moléculas de aire que hay en treinta kilómetros a la redonda. Los árboles y los postes de teléfono son arrancados de cuajo, las ventanas explotan en sus marcos. El centro de Los Ángeles queda totalmente succionado en un vórtice que forma una nueva zona cero, la cual se convierte en un enorme hongo de color púrpura gris, con un corazón de color rojo fulgurante. Su núcleo se sobrecalienta, formando una bola de fuego, una masa procedente del infierno, tan caliente que pronto llega a alcanzar una temperatura de un millón de grados centígrados, cinco veces la temperatura del núcleo del sol.
El «postparto» de la fisión es un pulso electromagnético, el PEM, que se crea cuando la radiación gamma de la explosión nuclear golpea las moléculas del aire, despegando los electrones «libres» y produciendo varios campos eléctricos y magnéticos que dañan todos los sistemas electrónicos con los que entran en contacto. Y esto incluye los aviones que están aterrizando o despegando a kilómetros de distancia del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.
* * *
—Damas y caballeros, les habla el capitán Primosch desde la cabina de vuelo. Estamos comenzando la maniobra de aproximación hacia Los Ángeles. Tenemos cielo despejado y vientos suaves, con una temperatura de 22 grados. Ha sido un placer tenerlos a bordo. Gracias por volar con USAirways, y esperamos volver a verlos pronto. En pocos minutos, tomaremos tierra.
Holly Owen, una profesora de instituto, se remueve en su asiento y lanza una mirada nerviosa a su acompañante. El asiático que está a su lado ha sudado copiosamente desde que el avión salió de Phoenix, pero ahora, además, su rostro está macilento.
—¿Señor, está bien?
—¿Eh?
—Casi hemos llegado a Los Ángeles, tan sólo faltan unos minutos para que aterricemos.
El profesor Eric Mingyuan Bi mira a la mujer, que ve el temor en sus ojos.
—He sido un idiota, tendría que haber ido a San Francisco, pero había que hacer un trasbordo de tres horas.
Ella lo mira, sin entender nada. Luego, se desentiende, devolviendo su atención a los documentos que tiene en la mano.
Desde la cabina del avión, Ian Primosch y su primer oficial, Robert Slack, gozan de una vista espléndida de la costa del Pacífico. El LAX[55] queda al este, y la autopista ya está a la vista. La ciudad de Los Ángeles se agrupa más al norte, junto a las Montañas de San Gabriel.
¡FLASH!
La explosión de luz ilumina el cielo de un blanco brillante, cegando instantáneamente a los pilotos. Ambos se cubren los ojos, con las retinas completamente fritas. Un segundo después, el 727 da un bandazo de lado, como si hubiera caído dentro de un huracán. El capitán Primosch, valerosamente, lucha por mantener el control del avión, a pesar de que ya no puede ver. Intenta activar el piloto automático, pero nunca llegará a saber que el pulso de la explosión nuclear ya ha inutilizado todo el sistema electrónico del avión.
El aparato se apaga por completo.
Durante interminables segundos, el avión se desliza dentro de un tobogán de silencio, y luego un coro de gritos llena el interior de la nave, que cae de morro desde el cielo, como un ave herida de un disparo.
* * *
Infancia. Comienza en la segunda millonésima parte de un segundo, como una fina capa de gas a presión antes de explotar en una llamarada de un kilómetro de diámetro. La fuerza vaporiza la U.S. Bank Tower, formando un cráter de trescientos metros de profundidad. El monstruo rugiente se expande a una velocidad de mil doscientos kilómetros por hora, creando un viento deflagrador que incinera todo lo que toca en un radio de tres kilómetros y un polvo incandescente. Tan sólo quedan en pie las más fuertes estructuras de hormigón. A lo lejos, los coches salen lanzados por el aire como hojas en un día de ventisca; vuelan en llamas entre mini-explosiones. La ola del infierno avanza arrasando a la velocidad del sonido, sobrepasando el campus de la USC y toda Koreatown, luego el estadio de los Dodger y Hollywood, a temperaturas tan altas que incinera los ataúdes que están enterrados y los restos de los fallecidos. Más adelante, bajando Le Brea Avenue, los lagos de brea prehistóricos salen ardiendo, produciendo un humo negro, pegajoso y denso que torna el día en noche. Los vehículos que van por las autopistas se empujan unos a otros como piezas de dominó.
Dexter Khan y su esposa, Brenda, están en el atasco de la autopista que va a Santa Mónica cuando la pareja, naturales de Trinidad y Tobago, es engullida por el fuego. Su vehículo sale despedido de la carretera, junto con los diez mil pasajeros que van en los otros cinco mil coches. Todos mueren incinerados antes de que sus coches impacten sobre el suelo incandescente.
Los segundos se transforman en minutos, la fisión entra en su niñez, alimentada por una gran cantidad de energía termal. Vecindarios enteros son arrasados por las llamas. Beverly y Watts, la UCLA y Cal State, Sherman Oaks y West Hollywood, y las decenas de kilómetros cuadrados que hay entre ellos, todo convertido en un gran infierno. A esas grandes cantidades de aire supercaliente se suma el aire frío atraído desde el Pacífico, creando una acción de succión que termina originando vientos de fuerza huracanada que aumentan la lluvia de fuego. Las estructuras se colapsan, añadiendo más material inflamable en el ya de por sí holocausto infernal en que se ha convertido Los Ángeles.
De vuelta en el LAX, un aturdido P.J. Walther mira hacia fuera desde los restos de su torre de control de setenta metros, que ahora está en llamas. Las zonas de aterrizaje que miraba tan sólo hace unos segundos han sido barridas hasta convertirse en escombros, y todo lo de alrededor está al rojo vivo. El supervisor de vuelo ha perdido la mayor parte de su capacidad auditiva, aunque sus oídos aún retumban como si una fila de aviones comerciales dispuestos sobre la autopista hubieran explotado en una cascada de poderosas explosiones que reverberan en la negrura de un aire lleno de humo. Walther nota su piel pesada y caliente, pero su estado de shock le impide ver que, en realidad, ha sufrido quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo. Su piel está calcinada más allá de cualquier tipo de reconocimiento. Sus compañeros yacen muertos por el suelo.
Se unirá a ellos antes de que el día acabe.
A kilómetros de distancia, en una zona segura de la EMP que se está produciendo, el resto de los aviones que iban a aterrizar en el aeropuerto han roto su formación. Sus pilotos realizan las maniobras de emergencia, haciendo ascender sus jets a altitudes mayores mientras esquivan el gigantesco hongo que ahora se alza como un genio malevolente en el horizonte.
En Venice Beach, los surferos han salido despedidos de sus tablas por una matriz supercaliente de moléculas en la que ahora se mezclan los restos subatómicos de cientos de bañistas. El surfero Theron Turman está bajo el agua, ya que acaba de caer de su ola hace unos segundos, antes de que el viento abrasador azotara. Al salir contempla una escena sacada de una película de Terminator, con una línea de playa repleta de cuerpos calcinados. El paseo marítimo es un infierno en llamas.
En el horizonte de oriente se ondulan nubes negras de humo.
Bill Douglas y Angela Wong Douglas, cofundadores del World of Tai Chi y del Qigong Dai, estaban atendiendo su reunión habitual de aficionados, con doscientos practicantes, como parte del «Evento de Sanación Global» que se celebra anualmente, cuando el infierno llegó rugiendo del este. Tan fuerte fue la ola incandescente que incineró la carne mientras marido y mujer estaban haciendo la posición del «Agarre de la cola al pájaro». La temperatura subió tanto que convirtió la arena en cristal, preservando los pies de los activistas al convertirse éstos hasta el tobillo en material fundido.
Un monumento en memoria espantoso para aquellos que estaban buscando la paz.
En el muelle de Santa Mónica, Sharon Harris-Hill estaba mirando el mar cuando el cielo se iluminó con un blanco letal. Gritó de horror al ver que un enorme avión comercial se desplomaba sobre el Pacífico a tan sólo medio kilómetro de distancia. Su último pensamiento fue que los terroristas estaban utilizando misiles para echar aviones abajo; después, Sharon, madre de tres hijos, se giró para ver el enorme hongo nuclear de quince kilómetros de altura que se levantaba sobre el centro de Los Ángeles, un segundo antes de que un muro de gas caliente, empujado por vientos de fuerza huracanada, impactara sobre el mar, destrozando el muelle bajo sus pies como si fuera de arena.
* * *
A dos horas al sur de Los Ángeles, Susan Campbell espera en la zona de los gorilas, dentro del zoo de San Diego. Está buscando a Omar desde hace una hora, y, en ese instante, su excitación inicial por aquel encuentro se está convirtiendo en rabia. Llama de nuevo a su móvil, pero sigue sin obtener respuesta. No sabe que las nubes de la tormenta nuclear que se está formando en el horizonte contienen los restos de su novio.
* * *
Las etapas pasan al igual que los minutos, y la fisión irrumpe en su adolescencia. Desde su concepción, hace doce minutos, más de un millón de personas han muerto calcinadas. Ahora, dentro de un perímetro mortal, la onda expansiva está dejando más de un millón de almas yaciendo en el suelo en una insoportable agonía. Muchos están ciegos. Y todos están sufriendo una experiencia de extrema tortura; su carne se ha ido transformando en un millar de ampollas supurantes y heridas sangrantes. Para estas víctimas no habrá recuperación. Todo lo que hay a su alrededor es un erial de escombros radioactivos. La ayuda nunca llegará, ya que los equipos de personal médico, muy mal equipado, temerán entrar en la zona radioactiva. Sufren quemaduras muy graves, y sus órganos quedarán enlazados con partículas radioactivas. Los que tengan más suerte de esos muertos vivientes caerán en coma hasta que finalmente la muerte los alivie de su existencia.
Pasa la primera hora; nuestra explosión nuclear es ya adulta. Aquellos asustados habitantes del sur de California que están lejos de la onda expansiva saldrán temerosos de sus casas para presenciar un maelstrom atmosférico. Después se darán cuenta de que se trata de una tormenta de lluvia púrpura, compuesta por las partículas radioactivas de polvo y escombros que descienden de los cielos, una lluvia que quemará su piel y abrasará sus ojos mientras aspiran las toxinas hacia sus pulmones. A los afortunados, la muerte les sobrevendrá de veinticuatro a setenta y dos horas. A otros, el cáncer les comerá lentamente durante los pocos años que les quedan de vida.
La Zona Cero es ahora tan sólo ceniza.
El monstruo de la fisión ha atacado América. Su legado, una cicatriz radioactiva que permanecerá en las décadas venideras.
«El gobierno está formado por un grupo de hombres exactamente iguales a usted y a mí. Hablan los unos con los otros, y no tienen ningún talento especial, ni para los negocios, ni para gobernar. Tan sólo tienen el talento de haber podido hacerse con una oficina».
H.L. Mencken.
«El Presidente Bush realizó varias proclamas en las que afirmaba que la más que posible amenaza de un ataque nuclear fue lo que inició la guerra en Irak, pero luego acordó, violando de manera evidente los acuerdos internacionales cimentados desde hace muchas décadas por la política bipartidista de los Estados Unidos, permitir que India doblara, e incluso triplicara, su producción de armas nucleares».
Bob Herbert.
New York Times,
11 de marzo de 2006.
«Yo categorizaría la actual política estadounidense respecto al armamento nuclear como inmoral, ilegal, militarmente innecesaria y tremendamente peligrosa».
Robert McNamara, ex secretario de Defensa.
Foreign Policy Magazine,
Mayo/Junio de 2005.
«Ningún copo de nieve en una avalancha se siente responsable».
Anónimo.