CAPÍTULO 41

PRISIÓN DE INAKESH, ARABIA SAUDÍ

—¿Acaso no entiende lo que le estoy diciendo, Ashley? Ese hombre es amigo de Al Saud. Será a usted a quien torturen hasta la muerte, no a él.

Ace está de nuevo en la habitación de la muerte, desnudo, con sus pies y manos sujetos a la silla sin asiento.

Nahir se arrodilla ante él, rogándole que confiese. Él, sin embargo, está mirando directamente hacia delante, con la mirada fija no en la mujer, sino en el general Abdul Aziz, que se encuentra ocupado en su oficina con la visita de dos príncipes y toda su cohorte de guardaespaldas. Los miembros de la realeza le gritan y maldicen en árabe, exigiendo respuestas. Ace puede entender cada una de las palabras que dicen.

Durante nueve semanas se ha hecho el tonto, ocultando que podía hablar árabe. Ahora, mientras los miembros de la realeza saudí hablan a gritos sobre los billones que les han robado, oye una palabra que le indica que todo se ha perdido, una palabra que sale de la boca de uno de los miembros de la realeza. La palabra es Promis.

«Lo saben. Alguien les ha ido con el cuento a los saudíes, y ahora lo saben…».

Los músculos de sus piernas se tensan bajo las sujeciones de cuero mientras inhala aire al borde de un ataque de estrés.

—Ashley, he visto lo que Ali Shams es capaz de hacer. Empezará arrancándote cada una de tus uñas, y luego empezará con tus ojos. Diles lo que quieran saber y tendrás una muerte misericordiosa.

«Saben lo que he hecho, ¿qué más podré decirles entonces?».

—Ashley, ya te has demostrado dos veces a ti mismo lo que eres capaz de aguantar, pero, esta vez, el juego ha cambiado. ¡Por favor, Ashley!

«Quieren ver su dinero de vuelta. Me torturarán hasta que se den cuenta de que el dinero se ha perdido para siempre, y entonces, simplemente me mantendrán vivo tanto tiempo como puedan, a menos que…».

—No me creerían, Nahir.

—Cuéntamelo a mí, y yo haré que se lo crean.

«Envuelve la mentira con un poco de verdad».

—El hombre al que intenté estrangular, Scott Santa, trabajaba con mi esposa, Kelli Doyle. Antes era una consejera de Seguridad Nacional que trabajaba con la CIA. Fue asesinada hace nueve meses. Scott Santa vino a mí y me dijo que los hombres que la habían asesinado eran Nacionalistas Saudíes, miembros de la Guardia Real. Scott me dijo que sabía una manera de dañar a aquellos que me habían dañado a mí, así que introduje un programa especial que diseñó para mí en una terminal de ordenador del Banco Nacional en Riad, para así obtener mi venganza.

—¿Qué había en el CD?

—No lo sé, se negó a decírmelo.

—Usted lo atacó, ¿por qué?

—Mientras estaba en prisión, tuve tiempo de pensar. Ahora me doy cuenta de que he sido utilizado, que los asesinos de Kelli no fueron los saudíes, que ese hombre… es un asesino de la CIA.

—Ashley, ¿estás seguro de eso?

Él le responde mirándola fijamente a los ojos.

—Sí.

Ella se levanta y se va. Se dirige a toda prisa a la oficina del director. Llama a la puerta y luego empieza a hablar de forma apresurada, señalando a Ace.

Los hombres la escuchan atentamente. Luego, el general marca un número en el teléfono de su despacho.

Minutos después, Scott Santa es conducido a la sala. Lleva la garganta vendada.

—¿Y ahora qué? Oh, Príncipe Turki, perfecto. Tal vez pueda explicarles…

Los guardias le obligan a sentarse ante el director. Un hombre fija un medidor de presión sanguínea alrededor del brazo de Santa, mientras el otro conecta el resto de cables al monitor de un detector de mentiras.

—¡Príncipe Turki! ¿Así es como tratáis a un amigo? ¡Príncipe Turki! ¡Minfadlik! ¡Minfadlik!

El director golpea la mesa con la palma abierta

—¿Ma ismok?

—Santa, Scott J. Soy ciudadano americano, subcontratado por la Casa de Saud para entrenar…

El director lo interrumpe y lanza una frase en árabe.

—¿Su esposa?

Santa mira por encima de su hombro a Ace. Su expresión decae mientras se plantea contestar.

—Sí, la conocía.

El guardia que supervisa las lecturas del detector de mentiras asiente. Ali Shams cruza la sala y entra en la oficina del director, como un depredador acechando a su presa.

El general Abdul Aziz realiza otra pregunta.

El ruso-americano se queda mirando al torturador saudí, con el miedo en los ojos al ver el par de tenazas que éste sostiene en su mano izquierda.

—¿CD? ¿Qué CD?

El guardia niega con la cabeza.

Ali Sham sonríe.

Ace abre los ojos de par en par cuando el sádico agarra la mano izquierda del ruso, le separa el dedo medio y coloca las tenazas de modo que, al cerrarse, le muerdan.

—¡Aaaahhh! ¡Futrell, eres un bastardo! ¡Estúpido!

Más árabe sale de la boca del director.

—¡No… espera! Sí, de acuerdo, estaba esa mañana en el banco, pero no tengo nada que ver con el plan para robar todo su dinero, alteza. ¡No, por favor!

Ace se gira. Los chillidos del torturado retumban en sus oídos.

* * *

En los cuatro billones de años de historia terrestre, tan sólo una especie le ha infligido daño y sufrimiento a un similar de su raza. ¿Esto es evolucionar? ¿Esto es tener inteligencia? Si estábamos hechos a imagen y semejanza de nuestro creador… Entonces, ¿Dios es un tirano?

Para la madre que se ve obligada a ver como su hijo muere de hambre, no hay Dios. Para la familia que es azotada por fanáticos religiosos, nada es sagrado. Para la madre del soldado que ha perdido su vida en una batalla injusta y sin sentido, no hay ataúd con bandera que pueda consolarla.

Para muchos de los que se enfrentan al abuso inhumano, tan sólo la muerte es humana.

Para Ashley «Ace». Futrell no hay lógica ni esperanza, no hay razones para musitar una oración. Es la promesa de la liberación lo que vendrá después de una dolorosa muerte.

La habitación retumba con los gritos de Scott Santa. La mente de Ace trabaja a toda velocidad, buscando un recuerdo al que se pueda aferrar, un salvavidas al que agarrarse en este mar de locura.

Recuerda estar en el patio de atrás de su casa, cuando era niño, dándole patadas a un balón, junto a su padre, Brownie…

Ahora avanza en el tiempo, está junto a la rubia de quince años que conoció en el campamento, su primer beso…

El instituto, su primer uniforme de rugby de verdad. El primer partido…

La emoción cuando lanzó aquel pase de touchdown.

Los gritos aumentan, haciendo que sus recuerdos se empiecen a despedazar.

«¡Piensa en el instituto! No, directamente, pasa a la universidad, la vida en Georgia. Cuando entraste en el equipo, cuando jugasteis el primer partido. Los gritos de los fans. ¡Los dos touchdowns! Cuando conociste a Kelli. Fue amor a primera vista. Cuando fuisteis al Tasty World, o cuando tomabais aquellos margaritas por cinco dólares en el Blind Pig, o cuando hacíais el amor en el asiento delantero de aquel viejo Chevy Malibu…».

Gritos de hombres y maldiciones en árabe lo vuelven a sacar del ensimismamiento de sus pensamientos.

«Concéntrate en la imagen de Kelli, la verás pronto. Puede que sea joven de nuevo, sin cáncer, sin dolor».

Sus ojos atisban por un momento la imagen de la mesa de aluminio que está a pocos centímetros de su muñeca izquierda, no viendo nada y viéndolo todo. Los aullidos de Scott Santa inundan sus oídos. De nuevo, centra su mirada en la bandeja, con aquellos instrumentos de acero tan sólo a unos centímetros. Destornilladores de doce centímetros diseñados para causar dolor, o liberar el alma de uno. Luego mira las tres cicatrices blancas que recorren su muñeca, recordándole el pasado.

«El suicidio es tu mejor opción».

Con un último esfuerzo, dobla y flexiona su antebrazo izquierdo por entre las sujeciones de cuero y velcro, consiguiendo unos valiosos centímetros de movimiento. Sigue retrayéndose y flexionándose hasta que su muñeca… ¡Queda libre! El resto de su brazo sigue sujeto a la silla, pero sus dedos llegan a la bandeja, los estira para poder coger uno de aquellos instrumentos. Su segundo y tercer dedos ya tocan uno, casi levantándolo de la bandeja, pero cae. Seguidamente lo intenta con otro…

«Tranquilo Ace… ¡Lo conseguí!».

Ahora mueve su dedo índice hacia el destornillador que está más cerca, mientras con el dedo medio tira del acero, arrastrándolo hacia él.

Flexionando de nuevo el antebrazo, consigue finalmente soltarse de la sujeción de su hombro, lo suficiente para llegar a su garganta y clavar el instrumento en su vena carótida.

El ruso grita de nuevo.

«¡Hazlo! ¡Un último esfuerzo y estarás en casa!».

«De eso hace mucho tiempo Leigh, no tienes de qué preocuparte».

Ace se queda bloqueado por un momento.

«Volveré Leigh, te lo prometo. Cuida de Sammy, ¿de acuerdo?».

Ace gime, incapaz de hacerlo, incapaz de romper la promesa que le hizo a su hija.

«Está bien, pequeña… tal vez haya otra manera».

Los gritos cesan.

«¡Vienen a por ti! ¡Esconde el destornillador!».

Ace se queda mirando sus tres cicatrices. Aprieta los dientes mientras posiciona aquel instrumento de dolor en su mano. Luego empuja su filo de acero contra la carne que hay en su muñeca. La herida apenas sangra. Ace utiliza la sujeción de su muñeca como palanca para incrustarlo un poco más profundamente en su piel, luego, lentamente, introduce el instrumento de perforación de doce centímetros enteramente dentro de su brazo, justo por debajo de la piel.

Ace mete de nuevo su brazo izquierdo dentro de la sujeción de velcro, con la palma hacia abajo, mientras se llevan el cuerpo ensangrentado de Scott Santa fuera de la oficina del director.

Ahora es su turno.

«Una vez más, Ace. Estás a un paso. Dios te está dando esta oportunidad para volver al juego. Todo lo que tienes que hacer es sobrevivir».

«Mañana es la hora cero».

«El partido está a punto de empezar».

Mensajes en árabe interceptados por la NSA el 10 de septiembre del 2001 y traducidos el 12 de septiembre.

«Cometer un asesinato en masa a una escala inimaginable».

Paul Stephenson,

vicecomisionado de Londres, tras el intento por parte de radicales

islámicos de explosionar varios aviones sobre el Atlántico,

Newsweek, 28 de agosto de 2006.

«Y el sexto ángel tocó su trompeta, y oí una voz de entre los cuatro cuernos del altar de oro que estaba delante de Dios, diciendo al sexto ángel que tenía la trompeta: Desata a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Éufrates. Y fueron desatados los cuatro ángeles que estaban preparados para la hora, día, mes y año, a fin de matar a la tercera parte de los hombres».

Apocalipsis 9:13-15