PRISIÓN DE INAKESH, ARABIA SAUDÍ
Sábado, 6 de octubre de 2012
La cara del extraño está degradada y escuálida, con los ojos hundidos en sus cuencas. Tiene el pelo largo y muy encanecido por los lados, y el bigote y la barba revueltos, con caóticas mechas de color plata.
Ace se encuentra mirando su propio reflejo en el espejo del cuarto de baño. Se encoge de hombros.
El guardia le acerca la cuchilla, empujándola con el fusil.
«Bueno, al menos has sobrevivido otro viernes».
Con mano temblorosa, Ace empieza a afeitarse.
* * *
Veinte minutos más tarde, termina de darse la primera ducha en dos meses. Sus cicatrices se esconden bajo un traje limpio y planchado. Libre de esposas y ataduras, es conducido a través del patio a otro edificio de administración diferente, uno reservado a los visitantes.
Ace huele una fragancia de aftershave europeo que se le hace familiar un momento antes de entrar en la pequeña sala de conferencias.
Al lado de la puerta hay un guardia con aire de estar aburrido.
El director mira la escena a través de un cristal espejo, como los que usan en las salas de identificación policiales.
El asesino de Kelli Doyle está sentado al otro extremo de la mesa, fumándose un cigarrillo. El hombre mira a Ace y fuerza una sonrisa mientras se levanta.
—Aquí lo tenemos… ¿Has perdido un poco de peso, no, campeón? Apuesto a que estás loco por volver a casa.
Ace no dice nada, pero sus ojos se clavan en la cara del asesino. La adrenalina recorre su cuerpo, haciendo que cada uno de sus músculos se tense.
La boca de Scott Santa se tuerce en un gesto nervioso.
—He hablado con la policía saudí. Han aceptado tu confesión. He venido a sacarte de aquí. Si eres listo, en un par de horas estaremos en un avión de vuelta a casa, listos para ver a Leigh y a Sammy.
A la simple mención del nombre de sus hijos, Ace salta por encima de la mesa, derribando al hombre de nuevo sobre su silla. Sus manos encuentran su garganta, aprieta la carne con sus pulgares y presiona la tráquea.
DESPACHO OVAL DE LA CASA BLANCA
Washington D.C.
Sábado, 6 de octubre de 2012
9:46 A.M. EST
El Director del Departamento de Seguridad Nacional, Howard Lowe, entra en el Despacho Oval. El presidente en funciones, Joe Biden, ya se encuentra allí, reunido con Joseph Kendle. El secretario de Defensa ha llevado las últimas fotos de Arabia Saudí recogidas por los satélites de reconocimiento.
Biden alza la mirada.
—¿Te has enterado?
—Lo he visto en la CNN. ¿Dónde está la secretaria de Estado?
—Probablemente por ahí, besando algún bebé. ¿Qué es lo que quieren esos rebeldes de Ashraf?
—Una democracia libre de realeza.
—Qué locos.
—Sultan me ha llamado esta mañana. Exige que empecemos a mandar tropas de los Estados Unidos para allá, o cortará el suministro de petróleo.
—Sí, lo que pasa es que Ashraf controla su mayor refinería —dice el secretario de Defensa. Si hiciéramos ahora un transporte de tropas, volarían toda la infraestructura. Tardaríamos años en reconstruirla.
Howard Lowe le lanza una rápida mirada al secretario de Defensa.
—Señor Presidente, es sábado. Vaya a Camp David y deje que su nuevo secretario de Prensa se encargue de este asunto. Anuncie que ya ha hablado con Sultan y que su guardia nacional ha estabilizado la situación. Que apoyamos a nuestros aliados, bla bla bla, pero que no hay necesidad de involucrarnos militarmente en este asunto.
—Bien, bien, tiene razón. Necesito un descanso. Hay un par de partidos importantes este fin de semana. Los Redskins juegan contra los Cowboys.
Lowe asiente.
—Intente descansar un poco, señor. Va a ser una semana de mucho trabajo.
TERMINAL MARINA DE DUNDALK
Baltimore, Maryland
6 de octubre de 2012
El Chevy Trailblazer del 2009 atraviesa las puertas de seguridad. Su ocupante muestra rápidamente su tarjeta de identificación al guardia.
Jamal al-Yussuf sigue circulando a través del acceso que hay junto al río, para terminar estacionando el vehículo en una plaza de aparcamiento. Había estado haciendo el turno del cementerio los últimos dos meses.
Esta noche sería la última en aquel maldito puerto.
La «entrega» se había realizado dos horas antes de lo previsto, en una furgoneta de color blanco que había aparcada bajo un paso alzado en la interestatal 95. Jamal había sacado un pesado maletín y una bolsa de deporte de su coche, junto con una copia del Corán que su «contacto» le había dejado allí.
Elige una plaza de aparcamiento cerca de su destino. Coge la bolsa de deportes del asiento de atrás y registra su interior mientras mira por encima de su hombro. Luego se enciende un cigarrillo para calmar los nervios y se dirige hacia los muelles del puerto.
El contenedor amarillo chillón había llegado la pasada noche. La grúa lo había sacado de la zona de carga de la nave y Jamal le indicó al operador que lo dejara en un sitio en el que sabía que habría poco tráfico en el turno de noche.
El contenedor de acero tenía doce metros de largo por dos y medio de alto y ancho, y una capacidad de carga máxima de veinte toneladas. Ocupaba la base de un grupo de cuatro contenedores.
Las autoridades que rastrearan sus últimos movimientos sabrían que procedía de Teherán, que había sido cargado desde la República Islámica de Irán en un barco en el puerto de Imam Khomeini, en el Golfo Pérsico. Luego había sido trasladado por el servicio indochino, haciendo paradas en Hong Kong y Singapur, antes de llegar a su primer destino, en Filipinas, donde la documentación del envío fue sustituida por otra falsificada. Desde allí, el contenedor había viajado a través del Canal de Panamá, hasta, finalmente, llegar a la costa de los Estados Unidos, y a su destino final, en Baltimore.
Jamal verifica que nadie esté en los alrededores antes de abrir la puerta del contenedor.
Está lleno hasta el máximo de su capacidad con cajas de cartón dispuestas del suelo al techo en un lado y largos cilindros formados por alfombras persas envueltas en plástico en el otro. Empieza a sacar primero las cajas, tal y como se le ordenó, abriéndose paso hacia el centro, donde encuentra la caja de plomo, atornillada al suelo. Le quita la tapa para ver su interior.
Está vacía.
Al abrir su bolsa de deporte, Jamal deja caer todo lo que hay en su interior en la caja de metal atornillada. Herramientas, cables, tenazas, todo cubierto con un más que evidente residuo radioactivo.
Luego cierra la caja y vuelve a dejar las cajas, tal y como se le ordenó. Al terminar, corre al borde del muelle y lanza la bolsa de deporte, ahora vacía, hacia el Río Patapsco. Ve como se llena de agua, para luego hundirse.
Una hora después está viajando hacia el norte por la interestatal 83, hacia la carretera que le llevará a Pensilvania.
PLAYA VENICE, CALIFORNIA
7 de octubre de 2012
Domingo, 11:15 A.M. PST
El bohemio paseo está alineado por enormes palmeras. El bullicio de última hora de la mañana ha dado un respiro y ahora se puede disfrutar de las actuaciones callejeras, y quedarse boquiabierto por las mujeres (y hombres) escandalosamente vestidas con bikinis o bañadores, con el cuerpo empapado en sudor debido al intenso calor californiano.
Omal Kamel Radi va de la mano de Susan Campbell. Pasean por el Paseo Ocean Front. La instructora de aerobic de treinta y seis años y de ojos verdes pasa el brazo alrededor del que es su fornido novio desde hace dos meses y nota que cuando él se tensa.
—¿Omar, te pasa algo? Has estado muy callado.
—He recibido una carta desde casa. Mis dos hermanas han sido asesinadas por tropas americanas.
—¡Dios mío! ¿Cómo no me has contado algo así? ¿No estaban en El Cairo?
—En Bagdad —responde él, limpiándose las lágrimas—. No soy de Egipto, Susan. Soy de Irak. ¿Crees que eso puede suponer un problema para nosotros?
—Lo que me importa es que me mintieras.
—La gente siempre tiene prejuicios.
—Yo no. Mi primo está allí, luchando por la libertad de tu pueblo.
Los ojos de Omar se entrecierran de furia.
—¿Libertad? ¿Sabes acaso lo que estás diciendo? Porque creo que no lo sabes.
—Tal vez no debiéramos hablar ahora.
—¡No! ¡Hablemos ahora!
La gente se gira al oír el grito del hombre.
Susan se aleja, caminando deprisa, pero Omar la sigue.
—¡No sabes nada de lo que queremos, Susan! ¡Nunca os pedimos ayuda, ni que nos liberarais! Tan sólo queríamos seguridad. Tan sólo queríamos ser capaces de tener un espacio y vivir nuestras vidas.
—Cálmate.
—Tal vez haya sido tu primo el que ha tiroteado a mis hermanas, ¿no crees? Puede que creyera que eran un peligro.
—No digas eso. Mi primo nunca sería capaz de dispararle a un civil indefenso. Nunca.
—¿Cómo lo sabes? Vuestro ejército suelta bombas que matan a familias enteras. ¿Es ésa la libertad de la que hablas? Los chiitas toman el control de nuestras ciudades. Matan a civiles. ¿Es ésa la libertad de la que vosotros gozáis? No tienes ni idea de lo que pasa en la guerra. Eres una mujer ignorante, sin entendederas, que simplemente baila, conduce su coche y surfea. ¿Has pasado alguna vez por alguna experiencia sangrienta para ganarte la libertad? ¿Qué es lo que sacrificarías por mantenerla?
—Amo a mi país
—¿Que amas a tu país? ¡Yo también amo a mi país! ¿Qué es lo que harías, Susan, si un puñado de soldados extranjeros entrara en tu casa y mataran a tiros a tus parientes? ¿Sonreirías a los liberadores mientras acribillan a tus hermanas pequeñas? ¿O a tu abuela indefensa en su silla de ruedas? ¿Acaso les darías las gracias cuando esos carniceros te ofrecieran a cambio una disculpa y veinticinco mil dólares por cada miembro de la familia muerto?
Los ojos de ella se llenan de lágrimas.
—Omar… lo siento, no sabía que…
—No, lo que en realidad quieres decir es que te gustaría no haberlo sabido. No, mientras no te afecte a ti, y tengas gasolina para alimentar a tu coche y enfriar tu apartamento, el precio por la libertad iraquí es asequible.
La mujer se acerca al hombre, pero éste se aparta, perdiendo la voz al decir lo siguiente.
—Te quiero… pero mira, esto no puede ser. Han pasado muchas cosas, muchas muertes.
Corre un tramo, para luego volverse, con los ojos enrojecidos por la furia.
—¿Quieres saber de verdad qué es la libertad, Susan Campbell? La libertad es el poder de infligir justicia sobre tus enemigos. Eso es la libertad.
La mira por última vez, antes de echar a correr playa abajo, alejándose.
WASHINGTON D.C.
7 de octubre de 2012
Domingo, 4:17 P.M. EST
—Y los Cowboys recuperan el balón de las manos de los Redskins en la línea de yarda 35. Eso debería…
Los parroquianos abuchean. El local se va vaciando poco a poco para evitar el tráfico de media tarde.
Howard Lowe le da un par de golpecitos a Gary Schafer en el hombro.
—El partido ha terminado, vamos a dar un paseo.
* * *
Los dos hombres caminan alrededor del monumento a Jefferson, por un paseo plagado de cerezos. Aquellos árboles eran un regalo del gobierno japonés que databa de 1912.
El dirigente del FBI masajea la tensión que tiene recogida en su cuello.
—¿Cuándo contactó tu amigo contigo?
—Anoche. Gary, deberías haberme dicho lo de Springfield. Las órdenes de El Coronel eran bastante claras.
—Howard, te lo juro, creí que lo tenía todo bajo control.
—Pues no lo tenías. Green contactó con Phoenix y ahora también ellos están involucrados, lo que significa que algo debe hacerse, un sacrificio, para proteger a tu oficina y al resto de nosotros.
—Te escucho.
El director del Departamento de Seguridad Nacional se detiene para coger unas cerezas de uno de los árboles.
—Gary, ¿te acuerdas aquella película, La Decisión de Sophie? El personaje de Meryl Streep era una superviviente del holocausto. Realizó una interpretación brillantísima en aquella película.
—Es ésa en la que tuvo que elegir, ¿no? Entre sus dos hijos.
Lowe asiente.
—Una de las gemelas vivirá, la otra morirá. Contacte con nuestro amigo para comunicarle su decisión… salve a una de las niñas… personalmente.
«Tengo un gran pesar por aquellos prisioneros que han sido tratados de la manera en la que han sido tratados».
Presidente George W. Bush.
Respecto a las torturas realizadas
en la prisión de Abu Ghraib
(más tarde amenazó con vetar una enmienda a la factura de
gastos militares por valor 450 billones de dólares, porque se adhería a la
prohibición de la tortura según la Convención de Ginebra).
«En un memorándum fechado el 19 de Enero del 2002, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, ordenó al director del Estado Mayor Conjunto que informara a los comandantes de que "los individuos pertenecientes a Al-Qaeda y a los talibanes" no eran considerados prisioneros de guerra dentro de los términos acordados en la Convención de Ginebra de 1949. También ordenó a los comandantes que "deberían" tratarlos humanamente, y con el nivel de acción y consistencia que "creyeran conveniente, siempre actuando consecuentemente a esta Convención de Ginebra". Esas órdenes le daban a los comandantes el poder, según fuera la necesidad militar de adherirse o no a la Convención de Ginebra».
Ley Internacional de la Asociación Bélica.