PRISIÓN DE INAKESH
Arabia Saudí
Cuando se está encerrado y solo, no hay día ni noche, únicamente dolor y depresión. Un vacío que puede desgarrar a un hombre más que cualquier otra herida física. Para Ace Futrell, la soledad era un vacío inconmensurable de tiempo, y si bien las heridas de su primera sesión de tortura iban gradualmente sanando y cerrándose, su espíritu seguía debilitándose.
A través de febriles momentos de sueño, solía volver a la niñez en sueños, para ver de repente como la escena quedaba destrozada por algún acto violento: una bomba que volaba el interior de una galería comercial, una ola gigante que rompía en su playa privada, un tornado que se llevaba por delante su casa. En aquellos sueños siempre notaba la presencia de Kelli, pero sólo de una manera periférica, nunca como su esposa. Cuando intentaba concentrarse en su rostro, sus rasgos siempre se transformaban en los de Jennifer.
A veces se levantaba desorientado, a veces gritando, con todos sus sentidos asaltados por los eternos gemidos y gritos de los otros prisioneros, que gritaban en árabe, maldiciendo y golpeando sus puertas. Había un constante hedor a heces, como si estuviera incrustado en los ladrillos de los muros que lo rodeaban. A veces oía susurros, su mente siempre andaba perdida, y aunque pareciera imposible, parte de él agradecía estar allí. Al menos allí estaba a salvo. Al menos allí, no lo torturarían.
Lo alimentaban una vez al día. Un cuenco de arroz y algo de carne irreconocible. La primera semana apenas podía digerirla, pero gradualmente se fue obligando a comer.
No volvió a ver a la mujer hasta el decimosexto día… el día que volvieron a por él.
* * *
Lo está esperando en la sala de interrogatorios, con sus ojos fríos y penetrantes, igual que la primera vez que se vieron. Una vez más, dos guardias lo desnudan completamente, pero esta vez lo sientan en la silla sin asiento. Sus genitales quedan colgando hacia abajo. Sus muñecas y sus tobillos son sujetados con velcro a la silla. Todos sus miembros tiemblan.
Su Ángel de la Muerte habla mientras el torturador al que ella se refirió como Ali Shams se agacha junto a la silla de Ace y le cuelga una toalla húmeda en los testículos.
—Voy a hacerle unas cuantas preguntas respecto a sus negocios en Arabia Saudí. Si contesta diciendo la verdad, no recibirá ningún castigo.
Una oleada de náuseas atraviesa su estómago hasta llegar a su garganta. Cada poro de su cuerpo suda mientras nota cómo unos clips de metal se quedan enganchados a sus genitales.
—Si miente, señor Futrell, sufrirá un terrible dolor.
El director de la cárcel entra en la sala. Se sienta junto a Nahir y lo mira desde una cómoda silla de oficina.
«¡Concéntrate en la tapadera! ¡Tienes que resistir! ¡Hazlo por Leigh y por Sam! ¡Hazlo por…!».
—¿Cuál es su nombre?
—Ashley Futrell.
Nota su cabeza ligera. Está mareado, casi es incapaz de respirar.
—¿Qué asuntos le llevaron al Banco Nacional?
—Transferir… quería transferir unos fondos a mi…
«¡AAAhhhhh! Dagas… llamas… mis genitales… ardiendo… profundamente… dolor blanco… ¡No puedo respirar!».
Y para.
—UUgghh
El vómito sale de la boca de Ace y cae sobre el suelo de cemento, salpicándolo. Luego se deja caer hacia atrás en la silla, mientras su cuerpo, empapado en sudor, queda inclinado hacia un lado, entre las convulsiones de sus músculos y la vibración incontrolada de sus nervios.
Da un respingo cuando el sádico torturador le empapa con agua de la manguera de jardín.
Ace gime, mueve su dolorida cabeza de lado a lado. Sus terminaciones nerviosas aún están al rojo vivo, retorciéndose. Esto hace que sus extremidades se tensen y muevan incontrolablemente. Ante sus ojos aparecen unas motas púrpuras.
«Maldita sea, están jugando contigo. Esto es un juego de hombres, y tú eres tan sólo un niño. No puedes ganar, no puedes responder a los ataques».
—¿Cuál es su nombre?
Sus ojos se voltean, las palabras surcan su mente a través de un mar febril antes de llegar a su boca.
—¿Cuál es su nombre?
—Acefew… trell.
«Tu hijo Sam va a morir».
—¿Que…?
«Leigh también, saben dónde viven».
—¿Qué asuntos le llevaron al Banco Nacional?
«Sam y Leigh tendrán una muerte horrible».
De repente, sus ojos se abren de par en par.
—¿Qué es lo que ha dicho?
Ella se sorprende de su repentina ferocidad.
—Le he preguntado qué asuntos le llevaron al banco.
—¡Ha dicho algo de mis hijos! ¿Qué es lo que ha dicho?
—No he dicho nada de…
La mujer mira al director, no sabe qué hacer.
—¡Qué es lo que ha dicho!
El general la coge por el brazo, gritándole unas órdenes en árabe.
—Señor Futrell, que asuntos le llevaron a…
—¡Cómamela! ¿Sabe lo que significa eso? ¡Significa que puede agacharse debajo de esta silla y comerme la polla! ¡Vamos, tradúzcaselo a su general!
Los ojos de la mujer se abren, llenos de temor.
—¡Vamos, dígaselo!
El puñetazo que recibe le rompe la nariz, pero le aclara la cabeza. Se vuelve hacia Ali Shams y le lanza un escupitajo de sangre a su limpia camisa arábiga.
—¡Tú sigue, gilipollas! ¡Eso es, sonríe, maldito bastardo! ¿Acaso te crees que te tengo miedo? La muerte no me asusta. El dolor no me…
El cuerpo de Ace salta de la silla. Las sujeciones que tiene en sus brazos y piernas amenazan con romperse. El voltaje parece sostenerlo en mitad del aire. Su mente se ve atrapada en la resaca de una enorme ola que lo mantiene hundido, sin permitirle respirar, mientras su cuerpo es despedazado en pequeños trozos y lanzado después hacia un millar de agujas que…
Y para.
Nuevamente, se derrumba en la silla, más muerto que vivo.
Esta vez, la manguera no sirve para despertarlo. El general le grita a la mujer. Esta corre hacia Ace. Le inspecciona las pupilas. Le comprueba el pulso. Sacudiendo su cabeza, dice que no.
Ali Shams empuja a la mujer a un lado. Coge a Ace por el pelo y…
—¡La!
Con una palabra, el director ordena al enfurecido torturador que se vaya.
* * *
El mar está en calma. Él está flotando, de espaldas. El sol brilla, de vez en cuando pasa una nube. Puede sentir cómo los rayos calientan su piel, alguien le habla.
«No, simplemente, déjame flotar».
Una ola lo mece, haciendo que se despierte.
Abre los ojos.
Está de vuelta en la celda, sobre el catre. Su muñeca izquierda está de nuevo sujeta al anillo de hierro. Su brazo está totalmente estirado, con la palma hacia arriba. La mujer le aguanta el antebrazo con el pie desnudo y le clava una aguja. Sujeta la inserción en su vena y luego cuelga en el lavabo una bolsa intravenosa que comienza a gotear lentamente.
Demasiado débil para oponerse, sigue de espaldas mientras nota una sensación fría y calmante. Sea lo que sea aquello que le ha puesto se extiende por su riego sanguíneo.
—¿Qué es eso?
—Una solución electrolítica.
Sus ojos se cierran.
—Por favor, déjeme morir.
—No parece un hombre dispuesto a morir. Es un toro, siempre listo para luchar. Sin embargo, debe rendirse. La próxima vez, Ali Shams le matará.
—Bueno. Mejor morir ahí arriba que aquí abajo.
—¿Cuántos hijos tiene, señor Futrell?
De nuevo, sus ojos se abren de par en par, alertados.
—Lo siento, no pretendía insinuarle nada con eso. Tal y como le he dicho, yo también soy una prisionera.
—Eso no quiere decir que confíe en usted.
La mujer se pone de pie, con una mirada desafiante en sus ojos verdes.
—Cuando Ali Shams le desnudó ante mí, le humilló. Lo pude ver en sus ojos. Puede que yo tenga una manera de aliviar su vergüenza.
Ace se queda mirando cómo la mujer se quita el velo que tiene en la cabeza, dejando que su largo pelo negro caiga libremente. Luego desabrocha su burka y se quita la prenda, dejando su cuerpo desnudo completamente y mostrando una figura tersa y perfectamente formada, envuelta en una piel de terciopelo de color moca. Sus pechos son pequeños, pero firmes. Con su mano izquierda cubre su sexo.
Ace logra sentarse mientras su corazón bombea a toda velocidad en el interior de su pecho.
Ella se aparta un poco, para darse la vuelta lentamente y mostrar unas anchas cicatrices cruzadas que llenan su espalda.
—Ahora somos hermanos de espíritu, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dice él. Sus músculos tiemblan y se deja caer de nuevo de espaldas mientras ella se vuelve a vestir.
—Desprecio y odio a Al Saud, señor Futrell. Desprecio lo que me han hecho, lo que le han hecho a mi familia. ¿Por qué impide Alá que seamos libres? ¿Por qué bendice a los espíritus malignos que están en el poder?
—No lo sé. En mi país pasa lo mismo. Los ricos se vuelven poderosos, los pobres quedan abajo, bajo la suela de sus zapatos, y las masas lo aceptan.
—Usted no es un espía.
—No.
—¿Por qué…?
Ace toma aliento profundamente, intentando concentrarse a pesar del dolor.
—Mi especialidad es el petróleo. Fui contratado para supervisar las reservas de Aramco Saudí. Los hombres que me emplearon tienen muy buenos contactos. Si no vuelvo a los Estados Unidos antes de las elecciones presidenciales, esos hombres harán un anuncio público informando de que las reservas saudíes tan sólo durarán cinco años más.
—Pero eso no es verdad, ¿no?
—No —dice él, mintiendo—. Las reservas por ahora son más que suficientes.
—¿Y el banco?
—Una maniobra secundaria algo arriesgada. Tenía que recibir mi paga en fondos blanqueados de un socio de Oriente Medio. La transferencia, por lo visto, tuvo problemas. Ahora estoy sin blanca y en prisión.
—Esos hombres para los que trabajaba… ¿Tenían buenos contactos políticos?
—Sí.
—Si pudiera hacer llegar un mensaje a la Embajada Americana, si pudiera sacarle de Inakesh… ¿Me llevaría con usted?
—Sí, por supuesto.
Ella se detiene un momento, meditando el asunto.
—Entonces le ayudaré.
«Los envíos de ántrax por correo que provocaron una suspensión de las investigaciones del 11-S fueron rastreados hasta llegar a un almacén del ejército de los Estados Unidos. Justo después de que los ataques comenzaran en Octubre del 2001, el FBI aprobó la destrucción de las muestras originales de la variante de Ames[51], eliminando así una de las evidencias más identificativas de la procedencia de los patógenos utilizados en los envíos. ¿Estaban estos ataques con ántrax sincronizados con la invasión de Afganistán? ¿Por qué tan sólo se les enviaron cartas a figuras de los medios y a los líderes de la oposición en el senado que se habían opuesto a la Ley Patriótica?».
911Thruth.org
«Richard Bergendahl (55) lucha en la guerra contra el terrorismo desde Los Ángeles, por 19.000 dólares al año, como guardia de seguridad, mal pagado y peor entrenado, de una de esas empresas de vigilancia privada que protegen uno de los muchos posibles objetivos de los terroristas. Bergendahl, destinado a un edificio de cincuenta y dos plantas cerca del U.S. Bank Tower, nos dijo que su entrenamiento consistió sobre todo en que un agente inmobiliario le leyera unas cuantas medidas de seguridad cada pocos meses. En su edificio pocas veces se realizaban prácticas de evacuación. ¿Y supervisión? Los supervisores simplemente querían que llevara su chaqueta correctamente abotonada, y que sus zapatos estuvieran limpios».
Larry Margasak.
Associated Press,
30 de mayo de 2007