CAPÍTULO 33

PRISIÓN DE INAKESH

Arabia Saudí

Su mente nada entre las febriles aguas del delirio. Los monstruos siguen amamantándolo. Puede sentir sus garras hundiéndose en la piel de su espalda, con todo su peso presionando su destrozada columna, mientras unos dientes mastican lo poco que queda de su carne…

* * *

Han venido a por él en sueños una docena de veces antes de que los dos guardias beduinos abrieran la celda de su puerta. El más bajito de ellos apunta a Ace con un arma automática mientras el otro le aprieta los tobillos con unos grilletes, usando una herramienta especial para ajustar los tornillos. Cuando acaba, el guardia abre las esposas que sujetan la muñeca izquierda de Ace al muro de la celda, y luego articula algo que supone es una orden de que se vista con el uniforme de la prisión que ha estado usando como sábana.

Ace se pone la camisa de mangas largas y nota cómo el pesado material con el que está confeccionada cae hasta llegar a sus rodillas. Descalzo, sigue a los dos guardias fuera de la celda.

Cada paso es incómodo y engorroso. Debido al peso de la cadena, los afilados bordes de los grilletes rozan e hieren sus talones. Mientras pasa cojeando frente a una fila de celdas, se da cuenta de que otros prisioneros lo miran tras los pequeños rectángulos enrejados de las puertas de sus celdas, con ojos hundidos, oscuros y deprimidos.

Al llegar al final del corredor, Ace sube los escalones lentamente, contando hasta catorce antes de llegar a la planta baja y salir a la cegadora luz del día. El guardia de mayor envergadura lo arrastra a través del portal enrejado. Dos Mutawa, la policía política, le lanzan una mirada vacía. Una ráfaga de aire ardiente atraviesa su cuerpo mientras cruzan el patio para entrar en otro edificio.

Un vestíbulo de losetas cubiertas de arena termina frente a una puerta de madera de roble. Uno de los guardias la golpea con los nudillos, esperando una respuesta en árabe desde el interior. Luego la abre y empuja a Ace al interior.

La habitación tiene el tamaño de un gimnasio pequeño. El suelo, de cemento, tiene manchas de sudor y de sangre. Hay una manguera de jardín conectada a un grifo, y muchos sumideros con rejillas. Una pared de escayola está «adornada» con látigos de cuero y varas de bambú de diferentes tamaños y densidades. Sobre una mesa de aluminio hay una bandeja llena de agujas y brocas con restos de sangre por todas partes. Solamente hay dos sillas en toda la habitación, ambas ancladas al suelo. Una está posicionada hacia la mesa de aluminio. En los brazos y las patas tiene sujeciones de velero. La segunda silla está situada junto a un grupo de baterías de coche y tiene un extra que asusta bastante: le falta el asiento.

En la parte central hay una mesa de trabajo con una serie de sondas de las que se utilizan para inyectar fluidos en las cavidades corporales. También hay un par de enormes tenazas, diseñadas para arrancar uñas, y una cajita de toallitas faciales. Colgadas de un gancho, al otro lado del muro, hay todo un muestrario de sogas de ahorcamiento, junto con un par de esposas que cuelgan de una polea sujeta en el techo.

La visión de la sala de torturas provoca náuseas a Ace.

«Son sólo juegos psicológicos de intimidación. No te dejes engañar».

Los guardias lo empujan a través de otra puerta que lleva al despacho de alguien importante. Tiene aire acondicionado. Sentado tras una mesa de metal barata hay un hombre con un uniforme de color caqui. Su cabeza está pulcramente afeitada, y tiene un grueso y puntiagudo bigote.

Detrás de él, hacia un lado, hay una mujer. Ronda los treinta años. Es una belleza arábiga de piel oscura, pómulos prominentes, labios carnosos, y pelo negro y largo oculto tras una pañoleta. Se puede percibir que es alta y delgada, aunque su físico, está oculto tras el tradicional burka negro que llevan las mujeres saudíes; pero sus ojos son diferentes a cualquier cosa que Ace haya visto antes. Son unos ardientes ojos verde avellana con vetas doradas. Unos ojos salvajes que parecen contener una furia interior.

Los ojos lo siguen cuando los dos guardias lo empujan hasta sentarlo en una silla plegable frente a la mesa del hombre uniformado.

La que habla es ella. Su inglés es como terciopelo helado, con un levísimo acento inglés.

—Estás en presencia del general Abdul-Aziz. Es el director de ésta, la prisión de Inakesh. Yo haré las veces de traductora.

Uno de los guardias acerca una pequeña mesa de aluminio junto a la silla de Ace. Del único cajón que tiene saca un kit de detección de mentiras. Sube la manga derecha a Ace y le pone con firmeza un medidor de presión sanguínea alrededor del bíceps mientras el otro guardia le coloca dos tubos neumógrafos, uno alrededor del pecho y otro sujeto a su abdomen. Luego le pone dos clips en el dedo índice y anular. Son galvanómetros diseñados para medir la transpiración.

«Ha llegado la hora».

Ace cierra los ojos, con el deseo de calmarse. Ninguna máquina puede detectar las mentiras. El polígrafo es simplemente un dispositivo que monitoriza y registra respuestas fisiológicas involuntarias que se producen en el cuerpo de un individuo cuando esa persona está sujeta al estrés.

«Mi nombre es Stephen Murphy. Mi nombre es Stephen Murphy. Mi nombre es Stephen Murphy».

El general lanza una orden en árabe, diciéndole a la mujer que comience.

—Por favor, díganos cual es su nombre.

—Stephen Murphy.

—¿Es usted americano?

—Canadiense.

—¿Cuál es su ocupación?

—Tengo negocios en la industria del petróleo, entre otras cosas.

—¿Con qué motivo acudió al Banco Nacional?

—Tenía la intención de realizar una serie de transferencias.

Las respuestas, ensayadas, fluyen con facilidad. Han sido construidas alrededor de una serie de medias verdades.

«Con un poco de suerte…».

—¿Qué había en el CD-ROM que introdujo en el ordenador del subdirector del banco?

—Era un videojuego, una idea que estoy desarrollando, parte de la razón por la que quiero montar una tienda en el Medio Oriente. El subdirector quería ver el juego, lo que pasa es que nunca pudo arrancarlo. Aparentemente, no era compatible con su ordenador.

El guardia más bajito, que está monitorizando las pruebas del polígrafo, le dice algo al director.

El general asiente.

Antes de que pueda reaccionar, una férrea mano sujeta a Ace por la garganta, lo saca de la oficina y lo lleva a la cámara de torturas.

Otro guardia baja las esposas del techo mediante la polea y se las coloca a Ace.

—¡Esperen! ¡Estoy diciendo la verdad!

Ignorando sus protestas, los árabes le quitan el uniforme de la prisión y los pantalones.

Queda desnudo, de pie frente a la mujer, con los brazos totalmente estirados por encima de la cabeza y la cara sonrojada por la humillación. Los ojos verdes parecen absorberlo todo, aunque su expresión permanece austera y fría.

—Todos los prisioneros deben aprender que las mentiras son un veneno, y que sólo la verdad los liberará de la agonía que ahora usted va a sufrir.

* * *

Todas las cabezas se giraron cuando entró el torturador. Era un beduino corpulento y bajito de casi setenta años, con una larga barba gris rizada y unos ojos negros y fríos, como los de un tiburón. Ésa era «su sala de torturas», y su mera presencia en sus dominios ya imprimía cierto aire de peligro. Cada uno de sus movimientos revelaba una actuación que databa de décadas.

Era el mal personificado, una sombra arábiga del sadismo. Incluso los guardias parecían intimidados.

Sus oscuros ojos porcinos atravesaron la psique de Ace, evaluándolo. Luego, «el maestro» se dio la vuelta para dirigirse al muro más lejano y seleccionó el látigo más grueso de los que había en la pared. Lo comprobó con varios golpes que tan sólo un experto sabría dar. Se quitó la túnica ceremoniosamente, para quedarse tan sólo con una camiseta interior de manga corta que se estiraba elásticamente sobre su panzuda cintura. Cogió una toalla y con ella limpió el mango del látigo. Después colocó de forma pulcra su túnica en una de las sillas. Finalmente, asintió a los guardias.

Ace fue alzado violentamente desde el suelo. Las esposas se le incrustaron en las muñecas, iniciando un tsunami de dolor, tan increíble como instantáneo. La agonía de sus brazos y hombros le arrancó el aire de los pulmones. Su columna vertebral crujió, al igual que los músculos de su espalda, mientras sus omóplatos saltaron espasmódicamente, amenazando con despegar los ligamentos del hueso.

Bañado en lágrimas y gritando, Ace consiguió articular unas palabras.

—¡Confesaré! ¡Diré todo lo que sé!

El mercader de la muerte se le acercó. Su aliento rancio le inundó los sentidos mientras le daban la vuelta lentamente, hasta dejarlo de cara a una pared totalmente salpicada de sangre seca.

Ace respiraba lanzando cortas y rápidas bocanadas. Sus torturados músculos se estremecieron con la adrenalina que los inundaba.

El látigo chasqueó primero en el aire y luego en la carne. Ace gritó con toda la fuerza que le permitieron sus cuerdas vocales. El sudor le supuraba por cada poro de una piel que estaba siendo arrancada de la parte baja de su espalda. Su cuerpo se sacudió con fuerza en mitad del aire cuando una segunda lacerada impactó sobre su estirada y dolorida zona dorsal, arrancando algo de piel y carne de su caja torácica.

«¡No más gritos! ¡No debo gritar otra vez!», pensó.

—¡Aaah! —dijo mientras se balanceaba colgado como un trozo de carne en un matadero. Las salpicaduras de su propia sangre redecoraron la pared, mientras que una y otra vez el látigo volvía a golpear. Sus gritos se fueron convirtiendo en gruñidos, y los gruñidos en resoplidos, hasta que, al final, tan sólo se escuchaba el chasquido del látigo.

El carnicero se detuvo. Se pasó una toalla por el cuerpo y se giró para mirar a los demás.

Totalmente consciente, Ace abrió los ojos. Sus iris marrones buscaban los ojos de aquel que le estaba causando aquel tormento.

—¿Eso es lo mejor que puedes darme, gordito?

Los guardias se miraron entre sí, incrédulos. El director, con los ojos como platos, se giró hacia un aturdido torturador, que ya estaba cogiendo otro látigo de la pared.

Ace se giró por sí mismo; la rabia y la adrenalina alimentaban su determinación en aquel inesperado juego de voluntades. Su mente se separaba del dolor y su ego rechazaba permitirse sucumbir a la inconsciencia.

¡Whap!

El nuevo látigo, más ligero, lanzaba un aguijonazo mucho más mortífero, haciendo que las lágrimas brotaran de nuevo en sus ojos.

¡Whap! ¡Whap! ¡Whap!

«Vamos, gordito. ¡No me haces daño! ¡Yo ya estoy muerto!».

Se sucedieron diecisiete latigazos más antes de que lo sacaran de la inconsciencia a la fuerza con un cubo de agua helada.

El sádico torturador lanzó el cubo vacío contra la pared más lejana, maldiciendo en árabe. Los dos guardias se escabulleron de la sala.

La mujer habló.

—¡Su nombre!

—Ashley Futrell —dijo con una voz irreconocible.

—¿Es usted americano?

Ace asintió con la cabeza.

—¿Cuál es su profesión?

—Geólogo petrolero.

—¿Por qué fue al Banco Nacional?

—Dinero… los federales… amenazaron con llevárselo todo.

—¿Y el CD-ROM?

—Transferencias de valores.

El general ladró una orden en árabe.

—El general Abdul-Aziz dice que usted está mintiendo. Dice que es un espía.

Ace miró al director a través de sus ojos hinchados.

—Dígale a su general que me toque los cojones.

Las palabras salieron entre unas sonoras carcajadas. El látigo volvió a golpear su abdomen, a punto de impactar en sus genitales. Su cuerpo se convulsionó una vez más mientras su mente huía de nuevo de aquel lugar, acudiendo de nuevo a aquella zona oscura de su mente.

* * *

Ace abre los ojos, espantando a los monstruos.

Está de vuelta en la celda, vestido con el uniforme de la prisión. Su cuerpo está febril y tiembla. Su estómago está sumido en las náuseas, pero no se atreve a vomitar, ni tan siquiera a moverse, temeroso de abrir de nuevo las enormes heridas de su espalda, las cuales parecen estar rellenas de sal.

Una oleada de dolor le atraviesa y le arrastra de nuevo a la oscuridad.

* * *

—Beba esto. Le aliviará la fiebre.

La hermosa mujer de ojos salvajes está inclinada sobre él y vierte en su boca un líquido cristalino. Ace se lo traga, se atraganta, tose y luego bebe un poco más. La joven saca un estetoscopio de un bolsillo oculto de su burka y comprueba su ritmo cardíaco.

—Tiene suerte de estar vivo. Ningún prisionero ha permanecido consciente después de tantos latigazos. Su fortaleza ha enfurecido a Ali Shams. Debo limpiarle las heridas. Esto le va a doler.

Con mucho cuidado, le quita el uniforme empapado en sangre. La mujer se sobresalta al ver la proporción de las heridas.

—Déjeme morir.

—Es la voluntad de Alá. Mis órdenes son la de mantenerle vivo. Si muere, yo ocuparé su lugar.

De otro de sus bolsillos saca un ungüento y extiende un poco sobre sus dedos.

Su cuerpo se convulsiona al tacto de los dedos en su espalda.

—Lo siento, pero debe hacerse.

—Espere.

Los dedos de Ace tiemblan mientras se coloca la manga de su camisa en el interior de la boca y la muerde.

Esta vez, la sacudida de dolor hace que caiga al suelo, y de ahí, a un mar de negrura.

* * *

Ace abre los ojos.

Su cabeza está reposando sobre el regazo de ella. La parte superior de su cuerpo está envuelta en gasas. Lo peor del dolor había pasado y había sido sustituido por una tremenda presión, como si algo estuviera tensando la herida abierta.

De repente, se sienta, se desplaza casi a gatas hasta el agujero del suelo y vomita una y otra vez hasta que las convulsiones quedan reducidas a secos esfuerzos.

Totalmente exhausto, Ace se hace un ovillo sobre el catre mientras su cuerpo se convulsiona incontrolablemente.

La mujer se acurruca junto a él, con la espalda apoyada sobre su pecho, colocándole el brazo alrededor de la cintura.

—Así conservará el calor.

Presionando la cara contra la parte de atrás del cuello de ella, vuelve a sumirse en la inconsciencia.

* * *

Ace se remueve y se despierta. Han pasado muchas horas. Su fiebre ha desaparecido, también la mujer. El dolor es soportable si no se mueve. Con mucho cuidado, coge la botella medio vacía de agua que hay a su alcance y sorbe los restos. Su estómago, vacío, le duele.

Oye a alguien al otro lado de la puerta de la celda. Las llaves tintinean en la cerradura.

La que entra es ella.

—Ha estado inconsciente durante dos días. Nadie confiaba en que sobreviviera.

Se arrodilla junto a él y comprueba su pulso.

—Bien, su ritmo cardíaco se ha estabilizado.

—¿Es usted… doctora?

—No, pero he recibido instrucción sanitaria. ¿Cree que será capaz de comer algo?

—Todavía no —dice sorbiendo algo más de agua—. ¿Cómo se llama?

—Nahir.

—Es usted una mujer muy hermosa, Nahir.

Tras decir esto, Ace se echa de nuevo en el catre y cierra los ojos.

—¿Qué hace una mujer tan hermosa en un lugar tan horrible como éste?

—Si soy hermosa, lo considero una maldición. Durante muchos años, mi padre fue el chófer de alguien de la realeza, un príncipe. Al principio, el príncipe fue generoso con nuestra familia, le pagaba lo suficiente a mi padre para poder vivir cómodamente, y para mandarme a mí a la escuela. Durante tres años asistí a la Universidad de Cambridge, donde cursé estudios sanitarios. El verano de mi graduación volví a casa para ayudar a mi madre. Cuando el príncipe me vio, se quedó prendado de mí e insistió en que me convirtiera en su esposa. El príncipe tenía docenas de esposas y aún más esclavas. Yo tenía un novio en Londres. Le dije a mi padre que no quería casarme con el príncipe. En respuesta, el príncipe hizo que a mi padre le dieran una paliza, y luego lo encarceló. Acordé casarme con el príncipe sólo si lo liberaban. Pasaron los años. Él era muy ambicioso y decidió acercarse al trono con la intención de envenenar a su hermano mayor. El asesinato fue un fracaso. Como castigo, la realeza lo sentenció a que pasara diez años en prisión, pero la realeza nunca va a prisión, señor Futrell. Yo lo tuve que sustituir. Cuando el general Abdul-Aziz supo que yo sabía inglés, me nombró su traductora oficial. De eso hace tres años. El director ha sido muy generoso. Tengo una habitación junto a la sala de interrogatorios para mí sola, y se me permite moverme libremente por toda la prisión. En algunas ocasiones especiales, incluso puedo salir, siempre que sea con vigilancia.

—¿Los guardias la dejan sola?

Aquellos ojos verdes advierten su mirada.

—Y si yo muero, usted muere —dice él.

—Al Said le teme por alguna razón, señor Futrell. ¿Por qué?

Ace cierra entonces sus ojos.

—No tengo ni idea.

«Durante dos años, el periodista independiente Daniel Hopsicker no sólo aportó información adicional respecto a lo que ya se sabe sobre la instrucción militar que recibieron los secuestradores del 11-S, sino que también afirmó que algunos de los secuestradores, asociados con acaudalados floridanos, tenían también contactos tanto con el servicio de inteligencia como con la familia Bush. Hopsicker también afirmó que, en las horas que siguieron a los ataques, el Gobernador de Florida, Jeb Bush, tenía un avión militar Hércules C-130 en el aeropuerto de Venice (Florida), con un camión en su interior cargado hasta los topes con los registros de la Huffman Aviation, academia donde Atta y Alshehri recibieron el entrenamiento. El C-130 despegó inmediatamente».

Michael C. Ruppert.

Cruzando el Rubicón.

«No preguntéis por cosas que, si se os dieran a conocer, os dañarían».

Corán 5:101-102