PAGHMAN, AFGANISTÁN
5 de septiembre de 2012
La ciudad de Paghman se alza en las colinas que hay a las afueras de Kabul. Está gobernada de facto por Abdul Rabb al-Rasul Sayyaf, un islamista fundamentalista ultraconservador que mantiene lazos con grupos extremistas saudíes. Una vez fue líder muyahidín y luchó contra las fuerzas ocupacionales de los Estados Unidos que combatían contra los talibán. Ahora, Sayyaf se ha convertido en una fuerza que conduce a la política afgana de vuelta a la edad de piedra, pero para occidente sigue siendo la mayor influencia para ir hacia una nueva constitución. En realidad, la propia ausencia de leyes es la que está diezmando el país. Él personalmente es el que ha nombrado a la mayoría de los jueces afganos, y sus subcomandantes dirigen auténticos cárteles de la extorsión y el secuestro dentro y fuera de Kabul. Un señor del crimen que dirige con mano férrea e intimidación incluso al presidente Karzai. Sayyaf profesa una estricta doctrina Wahhabi islámica, manteniendo a la mujer bajo las mismas restricciones que utilizaban los talibanes que le ayudaron a subir al poder. Frente a los periodistas occidentales, a menudo predica las virtudes de la democracia, pero al mismo tiempo sus hombres interrumpen en las bodas donde se toca música y hacen redadas en locales donde se estén escuchando radiocasetes. Al igual que la realeza Saudí, vive en la hipocresía, y sus riquezas le proporcionan mansiones, sirvientes y coches caros.
Todo esto está a punto de acabar.
Sayyaf camina a trompicones a través del jardín de su casa enrejada, mareado, con una mano cubierta de sangre con la que apenas puede sostener la pistola que lleva, la otra mesa su espesa barba cerrada. Los cuerpos, aún calientes, de los cadáveres desangrados se apilan a lo largo de toda su propiedad, manchando las alfombras persas que hay sobre las baldosas de cerámica blanca. Algunos son criados que fueron incapaces de huir de su furia. Otros eran subcomandantes cuya lealtad, o la que él creía que le profesaban, había sido comprada hacía mucho tiempo. Dos de los muertos eran paquistaníes, miembros del ISI, que habían sido arrastrados a primera hora de la mañana, cuando las noticias respecto al robo salieron a la luz.
Todo se había esfumado, cerca de doscientos millones de dólares, extraídos de cuentas bancarias a las que le juraron era imposible seguir el rastro.
«¿Habrán sido los Karzi y los americanos? ¿Habrán sido las Naciones Unidas?».
Presiente a los militares antes de escuchar el primer jeep. En pocos minutos habrán rodeado la casa. Tal vez intenten cogerlo vivo.
Sayyaf sonríe al pensarlo mientras abre la oxidada verja de hierro y se dispone a enfrentarse a las fuerzas armadas, apuntando con su pistola al primer comando que ve. El simple movimiento inicia un coro de disparos. El aire se llena de balas. Su cuerpo se desangra cuando las balas destrozan su carne, y su ya cadáver danza un poco antes de derrumbarse en el suelo. No es más que un montón de trozos ensangrentados, dispersos por el camino de la entrada pavimentada.
IJAMSVILLE, MARYLAND
A cincuenta y cinco kilómetros al norte de Washington D.C., el Club de Golf Whiskey Creek es un campo con un par de setenta y dos que le ofrece a los clientes de alto standing del club, mientras conducen desde las sendas que salen del bosque de pinos hasta los pintorescos greens, unas sorprendentes vistas de las montañas Catoctin.
Entre los invitados de Scott Swan están James Raue y su hijo mayor, Adam, Directores Ejecutivos de una planta de Acero en Grand Rapids, Michigan. También está Jeffrey Alien, abogado de la aseguradora de Mitchell, Nebraska. Los cuatro están jugando en el hoyo doce, uno con un par 4 de cuatrocientos metros.
Raue padre tiene el honor de salir primero, pero sólo debido a su prestigio, no al último hoyo conseguido. Realiza un saque complicado, haciendo que la bola vuele unos cincuenta y cinco metros antes de chocar contra un árbol.
—¡Maldita sea!
—Haz un mulligan —le contesta Scott—. Tienes todo el derecho.
—Sí, creo que sí. Esto no me convierte en un liberal, ¿verdad?
Todos ríen ante el comentario.
El teléfono de Scott vibra anunciando una llamada. El ejecutivo de la Tech-Well lo saca del carrito de golf y se aparta un poco del grupo antes de contestar.
—Swan. Será mejor que sea importante.
—Soy Brian Westly, estoy en el banco. ¿Hay algo que deba saber?
—Westly, ahora mismo estoy un poco ocupado…
—¿Has hecho una transferencia de 448 millones de dólares y estás demasiado ocupado para decírmelo?
El corazón de Swan de repente empieza a latir a toda velocidad.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Esta mañana se ha realizado una transferencia bancaria. Si estás comprando un 747 a tus amiguitos árabes, te aseguro que no tienes por qué liquidar tanto dinero.
—Westly, qué…
De repente, baja la voz, sonriendo mientras saluda con la mano al grupo que le espera.
—¿De qué transferencia me estás hablando? Yo no he autorizado ninguna transfe…
—Cuatro Carlyle abrieron de manera privada varias cuentas de inversión. Tus contraseñas y códigos de autorización han sido utilizados para hacer una transferencia de fondos.
—¡Yo no he autorizado ninguna puta transferencia! Llama a Carlyle y…
—Ya lo he hecho. Tampoco saben exactamente qué es lo que está pasando, pero por lo visto sus cuentas también están sufriendo hemorragias.
—Será mejor que encuentres dónde está ese dinero Westly…
—El dinero ha desaparecido. Hemos podido seguir su rastro hasta una cuenta en Groenlandia, en la que estuvo durante unos cuantos nanosegundos antes de dividirse en el ciberespacio. Será mejor que vengas, Scott. Este asunto es muy serio.
JIDDAH, ARABIA SAUDÍ
Todas son chicas americanas, las diecisiete. La mayoría son adolescentes, y las más bonitas apenas llegan a los dieciocho. Han sido drogadas desde que subieron al jet privado, vestidas con trajes árabes, para ser presentadas frente a un grupo de príncipes saudíes, los mejores compradores de esclavas de entre la élite del Reino.
* * *
Aunque la mayoría de las naciones han participado de una manera o de otra en la esclavitud, tan sólo Arabia Saudí y un puñado de naciones islámicas continúan con la práctica. El presidente Bush condonó todas las sanciones económicas que Arabia Saudí tenía, a pesar de que sus autoridades no realizaban todos los esfuerzos posibles para detener el tráfico humano, y al presidente Obama no le dio tiempo a abarcar el tema durante su primer mandato.
Y aunque el tráfico de esclavos saudíes es bien conocido entre los círculos de poder de Washington, se hace una tolerante vista gorda desde que el rey Fahd y sus hijos forman sus propios círculos pedófilos en sus mansiones privadas de Beverly Hills. A través de una red de proxenetas y pornógrafos, chicas americanas (y, ocasionalmente, también chicos) son «reclutados» mediante falsas agencias de modelos, o por anuncios de periódicos en los que se busca a bailarinas o mujeres que acepten hacer servicios de escort. Se hacen vídeos con las postulantes, para luego enviarlos a los potenciales compradores saudíes. Las adolescentes seleccionadas son luego invitadas para hacerles una «prueba» en algún hotel; otras son secuestradas directamente en galerías comerciales, salas de videojuegos, restaurantes de comida rápida y demás sitios donde los adolescentes se reúnen. Una vez retenidas, las víctimas son llevadas de manera oculta a aeropuertos y trasladadas en aviones saudíes privados (inmunes a los registros aduaneros) antes de que la policía local haya iniciado tan siquiera las diligencias para iniciar una búsqueda en «personas desaparecidas».
Muchas organizaciones de niños desaparecidos han rehusado admitir que este tipo de actividades están produciéndose por miedo a perder sus subvenciones gubernamentales. En las raras ocasiones en las que un príncipe saudí o uno de los sobrinos del rey es pillado con las manos en la masa, el Departamento de Estado interviene oficialmente para dejar libre al saudí debido a su inmunidad diplomática. Si lo que se descubre es una de estas redes sexuales internacionales, Washington deja que los que han sido apresados salgan libres sin cargos criminales o civiles, proporcionándoles un estatus retroactivo de inmunidad diplomática, o dándoles una protección del Departamento de Estado bajo la Ley sobre Inmunidades del Estado Soberano[50]. Los padres de los niños secuestrados quedan atrapados en interminables encerronas burocráticas dispuestas por el Departamento de Estado, el cual controla todas las investigaciones en las que están involucrados los saudíes. Los «Saudicuestros» de Washington son tan sólo uno de los muchos tratos que se han firmado con el diablo para que el petróleo siga fluyendo.
* * *
En menos de una hora, las más jóvenes son seleccionadas por sus nuevos amos. Las «afortunadas» terminarán como esposas, ya que la ley islámica permite que un hombre se case con sus esclavas, pero primero cada príncipe tiene que arreglar el tema con «el banco».
El banquero, un Bagowi extranjero contratado por la realeza para hacer el trabajo sucio, está etiquetando los primeros lotes del príncipe, para luego acceder a su cuenta bancaria.
Accede una segunda vez. Luego una tercera. A medida que pasan los segundos, la tez del banquero va palideciendo más y más.
El príncipe, un sobrino segundo del rey Sultan, empieza a perder su paciencia.
—¿Qué?
—Alteza, no lo entiendo, los fondos…
El Príncipe mira la pantalla. Su cuenta, la que hace muy poco excedía de los 782 millones de dólares, ahora presenta un balance de cero dólares.
—¡Maldito hijo de chacal! ¿Qué has hecho con mi dinero?
—¡Alteza, le aseguro que yo no he hecho nada!
El Príncipe, enfurecido, coge un cuchillo de uno de los guardias de palacio, y lo asesta repetidamente al banquero en el pecho y en el cuello mientras la sangre de aquel hombre salpica el mármol pulimentado del suelo.
WEST PALM BEACH, FLORIDA
El rascacielos de oficinas se encuentra en el centro de la ciudad, en una estrecha avenida situada entre el Océano Atlántico y la vía fluvial Intercostera. Los cuarteles generales de «Ciudadanos por una Sociedad Verde», una organización política exenta de impuestos, ocupan la mayor parte de la decimotercera planta.
Desde la esquina de la oficina, Jennifer Wienner puede ver la bruma del océano azul en la distancia. Rara vez mira el panorama, pues suele fijar su atención en el mapa de los Estados Unidos que hay a lo largo de la pared, con un sistema de colores que representa a los congresistas y a los candidatos que optan por un puesto en las elecciones. Las banderitas verdes designan a los políticos que apoyan una legislación de energías alternativas (sus campañas reciben 527 dólares del CSV), las azules son para los demócratas y los republicanos que todavía tienen que decidirse. Las rojas señalan al enemigo, ultraconservadores que apoyan a la industria del combustible fósil, o demócratas que temen ser otra cosa que centristas.
Jennifer mira el mapa tal y como hace cada día desde que empezó la segunda mitad de agosto. En su mesa de despacho hay dieciséis guiones de dos páginas, pertenecientes cada uno a un spot publicitario de sesenta segundos en espera para ser filmado. En su pared, pegada con cinta adhesiva, hay una lista, en orden de preferencia, de las ciudades más indicadas para emitir estos anuncios, así como un registro de los índices de audiencia de las televisiones locales que emitirán estos anuncios. En la estantería que hay junto a la ventana hay una foto enmarcada de hace seis años en la que se puede ver a sí misma junto a Kelli.
No pasa un día en el que no le hable a la foto. No pasa una hora en la que no piense en Ace, preguntándose qué le habrá pasado, y si seguirá vivo.
Silenciosamente, maldice a su primo. Al oír la llamada a la puerta que realiza Collin Bradley, su ayudante, levanta la cabeza. Bradley es un ex oficial de policía del Capitolio que conoció hace algunos años, cuando ella estaba en un puesto dentro de las Cámaras del Senado. Con licencia para portar armas, Bradley hace también las veces guardaespaldas personal para ella.
El hombretón le sonríe.
—El banco acaba de llamar. Están recibiendo transferencias a la cuenta. Bueno, están recibiendo cientos de ellas.
Jennifer vuelve a abrir su portátil para entrar en Internet y ver el estado de la cuenta bancaria de la compañía.
Los depósitos aumentan a una velocidad vertiginosa, la mayoría ingresos de entre veinte mil y cincuenta mil dólares, aunque también cuenta al menos ocho ingresos de más de seis cifras. El balance de la cuenta ya supera los cinco millones de dólares.
—Contacta con Kreg Lauterbach de Ratio Films, en San Antonio. Dile que empiece a filmar todos esos anuncios. Pásame luego con todos los afiliados a la Fox y la ABC que haya en Cleveland —dice, guiñándole un ojo a su ayudante—. Parece que el Partido Verde entra en juego.
«Los Estados Unidos no autorizamos la tortura, la condenamos, al igual que el transporte de detenidos de un país a otro con el propósito de hacer interrogatorios en los que se utilice la tortura».
Condoleeza Rice, secretaria de Estado de los Estados Unidos.
«No tengo la más mínima duda de que la planificación filosófica, así como la guía de acción, vio su origen en la oficina del vicepresidente de los Estados Unidos. El que en este caso la implemento fue el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld».
Larry Wilkerson, coronel retirado del Ejército Americano, Jefe
de Personal del antiguo secretario de Estado, Collin Powell, en lo
concerniente a la política de los Estados Unidos respecto a la tortura.
CNN.com, 20 de Noviembre del 2005.
«Creo que es muy, muy importante que tengamos un claro entendimiento de que lo que ha pasado aquí ha sido una honorable aproximación hacia la defensa de nuestro país, y que no ha habido nada sucio, decepcionante, deshonesto ni ilegal respecto a lo que se ha hecho».
Dick Cheney,
respecto a las torturas mediante ahogamientos.
«Es como ahogarse. Sientes exactamente lo mismo que al ahogarte. No es para nada algo bueno ni agradable. Mira, te lo explicaré de la siguiente manera. Si me das una toalla, a Dick Cheney y el agua suficiente, haré que se confiese culpable del asesinato de Sharon Tate. Es torturar, Larry. Simple y llanamente, torturar».
Jesse Ventura,
en Larry King Live, 12 de Mayo de 2009.