TERRANOVA/HOPEDOLE
7 de agosto de 2012
Había sido una noche muy larga.
A base de hacer de tripas corazón y de fuerza de voluntad, Ace había dejado atrás a sus hijos. Tan sólo la incertidumbre de no saber si volvería a verlos de nuevo superaba el temor que sentía hacia lo que le esperaba. Sumido en sus emociones, no tardó mucho en perderse, una vez que las luces de la cabaña quedaron cubiertas por la densidad y la oscuridad del bosque. Finalmente, logró encontrar un camino, pero no era el correcto, y al seguirlo se apartó aproximadamente medio kilómetro del camino principal, lugar donde su suegro había dejado la furgoneta alquilada. Para cuando localizó el vehículo y pudo dejar las inmediaciones del complejo por la interestatal 87, era casi la una de la mañana.
Condujo en silencio durante muchas horas, viajando hacia el norte por la autopista Adirondack, con la frontera canadiense siempre presente en algún lugar más adelante.
A veces el enfado por la situación en la que se encontraba se hacía insoportable, y su cuerpo se convulsionaba de ira mientras golpeaba con el puño contra el volante. Se obligó a controlarse cuando llegó a la frontera canadiense. Allí enseñó su carné de conducir falso y luego salió del coche para que los guardias fronterizos pudieran hacer un registro del vehículo, utilizando espejos sujetos a una varilla para mirar por debajo del chasis.
Después de contestar algunas preguntas de seguridad, se le permitió seguir a través de la aduana hacia la autovía 15 de Québec, por la que continuó conduciendo hacia el norte, en dirección a Montreal.
Finalmente llegó al aeropuerto al amanecer. Disponía de un descanso de tres horas antes de que el vuelo de Air Canada saliera hacia Halifax de camino a St. Johns, en Terranova.
Designada como una de las cuatro esquinas del mundo por la Flat Earth Society[38], la costa nororiental de Canadá tiene dos partes bastante diferenciadas: la isla de Terranova, en el océano atlántico, en la desembocadura del río St. Lawrence, y su escarpada península costera, conocida como la provincia Labrador.
En el borde oriental del «escudo» de Canadá, Labrador está compuesta por seiscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados de granito que surgieron del océano hará unos ochocientos millones de años. Su accidentada línea costera, de más de veintiséis mil kilómetros cuadrados, sufrió el moldeado de continuas masas de hielo, masas que finalmente habían esculpido esas largas gubias en forma de dedo en su masa rocosa. Continuando tierra adentro, Labrador se convierte en toda una sucesión del lagos, fiordos y valles profundos, una de las últimas grandes espesuras del planeta. Tres grandes cordilleras dividen el territorio: la cordillera volcánica Kaumajet, la Kiglapait y la enorme Torngat, la cordillera más grande al este de las Rocosas. Los bosques boreales producían el suficiente alimento como para mantener a una pequeña población. Más al norte, la línea forestal desembocaba en una amplia llanura conocida como la tundra, un lugar del que pocos humanos han visto fotos, y aún menos se han aventurado en su interior.
El hecho de que la civilización haya esquivado esta región no es ninguna sorpresa. Las condiciones meteorológicas son brutales: largos inviernos, placas de hielo costeras y temperaturas subárticas. La poca población que vive en la zona reside en seis comunidades localizadas en la parte más nororiental de la costa, aunque a ninguna de estas comunidades llega una carretera, lo cual obliga a los viajeros a depender de botes y aviones en verano, y de motos de nieve y trineos de perros en invierno. A pesar de estas brutales condiciones, la población de Labrador es la más antigua de Norteamérica, ya que su llegada precedió a la de Colón en más de cuatrocientos años.
Los aborígenes de Labrador son conocidos como los Innu. Los Innu eran tribus nómadas que emigraron a lo largo de todo el estrecho de Bering desde Asia y que con el tiempo se asentaron en el ártico de Norteamérica y en Groenlandia. El término Inuit significa «Gente de verdad», y el de Innu se traduce como «ser humano», y estas dos palabras suelen ser preferidas a las típicas referencias de «esquimal» o «indio nativo». A pesar del esparcimiento de su población a lo largo de todo el ártico canadiense, las tradiciones Inuitas han perdurado a lo largo de décadas, y aún hay tribus que viven en los grandes campos, cazando caribús en invierno y volviendo a los recursos del mar en los meses de verano, para pescar y cazar focas y ballenas.
Los Innu migratorios viven en iglús de hielo, o hacen tiendas con pieles de foca y morsa. Sus residencias de invierno están construidas de piedra, o de madera, y estructuradas por huesos de ballena cubiertos de césped y musgo. La adaptación con la cultura occidental ha transcurrido lentamente, pero los Innu de Labrador, ante la necesidad de tener algo que decir respecto a su propio futuro, se han visto obligados a aclimatarse a la cultura canadiense, por lo que existen asentamientos algo más modernos establecidos en Sheshatshiu, en la desembocadura de la Bahía Goose, y en Natuashish, en la costa norte, cerca de Hopedale.
Eran las tres de la mañana pasadas cuando el avión de Ace aterrizó en St. John, la ciudad más grande y más antigua de Terranova. Desde allí, las instrucciones de Kelli eran las de volar hasta Hopedale, un pueblo perdido localizado a unos ochocientos kilómetros siguiendo el vuelo del cuerno hacia la costa norte de Labrador. Exhausto por no haber dormido en las últimas treinta horas, Ace sacó un billete para un vuelo chárter que salía a las 10:20 a.m. Se registró en un hotel ya entrada la tarde.
Ace yace sobre una cama, mirando el reloj que hay en la mesita de noche, el cual marca las 8:35 p.m. La esencia a tapicería barata y a ropa de cama mohosa magnifica su desesperación. Se muere por llamar a los niños, tan sólo para poder tranquilizarles y asegurarles que todo va a salir bien, pero siguiendo sus propias instrucciones, no tiene manera de saber dónde están, o cómo ponerse en contacto con ellos. Sus párpados se cierran de puro cansancio mientras el resto de su cuerpo grita de dolor, pero a pesar de su extenuante fatiga, no puede quedarse dormido, su mente no cesa de parlotear incesantemente.
«¿Qué estoy haciendo aquí? Kelli está muerta, mi vida está vuelta del revés, y yo estoy cazando sombras. ¿Y si Schall tiene razón? ¿Y si me están engañando? ¿Y si ni tan siquiera fuera Kelli la persona que aparecía en esa cinta? ¿Y qué clase de padre deja a sus hijos a cargo de dos completos extraños durante ocho meses, después de que su madre haya sido asesinada?
¿Y si? ¿Y si? ¿Y si? Esto es una locura ¡Te estás volviendo loco! Nunca podrás entrar en el banco saudí, no digamos ya el descargar el gusano Promis. Los saudíes te arrestarán, te encerrarán y te torturarán hasta que confieses o mueras, lo que ocurra antes. Simplemente, desaparecerás del mapa, pero Leigh y Sam estarán pagando las consecuencias durante el resto de su vida.
Los echo tanto de menos… pero no puedo volver, no con el Departamento de Seguridad Nacional buscando cualquier excusa para ir a por mí y arrestarme, o algo peor. No cuando estoy yendo de culo y cuesta abajo. ¿Y quién será ese tío de Hopedale? ¿Por qué será tan importante encontrarlo? ¿Sabrá algo respecto al ataque nuclear? ¿Podrá ayudar a detenerlo?
Vuelve con tu familia, Ace. Deja de vivir la locura que fue la vida de Kelli.
Despierta, Futrell, te estás volviendo loco».
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
A pleno grito, Ace lanza la almohada y hace aspavientos al aire mientras la habitación se le va haciendo cada vez más pequeña, a la vez que los muros se encogen.
—Tengo que salir… ¡Tengo que salir! ¡No puedo respirar!
Se viste y sale al exterior en menos de un minuto. Llena sus pulmones con el aire frío de la noche. Luego baja la escalera de metal y llega hasta la calle. Recorre el puerto, paseándolo, pero el frío le hace acortar por una callejuela, un pasaje peatonal que lleva directamente hacia un pub, el Duke of Duckworth. Desesperado, entra, para encontrarse con un muro de personas dentro, extraños de miradas lánguidas, amigos que nunca conocería.
«Sal de aquí».
De nuevo en la noche, camina hacia el este a través del centro de St. John's, incapaz de escapar de esa sensación de vacío tan agobiante.
Gira siguiendo camino abajo la Military Road, con el rumbo totalmente perdido. El hotel parece ya una ficción remota en el interior de su cansada mente. Es Alicia a través de la madriguera de conejo, tragado por aquella ciudad, un refugiado perdido en una tierra extraña, con una identidad falsa y con su alma menguando tras cada doloroso paso que da.
La iglesia se alza ante él, auténtica piedra católica romana. Él está de pie ante tres portones cerrados, con la mente frenética.
Cerrada.
Cerrada.
El último portón chirría al abrirse, permitiéndole la entrada a la casa de oración. Ace dejó de ser creyente hace muchos años, pero es imposible mantenerse ateo cuando se está dentro de una trinchera, y él está metido en una, hasta las cejas.
El interior está vacío, iluminado por cirios que se están consumiendo rápidamente.
Ace se arrodilla en un banco y baja su cabeza hasta la altura de sus manos. Las palabras le salen estranguladas de la garganta.
—Dame fuerzas —dice antes de desmayarse y caer de bruces sobre el banco.
* * *
—¿Hijo?
Ace, con mucho esfuerzo, abre sus ojos. La luz de la mañana se filtra a través del polvoriento cristal de las ventanas. Se sienta. Debe de haber echado una cabezada de diez horas en la madera pulimentada del banco.
La cara del sacerdote está curtida y gastada.
—Hijo, no puedes quedarte aquí. Hay una misión, calle abajo.
—No se preocupe, Padre, ya me voy.
SPRINGFIELD, ILLINOIS
El mediodía despunta cuando Elliot Green llega a su casa tras la entrevista que ha mantenido con Charles Jones, el director del FBI de Springfield. Su esposa, Carol, abre la puerta incluso antes de que tenga la oportunidad de meter la llave en la cerradura.
—Vaya, que rápido. ¿Cómo ha ido? ¿Bien o mal?
Elliot voltea los ojos como respuesta mientras pasa por su lado.
—No ha sido suficiente el tener que atravesar ese edificio escuchando las risitas reprimidas ante la visión de mi nariz rota y la escayola de mi pecho, sino que encima he tenido que presenciar cómo Adrian Neary le ha cantado las cuarenta a Chuck por el sin manos.
—¿El director de Chicago? ¿Y que tiene que ver?
—Lleva la oficina de contraterrorismo en Illinois. Gary Schafer le tiró ayer de las orejas desde el cuartel general, así que él ha hecho lo propio con Chuck.
—Espera… Creía que Chuck había mandado un memorando a Schafer sobre el tipo de UMBRA. ¿Cómo pueden echarte ahora la culpa de…?
—Las broncas siempre van cuesta abajo, Carol. El Departamento de Energía está bastante cabreado, Schafer se está cubriendo las espaldas, y los de Chicago están señalando con el dedo a Springfield para que me den la patada en el culo y reemplazarme por cualquiera. Lo verdaderamente problemático de todo esto es que el cuartel general se ha hecho cargo oficialmente del expediente de Bi, y yo estoy fuera del caso. Oh, claro, también me han mandado una reprimenda oficial que irá junto a mi expediente por permitir que el sospechoso huyera.
Con cara de preocupación, se dirige a la cocina. Su mujer le sigue.
—Pues acuérdate de que yo fui la que te pidió que no irrumpieras en esa casa. Si me hubieras escuchado, tu expediente aún estaría limpio. ¡Y yo no me hubiera perdido la boda de mi hermana!
—No lo pillas, ¿no? Bi se ha acabado. En la universidad dijo que su hermano había fallecido y que se iba a coger un año sabático para pasar más tiempo con su familia en Beijing. Sólo hay un problema. Bi no tiene ningún hermano. Los registros muestran que ni tan siquiera había dejado nunca su país, lo que significa que fuera lo que fuera en lo que estaba trabajando, todavía lo está haciendo, sólo que ahora le hemos perdido la pista… Además, los de UMBRA ya le dieron un buen susto.
—Tarde o temprano terminará apareciendo por algún lado.
—Es un experto en explosivos nucleares, Carol. La familia de la madre de Bi tenía una granja en Nagasaki. Me da a mí que éste tiene bastante rencor guardado. Si alguna bomba sucia hiciera explosión en alguna galería comercial, adivina quién sería el «chico del póster» para el FBI ese mes.
—Bueno, pues ve y encuéntralo.
—¿Es que acaso no me has oído? Estoy fuera del caso.
—Pues entonces tómate un permiso y encuéntralo por tu cuenta. Eres bueno rastreando a gente. Recuerda lo que conseguiste con aquel pedófilo, el que se hacía pasar por un psiquiatra infantil. El también salió huyendo, pero lo encontraste en Vancouver. Te llevó seis semanas hacerlo, pero finalmente, lo pillaste.
—Ocho, pero aquello fue con la ayuda de la Oficina. Esta vez, me han echado.
—¿Quién te ha echado? ¿Chuck Jones? ¿Adrian Neary?
—No, el director Schafer. Vamos, el jefazo.
—¿Y por qué al cabeza de la división antiterrorista del FBI va a importarle nada de lo que hagas? A menos que tema que tú des con algo en lo que él esté involucrado.
Al oír lo que le dice su esposa, los ojos de Elliot se abren de par en par.
—Oye, oye… eso tiene mucho sentido.
—De acuerdo —le contesta ella dejando el salón—, me tomaré eso como un «gracias».
St. JOHNS/ COSTA DE TERRANOVA/ COSTA DE
LABRADOR/ HOPEDALE
El charter de doble motor bota dos veces antes de alzar vuelo mientras sale de la pista del aeropuerto de Torbay, el aeropuerto más oriental de toda Norteamérica. Ace es uno de los tres únicos pasajeros que van a bordo. Está sentado en la zona de babor de la pequeña aeronave, que tiene aspecto de haber estado volando desde la época en la que Terranova era aún una colonia británica.
Su espalda se queja a causa del sueño que ha echado sobre el banco de la iglesia, pero, en realidad, esa noche de sueño le ha venido muy bien. Ahora ya no está preocupado por sus hijos. Está convencido de que se encuentran a salvo, por lo que su mente ahora mismo está completamente concentrada en su misión.
El avión asciende y asciende hasta alcanzar los seiscientos metros de altura, para luego virar al norte, siguiendo la espléndida línea costera de Terranova en su camino hacia Hopedale. Sobrevuelan Old Battery, una pequeña comunidad de casas desgastadas que parecen escalar la cara del acantilado, que surge de las aguas del mar como si fuera una montaña. Momentos después sobrevuelan el puerto de Grace, y Bahía Concepción, con sus aguas azules meciendo los barcos de vela. Más lejos, hacia el este, el mar se alza con una renovada furia y rompe contra los arrecifes de Cabo Buenavista, una meseta de roca coronada por un faro.
El avión asciende con el viento aullando junto a sus alas de aluminio. Volando por encima de las nubes, se puede ver a través de algunos claros ocasionales el continente, enmoquetado de pinos, mientras sobrevuelan L'Anse aux Meadows, la comunidad situada más al norte de Terranova, una zona que antaño sirvió de asentamiento para los vikingos.
La costa de Labrador les saluda al sobrevolar el puerto de Henley, una vía de agua en la que incluso se pueden ver icebergs en los meses más fríos. Para cuando sobrevuelan St. Lewis, el acantilado encara una planicie bastante extensa, sin bosques, únicamente compuesta por roca desnuda. Georges Cove, el Puerto de Bateau, Grady Island, Cutthroat Island… cada uno de los territorios les indica que están más y más cerca de la tundra, mientras siguen su viaje hacia el norte.
Los grupos de población también van menguando. La costa norte fue una vez el hogar de multitud de comunidades pesqueras, pero ahora ese tipo de pueblos está en vías de extinción, desde que en 1992 se aprobó la moratoria del bacalao. Las pequeñas embarcaciones independientes han quedado sustituidas por grandes flotas corporativas que son capaces de navegar cientos de kilómetros mar adentro para la pesca del cangrejo y la gamba.
Ace se ajusta aún más el cinturón cuando el avión comienza su turbulento descenso. En algún lugar en la distancia está Hopedale.
* * *
Justo al norte de Labrador, en una de las bahías costeras más grandes que dan al mar Labrador, se fundó Hopedale, en el año 1782, como asentamiento Inuit. Originariamente, su nombre era Agvituk, un término Innu que significa «Lugar donde hay ballenas». Más tarde, el nombre cambió por el de Hopedale[39], bautizada así por los misioneros moldavos procedentes de Alemania. Hoy en día hay menos de 650 habitantes, el noventa por ciento de los cuales son Inuit, con el inglés como idioma predominante. Los Innu llamaban a su comunidad en Hopedale Natuashish, que significa «hermosa». Es una de las dos únicas comunidades organizadas de Inuit de Labrador, la otra es Sheshatshiu, sita tierra adentro, al sur de la Bahía Goose, hogar de la base de la fuerza aérea más grande de toda Norteamérica.
Ace agarra con más fuerza los brazos de su asiento al posarse y deslizarse las ruedas del avión sobre una autopista de gravilla de unos setecientos u ochocientos metros de longitud. Milagrosamente, el avión se detiene antes de llegar al mar. Instantes después, las puertas exteriores se abren y una bofetada de aire ártico que hace que el avión se balancee sobre su tren de aterrizaje invade la cabina.
Ace decide ponerse su chaqueta de cuero y baja la escalinata del avión. Una pequeña corriente de agua baja por la roca y el mar Labrador brilla bajo un cielo azul sin nubes.
El piloto saca toda la carga y el correo de la parte de atrás. Ace coge su bolsa de viaje, se la cuelga sobre el hombro y empieza a caminar hacia el camino principal, una polvorienta senda que rodea un campo constelado por piedras y que lleva a Hopedale, aproximadamente a medio kilómetro de distancia. No hay taxis, o coche alguno, tan sólo dos adolescentes en bicicleta. Se trata de dos muchachas Innuit de ojos típicamente esquimales y pelo negro, pómulos prominentes y cálidas sonrisas. Cada una de las bicicletas tiene acoplado un pequeño sidecar.
—¿Va a usted a Hopedale, señor? —le pregunta una de las dos jóvenes, aproximadamente de la edad de Leigh—. Mi hermana puede llevarle. Si lo hace, ¿le dará una buena propina?
Ace inspecciona el herrumbroso sidecar; no está muy seguro de su capacidad.
—¿Estás segura de que ahí podré ir?
—Por supuesto, señor. Es muy seguro.
Ace se introduce en su interior. El sidecar se resiente por su peso. La hermana mayor lucha por conseguir un punto de inercia, hasta que finalmente comienzan su travesía, deslizándose por una cuesta no demasiado pronunciada que lleva a Hopedale.
—Tal vez te pueda dar una propina aún más grande si me contestas a una pregunta. Estoy buscando a alguien. Su nombre es Casper.
La chica sigue pedaleando con una sonrisa en el rostro, pero sin decir nada.
—Es un nombre un poco raro, lo sé. ¿Lo has oído alguna vez?
Aunque insiste, no obtiene respuesta.
Finalmente, llegan a las afueras de una comunidad que parece haber sido sacada de un set de rodaje de un spaghetti western. Pasan junto a varias casas encaladas y una iglesia con una valla blanca de maderos puntiagudos. Junto a una enorme extensión de tierra empedrada hay un colegio modular, que más bien se asemeja a una agrupación de almacenes. Desde el sidecar, Ace oye a los niños que juegan fuera. Sus voces se extienden a través de toda la planicie.
Siguen pedaleando junto al mar y pasan una colonia de destartaladas cabañas de madera de una sola habitación erigidas sobre una serie de malecones de roca. Algunas están construidas tan cerca del agua que sus ocupantes bien podrían pescar desde su ventana abierta.
Hay Inuit por todos lados. Algunos hombres están cosiendo y reparando las redes; otros, descargando las capturas de la mañana de sus pequeños botes. Los niños juegan cerca de las cabañas mientras sus madres limpian pescado y pieles de foca. Algunos vecinos se quedan mirando a Ace, aunque sin interrumpir su labor.
Pero también hay otros nativoamericanos en Hopedale, y éstos no están tan ocupados con las tareas cotidianas. Algunos están tirados, bastante borrachos, mientras que otros se reúnen formando pequeños grupos, bebiendo y fumando. Algunos son adolescentes, otros son mujeres y hombres de mediana edad. Lo miran con ojos inertes, como si fueran almas perdidas.
La joven conductora de bicicleta frena justo delante de un enorme edificio de dos plantas con un cartel que lo identifica como el Hostal Amaguk.
—¿Aquí, vale? Diez dólares, por favor.
Ace sale del sidecar y deja su bolso de viaje en el polvoriento camino para sacar su billetera. Saca un billete de diez dólares, pero luego le enseña a la chica otro de veinte.
—Esto es para ti, si me dices dónde puedo encontrar a mi amigo Casper.
—Pregunta al Jefe. Él lo sabe todo.
Antes de terminar de hablar ya ha pillado el billete de veinte. Inmediatamente se pone a pedalear a toda velocidad, dejando una estela detrás.
—¡Qujannamiik!
—Sí, sí, un millón de gracias, sí… ¿Pero no me vas a dejar ni un recibo?
Ace coge su bolsa del suelo con una mano, sube los cuatro escalones de madera y cruza el porche de la entrada del hostal.
Más que un hostal o un sitio de hospedaje es una cabaña de cazadores, con muros revestidos de madera y cubiertos de fotos en blanco y negro enmarcadas que muestran partidas de caza, manadas de perros y piezas de pesca. El hostalero, medio innu medio canadiense, está sentando tras una mesa de despacho, arreglando una estufa portátil. Mientras Ace se aproxima, el hombre ni se molesta en levantar la cabeza.
—Supongo que usted será nuestro invitado australiano. Yo soy Frank Nasuti, el propietario.
—Murphy. Stephen Murphy. Soy originario de Canadá.
—¿De verdad? ¿Y qué es lo que le trae de vuelta al hogar?
—En realidad mi ciudad natal es Quebec, pero un amigo cercano pasó algún tiempo por estos lares. Me aseguró que éste era el mejor lugar para pescar salmón en el que había estado en su vida. Me encontraba en St. John, en viaje de negocios, y se me ocurrió volar hasta aquí y contratar un guía que me recomendó. Su nombre es Casper.
—No recuerdo ningún Casper, pero puedo buscarle uno sin problemas. ¿Durante cuánto tiempo se va a quedar usted aquí?
—No estoy seguro. Puede que un par de días.
—¿Necesita alojamiento?
—Hombre, estaría bien.
—Pues está de mala suerte. Sólo tengo doce habitaciones, y están todas ocupadas. La próxima vez llame con antelación. ¿Y comida? ¿Ha almorzado usted ya?
—Pues no, y estoy hambriento.
—El comedor está abierto, pero sólo es para los huéspedes. Pruebe en Sylvia, el puesto de comida para llevar. Está camino abajo, a la izquierda. También por ahí está la tienda de ultramarinos Big Land.
—¿Hay algún hotel en la ciudad?
—No, pero tengo un amigo cuya mujer murió el invierno pasado y al que no le importaría cederle una de las camas de su casa a usted…
—Es una oferta muy tentadora, pero…
—Piense en ello mientras come. Puede dejar su bolso en el salón.
Ace echa un vistazo al interior del salón, donde ve a un montón de viejos sentados alrededor de una televisión en color.
—Gracias, pero no. Sin embargo, creo que me tomaré un sándwich. Me ha dicho camino abajo, ¿no?
—A la izquierda.
Ace abre la puerta para salir de nuevo. Fuera se encuentra casi en un mar de niños, unos catorce en total, con edades que oscilan entre los tres y los ochos años. Dos mujeres los apartan, sonriendo y disculpándose, pero sus palabras quedan ahogadas por la rotura de la barrera sónica que realiza un escuadrón de cazas que pasan por encima de sus cabezas en su camino de vuelta a la base de la OTAN situada en Bahía Goose.
El contraste entre culturas no pasa desapercibido para Ace. La nueva era está solapando a la antigua, ya que su influencia, gradualmente, ha ido evaporando miles de años de tradición. Pronto, se imagina, un péndulo oscilará hacia el otro lado, y puede que sean los signos de que la cultura tradicional sobrevive al fin y al cabo.
El puesto de comida para llevar de Sylvia es una pequeña fonda con unas pocas mesas dispuestas en el interior. Ace pide un plato de pollo frito a la chica que está tras el mostrador y luego se sienta en la mesa que está en la esquina, fingiendo cierto interés por unos folletos que están clavados en un panel de anuncios.
El hombre que entra a continuación en el comercio ronda los cincuenta. Es alto, delgado y caucásico. Su cabellera gris está peinada hacia atrás y recogida en una coleta, y su barba y su mostacho crecen poblados sobre una complexión bronceada. La sudadera de tonalidades marrones está tan sucia de grasa que la insignia de la universidad a la que pertenece ha quedado ilegible. Más que entrar en el lugar, lo invade, haciendo que el polvo que cubre sus botas del ejército forme una nube a cada paso que da sobre los tablones. Cada una de las sílabas que suelta corta el aire.
—¡Duque, lo de siempre! ¡Y rapidito, hijo, que tengo prisa! Asegúrate esta vez de que todo sea fresco, sabes que puedo detectar la diferencia con facilidad. Saca esa bazofia que tienes congelada para los takungartut.
Su mirada se centra durante unos instantes en Ace. Estrecha los ojos mientras lo inspecciona.
—Vaya, vaya, vaya, mira lo que ha traído el gato. Carne fresca.
Deambula por un momento. Luego da una patada a la silla para sacarla de debajo de la mesa y se sienta en ella con el respaldo por delante.
—Mi nombre es Richard Lawrence, aunque los amigos me llaman Dick. Soy mecánico por vocación, y solitario por elección. ¿Tu quién eres, gringo?
—Stephen Murphy. Trabajo en una petrolera y he venido a pasar unos días por aquí a ver si la pesca es tan buena como me han dicho.
—Es aún mejor. Tengo una lancha costera de doce metros de eslora y doscientos caballos de potencia. En cuanto termine mi trago la voy a sacar a dar una vuelta. Es usted bienvenido si desea acompañarme. Por aquí últimamente no hay muchas oportunidades de hablar con el hombre blanco.
—Me encantaría acompañarle, pero le he prometido a un amigo que sería mi guía personal. Tal vez usted lo conozca. Su nombre es Casper.
—¿Casper? ¿El fantasma? Claro que le conozco, pero sólo los americanos le llaman Casper. Es un medio Inuit, parte aborigen, parte europeo. Se pasa la mayor parte del tiempo cerca de Nain, la siguiente comunidad que hay más al norte. El tipo caza ballenas y focas durante todo el verano, y luego, cuando empieza el frío, se va al interior. El muy loco vive en un iglú la mitad del año. No estoy muy seguro de que vaya a tener tiempo para llevarle de pesca, a menos que quiera cazar mamíferos.
—No, pero da igual, me encantaría conocerlo.
—Considérelo hecho. Oye, Duque, envuelve lo que le estés preparando a mi amigo para llevar, se viene conmigo.
—Gracias. ¿Qué era eso a lo que se ha referido…?
—Takungartut. Significa extraño. No se preocupe, esta gente trata a todo el mundo como si fuera un amigo personal. Somos nosotros los que les estamos jodiendo, obligándoles a meterse de cabeza en el siglo XXI. El gobierno provincial de Canadá los dejó políticamente huérfanos cuando empezaron a regularlos y a restringir su cultura. Demonios, esta gente estaba aquí mucho antes de que nuestros ancestros construyeran su primera embarcación. Nos ha llevado un poco de tiempo, pero al final hemos conseguido llevarlos a la ruina. Si a un pueblo le robas su cultura, le estás robando el alma. Dales nuevos instrumentos, nuevos cachivaches, y les estarás dando la soga con la que se ahorcarán ellos mismos. Literalmente. Natuashish no está tan mal. La verdad es que es una comunidad bastante amable y sencilla, pero en Sheshatshiu, que está pasando la base de la fuerza aérea, están teniendo verdaderos problemas de desempleo que los están llevando a tener la sensación de sentirse impotentes. Los Innu no están acostumbrados a sentirse inútiles, y no hay nada que pueda reanimar un alma decaída cuando ha tocado fondo. Estamos sufriendo el azote del alcoholismo. Los chicos ven que sus padres pierden el control, se deprimen y empiezan a esnifar gasolina. Un hábito letal. Los índices de suicidio entre los Innu están entre los más altos del mundo. Las cosas, de todas formas, están empezando a mejorar, pero se toman su tiempo. Todo se toma su tiempo… ¡Como nuestra puñetera comida! ¡Oye Duque! ¿Cómo va eso? ¿Crees que lo tendrás listo antes de que anochezca?
* * *
La lancha costera Wellcraft 360 tiene tres asientos, más el del timonel, en la cabina abierta, y otros seis en el marco fijo[40]. Bajo la cubierta hay una galerada plenamente funcional, una suite principal, un entrepiso y la sala de máquinas, la cual alberga el motor doble Cummins Tw, de 600 caballos de potencia.
Tras desamarrar la proa y la popa, Ace sube a bordo con Dick Lawrence. La embarcación se aleja del muelle para dirigirse hacia el norte, siguiendo la costa del Labrador. La proa avanza saltando las olas mientras la helada espuma del mar moja a Ace, que toma asiento en una butaca acolchada junto a la de su anfitrión.
—Entonces —dice Lawrence a gritos—. ¿A qué parte de Canadá quiere usted ir?
—A Québec, en la parte sur de Montréal.
—Lo conozco bien. ¿Ha pasado alguna vez por pequeña Italia?
Las pulsaciones de Ace suben sin previo aviso.
—No mucho en los últimos nueve años.
—¿Cómo la llaman ahora los franceses?
—No sabría decirle. Mi familia es inglesa, nunca parle-vous demasiado, no sé si me entiende.
—Lo hago.
Ace observa la orilla de la playa, que desaparece rápidamente por popa.
—Creía que íbamos a seguir la costa hasta Nain.
—Casper nunca vuelve a casa hasta entrada la noche, pero, mientras, podríamos pescar un poco. He oído que hay un banco enorme no muy lejos de aquí. Sabe, si seguimos este rumbo, en pocas horas habremos llegado a Groenlandia.
Ace le responde con una sonrisa y asiente con la cabeza. De repente, una alarma empieza a sonar sobre su cabeza. Su acompañante se aferra con más fuerza al timón cuando el mar se embravece, haciendo que el buque salte tres cuartos por encima del mar.
—Si cree que este oleaje es duro, debería estar aquí en invierno. Olas enormes, icebergs y, sobre todo… frío. El frío es increíble. He servido en multitud de cargueros. El hielo se condensa en el exterior del navío. Me refiero a que se crean placas de hielo. Esas placas hacen que el navío alcance un peso muy peligroso, que no es para nada recomendable cuando la mar está muy gruesa. La primera vez que salí, el capitán nos dio a cada uno una de esas mazas tan pesadas de madera que ve ahí y nos ordenó que rompiéramos todas las placas de hielo. Imagine lo que es estar fuera, en cubierta, en condiciones bajo cero, con el viento aullando, con olas de siete metros, y tener que destrozar las toneladas de hielo que cubren los mamparos del barco mientras intentas no resbalar por toda la cubierta.
—¿Alguna vez vio caer a alguien al agua?
—De vez en cuando. El agua está tan fría que empieza a desconectar todos los órganos internos de tu cuerpo en menos de dos minutos. Una vez un tipo cayó por la borda y, aunque nos llevó pocos minutos encontrar dónde estaba, para cuando lo pescamos, ya se había ido.
—¿Y en verano? ¿Qué temperatura alcanza el agua?
—Buena pregunta —dice Lawrence mientras aminora la velocidad del bote hasta apagar momentáneamente los motores, dejando al barco encarado hacia las olas.
—¿Este es el punto?
—Éste es. Espere aquí, que voy a coger el equipo —dice Lawrence mientras se dirige a la parte baja del barco.
Debido al continuo oleaje que golpea el barco, Ace debe agarrarse de nuevo a los brazos del asiento.
«Kelli, ¿en que me has metido esta vez?».
Dick Lawrence vuelve, y lleva una escopeta y una cuerda.
—¿Qué demonios pretende?
—Miente muy mal, señor. Mire, tengo unas cuantas preguntas, pero no todo el tiempo del mundo, así que lo vamos a hacer de esta manera. Se va a desnudar, le voy a atar con esta cuerda y se va a dar un chapuzón mientras le hago unas cuantas preguntas. Una vez me diga lo que quiero saber, podrá salir. Tendrá aproximadamente entre tres y cinco minutos antes de que se convierta en cebo para pescado.
—Está usted loco.
El disparo de escopeta retumba por todo el océano, y la carga que acaba de escupir hace saltar el agua.
—El chapuzón se lo puede dar con un agujero de más o no, usted elige.
Ace mira el cañón humeante de la escopeta antes de empezar a quitarse la chaqueta. Luego se quita los zapatos lentamente. Sus músculos tiemblan a causa de la adrenalina y el frío. El viento ártico lo muerde sobre la carne expuesta cuando se quita los calcetines y los pantalones, para luego deshacerse de su camiseta y la ropa interior.
Lawrence le lanza uno de los cabos de la cuerda.
—Asegúresela alrededor de la cintura. No me gustaría perderle en las fauces de alguna ballena asesina.
Ace se pasa la cuerda alrededor de la cintura y por debajo de las axilas. Cuando empieza a hacer los nudos, está hiperventilando. Su mente funciona a toda velocidad, intentando prepararse para el súbito shock que va a sufrir en pocos minutos.
—Bueno, y ahora ¡al agua!
Ace se posiciona en la barandilla. Pasa una pierna por encima, y luego, la otra. Por un larguísimo segundo, duda, pero luego, como la escopeta aún le está apuntando a la cabeza, finalmente, salta.
El gélido mar hace que su cuerpo se retuerza en espasmos, pidiendo a gritos que el aire llene sus pulmones. Intenta mantenerse a flote en unas aguas que apenas están a diez grados centígrados. Siente como si su sangre se estuviera coagulando y convirtiéndose en plomo. La agonía que producen mil agujas clavándose recorre toda su piel.
—Primera pregunta: ¿Cuál es su nombre real?
—Accceee Fuuutrellll.
Un dolor indescriptiblemente agudo atraviesa los dedos de sus manos y sus pies, como si Neptuno se los estuviera soldando con un soplete.
—¿Quién le ha mandado a buscar a Casper?
—Mmmiii muuuuujer… Kelli Doyle.
—¿Y dónde está ahora su mujer, señor Futrell?
—Muerta. As… asss… assesinada.
Ahora su sangre fluye a sus extremidades inferiores y sus brazos se mueven a cámara lenta, al mismo tiempo que su cuerpo empieza a hundirse.
Lawrence tensa en respuesta la cuerda.
—Han pasado dos minutos. Será mucho más fácil a medida que se le vaya entumeciendo el cuerpo.
Tras decir esto, el hombre alza su vista hacia el horizonte, casi con aburrimiento.
Los ojos de Ace se abren y sus dientes castañean sin control.
—¿Esssso es tooooodo?
—¿Quién ha matado a su esposa? ¿De quién sospecha?
—Un agente.
En ese punto, Ace no está seguro de que su cuerpo se siga moviendo.
—¿Quiere decir un agente federal? ¿De su país o del extranjero?
—Extranjero.
Sus pulmones apenas le proporcionan el aire suficiente para que su voz resuene.
—¿Cómo lo sabe?
—Historia… muy larga.
—Sí, estoy seguro de que lo es.
Ahora el hombre mira su reloj.
—Seis minutos, es usted un hombre fuerte, señor Futrell. La mayoría de la gente no hubiera pasado de los tres minutos. Treinta segundos.
«¿Treinta segundos? —la voz de Lawrence resonaba en el interior de su cabeza—. Treinta segundos. Treinta segundos. De acuerdo, muchachos, tenemos el tiempo suficiente para hacer dos jugadas. Tres con un poco de suerte. ¡Vamos, Dawgs, vamos! Que Ace rompa su defensa y se mantenga en el centro. ¿Y la jugada? ¡Joder, te has olvidado de la jugada! Que le den, simplemente, detén a su quaterback. No puedo pensar… no puedo… ¡Hut! Hut! Hut!».
Dick Lawrence empieza a tirar de la cuerda para sacar a Ace del mar. Su piel está moteada y de color macilento. Dick se lo carga al hombro para llevarlo abajo, donde una nube de vapor caliente está saliendo del cuarto de baño. Con mucho cuidado, deposita a Ace, desnudo, en el suelo de la ducha para que el agua caliente, lentamente, lo reviva.
«Durante la segunda mitad de este siglo, será esencial para la especie humana tener una serie de iniciativas flexibles, equitativas e internacionalmente coordinadas que vayan encaminadas a reducir la población mundial al menos en un ochenta por ciento».
J. Kenneth Smail. Profesor de Antropología.
Enfrentándonos a la Crisis Oculta del Siglo XXI:
Reducir la Población Mundial en un ochenta por ciento.
Mayo 1995.
«Las naciones del mundo deben desarrollar un plan para reducir su población de seis billones a dos billones de individuos».
David y Marcia Pimental. Profesores de Ecología y
Ciencia de la Agricultura.
Comida, Energía y Sociedad, 2000.