CAPÍTULO 26

LAGO GEORGE, NUEVA YORK

6 de agosto de 2012

11:51 P.M. EST

El lago George, una vía fluvial de unos cincuenta kilómetros de largo sita en la parte nororiental del estado de Nueva York, se creó al final de la última era glacial, cuando los depósitos de hielo condenaron dos ríos que fluían de norte a sur desde el Valle Adirondack.

Diez mil años después, este Rey de los Lagos Americanos serviría de punto estratégico en las batallas entre los algonquin y los iroquois, los franceses y los indios, y los ingleses y los colonialistas durante la revolución americana. Allí donde se vertió sangre una vez, ahora familias al completo disfrutan de las sendas de excursionismo, los museos, las playas, los parques acuáticos y el alquiler de embarcaciones.

Ace y Kelli habían estado llevando a sus hijos al lago George desde que Leigh era una niña. La visita del último verano se había visto interrumpida por el tratamiento de radioterapia de Kelli. Ahora, tras la marcha de su esposa, Ace había dudado sobre si debían volver al lago, preocupado por si Leigh y Sam sobrellevarían bien las primeras vacaciones familiares sin su madre. Al final optó por ir, pero decidió alquilar una cabaña en la orilla, en lugar de la que solían alquilar en una de las doscientas cuarenta y cinco islas que plagaban el lago. Leigh le había pedido a su padre permiso para llevar a una amiga, pero Ace no se lo dio, y en lugar de eso optó por invitar a sus suegros.

Por supuesto, Ace ya había sopesado la posibilidad de incluirlos en sus planes semanas antes. Convencidos de que Ace había perdido sus facultades tras el asesinato de su hija, era todo lo que podían hacer para intentar arreglar la situación, en lugar de contratar a un abogado con el fin de reclamar la custodia de sus nietos. Jennifer había presionado para convencerlos de que lo mejor era que todos se llevaran bien, y al final accedieron, pero tan sólo por los niños, y por la posibilidad de que realmente su yerno hubiera perdido la cabeza.

En cuanto a Jennifer, de repente cambió su parecer respecto a las teorías conspirativas de Ace. Llegó a la conclusión de que tenían bastante que ver con las insinuaciones que había sobre los recientes problemas de salud de Barack Obama, los cuales habían dejado al presidente en una condición anímica estable, pero grave. Fuentes confidenciales habían revelado que, discretamente, se habían realizado varios cambios muy sutiles en la seguridad de la zona residencial de la Casa Blanca. Cambios entre los que se incluía la contratación de personal farmacéutico para supervisar la medicación que tomaba el presidente para su tensión sanguínea.

Con un largo periodo de recuperación por delante, la primera dama decidió que su marido no podía afrontar un segundo mandato. Así, el vicepresidente Biden dirigía ahora la nación. Después de una semana de deliberaciones, la secretaria de estado, Hillary Clinton, rechazó la oferta de ocupar la vicepresidencia del partido. Competiría con Biden durante la Convención Democrática Nacional.

En el bando republicano, Ellis Prescott, ex-gobernador de Florida, se había asegurado la candidatura con sus promesas de reducir el déficit y recortar los gastos del gobierno a la mitad mientras se restauraba la seguridad nacional. También tenía planeado dejar los santuarios naturales en manos de las compañías petroleras.

Mientras tanto, el senador Edward Mulligan, del estado de Pensilvania, había aceptado la candidatura por el Partido Verde. Con el presidente Obama obligado a abandonar la carrera, se realizó un esfuerzo de base con el objetivo de conseguir ser el tercer partido candidato en las elecciones de los cincuenta estados. Sin embargo, carecía de los medios financieros necesarios para ser un desafío serio, pocos expertos creyeron en la posibilidad de que igualara el récord de votos de Ross Perot en el 92.

* * *

Éste era el final de otro ajetreado día en el lago George, el noveno que llevaban en la cabaña, y la molestia que Ace Futrell había estado sintiendo en su garganta durante la última semana estaba empeorando. Ya fuera durante los ratos de pesca en el bote o durante el viaje en globo de tres horas que había hecho esa tarde, le estaba costando verdaderos esfuerzos contener sus emociones en presencia de sus hijos. Incluso hubo un momento en el que Leigh se dio cuenta de que su padre se estaba desmoronando, pero él supo disimularlo contando una anécdota sobre la primera visita de la familia al lago.

Aquella noche habían cocinado las capturas del día: truchas frescas, seguidas por unas cuantas moras tostadas al fuego de la hoguera. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ace cuando abrazó a sus hijos y les deseó buenas noches. Luego se retiró a leer mientras ellos se dormían en el interior de la cabaña.

Ahora, justo cuando dan las once de la noche, el lugar está tranquilo y en silencio. Pero Ace se siente al borde de un precipicio mental. Las circunstancias, más allá de su control, parecen obligarle a tomar una decisión que posiblemente le impedirá ver a sus hijos de nuevo.

A pesar de que el tic-tac del reloj de pared parece estar exigiéndole esa decisión final, él continúa debatiendo el tema internamente, incluso cuando saca sus zapatillas deportivas al porche, donde Bruce y Sharon están esperándole. Su suegra le da un frío abrazo antes de volver dentro.

Bruce espera en las escaleras del porche mientras Ace se pone las zapatillas.

—He aparcado la furgoneta que he alquilado a un lado del camino, como me pediste. Tu equipaje está en la parte de atrás.

—Gracias. Dejad que los niños duerman un par de horas antes de despertarlos. Aseguraos de que lean la carta, y lo del dinero. Tal y como acordamos, Jen os contará el resto cuando las cosas estén más seguras. Y en lo que respecta a mi amigo, simplemente decidles que es un primo segundo mío. Dadle tres horas, y después tú y Sharon desapareced, y con eso quiero decir que desaparezcáis de verdad. Id a algún lugar en el que nunca hayáis estado, ni mencionado. Mandaos las tarjetas de crédito y los permisos de conducir a la consigna postal que os dije. Una vez salgáis a la carretera, usad tan sólo los nuevos carnés de identidad que os he dado, y…

—… y nada de correos electrónicos o llamadas, ya lo sabemos. ¿Puedes al menos darnos una pista de a dónde vas?

—No. Si todo sale bien, estaré de vuelta en diez días, pero si algo sale mal…

—¿Qué es lo que puede salir mal? —dice Leigh, que aparece envuelta en un albornoz, justo detrás de la puerta de celosía del porche.

La abre, haciendo rechinar las bisagras, y sale fuera.

—Papá, ¿vas a algún lado?

Ace siente que un sudor frío empapa todo su cuerpo.

—Cariño, tan sólo es un viaje de negocios.

—¿Te vas ahora, de repente, en mitad de la noche, sin despedirte? ¿A dónde vas?

—Shhh, vas a despertar a tu hermano. Ahora no puedo explicártelo, pero…

—Dijiste que las cosas podían salir mal. ¿Qué es lo que puede salir mal? ¿Por eso has estado tan raro estos días?

Bruce le pasa un brazo por encima y le dice:

—La abuela y yo os lo explicaremos todo, vuelve dentro y…

—¡No! —contesta ella, apartándose de un empujón—. Papá, me estás asustando. ¿Dónde vas? Y no me mientas. ¿Tiene todo esto algo que ver con lo que le pasó a mamá?

—Ven aquí —le dice él a su hija mientras la abraza. Las palabras le queman la garganta—. Tienes que confiar en mí, ¿de acuerdo? Hay cosas que es mejor que no sepas. El abuelo te contará lo que pueda. Quiero que escuches atentamente lo que te tiene que decir.

La chica ha empezado a llorar; teme no volver a ver a su padre de nuevo.

—Vas a volver, ¿no? No nos irás a dejar, ¿verdad?

—Volveré, Leigh, te lo prometo —le contesta él, abrazándola y besándola en la mejilla—. Cuida de Sammy, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dice ella, abrazándole de nuevo, para luego irse a toda velocidad dentro de la cabaña.

Bruce aprieta el hombro de Ace.

—Estarán bien. Tú haz lo que debas hacer.

Los dos hombres se terminan abrazando. Después Ace sale del porche para desaparecer en el bosque, cubierto por la oscuridad de la noche.

ELSMERE, DELAWARE

7 de agosto de 2012

9:08 A.M.

Jennifer conduce un coche que acaba de alquilar en el aeropuerto de Filadelfia. Sigue las señales que le conducen rumbo sur hacia la interestatal 95.

Por petición propia, la entrevista ha sido acordada en un lugar apartado, lejos de los encuestadores, voluntarios y, sobre todo, de los siempre vigilantes ojos de la prensa. Después de un viaje de cuarenta minutos hacia Delaware, sale por la carretera 141 en Elsmere. A continuación se dirige hacia el norte a través de Kirkwood mientras busca un edificio con toldos azules. Cinco minutos después ha llegado. Aparca en un parking privado perteneciente a los bufetes de Doroshow, Pasquale, Krawitz y Bhaya.

El edificio tiene al menos medio siglo de antigüedad. Está reformado como edificio de oficinas. Jennifer entra, da su nombre en recepción y se sienta en la sala de espera, junto a una vieja chimenea.

—¿Señora Wienner? —le dice un gentil caballero de acento italiano, con la más cálida de sus sonrisas—. Soy Bob Pasquale. ¿Ha tenido muchos problemas para dar con el sitio?

—No —le contesta ella, estrechándole la mano.

—Elsmere es un pueblo muy pequeño. Nuestros clientes prefieren ir a nuestras oficinas del centro de Wilmington. Si me sigue, nos encontraremos con los demás subiendo estas escaleras.

El socio fundador de la firma de abogados la conduce hasta la segunda planta, donde se encuentran con dos agentes de los servicios secretos vestidos de negro. Uno registra sus pertenencias mientras el otro la inspecciona con un sofisticado detector de metales. Cuando están satisfechos, le permiten entrar en las oficinas privadas de Robert Pasquale.

El senador Edward R. Mulligan, candidato por el Partido Verde a la presidencia de los Estados Unidos, está sentado en el sofá de cuero, con la corbata desanudada y las mangas de la camisa recogidas hasta el codo. Está escuchando a un hombre bastante alto, con la cabeza afeitada, perilla y un acento de Georgia que casi le aseguraba el voto de los baptistas del sur. A su lado, dos trajeados más y una mujer, la única mujer, que finge interés mientras termina los restos del desayuno.

Esta mujer, Suzie Perlman, esboza una enorme sonrisa cuando ve entrar a Jennifer en la oficina.

—¡Aleluya! ¡Ha llegado la caballería! Senador Mulligan, ésta es Jennifer Wienner, aunque nosotros siempre la hemos llamado Sundance.

El senador se levanta para estrecharle la mano.

—Gracias por volar hasta aquí. Éste es nuestro jefe de campaña, Silas T. Whitener —dice, presentándole al hombre calvo. Éste estrecha su mano, tal vez con demasiada fuerza—. César Díaz, nuestro director regional.

—Sí, nos conocimos en la convención del 2008.

—Mi jefe de personal, Aaron Coombs —dice, presentándole a otro hombre corpulento, mucho más amable a la hora de dar la mano—. A nuestra chica, Suzie, ya la conoce, ¿no?

—El hecho de que nos llamara nos sorprendió un poco, si hemos de serle sinceros —dice Whitener al mismo tiempo que le ofrece una silla vacía—. No estoy seguro de en qué puede ayudarnos, pero estaremos más que felices de escucharla.

El senador Mulligan reprende ese comentario con una mirada.

—Lo que Silas quiere decir es que nos sentimos bastante optimistas después de las últimas encuestas. Por primera vez, las grandes cadenas han aceptado retransmitir nuestra convención.

—Las últimas encuestas les dan un veintidós por ciento.

—Lo cual no está nada mal —contesta como un resorte Whitener—. Una buena actuación en la convención haría…

—Haría que siguieran siendo los terceros. Prescott y Clinton tienen un arsenal diez veces más grande que el suyo. Afróntenlo, su campaña va a trompicones. A menos que tengan algún as en la manga al que acudir en los próximos meses, su carrera habrá terminado antes de noviembre.

Whitener intenta replicar, pero Mulligan lo acalla con un gesto.

—Veamos las cosas con perspectiva, señora Weinner. Estamos haciendo esta carrera como grupo independiente.

—Entonces será mejor que se pongan mejores metas, porque yo, si juego, es para ganar. Estoy aquí porque van a empezar a introducirse en unas aguas geopolíticas muy tumultuosas, y los Neocons[36] prefieren la fuerza donde lo que se necesita es tacto. América necesita dirigir al mundo occidental hacia un nuevo rumbo. La pregunta es si ustedes van a tener las agallas de sostener el timón.

—La escucho.

—La razón por la que tienen pocas posibilidades más que una bola de nieve en el infierno es porque hacer una coalición con los demócratas es una idea peor que la de intentar adiestrar a una mofeta. América eligió a Barack Obama porque vieron que era un hombre con visión. Desafortunadamente, cuando se precisaron cambios radicales, tuvimos que acudir a los republicanos moderados. Para que pueda ganar, tiene que llevar un nuevo mensaje de esperanza al pueblo americano, y ese mensaje no es conseguir más pozos petrolíferos. Cuando le pregunten por Irak, usted les dirá que fuimos allí a por petróleo, pero que, puesto que no necesitamos más petróleo, nuestro chicos y chicas podrán volver a casa, y que cualquiera que se niegue a la idea de que nuestros hijos vuelvan a casa, no es ni patriota ni padre. Cada vez que las Ratas le atosiguen con preguntas sobre Dios, gays o lanzagranadas, repetirá esta frase exactamente: «Estas elecciones son demasiado importantes para el futuro de nuestra nación como para quedarnos atascados en esa montaña de mierda de caballo republicana».

El senador Mulligan mira a su alrededor en busca de opiniones.

—¿Mierda? ¿De verdad quiere que use esa palabra?

—Sí, exactamente.

Cesar Díaz sacude su cabeza negativamente.

—Perderá el apoyo cristiano.

—Nunca han tenido el apoyo cristiano. Deje que el público americano le vea como el tío sensato que es usted, no el pusilánime que estos quiero-y-no-puedo han hecho de usted. Abra su mente, pero mantenga el mensaje. Cuando le pregunten sobre Kyoto, les dirá que firmaremos, incluso si China no lo hace. Así dejaremos a China aislada. Tragarán, se lo aseguro. En sus grandes ciudades apenas se puede respirar. Cuando los periodistas le arrinconen con el tema del aborto, mírelos fijamente a los ojos y dígales: «Estoy a favor de despenalizar el aborto, pero sólo si empezamos también a trabajar para que nuestros adolescentes reciban una mejor educación sexual, advirtiéndoles de los peligros del sexo sin protección». Cuando le pregunten sobre la guerra contra el terror, vuelva al mensaje energético, hable de cómo América es una adicta a los combustibles fósiles, una adicción alimentada por los arribistas del petróleo, gente como Ellis Prescott y su compañero de tropelías, los cuales han ayudado a que nuestra política exterior quede totalmente encadenada. El mensaje que debe enviar es sencillo: Hay que acabar con la adicción. Crearemos un programa de doce pasos para desintoxicarnos. Al decimotercer paso llevaremos a nuestro país de vuelta a donde estaba antes de la aparición de los arribistas y los políticos autocomplacientes. Repetirá eso cada día en cada entrevista, en cada debate, y así, y sólo así, llegará a la Casa Blanca.

Suzie Perlman aplaude las palabras de Jennifer con fuerza.

Sin embargo, César Díaz no parece tan entusiasmado.

—¿Y el dinero?

—Llegará.

—¿Cómo?

—Conozco a un montón de bobos ricachones que están temerosos de ver a Dick Cheney rondando de nuevo el Ala Oeste[37]. Lo cual nos lleva al último punto, que supone una ruptura grave del trato. Vamos a tener que deshacernos de los Neocons. Cada vez que Prescott saque el tema de la seguridad nacional, usted debe atacar, preguntándole a su vez por qué la parte radical parece querer otro 11-S. De hecho, debe hacer preguntas también sobre el informe oficial del 11-S, y antes de que tengan tiempo de responderle, diga que, como presidente, lo primero que hará será formar una nueva comisión de investigación.

Jennifer echa un vistazo a su alrededor. Los hombres parecen totalmente perdidos, pero Suzie está sonriendo entre dientes.

—Bobos ricachones, ¿eh?

—Con unas carteras muy grandes, y un montón de amigos.

El senador Mulligan sonríe.

—¿Cuándo puede ponerse manos a la obra?

«Aquellos que esperen cosechar la bendición de la libertad deben, como hombres, padecer la fatiga de soportarla».

Thomas Paine.

«Se encontraron las cajas negras de los aviones en la Zona Cero, de acuerdo con las declaraciones de los dos primeros entrevistados y la de un oficial del JNST (Junta Nacional de Seguridad de Transporte), pero éstas "desaparecieron" mágicamente, y su existencia fue negada por el Informe de la Comisión de Investigación del 11-S. Los oficiales de los Estados Unidos destruían u omitían evidencias (como esas cintas grabadas por los controladores de tráfico aéreo que controlaban los vuelos de Nueva York).

Los informantes (como Colleen Rowley, Sibel Edmonds y el teniente coronel Anthony Shaffer) fueron silenciados, intimidados, amenazados o sancionados, mandando así una clara señal a otros que pudieran estar decidiendo si dar a conocer lo que sabían o no. Los oficiales que "olvidaron" fueron ascendidos (como Myers y Eberhard, así como Frasca, Maltbie y Bowman, en el FBI). Las familias del 11-S que aceptaran la compensación a las víctimas no podían iniciar ningún tipo de litigio con la intención de hacer nuevos descubrimientos. Aquellos que no aceptaron la ayuda y quisieron llegar a la verdad a través de vías judiciales vieron que sus casos quedaban consolidados bajo un mismo juez (el Juez Hallerstein) para ser sobreseídos».

911truth.org