Prólogo

Desde lo alto del cabo azotado por las tempestades, donde las púas de acero del viento oceánico peinaban la hierba alta, la niña contempló su nuevo hogar y suspiró.

Toscas piedras grises brotaban de las laderas verdes de Tintagel, donde el saliente de tierra en forma de punta de lanza penetraba en el mar de Hibernia y las olas embravecidas se deshacían en espuma al batir contra los erosionados acantilados por debajo de la muralla de Gorlois. La niña se estremeció ante la tristeza de las cabañas, pequeñas y cónicas, pegadas a los acantilados por debajo de la fortaleza, conectadas por senderos abruptos y serpenteantes que las unían con los patios enlosados de arriba. Treinta metros por debajo de los estrechos escalones, el mar, que reducía los batientes a guijarros, había roído la península hasta formar una ensenada larga y estrecha.

La niña dio una vuelta completa en círculo, poco a poco, apartándose de los ojos la melena, larga hasta la cintura, cuyos exuberantes rizos de color rojizo hacía ondear al viento. No crecían árboles en Tintagel, ni en los terrenos que rodeaban la fortaleza, de modo que la hierba alta era el único escondite para las presas pequeñas. Aunque las gaviotas que volaban en círculos se alimentaban de los pececillos y los moluscos de la costa, en las alturas esperaban otros depredadores, alas que cabalgaban las corrientes invisibles del aire y ojos hambrientos pendientes del más mínimo movimiento en la larga maraña de hierba verde de abajo.

La niña se mordisqueó el labio cuando un esmerejón descendió en picado del cielo como una piedra, con las alas plegadas y las garras por delante. Su chillido triunfal ahogó el gritito de un gazapo que se descubrió apresado entre las crueles garras de la rapaz. Los ojos claros de la niña se llenaron de lágrimas mientras seguían el vuelo del ave de presa.

—Mi señora. —Una voz grave y potente interrumpió los taciturnos pensamientos de la niña, que se dio media vuelta demasiado deprisa y, por un momento, vio girar el cielo a su alrededor en una vertiginosa parábola. Cuando alzó la mirada sobresaltada para encontrarse con unos cálidos iris negros en una cara ancha y morena, sintió un repentino escalofrío premonitorio que le paralizó la lengua—. ¿Te encuentras bien, pequeña? A lo mejor has estado demasiado rato al sol.

La visión de la niña se estrechó hasta que lo único que vio fue la cara muy ampliada del guerrero plantado ante ella. Un rugido sordo le llenó los oídos mientras observaba la boca sonriente, muy cerca de la suya, que se abría poco a poco para mostrar un flujo viscoso de sangre oscura. El sol la había deslumbrado y tenía miedo, pero estaba segura de que se trataba de una espantosa herida abierta que rajaba el cuello fuerte y grueso del guerrero.

—No os encontráis bien, Ygerne. Por favor, dejad que os lleve con vuestra sirvienta.

Le cedieron las piernas y, mientras se desplomaba inconsciente, Gorlois alzó el frágil cuerpo de su prometida, a la que su padre había acompañado hacía tan poco a Tintagel. Preocupado, el rey tribal examinó las sombras violetas que tenía bajo los ojos y la forma infantil de sus largas pestañas, que reposaban sobre unas pálidas mejillas.

—Qué pequeña es, y qué joven —susurró para sí mientras levantaba en brazos su cuerpo menudo, con cuidado de no soltar las riendas del caballo al hacerlo.

«Espero que no sea enfermiza», pensó con remordimientos, y ordenó a sus criados que se adelantaran al galope y le preparasen una bebida caliente y endulzada. Ya se le había muerto de parto una esposa joven y, aunque no había entregado su corazón a la delicada princesita que había llevado en el vientre a su hijo mortinato, aún se ponía enfermo al recordar la desesperación de sus gritos estridentes al dar a luz. Sin embargo, su posición exigía una esposa y, con mayor urgencia todavía, un heredero, de modo que ansiaba una mujer capaz de sobrevivir en sus dominios, inclementes y salvajemente bellos.

—¡Solo tiene diez años, insensato! —exclamó Gorlois al viento mientras montaba de nuevo en su caballo, con la insignificante figura de su prometida aún sujeta contra su ancho pecho—. Está asustada, perdida y lejos de casa.

Seguía examinándole la cara con una expresión de bondadosa preocupación cuando ella abrió los ojos con un parpadeo.

—Aquí estáis, mi señora. Pronto os dejaré en una habitación acogedora con una manta gruesa para cubriros las rodillas. Os sentiréis mejor con una taza de leche caliente de mis cocinas. Tintagel es un sitio salvaje y muy aislado, pero poseo casas más hermosas en Isca Dumnoniorum que encontraréis cómodas y bellas. Allí los vientos son cálidos y suaves. Tintagel es el corazón de mi país, y mi mujer debe entender qué es lo que lo hace latir, pero no es necesario que lo ame como yo. —Sonrió con gesto paternal mientras observaba la evidente confusión de la niña—. ¡Da igual, preciosa! A lo mejor, cuando hayas descansado, mi hogar no te parecerá tan deprimente.

Por encima de la cabeza de Gorlois, los pájaros siguieron trazando círculos mientras reñían en el cielo azotado por el viento. Ygerne esbozó una trémula sonrisa con sus labios pálidos y observó a otro halcón que aprovechaba una corriente de aire caliente para ascender en el firmamento luminoso. Se imaginó sus ojos dorados, buscando y buscando, y se preguntó si el ave podría verla o percatarse de su presencia.

Sin entender su visión, la amenaza del pájaro o la invitación infantil que suponían sus acciones, Ygerne volvió la cara y se abrazó al ancho pecho de Gorlois. Se sentía a salvo y querida por primera vez en aquel largo, extraño y doloroso día. Y cuando Gorlois notó su pelo y su carne cálida pegada al cuerpo, la fragilidad que emanaba aquel encantador rostro se le enroscó en el corazón.