22

El hombre en llamas

Dinas Emrys dominaba adusta el valle del río, rodeado por un caparazón de grandes montañas. Al noroeste, la nieve ya resplandecía en las cumbres más altas, y Myrddion sintió claustrofobia bajo sus crestas sobresalientes y apabullantes. La breve visita a Segontium no había sido satisfactoria, porque Eddius no había vuelto de Canovium, aunque los niños recordaban a su joven familiar y se le habían tirado encima llenos de entusiasmo y afecto.

Tampoco había encontrado a Tegwen, a la que habían mandado a Tomen-y-mur para cuidar de los hijos de Branwyn durante su ausencia con motivo de los fastos funerarios.

Sin el tranquilizador buen humor de Eddius u Olwyn, la villa junto al mar le pareció vacía y cargada de ecos. Myrddion imaginó que unas arenas movedizas arrastradas por el viento, que azotaba sin tregua los acantilados, y las afiladas plantas acuáticas enterraban su amado y viejo edificio. Deseoso de consuelo para su pena y decepción, había partido hacia la cabaña de Annwynn.

Allí había retomado con facilidad el conocido papel de aprendiz. Boudicca llevaba muerta mucho tiempo, pero la famélica perra sin raza a la que había rescatado años atrás había tenido una nueva camada de cachorros, y Myrddion halló solaz en la demostración de que la fuerza vital era potente y vigorosa en todas partes. Annwynn lo había recibido como si hubiese partido de Segontium apenas el día anterior y lo había puesto a trabajar de inmediato, recogiendo hierbas y preparando sus cataplasmas, tisanas y ungüentos. Myrddion experimentó una apacible felicidad durante toda aquella mañana dorada, como si pudiera volver a los primeros días de su aprendizaje, cuando su mundo era jubiloso. Al final, cargado de suministros, y besado una y otra vez por Annwynn a modo de despedida, emprendió el viaje de regreso a su impío cautiverio como sanador del ejército de Vortigern.

Se habían separado entre lágrimas. Annwynn había besado los anillos de sus dedos de adulto y había intentado encontrar las palabras adecuadas para expresar cuánto se enorgullecía de él. Sentía el corazón tan lleno que estaba casi muda, algo impropio de ella, pero a Myrddion no le importó su incapacidad para expresar sus sentimientos, porque sabía lo que experimentaba su antigua maestra. Podía leerle los ojos con una empatía que sus experiencias en Canovium habían afinado. En el momento de separarse, Annwynn había llorado.

—Te has hecho un hombre, Myrddion, o sea que quedas libre de tu aprendizaje. Sé el mayor sanador del mundo, pero recuerda siempre la regla de Hipócrates. El mundo te tentará porque eres muy capaz, pero nunca fracasarás mientras seas fiel a ti mismo. —Sonrió mirando al joven al que tan bien había criado—. Y ahora vete, querido mío. Cabalga seguro y cree que estaré aquí cuando vuelvas la próxima vez.

Myrddion había partido con las alforjas llenas, el corazón colmado y la inquietante sensación de que Eddius se había metido en un grave problema.

Después de recorrer todo el norte a lomos de Vulcano, a Myrddion no le había quedado más remedio que convertirse en un jinete competente, de modo que el trayecto hasta Dinas Emrys fue relativamente apacible a pesar de los fantasmas de su pasado que se cruzó por el camino. Hengist y el difunto y alegre Horsa parecían compartir el viaje con su yo más joven, y allá donde el sendero se adentraba entre la maleza recordó el carro en que el cuerpo de Olwyn había regresado al seno de su familia. Taciturno y fustigado por el látigo de la memoria, Myrddion ya estaba sumido en la melancolía antes de llegar a la siniestra fortaleza.

Dinas Emrys seguía tan gris y lóbrega como la primera vez que la había visto. La torre en ruinas aún se alzaba como un colmillo roto y erosionado, aunque habían erigido una estructura nueva al otro lado de la fortaleza. Había claras muestras de otras obras recientes en el enlosado, los establos nuevos y las muchas instalaciones que eran esenciales para el funcionamiento de una comunidad. En torno a Dinas Emrys habían aparecido una herrería, una cantina, almacenes y unas cocinas de piedra algo separadas para prevenir incendios.

Myrddion era una cara conocida y bienvenida entre el servicio de Vortigern, de modo que lo acompañaron a las tiendas de los sanadores, situadas en la parte de atrás de la fortaleza, con muchos saludos amistosos de los guardias del rey. Los pabellones estaban alzados sobre una irregular explanada de piedra a los pies de una pequeña pendiente, así que Myrddion se vio obligado a mirar hacia arriba para ver las temibles murallas de Dinas Emrys. Aun así, se alegraba de que hubiera un espacio entre sus tiendas y la fortaleza, porque, tras su contacto previo con esos muros lúgubres, Myrddion odiaba y temía la antigua e intimidadora ciudadela. Su otro sentido susurraba que los muertos habían dejado su huella en Dinas Emrys, en forma de la malicia imperecedera que se había fraguado ente las piedras de sus cimientos. Quizá la profecía que había pronunciado cuando solo era un niño fuese cierta y realmente hubiese dragones batallando bajo la fortaleza. O quizá tan solo aborrecía el lugar que la sangre de Olwyn había manchado.

En cuanto hubo saludado a Cadoc, Finn y las viudas que formaban el núcleo de su círculo de ayudantes, Myrddion enjuagó todo su cuerpo con agua limpia para quitarse el polvo del camino. Se arregló el pelo y se puso una túnica nueva como preparativos para su reencuentro con Vortigern después de una larga ausencia. El rubí brillaba en su índice como una sola gota de sangre, mientras que la piedra solar captaba los últimos rayos del Señor de la Luz con el resplandor del ocaso. Fortalecido por esas pruebas tangibles de amor y familia, decidió enfrentarse al gran rey con la verdad por delante.

—Llevaos el zurrón, maestro —avisó Cadoc—. La reina Rowena ha caído gravemente enferma durante vuestra ausencia y está al borde de la muerte. Le hemos dado purgantes, pero nada parece funcionar, o sea que estoy convencido de que la han envenenado. Podéis estar seguro de que Vortigern confiará en que le devolváis la salud, sobre todo porque habéis estado fuera y no podéis ser sospechoso de atentar contra su vida.

Myrddion sintió como si de pronto le hubieran cargado un peso a la espalda, y su esperanzado estado de ánimo se evaporó.

Vortigern debía de haber sido informado del regreso de Myrddion, porque un corpulento guerrero se materializó delante de la tienda del sanador y lo convocó a la presencia del rey.

—¡No olvidéis vuestro zurrón! —gritó Cadoc, mientras recogía la bolsa de cuero y corría en pos de su señor. Cuando estuvo a su lado, le susurró al oído—: Cuidaos, porque Vortigern está loco y cada día que pasa se vuelve más irracional e insoportable.

Myrddion asintió brevemente para indicar que lo entendía, pues era muy consciente de la vena de crueldad despiadada que dominaba el carácter de su señor. ¿Quién iba a conocer mejor a Vortigern que un joven que había sido ofrecido como sacrificio al poder y la soberbia del gran rey?

El salón real apenas había cambiado, salvo por el añadido de tapices y bancos de muy rústica factura. Después de la soleada comodidad de Canovium, la fortaleza resultaba triste, fría y amenazadora, como si Dinas Emrys hubiese adquirido la naturaleza austera de su montañosa ubicación. No había decoración que alegrase las duras paredes de piedra, mientras que las ventanas desguarnecidas dejaban pasar los vientos del otoño.

Rodeado por su guardia, el rey le esperaba en el espacio gélido y gris del salón.

—Has tardado más de lo debido, sanador, teniendo en cuenta que lo único que tenías que hacer era cortar una cabeza. Por los dioses, yo podría haberlo hecho por ti en unos segundos.

La desagradable sonrisa de Vortigern alarmó vagamente a Myrddion. Estaba seguro de que el gran rey no tenía intenciones de causarle ningún daño personal, pero no tendría reparos en vengarse a través de Cadoc o Finn. Sonrió conciliador y explicó que las ceremonias asociadas a la muerte y coronación de los reyes en Canovium habían llevado un tiempo considerable.

—¡Bah! Te he necesitado, sanador. La reina Rowena está grave y temo por su vida. Debes usar tus poderes para que se ponga bien otra vez.

—Os daré mi opinión en cuanto la haya examinado, mi señor.

Los ojos de Vortigern irradiaban algo salvaje. Se movieron para atravesar al sanador con una maligna mirada de sospecha.

—No puedes examinar a la reina. Eres un hombre, o sea que un examen así destruiría su honor.

Myrddion demostró su impaciencia con un ceño burlón que enseguida trató de ocultar. Con el tono más razonable y calmado que pudo adoptar, intentó explicar sus necesidades.

—No puedo tratarla si no puedo examinarla, mi señor. No podéis pedirme las dos cosas a la vez. Seguro que sus hijos o sirvientas pueden estar presentes. ¿Cómo iba a tratar a un guerrero en el campo de batalla si no se me permitiera verlo o tocarlo?

Vortigern gruñó para sus barbas. El gran rey habría negado que cualquier cambio en las circunstancias hubiera alterado sus actitudes, pero Myrddion notaba que la muerte de Vortimer y Catigern había chupado algo de la necesaria vitalidad de su espíritu. Aunque era un vigoroso cincuentón cuando Myrddion lo vio por primera vez, algo dentro del autócrata se había debilitado, si no roto. Su resolución se había evaporado, al igual que la chispa que lo había animado durante la campaña contra Vortimer en Glevum.

«Este sitio está maldito —pensó Myrddion, mientras Vortigern sopesaba sus opciones—. Absorbe la voluntad de todos aquellos a quienes toca.»

—Vos sois el gran rey y vuestros deseos son órdenes —añadió Myrddion, apelando descaradamente a la arrogancia de Vortigern—. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados si alguien necesita mi ayuda.

El rey sacudió su cabeza entrecana y levantó ambas manos en un gesto de reacia rendición.

—Muy bien, sanador, pero yo te acompaño.

Desprovisto de alternativas reales si deseaba que su esposa fuera tratada, Vortigern se puso en pie y se alejó sin mediar palabra por la penumbra del salón, con Myrddion trotando a sus talones. La fortaleza era una estructura sencilla, de manera que la alcoba de la reina tan solo estaba separada del salón por un puñado de habitaciones y una estrecha escalera. Sus proporciones eran bastante modestas, y cuando Myrddion atravesó el umbral detrás de Vortigern el espacio se antojó más claustrofóbico todavía. Una estrecha cama con un arcón de ropa a los pies llenaba la mitad de la habitación. Los dos hijos de la reina estaban sentados en sendos taburetes en el lado derecho, y el mayor le acariciaba la frente con un paño húmedo. Una sirvienta andaba ocupada con un cuenco de agua limpia en las manos.

Rowena estaba muy pálida y tenía la piel sudorosa. Cuando Myrddion le puso la mano en la frente con delicadeza, la reina abrió los ojos con expresión de cansancio. Sus extraordinarios ojos azules estaban vidriosos y el dolor le formaba pliegues en el rostro.

—¿Qué sucede, mi reina? Contadme qué os aflige.

Myrddion había aprendido a hablar con calma y confianza a los pacientes para contrarrestar el efecto de su juventud. También había aprendido a sonreír, no solo con sus labios pálidos y bien torneados, sino también con los ojos brillantes y extraños.

—Te conozco —susurró Rowena—. Mi marido pensaba sacrificarte. Ay, Freya, ¿tú también me odias? Intenté pagar el precio de sangre. Le di a Hengist la mejor tela que poseía para que la usara como mortaja y envolviera a tu abuela durante su tránsito a las sombras. Recé y recé a Freya para que ninguna mancha contaminase a mis hijos. Si debo morir, no me importa, pero mis hijos no deberían ser castigados por mis pecados. Ya se ha derramado demasiada sangre y, que los dioses me ayuden, yo también he matado, de modo que mi alma está mancillada asimismo. Pero juro, juro, que en Glevum no tenía elección. Demasiados inocentes habrían fallecido si no hubiera hecho nada. Juro que no pensaba solo en mí misma.

Se estremeció como si se estuviera congelando bajo las gruesas mantas de su estrecha cama. Myrddion observó como un horror antiguo afloraba a sus ojos como un lucio salido de aguas profundas.

—¡Qué calor hacía en Glevum! ¡Qué calor! Pero aquí tengo frío.

—Tranquila, mi reina. No os odio. Al contrario, os agradecí el majestuoso regalo que hicisteis a mi querida abuela. Y ella tampoco habría exigido nunca un pago en sangre por su muerte. ¡Y mucho menos a vos! Yo estuve en Glevum, señora, o sea que no hace falta que digáis nada más, porque los inocentes soldados y ciudadanos que salvasteis en aquella ciudad están en deuda con vos por levantar el asedio. Cuanto menos digamos, mayor será la paz. Veo que tenéis fiebre, pero debo conocer qué otros síntomas padecéis si quiero devolveros la salud.

—Gracias —susurró Rowena, que asió con fuerza la mano de su hijo. Tenía los ojos hundidos en los finos huesos de su cráneo y la boca cortada y reseca. Myrddion vio una jarra de agua en una mesa cercana y se dispuso a servirle un poco.

—No, no. No puedo beber, porque aquí todo sabe raro. No pienso tocarla. —La reina hundió la cara en la almohada y sollozó desconsolada.

—Miradme, mi señora —ordenó Myrddion con tono persuasivo—. No os daré ningún agua de esta habitación. He traído mi propia botella, de modo que yo beberé primero de ella y luego vos, si queréis, podréis tomar un poco. ¿Lo veis?

Myrddion bebió de su botella de madera y después llenó un vaso que le entregó a la reina.

Estaba tan débil que el recipiente temblaba en su mano, pero Katigern, su hijo pequeño, le envolvió las manos con sus dedos fuertes y dorados para estabilizarlas. Myrddion la sostuvo mientras bebía el agua con ansia.

—De ahora en adelante, vuestros hijos sacarán el agua directamente del pozo, solo para vos. La probarán primero para que os conste que es pura.

La reina asintió, muda, al igual que sus hijos, mientras Vortigern juntaba las cejas ante la evidente implicación de las palabras del sanador.

—Ahora debéis explicarme vuestros síntomas, mi señora. Que no os dé vergüenza. Me queda muy poco por ver del cuerpo humano, o sea que prometo no escandalizarme.

Sonrió con simpatía y Rowena reaccionó, si bien algo trémula.

—No puedo conservar nada en el estómago. El olor mismo de la comida me repugna. Me temo que también me he… ensuciado, y a ratos siento tal dolor en la barriga, las piernas y las articulaciones que apenas me puedo mover. Nada me ayuda. Si acaso voy a peor.

Los ojos de la reina se poblaron de lágrimas, pero Myrddion le cogió la mano y le pasó por encima sus sensibles dedos. Notó los profundos surcos en las uñas con forma de almendra y se le frunció el entrecejo de preocupación y sospecha.

—Creo que entiendo con qué me las veo, mi señora, y espero devolveros la salud, pero debo confiar en que vuestros hijos y mi señor cuiden de vos… y solo ellos. Que ningún sirviente os dé nada de comer o beber, por mucho que sea de confianza.

—Habla a las claras, sanador, no nos vengas con paños calientes —exigió Vortigern con brusquedad—. ¿Qué le pasa a mi reina?

Con un suspiro, Myrddion reconoció que debía decir la pura y llana verdad si quería que Vortigern y sus hijos se tomaran en serio sus órdenes.

—La reina ha sido envenenada, y desde hace algún tiempo, el suficiente para que la toxina esté presente en sus uñas. El cuerpo almacena algunos venenos en las uñas, la grasa corporal y el cabello, de manera que, si bien puedo detectar la presencia de las toxinas, no puedo saber cuánto daño ha sufrido la salud de mi señora. Sin embargo, hay que tomar ciertas precauciones de inmediato. En esta habitación no debe entrar ningún alimento que no haya sido preparado por personas de vuestra absoluta confianza. Si es necesario, que los niños aprendan a cocinar. —Volvió un poco la cabeza para dirigirse a Vengis y Katigern directamente—. No hay que fiarse de la sal, los aliños, las frutas ni los fluidos de ninguna clase a menos que los hayan preparado con amor unas manos inocentes. No debe comer nada de carne durante algún tiempo. Los huevos pueden hervirse y chafarse, ya que sus cáscaras no son fáciles de atravesar. Es mejor que la comida sea insípida que peligrosa. Toda la leche que uséis debéis ordeñarla de la vaca con vuestras propias manos, y guardarla en un recipiente limpio. Entonces, y solo entonces, podéis dársela a vuestra madre. —Miró a su alrededor las caras pasmadas de la pequeña habitación—. Alguien tiene el deseo oculto de que la reina muera tras una lenta agonía.

Rowena rompió a llorar desconsolada al pensar que alguna persona anónima podía desearle tanto mal.

En ese momento tan inoportuno, la sirvienta regresó con un cuenco de caldo claro y un vaso de leche espumosa. Vortigern habría tirado al suelo la bandeja entera, pero Myrddion lo detuvo con un gesto concluyente.

—¿Puedo hablar con vos fuera de esta habitación, mi señor? —Cuando el rey asintió, el sanador se volvió hacia los hijos de Rowena—. Chicos, vigilad esa bandeja. Que nadie la toque en mi ausencia. —Devolvió su atención a la criada, que tenía los ojos desorbitados por el miedo—. Tú, mujer, espera en las cocinas hasta que vaya a verte.

La sirvienta se puso blanca, pero se excusó a toda prisa y se escabulló de la habitación, mientras Katigern cogía la bandeja y la colocaba con cuidado sobre su taburete como si contuviese serpientes vivas.

Una vez fuera de los confines del dormitorio, Vortigern se volvió hacia el sanador con cara de pocos amigos.

—¿Quién ha hecho esto, Myrddion? ¿Quién se atrevería? Esta es mi fortaleza, de modo que el culpable debe de tener mucha confianza para exponerse a mi venganza.

—O mucho miedo. Pero creo que puedo averiguar quién es el responsable, si me permitís llevar a cabo un experimento. ¿Guardaréis silencio hasta que descubra quién puede ser el traidor?

—¡Por supuesto, sanador! Quiero a ese traidor atrapado y muerto, pero también necesito saber quién ha ordenado que se cometa un acto tan cobarde dentro de mi casa.

Myrddion hizo una mueca ante la suposición inmediata de Vortigern de que había otro personaje más poderoso detrás de la enfermedad de Rowena.

—Ya estáis dando por sentado, mi señor, que el perpetrador de estos actos traicioneros no actúa solo. Sin embargo, de momento, debemos ordenar que todos los sirvientes y cocineros relacionados con la preparación de la comida dentro de la fortaleza se reúnan en vuestras cocinas. Veremos quién está dispuesto a tomarse el caldo y beber la leche.

Vortigern sonrió ferozmente y se alejó a grandes zancadas para dar las órdenes pertinentes. Myrddion volvió a la habitación de la enferma, recogió la bandeja y dio las últimas instrucciones a los hijos de la reina.

—Tú, Katigern, irás al campamento de los guerreros y buscarás la tienda del sanador. Allí esperarás con mi sirviente, Cadoc, y vigilarás mientras él hierve dos huevos de gallina para que se los coma la reina. Hay que hacer con ellos un puré fino, y puedes usar un pellizco de sal de mi propia reserva para darles sabor. Después de eso, observarás a uno de mis ayudantes mientras ordeña una vaca. Hazme caso y vigila con atención. Tengo absoluta confianza en mis sirvientes, pero no debes correr riesgos. En cuanto a ti, Vengis, quédate con tu madre. Aquí tienes mi botella, porque la reina debe tener agua limpia que beber. Usa el vaso más limpio que encuentres y no la dejes sola ni un momento. No confíes en nadie salvo en tu hermano, ni siquiera en mí. ¿Lo entiendes?

—¡Sí! —respondió el joven, con la determinación escrita a las claras en sus pálidos ojos—. Todo se hará conforme a lo que habéis dispuesto.

—Yo maté a Vortimer con veneno, Myrddion —interrumpió Rowena—. Tal vez no merezco sino el atroz destino que le reservé a él.

—No he oído las palabras que acabáis de pronunciar, mi reina. Y vuestros hijos tampoco. Vi las marcas que teníais en la cara y el cuerpo cuando regresasteis de vuestro cautiverio. Vi a las mujeres de Glevum, y a los niños: todos ellos viven porque causasteis la muerte de Vortimer. Si la Madre nos es propicia, quizás os permita sobrevivir a esta enfermedad. Pase lo que pase, mi reina, yo haré todo lo posible por vos, pues os lo debo por vuestra amabilidad con mi abuela.

Myrddion abrió su zurrón para sacar un pequeño pedazo de tela impermeable que contenía un polvo blanco.

—Vengis, coge este polvo y mézclalo con agua. Es un inofensivo remedio de hierbas que purificará la sangre. No sé si el purgante será lo bastante potente para nuestros fines, pero no puede hacerle daño a tu madre. Lo probaré yo mismo, para que veas que es seguro. Después, en cuanto averigüe qué toxina se ha utilizado, podré tratar la enfermedad de tu madre con más agresividad.

Se inclinó sobre la reina, aunque sabía que Vortigern lo esperaba con impaciencia.

—Tened valor, mi señora. La diosa nos gobierna, con independencia del nombre que le demos. Todavía no os ha abandonado. Vuestra enfermedad es el cruel resultado del vicio humano y encontraré una manera de aliviar vuestro dolor, si existe ese remedio.

—Gracias, maestro Myrddion. Me pase lo que me pase, te absuelvo de toda culpa. Pero haz todo lo que puedas por mis hijos, te lo suplico.

La última frase la susurró para que solo la oyera el sanador. Myrddion suspiró. Sin amigos, hija de una raza odiada y desprovista de todo poder, la reina yacía en su sencilla cama y se preocupaba por el posible destino de sus hijos. Hasta Branwyn, en su locura, era más libre que la gran reina de los britanos.

Cuando salió de la habitación, Myrddion oyó que Rowena empezaba a vomitar débilmente entre convulsiones de dolor. Suspiró al ver que Vengis colocaba una palangana que ya tenía preparada y sostenía el torso retorcido de su madre. «Está grave —pensó con pesar—. Hay una gran malicia actuando en este lugar, y dudo que sobreviva.»

Encontró las cocinas y entró acongojado en la estructura de piedra equipada con grandes chimeneas. Se ponía enfermo solo de pensar en lo que tendría que hacer si quería identificar al culpable.

Vortigern y dos guerreros esperaban cerca de la entrada sin puerta, vigilando con rostro amenazador a dos cocineros, un mozo que cortaba leña y fregaba los platos y las ollas, dos mozas de cocina y dos esclavas de la casa más mayores.

—Estos sirvientes son las únicas personas que se han acercado a la comida y bebida de la reina desde que volvimos a Dinas Emrys —explicó Vortigern—. La única que falta por llegar es Willow, la sirvienta personal de mi reina, que está con ella desde Glevum. Ha salido a coger centaura para la fiebre de la reina.

Myrddion recordaba a Willow vagamente como la chica bonita de cara seria que había visto detrás de su señora a las puertas de Glevum.

—Ordenad a vuestros sirvientes que esperen fuera bajo la atenta vigilancia de uno de vuestros guerreros —le dijo al rey.

A Vortigern le dio algo de rabia el atrevimiento de Myrddion, pero transmitió la orden a su guardia. Nadie habló hasta que la cocina estuvo vacía a excepción del gran rey, el sanador y un fornido guerrero.

Un silencio antinatural se prolongó en la sencilla habitación, solo interrumpido por el chisporroteo y el crepitar de la leña en los fuegos. Myrddion dejó la bandeja sobre una tosca mesa fregada y los ojos de todos los presentes se clavaron en el cuenco y la taza de sencillo barro.

Diez minutos más tarde, Willow se unió a los sirvientes. La acompañaba un corpulento guerrero con una cesta llena de hierbas recién cogidas. La cara de la chica, en un primer momento, expresó confusión, que no tardó en dar paso al miedo.

Myrddion salió de las cocinas y se dirigió a los sirvientes reunidos.

—Tú primero —le dijo al cocinero—. Entra en la cocina y obedece a tu rey.

Cuando el hombre hubo cruzado el umbral y la puerta estuvo atrancada, Myrddion explicó la situación, recalcando que alguien había envenenado adrede a la reina.

El cocinero palideció un poco.

—¡No he sido yo! Sé que debo de ser el primer sospechoso, pero defenderé la comida que he preparado. Mis platos siempre son sanos y están bien cocinados cuando salen de mis manos.

Myrddion lo silenció con una mirada de sus ojos negros de basilisco y un rápido gesto de mando.

—Entonces demuestra tu inocencia —dijo—. Come un poco de caldo y bebe un poco de leche.

—Encantado —replicó el cocinero—. He hecho el caldo con mis propias manos y lo probaré de mil amores. —Tomó unas cucharadas de sopa y bebió un trago de leche.

Uno por uno, todos profesando su inocencia, los sirvientes fueron entrando en la sala e hicieron lo mismo. A nadie se le escapó una muestra visible de renuencia cuando se le obligó a comer el caldo.

Myrddion frunció el entrecejo. O bien el culpable homicida había tenido mucho temple o bien la comida era segura.

—Ahora cada uno probará un pellizco de sal del cuenco que hay encima de la mesa y comerá un poco más.

Una vez más, todos los sirvientes obedecieron, poniendo mala cara por el sabor pero sin parecer alarmados o inquietos por las exigencias de Myrddion. El sanador no paraba de darle vueltas a la cabeza. ¿Cuál era la respuesta? ¡De alguna manera tenían que haber introducido el veneno!

Desvió su atención a Willow, que estaba de pie al lado del grupo principal.

—¿Dónde está tu brebaje para la fiebre, Willow? —preguntó—. Imagino que la reina lleva un tiempo usándolo.

—Está donde duermo, mi señor —respondió la chica con voz calmada, aunque su boca parecía algo apretada—. Iré a buscarlo, si lo deseáis.

—No. Este joven guerrero reunirá todos los ungüentos y las pociones que tengas en la habitación y los traerá aquí. Tú esperarás con nosotros. ¿Duermes con las demás sirvientas?

—Sí, maestro —respondió ella, sin dar muestras evidentes de preocupación.

—Registra la habitación a fondo y trae todo lo que encuentres —ordenó Myrddion al guerrero, que miró de reojo a Vortigern en busca de confirmación.

—Hazlo —sentenció el gran rey con tono imperioso—. ¡Todo! ¿Me oyes?

—Sí, mi señor —respondió el guerrero, que acto seguido partió a la carrera.

—Ahora, a esperar —dijo Myrddion impasible, y se sentó en un borde de la mesa balanceando un pie con desenfado. A ojos de los sirvientes estaba del todo a sus anchas, aunque sus pensamientos volaban febriles en búsqueda de una respuesta que salvara a su señora.

Pasó algún tiempo, durante el cual los sirvientes pusieron los ojos en blanco y revelaron todos los síntomas de un natural nerviosismo. Sabían que ni siquiera los inocentes estaban del todo a salvo de una muerta espantosa, no con un amo como Vortigern.

Al cabo de casi una hora entera, el guerrero regresó. Lo acompañaba un hombre de armas cargado con un gran surtido de ungüentos, una bota de piel llena de líquido, varios polvos y un frasquito de cristal oscuro que despertó de inmediato las sospechas de Myrddion. ¿Qué hacía la sirvienta con un material tan precioso?

—¿Qué hay en la bota, Willow? —preguntó con calma.

—Destilo la centaura seca con un poco de vino para rebajar la fiebre de la reina —respondió la chica, un poco más deprisa de lo necesario—. Es inofensivo.

—Entonces bebe un poco para mí, la centaura no te hará ningún daño.

Paseando la mirada de un ocupante a otro de la anodina sala, Willow tomó una decisión. Con un aspaviento de bravuconería e inocencia ofendida, llenó la taza vacía que había contenido la leche y se tragó el brebaje con cara de desafío.

—Y ¿qué es esta crema, Willow? —Myrddion cogió el frasco de cristal con su tapón de tela.

—Es un cosmético que la reina usa para suavizar la piel de las manos y la cara.

—Entonces no te hará daño, ¿verdad? Ponte un poco en las manos y la cara, Willow.

—Es difícil de conseguir y no me pertenece —señaló Willow con rapidez.

—¿Te estás negando, Willow? ¿Tendrá que sujetarte este guerrero mientras me pongo los guantes y te embadurno de arriba abajo?

Willow cogió el frasco y lo destapó. Sus dedos temblaban por encima de lo que parecía un tarro casi lleno de una pasta inocente e incolora. Luego, desafiante, tiró el recipiente al fuego con tanta celeridad que el guerrero que la vigilaba no tuvo ocasión de detenerla.

—¡Prendedla! —ordenó Vortigern hecho una furia.

Entre tanto, Myrddion había abierto un cuadrado de tela impermeable para revelar una pequeña cantidad de polvo blanco. Lo olió, pero era inodoro.

—Y esto ¿qué es, Willow?

—No lo sé —contestó la sirvienta, y Myrddion tuvo la seguridad de que decía la verdad.

—¿Y esto? —Abrió todos los tarros de ungüento.

—El cosmético de la reina —susurró ella.

—Sin duda también preferirías echarlos al fuego —replicó Myrddion con voz queda—. ¿Cuánto tiempo, Willow? ¿Cuánto hace que usas este polvo blanco en el carmín y los polvos para la cara de la reina? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿O más?

—Más —respondió la chica con un susurro. Tenía la cabeza gacha, casi avergonzada.

—Entonces tu suerte está echada, Willow. El rey Vortigern te sacará los motivos por los que has intentado matar a tu señora, pero quizá te demuestre cierta piedad si los revelas con rapidez y arrepentimiento.

Vortigern lo atajó, como Myrddion sabía que haría. El rey tenía la cara congestionada y roja, clara muestra de que apenas lograba contenerse. Cualquier golpe traicionero contra la reina constituía también una traición contra el gran rey, por lo que a él atañía.

—¡Traédmela! —gritó a sus dos escoltas—. Tú también, sanador, ya que me has entregado a esta traidora. No quiero que muera antes de averiguar el alcance entero de esta conspiración. Tu cometido será mantener a esta zorra con vida hasta que haya acabado con ella.

A Myrddion se le cayó el alma a los pies. Emplear sus artes médicas en semejante situación era horripilante y contrario a toda la ética que tanto valoraba. Además, la idea de participar en una tortura le provocaba arcadas.

—No puedo obedeceros en esto, mi señor.

—Vaya si me obedecerás, sanador, o lamentarás tu negativa. ¡Y también tus ayudantes! ¿Cómo puedo estar seguro de que no han sido partícipes de un complot desleal? Al fin y al cabo, tienes pocas razones para amarme. —Se volvió hacia los guerreros—. ¡Escoltadlo!

Uno de los soldados se acercó a Myrddion con cautela, claramente decidido a cumplir las órdenes de su señor y arrastrar por la fuerza al sanador tras los pasos del gran rey si fuera necesario. Con una mueca de desagrado, Myrddion le indicó con un gesto que no haría falta.

—Os acompañaré, pero no actuaré de modo deshonroso. Yo he sido quien ha descubierto la implicación de Willow en este asunto, Vortigern. ¿Es así como pensáis agradecérmelo?

El gran rey se limitó a resoplar como respuesta, antes de partir con grandes zancadas hacia la fortaleza.

Willow y Myrddion fueron conducidos a la torre de reciente construcción, donde unos escalones subían a una alta sala que estaba vacía a excepción hecha de unas argollas clavadas a las paredes de piedra, un brasero sin encender y una mesa sobre la que se había dispuesto un surtido de tenazas, cuchillos y trozos de cuerda. Con rapidez y eficacia, sujetaron los brazos de Willow a las argollas. Después, con un tirón seco, Vortigern rasgó la túnica de la chica desde el cuello hasta los faldones, lo que dejó a la vista su cuerpo pálido.

—Dile lo que quiere saber, Willow —le suplicó Myrddion en voz baja—. Te matará de todas formas, pero si satisfaces sus deseos te ganarás una muerte rápida. —Volvió con el gran rey—. Por todos los dioses, mi señor Vortigern, es poco más que una niña. No pasará de los dieciséis años. Willow jamás podría haber urdido esta traición o encontrar un veneno tan desconocido. Ha sido la herramienta de unos hombres muy poderosos.

Sin hacer caso de las súplicas de Myrddion, Vortigern sonrió a la aterrorizada muchacha desde el otro lado de la sala.

—La reina me ha contado cómo le ayudaste en Glevum. —Su voz era muy suave y Myrddion supo que el rey se hallaba en ese estado de furia fría y controlada que lo convertía en uno de los hombres más peligrosos de las tierras tribales—. Me convenció de que te trajese con nosotros a Dinas Emrys como su sirvienta personal, porque creía que te debía algo. Así pues, ¿por qué has hecho esto? ¿Por qué has intentado matar a una mujer que nunca te hizo nada malo?

Sin palabras, el sanador rezó para que Willow no provocase más aún a Vortigern.

—Sé que no lo entenderéis, pero no tuve más remedio —dijo Willow con la voz entrecortada mientras las manillas se le clavaban en las muñecas—. Sé que no me perdonaréis, pero quizá la señora sí. Por favor, decidle que lo lamento y que nunca le deseé ningún mal. El hombre vino, me dio el polvo y me explicó lo que tenía que hacer. Me contó que la mano de su señor llegaba muy lejos y que mis hijos morirían si no obedecía, pero que si tenía éxito me devolverían a mis pequeños. O sea que accedí a envenenar a la reina. No tuve elección.

—¿Qué divagaciones son esas, mujer? ¿Qué niños?

Vortigern no sentía ni un ápice de bondad en el cuerpo, y acompañó la pregunta de un puñetazo fuerte a la tierna barriga de la muchacha. Myrddion recordó que un solo golpe de esa mano enguantada había matado a su abuela.

Willow gimió y dio unas boqueadas. Se le cayó de la boca un hilo de saliva y Myrddion pensó que vomitaría, pero de algún modo la chica logró controlarse.

—Le di dos hijos vivos a vuestro hijo. Él los abandonó porque le traían sin cuidado los bastardos de una criada. ¡Preguntad a la reina! Ella sabe cómo me sentía y por qué la ayudé a matar a vuestro hijo.

Vortigern le dio una bofetada con el dorso de la mano, un golpe más suave en la mandíbula, pero Myrddion oyó cómo se le rompían los dientes.

—¿Quién tiene poder para encontrar a tus hijos perdidos? ¿Quién ha sido tu cabecilla en esta trama?

—No lo había visto nunca antes de Glevum; ¿cómo iba a conocerlo? Le tenéis en gran estima y me vigila de cerca, incluso en este horrible lugar. Pero me dijo que el propio Ambrosio quería ver muerta a la reina.

Willow escupió un pegote de sangre y dientes rotos, pero vio que Vortigern alzaba la mano otra vez y se apresuró a seguir hablando.

—La muerte de la reina tiene por fin enviaros el mensaje de que no hay un refugio seguro para vos en estas tierras. Además, mi señora mató a Vortimer, el aliado de Ambrosio, y el romano jamás dejaría correr semejante insulto. Para él, la muerte de mi señora cumple un doble objetivo.

—¿Quién te abordó? ¿Quién te dio el veneno?

Willow se mordió el labio ensangrentado.

—Me dijo que me mataría si os lo contaba —susurró—. Pero supongo que eso ya no importa, porque es más probable que nos matéis vos a los dos.

Entonces, tras tomar su última decisión, Willow reveló a Vortigern un nombre largo y aristocrático que Myrddion no reconoció. El sanador observó con interés como Vortigern palidecía con una mezcla de rabia y desilusión.

—Confiaba en ese bastardo, que Ban pudra su alma. Lamentará esta traición —masculló con rencor. Se volvió hacia uno de los guerreros—. En cuanto a esta ramera, estrangúlala y desembarázate del cuerpo. —Miró a Myrddion—. Vuelve con tu paciente, sanador, y deja que yo me ocupe de estos perros traidores.

Myrddion se fue, pero una curiosidad enfermiza le hizo volverse desde la parte superior de la escalera que lo sacaría de la torre. El estrangulador había rodeado con una soga el cuello de Willow, que ya empezaba a ponerse morada. El guerrero se apiadó de ella y le partió el cuello con un golpe rápido de las muñecas que la mató al instante. Mientras el cuerpo de Willow se vaciaba con un hedor a intestinos aflojados, Myrddion se giró y huyó de la macabra escena.

En su ausencia, Rowena se había animado a tomar un poco de puré de huevo y leche, pero había vomitado el contenido de su estómago poco después. Alterada y pálida de dolor, la esposa de Vortigern, antaño hermosa, yacía sobre sus almohadas en estado de postración física y mental. Myrddion mezcló un poco de jugo de adormidera y la convenció para que se lo tragara. Una vez que hizo efecto, la reina se puso a dormitar en silencio, y Myrddion aconsejó a sus hijos que esperaran unos minutos antes de intentar alimentarla otra vez.

—Tiene que comer o morirá —les dijo en voz baja—. El veneno se le ha acumulado en la piel, la sangre y los órganos, y por eso sigue estando enferma. Debemos intentar que expulse las toxinas para que recobre poco a poco la salud. A menos que cobre fuerzas, no tendrá voluntad para luchar. Mi señora —susurró, y la reina respondió débilmente—. Fue Willow quien envenenó vuestros cosméticos, por orden de Ambrosio. Pero antes de que la juzguéis con demasiada severidad, el romano amenazó a sus hijos perdidos y prometió devolvérselos si conseguía mataros. Antes de morir ha implorado vuestro perdón con la esperanza de que la comprendáis.

Como si su voz proviniera de muy lejos, Rowena asintió con tristeza.

—Sí que lo comprendo, porque las mujeres haríamos casi cualquier cosa por nuestros hijos. Freya tendrá que juzgarla por esto, ya que yo no puedo.

Myrddion acarició la frente de Rowena y luego se fue de su habitación para buscar un remedio en los pergaminos. Más tarde se avergonzaría de no haber pensado otra vez en la sirvienta de la reina o en la negativa de quienes la habían usado de marioneta a verla como un ser humano. Solo había sido una herramienta prescindible en un juego mucho mayor.

—Maldito sea Ambrosio por atacar a Vortigern empleando a una mujer inocente para matar a otra. Ninguna de las dos le importan un comino, y a Vortigern tampoco. Para estos grandes hombres, las mujeres tienen menos importancia que los juguetes de los niños.

Durante un breve e intenso momento, Myrddion se puso en la piel de su madre cuando, a los doce años, se había visto violada, embarazada e impotente. Sintió un acceso de rabia tan visceral que casi le cerró la garganta. Por primera vez, sintió auténtica lástima por Branwyn. Por fin la entendía como un alma ardiente transformada en una criatura antinatural, pervertida por las crueldades de unos hombres orgullosos y desconsiderados.

Rowena, sajona y reina de los britanos, murió antes del amanecer, en ese momento de la noche en que el espíritu humano se encuentra en su punto más débil y la muerte sale de su oscuro rincón para extinguir el espíritu que flaquea. Sus hijos estuvieron con ella hasta el final, uno a cada lado de su cuerpo convulso, y presenciaron la repentina flacidez de las manos y la boca, y oyeron su último estertor, profundo y entrecortado. Llevaba inconsciente desde la medianoche, de modo que Myrddion se temió lo peor cuando Vengis gritó pidiendo ayuda. El sanador llegó al lado de la reina, levantó su mano inerte y descubrió que la vena grande de su cuello no pulsaba. Cuando sacudió la cabeza, Katigern rompió a sollozar.

Myrddion dio una torpe palmadita en el hombro del chico, pero Katigern se apartó con una maldición ahogada. El sanador dejó caer la mano. Entre tanto, después de besar en la cara a su madre, Vengis se encaró con Myrddion como si fuera el enemigo que había causado la muerte de Rowena.

—¿Cómo has podido dejarla morir? ¿No se supone que eres una especie de sanador milagroso, un demonio capaz incluso de devolver la vida a los muertos? Pues, bueno, ¡devuélvele a ella la vida!

—Nadie puede resucitar a los muertos, Vengis. No podría cambiar el curso de las mareas ni lograr que el corazón de tu madre latiese aunque de verdad fuera un demonio.

La cara de Vengis era un rictus de dolor y frustración. El niño y el hombre que llevaba dentro combatían en sus ojos rebeldes.

—Es culpa de Ambrosio. De Ambrosio… ¡y de mi padre! ¡Malditos sean los dos! Y maldito tú también, si no puedes traerla de vuelta. ¿Para qué servís ninguno de vosotros?

Myrddion estudió a los dos jóvenes que tenía delante: rubios, dorados y de ojos azules, con pocos rasgos de su padre en las caras de pómulos altos. Suspiró con genuino pesar.

—Ten cuidado, Vengis, porque tu padre tiene mal genio y no tiene escrúpulos en matar a los hijos que se alzan contra él. Si de verdad no deseáis ser hijos de Vortigern y decidís residir en las tierras del norte una vez que haya muerto vuestro padre, debéis escoger qué camino seguiréis, si el sajón o el celta. Si optáis por la senda sajona, os recomiendo que huyáis lejos y deprisa en cuanto vuestra madre sea incinerada. Ambrosio también querrá vuestra sangre, porque no puede permitir que viváis ninguno de los dos si desea reinar sobre todos los britanos. Sois los únicos hijos de Vortigern, por lo que os sugiero que acudáis al campamento del thegn Hengist más allá del delta del Abus en Petuaria. He oído rumores de que el barón ha regresado, y por lealtad a vuestra madre os acogerá en su casa y os ofrecerá refugio. Podéis mencionar mi nombre, porque conozco un poco a Hengist y doy fe de que es un hombre valiente y honorable. Pero mantened la cara impasible y la voz tranquila, tal y como vuestra madre se vio obligada a hacer. ¡Pobre dama! Sufrió de manos de unos hombres que tendrían que haberla cuidado.

Observó como las caras de los chicos acusaban la pena, los remordimientos y la aprensión.

—Katigern, tu nombre será un obstáculo, porque el barón Hengist odiaba a Catigern, tu hermanastro, que fue el responsable de la muerte de Horsa. Ya habrás oído las historias, de modo que comprenderás mi preocupación. ¿Por qué le dio a tu padre por lastrar a dos hijos con nombres tan parecidos?

Katigern sonrió con un sarcasmo tan amargo que Myrddion se preguntó cómo un chico de catorce años podía sentir tanta ira.

—Puso a Catigern el Viejo en su sitio dándole el nombre de su abuelo también a un hijo menor. Para mi hermano mayor yo era un recordatorio de que él no era legítimo y de que mi padre podía dejarlo de lado cuando le apeteciera.

Myrddion sonrió con tristeza, porque la explicación casaba al dedillo con el carácter sardónico de Vortigern.

—O sea que Catigern se volvió retorcido y cruel, y murió por culpa de esos defectos. Que tu padre te sirva de advertencia, Katigern. Tienes que encontrarte un nombre propio.

La noche antes de la incineración de Rowena fue extrañamente bochornosa, porque unas tormentas desatadas y ominosas flotaban alrededor de las altas montañas, casi como si hubiese vuelto el verano. Myrddion captó los malos presagios en el aire y rezó por sobrevivir a cualquiera que fuese el castigo que la diosa impusiera a Vortigern por su soberbia. El sanador caminaba de un lado a otro de su tienda, y rechazó el guiso que le ofrecía Cadoc, mientras cavilaba sobre la violencia que prometía la tormenta que se avecinaba.

Casi fue un alivio cuando, un poco más tarde, Vortigern lo mandó llamar.

La fortaleza parecía oscura y opresiva bajo el aire amenazador. Solo quedaba un puñado de guerreros despiertos. Protegían la entrada al salón, y Myrddion vio parpadear una lámpara de aceite en la habitación de arriba, donde el cuerpo de Rowena yacía esperando la cremación ritual del día siguiente. Saludó con la cabeza a los guardias y abrió las puertas de roble macizo, maldiciendo cuando las bisagras chirriaron sonoramente.

La oscuridad del salón era casi absoluta. Una única lámpara de aceite iluminaba desde abajo la cara del gran rey, que se llevó una tosca copa a los labios y de camino se salpicó la túnica de vino escarlata. Al acercarse, Myrddion cayó en la cuenta de que Vortigern estaba borracho. La gran cabeza entrecana se bamboleaba adelante y atrás, y el sanador dudó de que su anfitrión pudiera ponerse en pie, aunque cuando habló articuló las palabras con detenimiento.

—Siéntate y bebe conmigo, Myrddion. Te ofrezco más de lo que le he dado a tu padre. Él me habría cortado la cabeza en un abrir y cerrar de ojos si le hubiese brindado una oportunidad como esta. Ahora llama a la puerta su hijo, justo cuando se acerca mi fin.

A regañadientes, Myrddion aceptó una taza de cerámica que Vortigern había intentado llenar de vino tinto puro. Sin querer, derramó la mayor parte del contenido en el suelo.

—Gracias, mi señor —dijo Myrddion. Dio un sorbo y casi vomitó por culpa de la intensa acidez de la bebida.

—Está malo, ¿verdad? Aun así, sería una pena desperdiciarlo.

Vortigern vació la copa y la rellenó con los posos de la jarra. Mientras, Myrddion contempló el charco de vino derramado en el suelo y miró como saltaba y bailaba el reflejo de la solitaria lámpara de aceite. Se sentía mareado y enfermo, como si uno de sus ataques proféticos volviera para atormentarlo.

—Soy un hombre justo, sanador. Te prometí un nombre, de modo que voy a dártelo. Solo los dioses saben durante cuánto tiempo me dejará en paz Ambrosio, ahora que sabe cómo llegar hasta mí y tocarme. Por cierto, he matado al cabrón que obligó a la sirvienta a envenenar a Rowena. Pero hay muchos más celtas que estarían encantados de vengarse de mí, entre ellos tú mismo.

—Me gustaría conservar la cabeza, mi señor, de modo que no tengo intenciones de cobrarme ninguna venganza.

Vortigern soltó una risilla beoda.

—¡Sí! Y el dios embaucador, Gwydion, vendía caballos que se convertían en setas. ¿O eran cerdos? ¡Da lo mismo!

Myrddion esperó en silencio. Sabía que interrumpir las divagaciones del viejo rey sería una imprudencia. Por borracho que estuviese, Vortigern seguía siendo un hombre feroz, capaz de golpear si se le pasaba por la cabeza. El rey le contaría lo que quisiera que su sanador supiese, cuando por fin le viniera en gana.

—Tu padre se llamaba Flavio —farfulló Vortigern, cuya articulación por fin empezaba a sucumbir al vino—. Flavio… ¡Un nombre bonito para un pájaro de mal agüero! Pájaros… Eso sí, los pájaros le encantaban, a tu padre, las aves de presa sobre todo. Lo raro es que él también les gustaba, de modo que volaban hasta su guante cuando las llamaba. También mataban por él. ¡Como las mujeres! Solo Ban sabe por qué, pero se peleaban por él como rameras… y te hablo también de mujeres decentes. Hasta Rowena lo miraba como… ¡En fin, no importa!

Una vez más, Myrddion esperó a que el rey retomara su narración. Ya tenía un nombre, y un vago retrato del hombre al que pretendía entender u odiar. Vortigern parecía casi dormido, o perdido en un trance de recuerdo, pero el sanador siguió aguardando con paciencia ante la figura encorvada del trono de madera.

Entonces el rey reabrió los ojos soñolientos y reparó en la presencia de Myrddion una vez más.

—¿Sigues aquí? —Vortigern buscó el rostro de su sanador a través de la niebla del vino—. ¿Qué iba diciendo? Ah, sí. ¡Flavio, el muy cabrón! ¡Flavio, el bastardo! ¡Myrddion, el bastardo! He ahí el problema, ¿verdad? Yo lo odiaba, con sus dichosos pájaros, y las mujeres que bebían los vientos por él. Ni siquiera lo llamaban por su nombre de pila, ni sus mujeres; todo el mundo lo llamaba Cuervo a la cara y Pájaro de Tormenta a su espalda. Porque tenía los ojos negros, claro. ¡Y el corazón igual de negro! Era un buscavidas, aunque se las diera de noble. En aquel momento nos complementábamos, sobre todo cuando él se ocupaba del trabajo sucio para mí… Pero no era más que un mercenario con ínfulas. —Hizo una pausa rememorando viejos agravios—. ¿Sabes que me amenazó? ¡¿A mí?! De modo que actué primero. Pero sobrevivió, por supuesto. Él es el Medio Demonio, y no tú. —Vortigern se levantó, vacilante, avanzó a trompicones y dio una palmada en el pecho a Myrddion—. Un consejo, sanador. Si quieres que se haga una cosa… hazla en persona. Hazla en persona.

Las piernas de Vortigern empezaban a ceder, de modo que Myrddion agarró al rey por las axilas y lo sostuvo derecho. Llamó a los guardias, que cargaron el peso de su monarca mientras este seguía balbuciendo.

—Llevad a vuestro señor a la cama. Mañana será un día complicado.

Mientras miraba como los guardias se llevaban al gran rey, medio en volandas, por el estrecho pasillo del fondo del salón que llevaba a su dormitorio, Myrddion vislumbró la silueta en sombras de un sirviente que esperaba en la oscuridad, de cuya cara solo captó un borrón de rasgos blancos. Por un momento creyó reconocer a la figura encorvada, pero luego se lo quitó de la cabeza. Los criados de Vortigern eran huidizos y poco fiables, de modo que Myrddion no conocía a ninguno, salvo de vista. Esos hombres callados y sigilosos cumplían las tareas que les asignaban y se confundían con el paisaje de la fortaleza, tan anodinos como los muebles.

Cuando volvió a la tienda de cuero que era su hogar, sus propios sirvientes ya estaban durmiendo. Hasta los caballos dormitaban en sus estacadas, donde los cascabeles de sus arreos centelleaban delicadamente en la oscuridad.

Myrddion se sentó sin hacer ruido en su camastro bajo el bochorno y pensó largo y tendido en las revelaciones del rey. Vortigern ya le había contado todo lo que tenía visos de estar dispuesto a revelar. Quizá, si se esmeraba con las preguntas, podría lograr que el rey recordase algún destalle de la vestimenta o la apariencia, pero Flavio había escogido ser un personaje exuberante, un truco teatral destinado a ocultar su verdadera personalidad. Myrddion no se dejó engañar por los eufemismos ebrios de Vortigern y comprendió que, para un rey, «trabajo sucio» podía significar perfectamente el asesinato.

—Los grandes nunca aprenden. Ambrosio tiene espías que chantajean a jóvenes para asesinar reinas, mientras que Vortigern utiliza a un noble romano para meter en vereda a los reyes tribales del norte. Cuando han acabado tiran sus instrumentos a la basura, de modo que inocentes como mi madre sufren por los pecados de otros.

—¿Qué? —preguntó una voz soñolienta, y Cadoc asomó de debajo de su manta como una tortuga contrariada de su caparazón. Con el pelo alborotado y los ojos vidriosos de sueño, el sirviente olisqueó, gimió y se levantó, llevando su manta con él.

—¿Adónde vas?

—A mear, maestro. No creo que necesite vuestra ayuda.

Cadoc salió de la tienda arrastrando los pies y, al cabo de un breve intervalo, regresó con un aspecto mucho más despierto y despabilado. Mientras se derrumbaba en su camastro, Myrddion tomó una decisión.

—Arriba otra vez, Cadoc. ¡Nos vamos! Cuando hayas despertado al resto de los ayudantes, cárgalo todo en los carros para que podamos partir mucho antes del amanecer. Haz el menor ruido posible, porque preferiría que Vortigern no se enterase de que huimos en mitad de la noche.

—¿Por qué, maestro? ¿No sería más sensato irnos por la mañana, cuando podamos recoger cómodamente? —Cadoc se pasó la mano por el despeinado pelo rojo y bostezó como para desencajarse la mandíbula.

Myrddion contuvo el impulso de poner a Cadoc en su sitio, recordando que su sirviente era un hombre adulto y un guerrero y que él, pese a su condición, era un joven de dieciséis años que apenas sabía nada de combatir. Pensó en la espada de Melvig que guardaba, todavía sin nombre, en el baúl de los pergaminos, y en que no tenía ni idea de cómo usarla.

—No me hagas ordenarte que te pongas en marcha, Cadoc. Vortigern está borracho y medio loco, la reina ha muerto y estoy seguro de que sus dos últimos hijos planean escapar de sus garras antes de que se enfríen las cenizas de su madre. Será un toro embravecido en esta fortaleza y yo por lo menos no pienso servirle de chivo expiatorio. En marcha, amigo mío, vámonos de este lugar infame.

—¿Por qué no lo habéis explicado antes? Sería de locos quedarse aquí un día más de lo necesario. Dejadlo en mis manos.

Eso hizo Myrddion, aunque antes advirtió a su sirviente que evitase las luces y el ruido. Dinas Emrys tenía muy buen oído.

A hurtadillas, los ayudantes del sanador recogieron sus posesiones de dentro de la tienda y cargaron los dos carros que se habían convertido en el mundo de Myrddion. El pabellón lo dejaron para el final, porque era grande y sumamente pesado, por lo que hicieron falta todas las manos para desmontarlo. Cuando el último soporte del techo cayó, Myrddion miró hacia lo alto del promontorio, donde estaba la fortaleza, y, con una súbita punzada de miedo en el corazón, vio una luz parpadeante.

Al principio pensó que alguien se movía por las estancias inferiores de la fortaleza con una lámpara de aceite. La luz titilaba y oscilaba arriba y abajo, pero la llama parecía demasiado roja y caprichosa. Después su inteligencia alcanzó a sus ojos y comprendió que alguien se había paseado por las habitaciones del lado derecho de la fortaleza con una antorcha y había provocado un incendio.

—¡Cadoc! —gritó—. ¡La fortaleza se ha incendiado! Dobla y recoge esa tienda. Los carros tienen que estar listos cuando vuelva. Ven conmigo, Finn. ¡Corred!

Mientras remontaba la pendiente a toda prisa, un rayo de la tormenta que se acercaba iluminó la silueta de la fortaleza con un fogonazo que iluminó el cielo e hizo temblar la tierra.

—¡Fuego! ¡Fuego en la fortaleza! —gritó Myrddion, cuya joven voz recorrió cierta distancia antes de que un largo trueno ahogara sus chillidos—. El rey, sus hijos y sus sirvientes podrían estar atrapados dentro. ¡Deprisa!

Con la respiración entrecortada y doblado por el esfuerzo, Myrddion se descubrió dentro de un salón lleno de humo en compañía de un puñado de guerreros perplejos y a medio vestir.

—Abrid las puertas para que salga el humo —ordenó—. No os quedéis ahí como pasmarotes. ¿Dónde están tu amo y sus hijos? —La última pregunta iba dirigida a un sirviente que estaba plantado en una esquina del salón sin saber qué hacer. Unos largos tentáculos de humo le envolvieron la cara, y empezó a toser débilmente.

Una vez más, Myrddion tuvo la sensación de que le sonaba. Esa vez, acercó la cara al embobado sirviente y levantó ambas manos para sacudirle por sus anchos hombros y obligarlo a prestar atención. Entonces, cuando el extraño apartó de su cuerpo de un manotazo las manos del sanador, Myrddion supo quién era.

—¿Eddius? —susurró—. ¿Eddius? Por el Hades, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás en Segontium?

—¡Tenía que hacerlo! ¿Cómo iba a dejar que mi encantadora Olwyn se pudriera en la tierra mientras el rey bastardo seguía indemne? A la muerte de Melvig quedé libre del juramento que le había hecho. La diosa exigía que el gran rey sintiese su cólera. ¿No oyes sus pasos sobre las montañas? Viene a por Vortigern.

Myrddion cubrió la boca de Eddius con una mano para que sus desvaríos traidores no supusiesen la muerte de ambos, y descubrió que tenía ampollas en la mandíbula. Le palpó con la mano libre unas quemaduras en la mano derecha y el antebrazo, casi hasta el codo. Eddius no había parado mientes a su propia seguridad mientras prendía fuego a la fortaleza.

—¿Cuánto tiempo llevas en Dinas Emrys? —le susurró Myrddion al oído—. ¿Cuánto, Eddius?

Eddius farfulló una respuesta a través de los dedos de Myrddion, pero las palabras quedaron ahogadas y el sanador acabó por destaparle la boca.

—Fue fácil. Demasiado fácil. Llevo aquí más de un mes, trabajando en la aldea para encubrir mi presencia. Vortigern no es tonto, pero desprecia a los hombres corrientes. Ni siquiera llegó a reparar en que era un desconocido dentro de su fortaleza. —Eddius, estupefacto, hipó y luego rompió a llorar.

—¡Finn! ¡Finn! ¡Te necesito, Finn! —gritó Myrddion entre la espesa humareda a la vez que obligaba a Eddius a avanzar con paso vacilante hacia la puerta abierta y el aire puro. Finn apareció entre una piña de guerreros frenéticos, y Myrddion se acercó a su ayudante para asegurarse de que nadie más oyera sus palabras.

—Lleva a este hombre a los carros, véndale las quemaduras y dale jugo de adormidera —murmuró al oído de su ayudante—. El suficiente para inducirle el sueño, ¿me oyes? Después cúbrelo de mantas hasta que no se le vea la cara, pero ¡mantenlo callado! Es miembro de mi familia y se ha embarcado en una loca misión suicida de venganza contra Vortigern. Hay que salvarlo, por el bien de sus hijos.

Finn se llevó al hombre lloroso hacia la seguridad de los carros, mientras Myrddion empezaba a repartir órdenes para rescatar a aquellos cuyas vidas aún pudieran salvarse.

—Abrid todas las puertas y evacuad el edificio. Sacad a todo el mundo, o el humo y las llamas los matarán.

Los guerreros abrieron la puerta del fondo del salón para poder llegar a los aposentos del rey. Una bocanada enorme de humo negro salió por el hueco y los guerreros retrocedieron a trompicones, tosiendo y jadeando. Por encima de sus cabezas, los relámpagos de la tormenta iluminaron el cielo y las losas empezaron a temblar cuando los truenos sacudieron las montañas en un paroxismo de ruido.

De algún lugar en el infierno de fuego y humo, una voz ronca gritó víctima de un repentino dolor.

—¡A mí! —rugió esa voz—. ¡A mí! ¡A mí!

Myrddion vio que unas cortinas de llamas seguían al humo a lo largo de las vigas principales del techo, alimentadas por las nuevas reservas de oxígeno que habían entrado en el infierno por las puertas abiertas. Cuando el incendio empezó a extenderse por el pasillo y las paredes interiores, la voz del otro lado de la vorágine llameante se calló, a la vez que las lenguas de fuego empezaron a lamer con ansia el techo del salón, como una bestia hambrienta y voraz. Myrddion evaluó la situación con un vistazo rápido al techo y abandonó a Vortigern a su suerte.

—¡Atrás! ¡Retroceded! ¡Atrás todos! El techo ha prendido y no tardará en desmoronarse. El humo nos asfixiará si nos quedamos, salid de aquí mientras podáis.

Cuando los guerreros empezaban a retroceder ante las llamas, una figura humana negra, envuelta en lengua de fuego amarillas, rojas y blancas, salió corriendo de repente por el pasillo al salón cargado de humo. La boca abierta del hombre en llamas, que sacudía los brazos y las piernas en un vano intento de escapar a la agonía de las quemaduras, generaba la ilusión de que ardía un fuego en su interior. Los presentes se apartaron de la criatura ciega y sin pelo que corría y aullaba con los pulmones abrasados y dejaron que saliese al patio delantero abierto, donde horrorizados lo vieron retorcerse y girar hasta caer envuelto en su propia mortaja flamígera.

Myrddion fue el primero en salir del atroz hechizo de la incineración de Vortigern.

—¡Que no se levante! ¡Usad mantas! Cualquier cosa con la que sofocar las llamas. ¡Es el rey!

Los guerreros solo necesitaban instrucciones. Apagaron el fuego que consumía a la figura renegrida valiéndose de capas, cortinajes y cualquier otra prenda que encontraran. Cuando las llamas renunciaron a regañadientes a su posesión de la carne chisporroteante, la tormenta que sobrevolaba la fortaleza arreció con unas descargas irregulares de luz que parecían rajar el cielo, hasta que, con un gran rugido ensordecedor, el techo del edificio cedió y cayó con un estrépito que no tenía nada que envidiar al sonido del trueno en el firmamento.

Entonces, cuando lo peor del incendio hubo quedado atrás, la lluvia llegó en forma de unas cortinas torrenciales que cayeron del cielo rasgado por los relámpagos para sofocar las llamas levantando un gran siseo y enormes columnas de humo. El agua se coló por las grietas que el fuego había dejado en la piedra y empapó a los testigos.

El aguacero bañó el cuerpo tendido en las losas del patio y limpió la carne carbonizada, los puños en alto fundidos en un asalto a los cielos negros y el rictus de una cara que se había derretido hasta dejar el rostro de una bestia. Cuando dejó de llover, todo lo que era reconocible como Vortigern, gran rey de los britanos, se lo había llevado el aluvión.

Los guerreros empezaron a lamentarse, pues intuían el ocaso de su mundo y el inicio de algo peligroso y extraño.

Myrddion dio la espalda al cadáver de su señor, pero pasarían años antes de que Vortigern dejase de correr, en un manto de fuego, por los sueños del sanador.

Vengis y Katigern habían renunciado por fin a velar el cuerpo de su madre, y habían salido por la estrecha ventana con la agilidad propia de unos niños para llegar al suelo y ponerse a salvo. Estaban indemnes, salvo por algunos arañazos en los nudillos y cardenales en las rodillas. Myrddion los encontró en el establo, donde se estaban apropiando de los mejores caballos de su padre.

—¿Adónde iréis? —les preguntó. Vengis hizo una mueca con amargura, y fue Katigern quien finalmente respondió.

—Seguiremos el camino sajón, sanador. Rezo por que no volvamos a encontrarnos, pues sin duda habremos escogido bandos diferentes.

—Entonces me despido de vosotros, hijos de Vortigern. Vuestra madre fue una buena mujer, de gran valor, y su cremación ha sido digna de un héroe legendario. Este lugar maldito le ha servido de pira funeraria y rezo por que no vuelvan a levantarse piedras donde ha residido tanta maldad. Os deseo que estéis libres de la sangre de vuestro padre.

Vio como los chicos saltaban a lomos de sus caballos y los azuzaban con las riendas. Después partió a la carrera hacia sus carros, donde sus ayudantes esperaban con impaciencia, listos para partir a toda velocidad.

—¿Maestro? —preguntó Cadoc con una inclinación de su ceja buena.

—Nos vamos, Cadoc, antes de que Dinas Emrys descubra por fin un modo de quitarme la vida y vengarse de mí. Reza por todos nosotros en los días aciagos que se avecinan ahora que Ambrosio es nuestro nuevo señor.

Los carros arrancaron con una sacudida y avanzaron por el camino surcado de rodadas que conducía al valle.

—A casa —susurró Myrddion. Después, cuando su voz recobró las fuerzas, gritó una vez más las palabras, tan alto que los grupos de guerreros que se encontraban junto a las torres derruidas escudriñaron la oscuridad con ojos sombríos y perdidos—. A casa, Cadoc, si es que merecemos semejante bendición. Tenemos promesas que cumplir.

Detrás de ellos, una llamarada solitaria cobró vida momentáneamente dentro de un montón de cascotes. Por un breve instante, Myrddion imaginó que había una figura de pie entre las llamas y que, mientras los sanadores huían colina abajo, lo miraba sacudiendo el puño.