Finales y comienzos
Como una larga cadena de eslabones irregulares, el ejército de Vortigern llevaba casi dos semanas a lo largo de la calzada romana. Ansiosos por llegar a casa, los soldados marchaban y eran licenciados progresivamente en Caerleon, Venta Silurum y Caer Fyrddin, a medida que los reclutas llegaban a sus granjas, sus forjas y sus vidas seguras y ordinarias. Habían muerto algunos, pero no tantos que la siembra de primavera fuese a peligrar. El mundo seguía adelante de manera irrevocable para los pueblos y aldeas del oeste, como siempre había hecho.
Myrddion estaba describiendo la promesa de su nueva vida en Segontium a Cadoc y Finn Cuentaverdades cuando un guerrero metió la cabeza en su tienda para transmitir el mensaje de que Vortigern exigía su presencia. Los tres hombres se disponían a dar buena cuenta de un estofado hecho con un trozo de cordero que habían comprado al granjero local y que en esos momentos borboteaba en un caldo de verduras. Myrddion casi saboreaba las tiernas ortigas, las zanahorias frescas y la carne dulce y grasienta, de modo que suspiró con impaciencia mientras se despedía de sus compañeros.
—Hay días en que juraría que nací para ser el perro de Vortigern —protestó enfurruñado el joven de quince años, mientras el mensajero que lo acompañaba a la tienda del rey lo miraba horrorizado por semejante blasfemia—. Hades sabe que Vortigern espera que pase por cualquier aro que encuentre para divertirse, normalmente cuando estoy a punto de comer.
—¡No, señor! Ha llegado un correo del norte —protestó el guerrero, sacudiendo las largas trenzas que lo señalaban como hombre y maestro de armas—. Creo que el mensaje es para vos. En realidad, el gran rey es quien cumple su deber con vos.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —le espetó Myrddion, que echó a correr y dejó atrás al guerrero, más bajo y pesado. Cuando llegó a la vistosa tienda del gran rey, detuvo su carrera arrastrando los pies un poco, se alisó la cabellera morena y levantó la entrada.
Vortigern estaba sentado con su mujer y los dos hijos que le quedaban, Vengis y Katigern. Tenían edades parecidas a la de Myrddion y observaban al sanador con nerviosismo y admiración. Los dos eran muchachos fuertes, anchos de pecho, cuya cara debía más a su madre que al gran rey, aunque Myrddion intuía una chispa de astucia y temeridad en los ojos del mayor. Vengis era apasionado, listo y, a su manera masculina, bastante hermoso.
—¿Requeríais mi presencia, mi señor? —preguntó Myrddion, ocultando con cautela su irritación.
—Ha llegado un mensaje muy extraño desde Canovium, por vía de tu familia en Segontium. Lamento informarte de que Melvig ap Melwy ha muerto, pero exhaló su último aliento mientras dormía, de modo que tuvo una buena muerte. Tu bisabuelo era muy mayor, creo; casi un Matusalén, como dirían los curas cristianos.
—Tenía casi setenta años —replicó Myrddion con un escalofrío de orgullo.
—Venerable —suspiró Vortigern con tono de aprobación, como si alcanzar una edad provecta fuese indicativo de una considerable virtud.
Myrddion recordó los ojos agudos y vengativos y la sonrisa sarcástica de su bisabuelo. Pensó en su carácter orgulloso y arrogante, y concluyó que la virtud era un defecto del que Melvig jamás se hubiese acusado a sí mismo. El viejo había sido demasiado pragmático para la virtud y había amado la vida con demasiada pasión.
—El mensaje te lo envió el viejo rey cuando comprendió que su salud estaba decayendo. Te recuerda una promesa que le hiciste de que su cabeza debía separarse de los hombros bajo tu hoja. No tengo ni idea de lo que Melvig quiere decir con un mensaje así, pero algún pariente tuyo… ¿Eddius? Sí, Eddius… parece opinar que tú lo entenderás.
—Sí, mi rey, así es. Mi bisabuelo seguía las costumbres ancestrales de su pueblo, de modo que me ordenó que lo decapitase tras su muerte para permitir que su alma quedara libre. Creía que yo pondría en práctica sus instrucciones como es debido.
—Pero ¡qué raro! —murmuró la reina Rowena, cuyos inexpresivos ojos azules hacían que casi pareciese una muñeca a la luz de las lámparas de aceite perfumado. Myrddion se estremeció al mirar esos ojos brillantes, donde ya no quedaba rastro alguno de la orgullosa reina de Dinas Emrys o Glevum. Algo había cambiado en ella, o le había sido arrebatado por la fuerza.
—Una costumbre bárbara, querida —explicó Vortigern—. La mayor parte de nuestro pueblo la ha dejado de lado, sobre todo los hombres cautos a los que inquieta que puedan cortarles la cabeza cuando todavía están vivos. No todos estamos emparentados con un sanador célebre.
—Tendré que partir de inmediato, mi rey. Su hijo, Melvyn ap Melvig, estará ansioso por dar sepultura a su padre. Lleva varios años reinando a todos los efectos.
Vortigern buscó en la cara de Myrddion cualquier indicio de pena o lamento, y se sorprendió al descubrir que el joven parecía casi alegre. Suspicaz como siempre, miró al sanador con los ojos entrecerrados. Vortigern rara vez permitía que la menor incoherencia se le pasara por alto.
—Me asombra que no parezcas llorar el fallecimiento de tu señor y pariente.
—Apreciaba al rey Melvig, como hombre y como miembro de mi familia. Al fin y al cabo, permitió que yo, un bastardo, viviera en la casa de su hija, donde me quisieron y criaron. Me permitió tener cuanto deseaba, de modo que lo recordaré con mucho cariño. Pero ¿cómo voy a lamentar el fallecimiento de un hombre que ha tenido una vida larga y completa, y que solo tenía por delante un lento descenso a la decrepitud? Rezo por que, si vivo tanto tiempo, también pueda morir con dignidad y sin remordimientos, como mi bisabuelo.
La reina Rowena salió del letargo que parecía consumirla desde que se había levantado el asedio de Glevum.
—Lo entiendo, sanador. Nosotros tampoco lloramos por nuestros héroes. Ni por los ancianos que han apurado la copa de la vida. Las lágrimas que derramamos son por nosotros.
Vortimer tosió para cubrir la incómoda pausa en la conversación que había causado el extraño comentario de Rowena. Su hijo mayor se acercó un poco más a ella y le pasó un brazo protector por los hombros.
—Entonces será mejor que te vayas, sanador. Pero no te creas que dejarás de trabajar para mí, no hasta después de la campaña de verano en el sur. Tengo plena esperanza en que Ambrosio venga a llamar a mi puerta en los próximos meses.
Myrddion se limitó a asentir. Hasta la promesa del nombre de su padre era un incentivo insuficiente para hacerlo volver al lado del rey Vortigern una vez que hubiese quedado libre.
—Por si prefieres quedarte en casa en lugar de reunirte conmigo en Dinas Emrys, tomo de rehenes a tus ayudantes, sirvientes y pergaminos. No tengas miedo, porque me aseguraré de que tus posesiones estén a salvo. Si el gran rey no puede garantizar la protección de tu propiedad, ¿quién puede? Te esperaré en mi fortaleza. Estoy seguro de que recuerdas el camino.
Entonces Vortigern se rió de ese modo condescendiente y desdeñoso que Myrddion odiaba de todo corazón. La cruel carcajada hizo que la reina Rowena se encogiese y el sanador se preguntó qué pasaba. ¿Qué otra cosa podía hacer salvo agachar la cabeza y retirarse de la presencia del gran rey y su familia? Rabiaba de decepción y disgusto por la prepotencia de Vortigern, pero no había nada que pudiera decir para hacer que el rey cambiase de opinión. Más le valía reservarse el aliento.
A la mañana siguiente, a lomos de un rápido caballo castaño al que apenas podía controlar, Myrddion se alejó de Caer Fyrddin sin tiempo siquiera de pasar a ver a su tía abuela Fillagh. Dio rienda suelta, no sin recelo, al animal y este remontó raudo la pronunciada pendiente que llevaba del río hacia la vieja fortaleza romana. Un bosque espeso cubría los montes antes de que la calzada doblase hacia el noroeste, y el campamento de Vortigern se convirtió en un lejano parpadeo de coloridos estandartes y un ajetreo como de hormigas alrededor de los cuadrados más pequeños de las tiendas de campaña. Después de una última mirada atrás, Myrddion encaró el largo y arduo trayecto a casa.
El joven llegó a Tomen-y-mur en un día caluroso en que la visión del mar a lo lejos lo llenó de añoranza por su casa, de manera que pasó de largo de Segontium con pesar y tomó la ruta directa a través de las montañas hasta Canovium, adonde llegó por un camino desatendido que serpenteaba entre el pedernal de las faldas de las cercanas colinas. Su caballo había dejado de rebelarse contra su dominio en cuanto habían llegado a las montañas, y el animal avanzaba en esos momentos por el poco definido camino con la cabeza gacha y la resignación y el cansancio escritos en todas las líneas de su cuerpo. Exhausto, con los costados rígidos y el trasero dolorido por culpa del lomo del caballo, Myrddion casi se cayó al suelo al llegar a la residencia del rey.
Melvig ap Melwy había vivido con cierto lujo en una estructura de madera que cumplía de forma simultánea las funciones de palacio, tribunal y alojamiento para guerreros. En el pueblo, las puertas de las sencillas cabañas cónicas estaban cerradas a cal y canto. Aunque todavía no era de noche, de los dinteles colgaban guirnaldas de manojos de hierbas, amuletos y otros fetiches para propiciarse la voluntad del poderoso espíritu del difunto rey. Ningún habitante de Canovium se sentiría seguro del todo hasta que se enviara el fantasma del viejo rey al más allá, por mucho respeto y amor que le tuvieran a Melvig en vida.
Myrddion entregó las riendas a un mozo, al que dio instrucciones de que llevase al caballo a un establo y lo cuidase después de su largo esfuerzo. Durante el trayecto le había cogido un extraño cariño al animal, al que había nombrado Vulcano en honor al dios romano de los fuegos de forja, un apelativo que se ajustaba a su temperamento. En cuanto se llevaron al caballo castaño para darle de beber y comer, Myrddion enderezó la espalda y subió los tres escalones que conducían al tribunal de Melvig en la parte superior del ancho patio enlosado.
El salón había sido decorado y embellecido durante el largo reinado de Melvig ap Melwy. Los grandes bloques de madera que formaban las jambas de las puertas, y el dintel enorme que los remataba, presentaban profusas tallas serpentinas y entrelazadas, y ni siquiera los rápidos ojos de Myrddion pudieron discernir el principio o el final de los complejos motivos. A Melvig le encantaban los despliegues de color, de modo que los complejos dibujos labrados estaban pintados con ocre rojo, pigmento amarillo y hasta el intenso azul del glasto. Algún artesano había retocado la pintura a la muerte de Melvig, de modo que la decoración destacaba en la madera gastada del salón como una muestra de valiente desafío. Incluso desde las sombras de la muerte, el viejo rey seguía sacando la lengua al tiempo y al destino.
Myrddion se detuvo en el umbral y siguió el recorrido del dibujo entrelazado. Una serpiente, un dragón parecido a un gusano, una cinta de luz… Todos esos símbolos se entremezclaron en la cabeza del sanador y cada imagen reflejaba un aspecto de la personalidad de Melvig. Con una mano apoyada en la talla, Myrddion dedicó un momento a recordar a su bisabuelo. Tan complejo como la decoración, Melvig había sido justo, irascible, alegre, severo y propenso a los accesos de furia. Aun así, Myrddion recordaba al viejo con afecto y estaba orgulloso de compartir linaje con un personaje tan imponente. Notó un acceso de tristeza en el pecho que le dificultó la respiración, aunque aceptase la muerte fácil de Melvig como un motivo de satisfacción.
Empujó las puertas con ambas manos y la maciza madera se abrió hacia dentro en silencio. Con una parte de su mente, Myrddion reparó en que acababan de engrasar las grandes bisagras de bronce, otra muestra de respeto de algún sirviente anónimo. Dentro, reinaba una oscuridad solo aliviada por unas lámparas colocadas estratégicamente que quemaban aceites preciosos, de los que no emitían ni rastro del olor a pescado que tanto detestaba Melvig. Las pocas y estrechas ventanas habían sido cubiertas con cortinajes de lana de vistosos colores para que la luz natural no perturbase el descanso del rey de los deceanglos.
El cuerpo estaba colocado sobre una mesa cubierta con una tela. Habían vestido los restos del rey con su mejor armadura y una capa de excepcional magnificencia que Olwyn había tejido en su juventud. Cuando se acercó a su bisabuelo, Myrddion recordó el telar de su abuela y los brillantes rojos y verdes que había empleado para teñir la lana hilada. Sintió que se le formaban lágrimas en los ojos y se las secó con impaciencia.
Cuánto se había perdido con el paso inevitable de los años. Hasta esos recuerdos intensos y dolorosos pasarían.
Una figura esperaba envuelta en la oscuridad del fondo de la sala, y Myrddion se adelantó para dar el último adiós al hombre que había decidido todos los principales acontecimientos de su juventud.
Melvig llevaba muerto más de una semana, de modo que las muchas flores y los aceites aromáticos eran necesarios para disimular el empalagoso olor a corrupción. Dentro del salón, oscurecido, fresco por los suelos de piedra y ventilado gracias a las ventanas abiertas detrás de los cortinajes, el cuerpo de su bisabuelo no se había hinchado como un esperpento podrido. En su lugar, la fuerte cara se había hundido y la piel cerosa brillaba tensa sobre los poderosos huesos de la frente, los pómulos y la nariz picuda. La boca de Melvig se había venido abajo y su fuerte mandíbula estaba adelantada, de modo que su cara era un estudio de luz y sombra, tan inhumana como las tallas de su puerta. El rostro transmitía fuerza, poder y orgullo, y a Myrddion le maravilló una vez más cómo la muerte alisaba las arrugas de una larga y autocrática vida.
Conmovido, se agachó y besó la mano de Melvig, de la que vio que habían retirado el anillo con el gran rubí del rey. Después el sanador levantó un pliegue de la capa de Olwyn y besó el fino tejido, tratando de inhalar algún rastro del perfume de su abuela. Sin embargo, había desaparecido, perdido en los solitarios años transcurridos desde su muerte.
Angustiado y entristecido, Myrddion se alejó del cuerpo y se acercó respetuosamente a la figura en sombras del fondo de la sala. Un guerrero con armadura completa salió de la oscuridad e hizo una reverencia bajando mucho la cabeza, como si estuviera ante un rey.
—La familia os espera en el comedor, mi señor Myrddion. Seguidme, por favor.
Atravesaron una puerta oculta por otro cortinaje y Myrddion quedó deslumbrado por la luz que inundaba la columnata hacia los aposentos privados del rey. Un avellano había crecido desde su semilla junto a una fuente que llevaba cincuenta años sin funcionar, pero tanta era la religiosidad de Melvig que todos los días llenaban de agua limpia y pura la pila para que el árbol dejara caer sus frutos directamente en el estanque. En el fondo de las aguas, poco profundas, parecían agitarse formas extrañas cuando Myrddion hizo una pausa para rozar el agua con los dedos y luego sumergir la cara en su frescor. A pesar de su escepticismo, notó que el agua que chorreaba de su piel se llevaba parte del cansancio del viaje. De forma inconsciente, optó por no beber una gota del agua sagrada; todavía no.
El primogénito de Melvig, Melvyn, recibió a Myrddion en la entrada del comedor. Melvyn era viejo, casi tan anciano como había sido su padre cuando Myrddion nació, pero era más menudo que su progenitor y mucho más moreno, aunque tuviera el pelo casi blanco. Envuelto por los brazos de su tío abuelo, Myrddion notó el tirón de la sangre familiar.
Cuando hubo rendido pleitesía al nuevo rey, Myrddion echó un vistazo a la multitud de familiares y dolientes congregados. Branwyn le volvió la cara, pero hasta de perfil se le veía el rostro amargado, amarillento y viejo, aunque apenas había cumplido veintinueve años. Los partos le habían ensanchado el cuerpo, en el que no quedaba ni rastro de la ágil irresponsabilidad de su infancia. Su evidente e incesante hostilidad hizo que Myrddion se sintiera viejo y triste.
Entonces, de entre el apretado grupo de mujeres, una forma pequeña y rechoncha salió corriendo hacia él y lo abrazó con afecto y placer. Lo único que distinguió de ella en realidad fue el largo pelo trenzado, pero conservaba un vago recuerdo de su olor, que se componía de pan recién horneado, leche y dulce tierra. Un hombre calvo y con una oreja desgarrada observaba con orgullo la escena de la bienvenida, y Myrddion lo reconoció con un golpe de afecto.
—¡Tía Fillagh! Y tú debes de ser su marido, Cleto. Cómo me alegro de volver a veros. Todavía llevo tu amuleto, Cleto, con orgullo y gratitud. Hubiese pasado a visitaros cuando estaba en Caer Fyrddin, pero la noticia de la muerte de nuestro rey me llamaba al norte.
—Deja que te mire, muchacho —dijo Fillagh con entusiasmo—. ¡Qué joven y guapo! ¡ Y qué alto! Cómo te amarán todas las jóvenes… si no te aman ya. Cuánto ha crecido, ¿verdad, Cleto? Vaya, juraría que será mucho más impresionante incluso que Melvig, nuestro señor, que era un hombre de excepcional estatura. Y ¡qué pelo tan bonito! ¡Estoy celosa, de verdad que sí!
Cleto dio un paso al frente, arrancó a Myrddion del abrazo de oso de su mujer y le estrechó la mano con firmeza.
—Hemos oído hablar de tu saber y de tu posición en la corte del gran rey Vortigern. Se dice que depende de tus habilidades como sanador y que no da un paso sin ti. Siempre supimos que estabas señalado para la grandeza, cuando el dios del sol te reclamó y las serpientes de la Madre también te abrazaron. Hemos estado orgullosos de tus hazañas, pero la querida Olwyn no habría cabido en sí de amor y admiración si hubiese vivido para presenciar tu triunfo.
Myrddion se puso rojo ante la admiración que veía en los ojos de sus familiares. Como Medio Demonio, había pasado buena parte de su infancia solo y rechazado, de modo que esos halagos lo complacían y a la vez lo ponían nervioso.
—Y aun así sirvo a su asesino.
Con el rabillo del ojo, Myrddion vio que Branwyn asentía antes de girar la cara y darle la espalda. Suspiró decepcionado.
Entonces Eddius se le echó encima y envolvió al sanador con sus brazos todavía fuertes, y Myrddion sintió las lágrimas de su padre adoptivo cuando le resbalaron por las mejillas.
—¡Mírate, chico! Qué contenta habría estado ella. Que no te dé vergüenza servir al regicida. Haces lo que tienes que hacer, como haré yo.
Myrddion sintió que se le cortaba la respiración al oír las últimas palabras de Eddius, mientras un presentimiento le provocaba un hormigueo en la piel.
—¿Qué quieres decir, Eddius? ¿Qué planeas?
—Nada, hijo. Nada de nada. Ahora deja que te eche un vistazo como corresponde.
Eddius vio a un Myrddion cambiado, algo distinto al niño aprendiz al que había arrancado de su familia el rey Vortigern, el maldito tirano que había asesinado a su querida Olwyn. Myrddion había crecido hasta superar el metro ochenta, una estatura extraordinaria para un celta con antepasados entre los pueblos de las colinas. La cara del muchacho era casi sobrehumana en su belleza, pero aun así Eddius reconocía rasgos tanto de Olwyn como de Branwyn. Cada una de ellas había legado fragmentos de sus facciones que en Myrddion formaban una composición nueva, a la vez varonil y hermosa.
Sus manos y sus pies eran estrechos y finos, y su cuerpo, aunque esbelto y elegante, también transmitía fuerza, con unos músculos claramente definidos en los brazos, el pecho y el abdomen que no podía disimular ni siquiera la gruesa túnica de sanador. Solo los ojos de Myrddion contradecían la belleza del cuerpo y el rostro, pues eran extraños en su negrura y calculadores en su expresión. Hasta a Fillagh le sorprendió la mirada fría y racional de su sobrino nieto, y el control con el que enmascaraba sus emociones.
«Es un joven al que hay que tener en cuenta, y será mejor tenerlo como amigo que como enemigo en los años venideros —pensó Melvyn mientras ofrecía a su pariente un vaso de buen vino—. A padre le hubiese impresionado ver que alguien tan joven se ha vuelto tan alto y tan fuerte.»
En contraste, Eddius había envejecido en el año transcurrido desde su último encuentro. La pena lastraba sus musculosos hombros y le doblaba la columna como si ya fuese de mediana edad. Varios mechones grises deslustraban su pelo y el pesar había labrado arrugas profundas en su cara bronceada. Hasta sus anchos e inocentes ojos, que entrecerraba, se habían vuelto herméticos. Viéndole, Myrddion se arrepentía mucho de haber permitido que Vortigern viviera, algo que dolía sin tregua a Eddius.
—Me alegro mucho de verte, muchacho. ¡Mucho! Cuando nos vayamos de Canovium, tienes que venir a Segontium a ver a los niños. Te juro que Erikk es la viva imagen de mi querida Olwyn, y Melwy ha esperado tu regreso con impaciencia. Tu sirvienta Tegwen les ha contado tantas historias sobre ti que a sus ojos te has convertido en todo un héroe.
La idea hizo reír a Myrddion.
—Sí, pasaré de visita. ¿O sea que Tegwen ha encontrado un hogar contigo y los chicos en Segontium?
—Es una maravilla, Myrddion. Me asombra que pudieras soportar perderla. Sirve a los niños y ha sido una influencia maravillosa en su carácter. No solo ayuda a Annwynn cuando estalla cualquier brote de enfermedad, sino que también trata cualquier herida leve que nos hagamos en la villa. Estoy muy aliviado de que haya venido, porque su presencia me quita una pesada carga de los hombros. Por fin veo claro mi camino.
—Me alegro, Eddius, de verdad. Tegwen es una buena mujer, y muy inteligente, aunque no haya recibido ninguna educación.
Con discreción, Myrddion examinó la cara indescifrable de Eddius y se preocupó. ¿Qué veía con tanta claridad? ¿Adónde llevaba ese camino?
Durante la larga velada, Myrddion recibió la bienvenida en el seno de su extensa familia. No se dijo nada del servicio final que realizaría para Melvig ap Melwy, pero Myrddion sintió el peso de su promesa detrás de cada gesto cariñoso y efusivo reencuentro. Comió y bebió, y describió los parajes lejanos que había visto y a los personajes famosos y poderosos que habían utilizado sus talentos. A su familia le impresionó en especial la muerte de Horsa, mientras que la terrorífica venganza de Hengist, historia que relató con fidelidad según los recuerdos de Finn Cuentaverdades, provocó gritos contenidos de pasmo en su público. A Melvyn le intrigó el episodio sobremanera.
—Hablas de esos intrusos sajones como si fueran hombres nobles. ¿Cómo es posible? Los sajones son bárbaros, y nos amenazan desde el otro lado del Litus Saxonicum mientras hablamos.
Myrddion sopesó bien la respuesta antes de hablar.
—Yo los conocí, tanto a Hengist como a Horsa, y descubrí que eran descendientes de reyes. Tendríamos que desconfiar de la palabra «sajón», porque es tan engañosa como la descripción de frisón o britano. Hengist y Horsa eran nobles los dos, y en su vida cumplieron su deber hacia su pueblo y además demostraron lealtad a sus señores. Adoptaron el honor como su código personal. En mi opinión, representaban lo mejor que las razas del norte pueden ofrecer.
—Se diría que los admiras, Myrddion —dijo el rey Melvyn, con la desaprobación escrita en su cara larga.
—Que los admire no quiere decir que me gusten, mi rey. Los sajones pueden ser mucho más crueles de lo que alcanzamos a imaginar, porque se han criado en la violencia y el destierro. Pero Hengist no es nuestro problema. La auténtica amenaza son los otros sajones que lo siguen a nuestras islas. Por lo que me cuentan los hermanos, los puertos de las tierras francas y los reinos septentrionales están llenos de norteños que harían cualquier cosa con tal de obtener un pedazo de tierra para sus familias. Carecen de la nobleza y la sensatez de Hengist, o sea que son peligrosos. Esos invasores observan nuestras orillas con ojos envidiosos y calculadores ahora que se han ido los romanos. Pero no hay motivos para preocuparse, mi señor Melvyn. Los sajones no se atreverán a subir tan al noroeste durante siglos, para cuando todo lo que conocemos ahora se habrá convertido en polvo y nuestra gente habrá perdido el control de sus tierras. Incluso entonces, en el crepúsculo de los celtas, vuestro reino permanecerá incólume, aunque vuestros descendientes se verán obligados a acoger refugiados en esta tierra tranquila donde el pasado conservará su potencia a través de las viejas historias y canciones. No temáis, mi señor, porque dormiréis con vuestros ancestros durante muchos, muchos años antes de que lleguen esos tiempos aciagos.
Melvyn enderezó los hombros y sonrió aliviado.
—¿Te dicta tu inteligencia lo que nos depara el destino? —preguntó con cautela—. ¿O es otra cosa?
Myrddion reflexionó otra vez con detenimiento y cuando respondió fue con voz queda y sincera.
—Las dos cosas, mi rey. Ambos sentidos me indican lo que debo decir, pero no puedo ofrecer garantías de que acierte.
—El bastardo, el Medio Demonio, cuenta las mentiras que le llegan desde la oscuridad de los malignos —interrumpió Branwyn con tal rencor en la voz que sus parientes se apartaron de ella—. Desconfiad de las palabras contaminadas que pronuncia.
—¡Silencio, Branwyn! Se te tolera en esta sala por el recuerdo de tu santa madre, o sea que no me obligues a echarte. No toleraré que insultes a Myrddion cuando ha prometido cumplir los deseos de mi padre de un modo que a mí me resultaría imposible.
Melvyn habló con tanto desprecio que el marido de Branwyn la alejó a rastras del grupo familiar y se la llevó a su tranquilo dormitorio cuando estuvo libre de miradas curiosas.
—Acepta mis disculpas, Myrddion, porque tu madre ha enloquecido y cada día está peor. Tarde o temprano me veré obligado a intervenir por el bien de sus hijos, que ya no están a salvo en su presencia. Su marido a menudo presenta huellas de ataques contra su persona y temo que sea una tragedia la que ponga fin a esta pesadilla familiar en concreto. Evítala mientras te encuentres en Canovium, por tu seguridad y la de ella.
Myrddion le quitó hierro al asunto con un gesto de la mano, porque estaba acostumbrado a los impulsos homicidas de su madre cuando se encontraba cerca de él. Había ocasiones, sin embargo, en que se preguntaba cómo habría transcurrido la vida de Branwyn si nunca hubiese descubierto a su hermoso náufrago en la playa de Segontium. Sin embargo, concluía que las semillas de la locura esperaban desde siempre en la cabeza de la niña, latentes pero prestas a aflorar si su visión del mundo encajaba alguna vez un duro golpe. El padre de Myrddion había sido la chispa que había prendido la locura aletargada de su naturaleza. Había visto el fuego que le ardía detrás de los ojos.
Sin la incómoda presencia de Branwyn, la velada prosiguió por cauces más agradables. Melvyn explicó las ceremonias asociadas al entierro de Melvig. El viejo autócrata había decidido que lo inhumaran y había escogido un bloque de granito de las montañas para marcar el lugar de su eterno reposo. Había gente puliendo y tallando el bloque en esos precisos instantes, y estaría terminado en menos de una semana.
—Los últimos de los grandes druidas acudirán a Canovium desde Mona, desde los bosques de Arden y Sherwood, y desde Melandra en el norte. Se reúnen para presenciar la liberación del alma de mi padre y estarán con nosotros dentro de dos días, cuando se celebre la ceremonia. ¿Estás preparado para cumplir tu promesa, Myrddion?
—Sí, mi señor. Se lo prometí a Melvig y seré fiel a mi palabra.
—Mi padre me encargó que te diera su espada para que le cortases la cabeza, porque temía que cualquier otra hoja careciese del peso necesario para atravesar el cuello limpiamente. ¿Estás dispuesto a obedecer sus deseos?
—Sí, mi señor, pero necesitare algo de práctica para conocer el peso y el tacto del arma.
—Por supuesto —respondió Melvyn—. Melvig te dejó su espada, que él llamaba Sangradora, como pago por el cumplimiento de tu promesa. También te deja sin condiciones su anillo de rubí, el collar de tu abuela y un brazalete con cabujones. Mi padre creía que habías nacido para alcanzar la grandeza, Myrddion.
—El anillo de rubí debería ir en vuestro dedo en vez de en el mío —protestó Myrddion—. El anillo siempre ha simbolizado el poder del rey, de modo que no me imagino su mano sin él. A fin de cuentas, yo solo soy el hijo bastardo de una rama femenina de la familia, de poco valor para el pueblo deceanglo o la tribu ordovica. Ese anillo no debería adornar mi mano.
Las facciones de Melvyn se suavizaron y relajaron. Myrddion había superado la prueba de la ambición desleal.
Cuando su padre había dispuesto el reparto de sus bienes terrenales, Melvyn había esgrimido el mismo argumento contra el legado del anillo. En ese momento, usó los argumentos de Melvig para convencer al sanador de que acatase los deseos del viejo rey.
—La espada de Melvig era suya y podía dejársela a quien quisiera. Lo mismo pasa con este anillo. Yo ya poseo la sortija del pulgar y la gran torques de la tribu deceangla. El collar del pez nunca fue mío, pero perteneció a Olwyn y a la Madre. ¿Por qué no ibas a aceptar esas gemas de la familia que él llevaba en el dedo y la muñeca? Siempre vio en ti algo digno de admiración, y en cuanto llegó a conocerte mejor deseó acompañarte en tus largos viajes, aunque solo fuera en espíritu.
Myrddion evaluó los auténticos sentimientos de Melvyn acerca de la herencia con un extraño distanciamiento. Si algo no necesitaba el joven eran más enemigos a su espalda. Al final, tomó una decisión.
—Melvig me halaga, pero aceptaré los regalos de mi bisabuelo con el mismo espíritu con el que me los han hecho. Mientras viva, llevaré el anillo de tu padre con orgullo.
—Así pues, la semana de ceremonia y entierro puede comenzar. —Melvyn sonrió en señal de aceptación—. Rezaremos por el alma de Melvig ap Melwy, rey de los deceanglos, y por aquellos de nosotros a los que su pérdida deja más pobres.
La mañana siguiente amaneció con el mismo calor bochornoso y agobiante que había recibido a Myrddion en Canovium. El sanador se procuró un almuerzo rápido de guiso recalentado y dos manzanas en las cocinas, donde los sirvientes ya estaban volcados en la preparación de los banquetes que acompañarían a las festividades con motivo del funeral y la coronación del nuevo rey. Comiendo una de las manzanas, salió al patio delantero y contempló desde arriba Canovium y el mar de más allá.
La cuenca del río era fértil y la tierra, profunda, lo que permitía que el pueblo estuviese rodeado de granjas hasta las estribaciones de las colinas, donde la tierra empezaba a elevarse de manera pronunciada. Las ovejas pacían en las faldas de los montes, mientras que los campos de hortalizas, fruta y cereales convertían el rico terreno en una colorida colcha de retales. Canovium había tenido muchos nombres a lo largo de los años y muchos pueblos diferentes habían acudido a esa estrecha y fértil lengua de tierra donde la vega ofrecía alimento, agua y lazos con el océano y la pesca.
A lo lejos, en las montañas donde el arroyo bebía de la nieve derretida de las grandes escarpaduras de granito, Vortigern quizás estaría contemplando en ese preciso instante el mismo río desde Dinas Emrys, pensó Myrddion. La seguridad de esa cuenca generosa que alimentaba a Canovium dependía de la fortaleza del gran rey en las montañas.
—Qué predecibles somos —murmuró—. Nos amontonamos donde la tierra es buena y solo los pueblos salvajes o los bichos raros buscan los lugares lejanos e inhóspitos donde no fluyen los ríos.
—Tus antepasados por parte de madre eran, por tanto, salvajes o raros —replicó una voz a su espalda. Melvyn se había acercado en silencio y Myrddion no se había percatado de su presencia—. Hemos cuidado de la hermana de tu bisabuela durante estos últimos veinte años, siguiendo instrucciones estrictas de mi padre. Es de la región de los montes, igual que la madre de Olwyn, y muy, muy anciana. Tendría que haber traspasado a las sombras hace mucho, pero su espíritu es fiero y resistente. Le gustaría verte.
Myrddion frunció el ceño.
La noche anterior, había estado rodeado de familiares, lo que había supuesto una extraña experiencia para un joven que había pasado solo una gran parte de su vida. ¿Por qué quería conocerlo una anciana de las colinas, aunque fuese un pariente lejano? Sin embargo, era demasiado educado para hacer preguntas descorteses.
—Por supuesto, tío, será un placer conocer a la venerable dama. Le haré una visita en el momento que me indiquéis.
Melvyn se rió con suavidad y dio una palmada de alivio en la espalda del sanador.
—No hay momento como el presente. La tía Rhyll no me dejará en paz hasta que te vea. Te lo advierto, es una mujer temible, teniendo en cuenta que no me llegaría ni al hombro aunque se pusiera derecha, cosa que, por desgracia, no puede hacer.
Myrddion se encogió de hombros con bonachonería y atacó su segunda manzana.
—La mañana es luminosa, mi señor. Tengo un día de asueto por delante, sin más tareas que rezar por el alma del rey y ponerme al día con Eddius, o sea que estoy a vuestra disposición.
—Bien, bien.
Melvyn giró sobre sus talones y acompañó a Myrddion al interior del laberíntico edificio, donde atravesaron estrechos pasillos y un laberinto de estancias cada vez más pequeñas hasta llegar a la parte de atrás del palacio, si tal palabra podía usarse para describir semejante amalgama de edificios interconectados.
El nuevo rey se detuvo ante una puerta sencilla, llamó y luego entró en una salita que se abría a un patio pequeño pegado a la pared del acantilado. Cobijado de las brisas marinas e iluminado por un poco habitual sol enceguedor, el patio era un estallido de color gracias a las grandes jardineras de piedra porosa o las macetas de barro cocido con resistentes margaritas, rosas, hierbas aromáticas y una venerable enredadera que daba unas brillantes flores violetas. La mezcla de color era tan sorprendente sobre el telón de fondo de la ladera gris y rocosa que Myrddion casi pasó por alto a la criatura diminuta y marchita sentada en un taburete blando entre el desparrame de flores, porque estaba arrebujada con un grueso chal de lana teñida de un rojo chillón, de tal modo que solo una cara pequeña y apergaminada y un par de inquisitivos ojos avellanados asomaban para estudiar a sus visitas.
—Bien hecho, Melvyn. Doy por sentado que has traído al chico de Olwyn a verme, porque veo un mocetón plantado a tu lado. —Sonrió a su joven visitante antes de volverse hacia la puerta del fondo de sus aposentos—. ¿Lindon? —gritó con una fuerza sorprendente—. ¿Dónde estás, trasto inútil? Ha venido de visita el nuevo rey con un joven acompañante. Trae vino caliente y fruta, que veo que a mi pariente le gustan las manzanas.
Avergonzado, Myrddion masticó el último bocado del corazón con sus dientes blancos y afilados. Hizo una reverencia, con considerable respeto, y esbozó la sonrisa más encantadora que pudo.
Una mujer rechoncha, de mediana edad y con la cara curtida salió con brío entre las persianas plegadas que separaban el patio de un minúsculo dormitorio. Sus manos encallecidas por el trabajo ya sostenían una bandeja de madera con una jarra y varias tazas de cuerno pulido hasta dotarlo del brillo y el color del ámbar.
—Ya va, ya va, vieja anciana. Siempre incordiando, aunque trabaje como una esclava de sol a sol para mantener sano y cómodo tu cuerpo canijo. Aquí tienes el vino con miel que querías, templado como te gusta, pero tendré que buscar un poco de fruta, si todavía la deseas.
A Myrddion le sorprendieron el tono y los modales de la sirvienta, hasta que cayó en la cuenta de que ese trato era familiar y placentero para las dos mujeres. La tía Rhyll soltó un juramento de soldado, gruñó y con un gesto mandó a Lindon a por manzanas, peras y bayas.
—Este joven es Myrddion, tía, el nieto de Olwyn. Como te he dicho, es un sanador famoso, aunque sea tan joven. Sirve a Vortigern, el gran rey, en sus campañas, y ha viajado a lugares remotos desde su infancia. Ha venido a Canovium a cumplir la última voluntad de mi padre.
—Esa mamarrachada de la decapitación, supongo. Da igual. No hay nada tan extraño en este mundo que no vaya a salir algún lunático que lo crea y lo adopte como costumbre. Con todo, no hace ningún daño real, imagino, porque Melvig ya está muerto. Que la Madre nos ampare, a lo mejor hasta funciona. —Entonces la vieja Rhyll se echó a reír alegremente como si acabase de contar un chiste la mar de gracioso. Los dos hombres eran demasiado educados para responder—. ¿Y bien? ¡Venga, bebed! Y tú, chico, ponme una copa. No soy tan vieja que haya olvidado el sabor del vino dulce con miel. Y si la vaga de mi sirvienta vuelve algún día, también disfrutaremos de fruta de temporada. Me encantan los melocotones maduros y sabrosos.
Myrddion se preguntó cómo podía Rhyll comer cualquier fruta, dado que su boca hundida y arrugada sugería que no tenía un solo diente. Sin embargo, en cuanto Lindon regresó, la anciana hizo un gesto más apremiante que cualquier palabra, y la sirvienta cortó un melocotón por la mitad y le quitó el hueso. Desdentada o no, Rhyll dio buena cuenta de la fruta en un visto y no visto, sin prestar la menor atención al jugo que le corría por la cara y el escuálido cuello.
Mientras Lindon limpiaba la diminuta cara con un paño de lino limpio, la vieja mandona ordenó a Melvig que fuese a ocuparse de sus asuntos. El nuevo rey obedeció mansamente.
—Me aterrorizas, tía Rhyll —empezó Myrddion tras un cómodo silencio. Suavizó las aristas de sus bruscas palabras con una sonrisa que le llegó a los ojos—. ¿Qué puedes querer de un bastardo sin nombre que todavía no es un hombre adulto? —Era muy consciente de que Rhyll lo examinaba con atención.
—Ah, pero eres un chico precioso, sobrino. Igual que mis rosas.
Arrancó con la mano una rosa roja, lozana y olorosa. Myrddion se sorprendió ante la fuerza de esos dedos esqueléticos, capaces de partir un tallo con tanta facilidad. La anciana escogió otra rosa, tan pálida como roja era la primera. Aunque estaba abierta, los pétalos estaban más juntos y el olor era menos embriagador, pero los estambres del corazón de la flor eran dorados.
Sin palabras, Rhyll ofreció las rosas a Myrddion, que las cogió con la frente fruncida.
—Tu corazón está cerrado. El amor no te tocará hasta que entren en tu vida tres mujeres. De ellas, una con el pelo rojo te partirá el corazón y lo convertirá en un bloque de hielo, pero otra con el pelo blanco lo curará. No hablaré de la tercera porque soy solo una pobre vidente de las colinas y no se me permite hacerlo. Todas ellas te harán sufrir, hijo, pero los peores golpes no proceden de las manos de las mujeres, sino de hombres queridos.
—¿De verdad eres vidente, tía Rhyll? ¿Ves las imágenes del futuro en tu cabeza o en sueños?
Rhyll esbozó en su cara marchita una sonrisa radiante y llena de encías.
—¡Me pones a prueba, muchacho! Tengo la visión, despierta y dormida, como la tenía mi madre antes que yo. Mi hermana y su hija Olwyn nunca conocieron la maldición, de modo que fueron libres de casarse sin ver en sueños el destino de sus vástagos. Tú tienes la visión, muchacho, pero es un don masculino que está enmarañado con el poder, las espadas y los reyes sin corona. Guárdate de la soberbia, Myrddion, porque llegarás muy alto y mandarás sobre las vidas y las decisiones de los monarcas.
Aunque por dentro se estremecía, Myrddion se obligó a reír.
—Soy un sanador, tía Rhyll. Aparte de curar heridas y atender a pacientes nobles, no se me ocurre una situación en la que un sanador pueda influir en las acciones de los grandes hombres.
—Eres un sanador, pero también mucho más —replicó Rhyll, repitiendo las palabras de Cadoc—. Pero no hablaré más de estos asuntos. Vete, niño. Tienes que obtener tu nombre de un hombre de ojos negros, pero me pregunto si creerás que han valido la pena la sangre, el dolor y las agotadoras leguas que te verás obligado a recorrer. De todas formas, en el viaje aprenderás muchas habilidades más, y la naturaleza de tu propia alma no será la menos importante. Yo llevaré mucho tiempo muerta cuando vuelvas a Canovium, pero algún día entenderás mis advertencias. Guárdate de la soberbia, como ya te he dicho.
Rhyll no quiso decir nada más sobre su futuro, por simpáticas que fuesen las sonrisas de Myrddion o por mucho que conversaran en el tranquilo jardín construido en la ladera de la colina. Cuando la larga tarde empezó a oscurecer, Myrddion besó la ajada mejilla de Rhyll y la dejó con sus rosas y la noche.
El aire vibraba en el oscuro salón como si unas brisas caprichosas tañeran un arpa invisible. Myrddion sabía que el ruido extraño e interno tenía su origen en el poder de los hombres que rodeaban el féretro y esperaban la llegada del sanador.
Antes de entrar en el gran salón, se había lavado con esmero en la pila de agua de debajo del avellano, tras quedarse solo con el calzón interior puesto. Después de vestirse en el silencioso patio, se había puesto el anillo de Melvig en la mano izquierda, la más cercana a su corazón. Abrió el viejo y rígido cierre de su bula, sacó el regalo que le había hecho el Señor de la Luz por su nacimiento y se puso el anillo de piedra solar en el dedo índice de la mano derecha. Después, con la espada de Melvig sobre las palmas de las manos, entró en el gran salón.
El aire estaba cargado y el aroma de las flores no lograba camuflar un hedor a corrupción que dejó a Myrddion mareado. Los druidas eran unas figuras imponentes, cuyas largas túnicas de sencilla lana negra, marrón y color crema crudo, sin teñir, alargaban sus cuerpos hasta hacerlos parecer más altos y delgados de lo que eran, incluso al sol. Dentro del salón, a la luz de las llamas de las lámparas de aceite, y surcadas por las sombras oscilantes de la luz desigual, sus caras encapuchadas adquirían un cariz fantasmagórico como de otro mundo. El caballete de una nariz aguileña, una barbilla puntiaguda, los mechones de una barba larga o unos pómulos altos reflejaban la llama y conferían a los druidas la incorporeidad de unos solemnes espectros o espíritus.
Como si conocieran el efecto de su presencia sobre los parientes varones de Melvig ap Melwy, los druidas empezaron a cantar en la lengua antigua. Sus voces se conjuntaban de forma imperfecta, pues uno de ellos era un castrado, pero la solemnidad del ritual no podía ponerse en duda. Myrddion los escuchaba, sosteniendo en sus manos la pesada espada ceremonial de Melvig.
El día anterior había examinado el arma con la que tenía que cumplir su palabra. Al igual que su bisabuelo, la espada era tosca, poderosa y práctica. La hoja la habían forjado más de cien años antes, de modo que Myrddion era incapaz de discernir si se había beneficiado del trabajo artesanal celta. Era más corta que la espada de guerrero habitual, pero Melvig tenía los brazos largos y nunca le había encontrado ninguna pega. Quizá la forjara un herrero romano, muerto hacía ya mucho, para un oficial. Nadie podía saberlo, pues el tiempo había borrado sus orígenes y no había dejado nada que pudiera emplearse como elemento de comparación con otras espadas.
Su empuñadura carecía de gavilanes y estaba cubierta de piel de pescado para que no resbalara, pero el sencillo pomo de hierro estaba embellecido con oro y una única gema de un rojo brillante en la que habían labrado un ave de presa. Bajo el sol de primera hora de la mañana, Myrddion había sopesado la espada, había sentido su excelente equilibrio y había disfrutado de su peso al empuñarla.
Más tarde, con la ceremonia de la decapitación a punto de comenzar, algo le había llamado la atención en la textura sedosa de la hoja. Cuando Melvyn había abierto la puerta de atrás del salón para indicarle que entrase, lo había encontrado intentando descifrar la gastada inscripción.
Mientras los druidas cantaban, Myrddion avanzó hasta situarse junto al cadáver de Melvig. Sostuvo la espada en alto, pero horizontal, sobre las palmas abiertas.
Al pie del féretro de Melvig, la sombra de su hijo Melvyn parecía enorme, amenazadora y paciente. Solo cuando los druidas pararon de cantar el rey todavía no coronado levantó ambas manos, se volvió y habló para los familiares varones, los dignatarios deceanglos y los diversos amigos presentes, entre ellos el rey Bryn de los ordovicos y su hijo, el príncipe Llanwith.
—Alegraos, parientes y ciudadanos, amigos y aliados, pues Melvig ap Melwy se dispone a viajar a las sombras, donde festejará en la gloria con sus ilustres antepasados. Cuando aún respiraba, Melvig gobernó esta tierra con valentía, dignidad y justicia. Crió a sus hijos con seguridad y sirvió a su tribu con honestidad y gran sentido del deber. Los dioses le recompensaron con una vida larga y pacífica, de modo que no deberíamos llorar su muerte, sino honrar su tránsito de este mundo al siguiente.
Un coro de conformidad interrumpió el silencio, pero luego la agobiante oscuridad y el poder que emanaba del féretro estrangularon las palabras de anuencia en las lenguas de los invitados.
—El portador de la espada, Myrddion, ha recibido el encargo de liberar el alma de Melvig de su cuerpo a la manera antigua. Solo un familiar o un druida puede blandir una espada con ese objeto, y el sanador Myrddion es descendiente directo de nuestro difunto rey. Adelantaos, testigos y maestros de las arboledas, mientras Myrddion, sanador de Segontium, libera el alma de nuestro señor.
El druida más alto se acercó a Myrddion, que se mantenía a la espera, con la espada cruzada en posición de descanso sobre sus manos desnudas. Lo flanqueaban otros tres druidas, que llevaban los artefactos religiosos necesarios para cumplir su parte de la ceremonia.
El maestro cogió un puñado de tierra de un cuenco de arcilla rojiza que llevaba el primer druida y, con la debida ceremonia, lo espolvoreó a lo largo de la hoja de la espada, que Myrddion giró para que ambas caras quedasen bendecidas.
—¡Por el poder de la tierra! —entonó el religioso con tono solemne.
El segundo druida, vestido de marrón, dio un paso al frente con una gran lámpara de aceite que el sacerdote cogió con ambas manos. Poco a poco, ungió la espada con el fuego líquido hasta que la superficie de acero parpadeó con una luz escarlata y sanguina.
—¡Por el poder del fuego!
El último druida llevaba una palangana de agua con la que se roció generosamente la reluciente hoja y que siseó al entrar en contacto con el metal caliente.
—¡Por el poder del agua! —El druida se giró para mirar a los testigos—. Que el alma del rey Melvig ap Melwy vuele con las águilas hasta llegar a nuestro Padre, el Sol, que es el origen de tu nombre y el señor de todos nosotros.
En el silencio que se hizo, Myrddion se colocó a un lado del féretro mientras el druida aflojaba la tela que cubría la marchita y arrugada garganta del viejo. Conmovido por la ceremonia a pesar de su escepticismo, Myrddion levantó la espada por encima de su cabeza con ambas manos de tal modo que reflejó las llamas de las lámparas y las condensó en un solo foco de luz. Después dejó que la hoja cayera con rapidez, pero con un mínimo de fuerza. Afilada como una navaja con la piedra amoladera de Melvig, la espada atravesó piel y hueso hasta golpear el féretro de madera con un ruido sordo.
El tajo fue limpio y certero.
Cuando el maestro alzó la cabeza de Melvig, ennoblecida por el paso de los años, los testigos suspiraron, como si el espíritu del viejo rey se estuviera elevando, cada vez más arriba, hacia el techo del salón, para después atravesarlo y seguir hacia un sol que ya brillaba muy por encima de los aleros del edificio. Una ráfaga repentina de viento agitó los cortinajes de lana e hizo danzar las llamas de las lámparas de aceite. Después, con la debida reverencia, el druida depositó la cabeza cortada de Melvig junto a su torso y la ceremonia concluyó.
Más tarde, rodeado por su familia y, aun así, solo en la santidad del acto, Myrddion examinó la espada que ya le pertenecía para siempre. La inscripción de la hoja estaba muy borrosa, pero jugando con la luz en la superficie fue capaz de leer una sola línea en latín que daba su nombre a la espada.
«La verdad reside en la muerte.»
Myrddion pensó en el nombre, Sangradora, que le había otorgado su dueño, Melvig ap Melwy, quien nunca había aprendido a leer.
—¡Verdad y muerte! Que emparejamiento de palabras tan ambiguo —murmuró con voz queda. Eddius lo oyó y preguntó a qué se refería, de modo que Myrddion se vio obligado a explicarle su comentario.
—Tal vez habría que cambiarle el nombre a la espada —dijo Eddius con tono meditabundo—. Solo Melvig podía blandir a la Sangradora con el coraje y la nobleza que el nombre exige.
—Lo pensaré —replicó Myrddion—. Aun así, se me hace extraño encontrar una espada romana entre el armamento de un rey deceanglo. Si creyera en los presagios, dudaría en aceptar esta arma.
—¿Todavía sueñas, Myrddion? ¿Aún sufres tus ataques estando despierto? —preguntó Eddius con ansia—. ¿Has visto alguna vez a mi Olwyn? Si pudiera derrotarse a la muerte, sé que ella acudiría a ti.
Pesaroso, Myrddion sacudió la cabeza.
—No. Ojalá pudiese interceder ante la muerte y transmitirte un mensaje de Olwyn, pero la habilidad me fue arrebatada cuando mi madre me abrió la cabeza con una piedra.
La explicación dio paso a una pausa incómoda.
—¿Piensas alguna vez en matar a Vortigern, Myrddion? A menudo me he preguntado cómo soportas servirle, cuando tiene las manos manchadas con la sangre de Olwyn.
—Le deseo la muerte todos los días, pero no puedo arriesgar la vida de mis sirvientes para lavar mi sentido de culpa. Lo consiguiera o no, los parientes de Vortigern asesinarían a todos mis allegados para escarmentar a futuros regicidas. —La conversación empezaba a preocupar a Myrddion. ¿Qué tenía Eddius entre ceja y ceja?—. ¿Por qué lo preguntas, Eddius? ¿No planearás levantar la espada contra Vortigern, verdad? Sería una insensatez. Es muy cauteloso, de modo que ha decretado que no se permita que nadie armado se le acerque. Cualquier intento de asesinarlo te acarrearía una muerte segura, igual que a tus hijos, y además tu caída podría abocar a la tribu deceangla a una guerra imposible de ganar.
Eddius sonrió con cierta temeridad, y Myrddion sintió una angustiosa inquietud.
—No te preocupes, Myrddion. No atacaré a nadie, de modo que mis hijos y parientes seguirán a salvo.
Myrddion no se quedó tranquilo, ni siquiera cuando Eddius le dio un afectuoso abrazo. Cuando se despistó un momento, Eddius se escabulló entre los familiares y los invitados y partió apresuradamente.
En los días de luto que siguieron, Myrddion pensó en la espada, el misterio de su origen y los nombres que podría ponerle. Sin llegar a ninguna conclusión, comió y bebió como mandaba la tradición y, una semana más tarde, presenció con placer la coronación de Melvyn ap Melvig. Disfrutó de los últimos días cálidos del verano, recreándose en el poco familiar abrazo de su clan. La única nube fue la partida de Eddius, que adujo que debía volver temprano a Segontium. Myrddion echó sinceramente de menos al varón más importante de su infancia.
Antes de marcharse de Canovium, Eddius se llevó a Myrddion a la columnata donde el avellano bailaba mecido por una suave brisa y agitaba las aguas de la pila. Una potente emoción que Myrddion en un principio no logró identificar torcía las facciones de su padre adoptivo.
—¿Puedo confiar en ti, Myrddion?
—Sí, Eddius, puedes confiarme tu vida. ¿Por qué me lo preguntas?
—He estado pensando en mi mortalidad, hijo de mi corazón, y te suplico que cuides de mis niños si los dioses me llaman a las sombras antes de que hayan alcanzado la madurez.
Las cejas de Myrddion descendieron como alas movidas por la preocupación.
—Todavía eres joven, Eddius. ¿Por qué iban a llamarte los dioses al valle de la muerte?
Eddius se encogió de hombros, pero su cara inexpresiva no compartía ningún secreto.
—Prométemelo, Myrddion. No puedo confiarlos a la bondad de Branwyn y su marido.
—Juro que cumpliré tus deseos, Eddius, pero tú peinarás canas. Olwyn jamás me perdonaría que permitiese que te pasara algo.
Eddius sonrió con su gesto cauteloso de toda la vida, pero bajo el destello de los dientes y los cálidos ojos castaños, Myrddion adivinó una gran tristeza y un caudal de lágrimas contenidas. Se revolvió, incómodo.
—¡Bien! —exclamó Eddius bruscamente, y no hablaron más.
Por la mañana se había ido.
Al final, después de varias semanas, Myrddion supo que no podía perder más tiempo en Canovium. Vortigern se irritaría y podría darle por castigar a los sirvientes de Myrddion por su tardanza. Con un hombre tan impredecible como el gran rey, todo era posible. Con pesar, Myrddion se despidió del rey Melvyn ap Melvig, de la tía Rhyll y sus desmesuradas ganas de vivir, y de Fillagh y Cleto Unaoreja, todos ellos parientes fieles, amantes y devotos que reconfortaron el corazón solitario del sanador.
Lo único que le faltaba a Myrddion era respirar el aire salado de Segontium y la villa junto al mar. Se sentaría en el banco fúnebre de Olwyn y le contaría todas las cosas maravillosas y atroces que había visto y hecho desde que ella había muerto. Con las gaviotas trazando círculos sobre su cabeza y el mar ribeteando la arena como encaje blanco, miraría hacia Mona y se preguntaría por su padre. Quizá Olwyn tuviera una respuesta que Myrddion pudiese atesorar. Anhelaba ver a su abuela, pero su muerte abrupta y prematura había acallado para siempre su afectuosa comunicación. Aun así, en la villa junto al mar podría recordar el pasado.
El joven sanador se dijo que necesitaba pedir prestados suministros a Annwynn, lo cual era un motivo para su retraso que Vortigern entendería, pero reconocía que las sonrisas de su familia habían resultado seductoras durante su estancia en Canovium. Segontium renovaría su fe en sí mismo y lavaría la acumulación de vicios y agonías humanos que había presenciado. Como mínimo, vería a Tegwen y demostraría que su extraña profecía era errónea.
Solo tenía que salvar esos pocos kilómetros más y, quizá, su camino al futuro quedaría claro.