20

Un fin prematuro

Cosechar un campo antes de que madure,

¿es correcto, oh estrellas y gran rey?

Es comer antes de tiempo

Flor de avellano, blanca de primavera

Antiguo poema anónimo celta

Vortimer atravesó la villa hecho una furia, como un toro desquiciado por un enjambre de abejas. Muebles, tapices y preciosos frascos de alabastro acabaron destrozados, desgarrados y pulverizados bajo sus pies mientras avanzaba hacia la alcoba de la reina. Rowena lo oyó llegar y se sentó en un taburete con algo de labor de costura de Willow en las manos para calmar sus dedos temblorosos. El ritmo suave de las puntadas en la lana basta la sosegaba, la ayudaba a refugiarse en el pozo de calma de su interior.

La puerta se abrió de golpe sobre sus goznes cuando Vortimer la empujó con el hombro. Batió hacia dentro y chocó contra la pared con tanta fuerza que el yeso se agrietó y cayó en escamas sobre el suelo de baldosas.

Rowena siguió pasando la aguja a través de la áspera lana; dentro, fuera, estira; dentro, fuera y estira: como un mantra o una oración.

—Príncipe Vortimer, ¿por qué estáis de tan mal humor? ¿Qué sucede?

—Mírame, so zorra. ¡Deja esa… esa basura y mírame!

—Por supuesto, mi señor. —Rowena atravesó la aguja en la tela limpiamente y dejó la prenda de lana en el suelo. Alzó la mirada y se obligó a mirar a Vortimer con toda la calma que pudo reunir, plegando sus gráciles manos sobre el regazo.

Su hijastro tenía la cara congestionada y roja de furia impotente, sus ojos parecían casi inhumanos a la luz de la lámpara y un rastro de su propia sangre le ensuciaba los nudillos, que había empleado para golpear a ciegas una pared mientras atravesaba la villa hecho un basilisco.

—Sangras, Vortimer —murmuró—. Deja que te limpie los rasguños de los nudillos.

Su cuerpo expresaba sumisión y ternura, pero su mirada era directa, fría, desprovista de miedo. Vortimer no podía ver el terror que ella tan bien escondía.

—Tu puto marido ya está cercando Glevum, madrastra. Ha capturado mis propias máquinas de asedio, de modo que empezará a echar abajo mis murallas en cuanto llegue el amanecer.

En contravención de todas las leyes consagradas de la guerra, un ruido sibilante rompió la calma de la noche, como si respondiera al príncipe. Lo siguió un golpe sordo.

La tierra tembló bajo sus pies.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —Vortimer siguió maldiciendo y añadió varios epítetos que describían la parentela y el coraje de su padre—. Te parecerá divertido, ¿verdad, zorra sajona? Estás ahí sentada, como una santa cristiana remilgada, pero bien que te abriste de piernas para un viejo, para volverlo contra sus propios hijos. Tú causaste la muerte de Catigern y encontraste un modo de enviar espías a mi padre, ¿verdad?

Vortimer había alzado la voz hasta el grito, y se inclinó sobre la reina con la cara a apenas unos centímetros de la de ella. Hasta la última fibra de su ser instaba a Rowena a escupirle en su rostro retorcido y rojo de ira, pero mantuvo una apariencia de calma y sensatez aunque ello le exigiera concentrar toda su voluntad.

—Las murallas de Glevum son fuertes, mi señor, y no creo que los hombres de Dyfed doblen la cerviz ante Vortigern. Mi marido tendrá que luchar para ganar cada calle y cada sucio callejón antes de que esta ciudad se rinda. No espié para mi marido; ¿qué podría haberle contado, Vortimer? No se me permite salir de esta habitación. Desconozco todo lo que ocurre en el mundo exterior.

Su hijastro había empezado a relajar los hombros, aplacado por su tono razonable, pero sus palabras finales hicieron que levantase el puño y le pegara, por primera vez, en la cara, donde el golpe quedaría a la vista. Rowena sintió que se le rompía la nariz y maldijo su estupidez a la vez que empezaba a caer. Se había mostrado crítica y Vortimer era muy sensible.

—¡Zorra! Me codiciabas, me tentaste y me sedujiste. Te quedas ahí sentada, como si fueras la inocencia en persona, con tu pelo largo suelto, invitando a follarte a cualquier hombre con sangre en las venas.

Le propinó una patada en las costillas y Rowena intentó hacerse un ovillo para protegerse. Rozó con la mejilla la labor que había dejado en el suelo y la aguja le hizo un arañazo. Mientras su hijastro seguía pateándola, arrancó del tejido la minúscula arma y la escondió en el puño.

—¡Para! —jadeó cuando sintió que le rompía una costilla. No tenía ninguna duda de que la mataría si no podía tranquilizarlo—. ¡Soy tu madrastra!

En el momento mismo en que las palabras salieron de su boca, cayó en la cuenta de que lo había encendido de nuevo sin querer.

Vortimer la levantó sobre sus piernas vacilantes tirándole de la melena suelta y le pegó en la cara hasta que la cabeza de Rowena empezó a darle vueltas y notó el sabor de la sangre en sus labios partidos. Cuando su hijastro se disponía a pegarle de nuevo, la reina se lanzó a por sus ojos con ambas manos, hasta que también él emitió un estridente chillido y se alejó de ella dando tumbos.

Con la mano izquierda había arañado el lado derecho de la cara de Vortimer desde la frente hasta la barbilla y le había dejado profundos surcos en la mejilla con sus uñas largas y afiladas. Sin embargo, el ojo izquierdo del príncipe empezó a sangrar de inmediato, porque le había clavado la aguja profundamente en la pupila dilatada. De la aguja colgaba un resto de hilo como una cola obscena.

Vortimer levantó una mano para taparse el ojo cegado, mientras que con el otro brazo apartaba a Rowena de sí con tanta fuerza que la hizo tropezar sobre los fragmentos de yeso que cubrían el suelo y derrumbarse en la esquina de la habitación como una muñeca rota. Lágrimas de sangre, suero y agua surcaban la cara de Vortimer cuando dio media vuelta y salió corriendo de los aposentos de su madrastra.

Sus palabras de despedida resultaron espantosamente audibles, aunque Rowena estuviera perdiendo la conciencia.

—Volveré, «madre», y entonces será un gran placer matarte. Vortigern no volverá a ver nunca a su querida puta sajona.

La noche ardía con los fuegos que reducían a cenizas las cabañas circulares apiñadas fuera de las murallas de Glevum. En contra de sus deseos, Myrddion había sido separado de sus pacientes por orden expresa de Vortigern, para dilucidar el funcionamiento de las catapultas y las balistas. No hubo súplica o razonamiento que hiciera mella en el rey. Pensaba doblegar Glevum, de modo que se negaba a dejarse disuadir por un vulgar sanador que podría tener la respuesta a los mecanismos secretos dentro de su ágil cerebro.

La marea de la batalla había cambiado en contra de Vortimer con tanta rapidez que sus ingenieros se habían visto obligados a abandonar sus armas de asedio. En circunstancias ordinarias, las habrían saboteado para que no pudieran usarse contra sus propietarios originales, pero la retirada había sido demasiado precipitada. Más leales a Ambrosio que a Vortimer, los ingenieros habían corrido para salvar la vida hasta el cobijo de las murallas romanas que rodeaban Glevum. En ese momento, cuando las llamas iluminaban la noche con un tinte espeluznante y sanguinolento, las máquinas de guerra del rey Ambrosio fueron reubicadas para atacar las puertas centrales del refugio de Vortimer.

Sin embargo, antes de poder apuntarlas contra el enemigo, Vortigern debía aprender a usarlas. Myrddion se encaramó a la catapulta con flexibilidad de niño y curiosidad de hombre. Entendió los engranajes y las palancas que permitían que el trinquete bajase el gran poste y lo afianzara en su posición, listo para disparar. Encontró el largo mango de hierro que se empleaba para bajar el cubo y llenarlo de la munición que descendería sobre sus blancos, y halló el mecanismo de disparo con la misma facilidad.

Pero ¿cómo se calibraba el arco de tiro? ¿Cómo se cambiaba la elevación?

—Necesitaré cargar una catapulta y practicar hasta entender cómo se apunta. ¿Tengo permiso para disparar a las puertas de Glevum hasta que sepa lo que me hago?

—Hazlas trizas si lo deseas —exclamó Vortigern con un bufido risueño—. Pero no vuelvas con tus pacientes hasta que mis hombres sepan manejar estas máquinas infernales.

—Pero vuestros guerreros heridos morirán si permanecen sin cuidados, rey Vortigern —advirtió Myrddion—. Puede que necesitéis a todos los hombres que tengáis en condiciones de combatir si el sitio de Glevum se prolonga durante semanas o incluso meses.

—Si esa es la voluntad de los dioses, mis guerreros deberán ser sacrificados. Por desgracia, preciso esas catapultas con mucha más urgencia que a un puñado de hombres más.

Contrariado, Myrddion hizo una mueca y recordó, con retraso, el odio que todavía le inspiraba el viejo rey. Durante unas breves semanas, el sanador se había dejado seducir por la energía de Vortigern, su inteligencia despierta y su feroz capacidad de recuperación. Incluso entonces, perforado por la mirada del rey, Myrddion sentía el encanto del personaje, un rasgo poseído por todos los grandes hombres que cautivan a los demás para que los sigan hasta la muerte.

Myrddion disimuló su repentino arrebato de odio para que no se reflejara en sus brillantes ojos negros, pero el sanador sabía que el rey se imaginaba el cariz de sus pensamientos.

De modo que Myrddion recibió una dotación formada por un grupo de hombres con heridas leves que se habían ofrecido voluntarios para manejar las «máquinas infernales». Se persuadió a campesinos capturados para que recogieran rocas y demás munición y las colocaran en grandes montones, listas para el bombardeo que pronto tendría lugar. Por suerte, los hombres de Vortimer habían tenido el detalle de reunir una considerable reserva de pedruscos que pesaba lo justo para que los hombres la subieran, con alguna dificultad, a los cubos de hierro.

Con cuidado, y usando el lenguaje de un hombre práctico, Myrddion explicó el propósito de cada componente de la catapulta antes de ordenar a dos enormes antiguos granjeros de Dyfed que girasen la manivela del cabestrante para bajar el cubo. Poniendo una mano en el gran poste de la catapulta, Myrddion podía sentir la tensión del madero que luchaba por liberarse.

—Llenad el caldero de rocas, todas las que quepan —ordenó, y sus sonrientes peones se apresuraron a obedecer. Con muchos gruñidos y esfuerzos, llenaron el cubo que colgaba hasta los topes.

Myrddion sonrió mirando a sus improvisados ingenieros.

—No tengo ni idea de si esto va a funcionar o de si alcanzaremos algún blanco. —Y antes de que pudiera extenderse sobre el tema o cambiar de opinión, accionó el mecanismo de disparo.

El ruido y el impacto sordo de los proyectiles contra la piedra dieron como resultado una explosión muy satisfactoria de roca pulverizada que derruyó una gran porción del remate de la muralla. Al otro lado, dentro de la ciudad, otros proyectiles chocaron contra edificios y levantaron una nube de polvo lo bastante densa para resultar visible en la oscuridad. Por desgracia, la andanada de la catapulta se había pasado de alta y no había alcanzado las puertas en absoluto.

—Hay que echar atrás esta máquina para bajar la trayectoria. No se me ocurre nada más para conseguir el resultado que deseamos. También debemos alinear el poste elevado con la puerta. El resto de máquinas podemos adelantarlas un poco para que disparen sus cargas de piedras por encima de la muralla, dentro de la ciudad.

Mientras sus hombres se ponían manos a la obra para reposicionar las máquinas, Myrddion descifró el funcionamiento de las balistas, disparó una para hacer un cálculo de su alcance y luego puso a sus dotaciones a hacer lo mismo. Sin embargo, antes de que se le permitiera volver a la tienda de los sanadores, el gran rey llamó a Myrddion y se lo llevó a un lado para que pudieran hablar en privado.

—En el fondo soy un hombre sencillo, sanador, que cumple su palabra —empezó Vortigern—. Has hecho lo que te he pedido, de modo que te diré que tu padre se declaraba oriundo de Rávena, y que según él era un aristócrata. No tengo ni idea de si decía la verdad, porque el hombre era retorcido como rama de sauce. Confiaba tan poco en él que ordené que lo tirasen por la borda durante una travesía en barco desde el puerto de Deva hasta el estuario del Seteia. Como de costumbre, el demonio sobrevivió. De aquella casi me convierto al Dios cristiano.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Myrddion con voz súbitamente ronca de emoción.

—Creo que me reservaré esa información para otro día —respondió Vortigern con una desagradable sonrisa—. Estoy seguro de que necesitaré tus servicios en algún otro momento del futuro.

Rowena recobró la conciencia con dificultad, atravesando un remolino de dolor y terror. Se esforzó por abrir ambos ojos, pero la hinchazón del pómulo y de la sien le mantenía pegado el párpado derecho. Todos los huesos y músculos gritaban en señal de protesta, mientras que sus costillas rotas hacían que cada respiración resultase dolorosa.

—¡Señora! ¡Señora! Despertad, por favor, señora —susurró Willow mientras zarandeaba con delicadeza el brazo de Rowena—. El señor se ha vuelto loco y está ordenando a sus tropas que cojan las armas. Jura que reducirá Glevum a cenizas, con todo aquel que haya dentro de sus murallas, antes que permitir que Vortigern pise la ciudad.

Desorientada y aturdida, Rowena vio la cara borrosa e indefinida de Willow y sintió las atenciones de otra mujer que le había puesto ungüento en las heridas. En ese momento la anciana le intentaba sujetar las costillas con tiras de tosco lino, y había sido la agonía de ese contacto la que había arrancado a la reina de la misericordia de la inconsciencia.

—Deja que me levante. —Rowena parpadeó con su ojo bueno hasta que los contornos de la habitación volvieron a cobrar nitidez y pudo ver con claridad a la joven sirvienta. Comprobó que la habían llevado hasta su cama—. Debo intentar detenerlo.

Con una carcajada socarrona, la anciana expresó su opinión sobre las posibilidades de Rowena con mayor claridad que con palabras.

—¡Padres e hijos! ¡Hijos y padres! No hay paz en una casa cuando viven juntos, ¿eh?

—Sí —respondió Rowena en voz baja, y suspiró—. Pero llorar y sufrir sin necesidad es una tontería, sobre todo cuando puede morir gente inocente con nosotros. ¿Podrías encontrar algo de raíz de belladona, abuela? La necesito desesperadamente. Todas la necesitamos, porque Glevum será destruida a menos que paremos los pies a Vortimer.

—La vieja abuela Edda tiene una pequeña reserva del jugo destilado de las bayas, señora, y otras pociones que matan, pero dudo que él beba nada que le ofrezcan las manos que le cegaron el ojo.

Rowena bajó las piernas por un lateral de su cama e hizo una mueca cuando la cabeza empezó a darle vueltas de forma vertiginosa. Con la ayuda de Willow, al final logró levantarse, aunque permanecía encorvada como una vieja.

—Consígueme la belladona de todas formas, y cualquier otra cosa que te parezca que pueda servir. Yo idearé una manera de metérsela en la bebida. Créeme, el abstemio Vortimer sí que bebe cuando piensa que nadie lo mira.

Willow esbozó una fugaz sonrisa, porque ella también conocía los hábitos de su amo, la mentalidad cautelosa y estratégica desgarrada por las inseguridades que le llevaban a intimidar a las almas más débiles y desprotegidas. Antes de que tomase a la reina como botín de guerra, Willow había conocido las dentelladas de la inseguridad del príncipe Vortimer. En los últimos tiempos, por suerte para ella, el príncipe estaba obsesionado con Rowena, y Willow sentía alivio a la par que vergüenza por ello, sobre todo cuando curaba las señales que su amo dejaba en la hermosa piel de la reina.

—No debéis acercaros a él, señora. Se ha quedado tuerto para siempre. Han tenido que llamar a la abuela Edda para que le sacara la aguja de la pupila. Ha sido incapaz de curar el daño, con todo su saber, de modo que el príncipe quedará ciego de un ojo. Por favor, señora Rowena, hacedme caso. Ha jurado que os hará daño cuando volváis a encontraros.

La abuela Edda rió de nuevo, y sus ojos sabios y arrugados como los de una tortuga brillaron en su cara anciana. Una línea irónica desarrollada a lo largo de una vida como testigo de la naturaleza humana le arrancaba una sonrisa ladeada. Para la abuela Edda, el mundo era un lugar sencillo, aunque las divertidas rarezas de la naturaleza humana sazonaban un poco su insipidez. Nacemos, vivimos y luego morimos.

—No, señora, debéis manteneros alejada de él —coincidió—. Los arañazos de la cara no son nada, pero su ojo parece una ostra cruda. La pupila está cuajada. —Entonces Edda soltó otro cacareo jubiloso, mientras Rowena se estremecía al pensar en lo que le había hecho al príncipe en un arrebato.

—Esperaré hasta que él venga a mí. Sí, sé que vendrá. No alcanzo a entender por qué necesita poseerme, pero es así, de modo que me buscará cuando más miedo tenga. Es probable que entonces me mate, sobre todo si Vortigern ya ha tomado su preciosa Glevum. No logro adivinar por qué el amo necesita mancillar mi honor, pero vendrá, sí.

—¡Padres e hijos! —Edda lanzó su risa quebrada de bruja, llena de comprensión maliciosa y sarcástica.

—Tráeme la belladona, Edda. Toda la que tengas. Engatusar y envenenar a Vortimer será mi misión, o sea que reza a tu diosa por mí.

—Ahora mismo te la traigo, señora. —La abuela Edda sonrió y dejó a la vista grandes huecos donde antes había dientes. Solo quedaban unos colmillos marrones y podridos para dar algo de forma al costurón de la boca—. Seguiré teniendo que coseros el pie cuando vuelva, porque el corte os llega casi hasta el hueso.

La reina miró su pie derecho, que llevaba un vendaje poco apretado por el que empezaba a rezumar sangre hasta el suelo. La herida de la planta le dolía como un demonio, de modo que se sentó antes de perder el equilibrio y caer.

—Corre, abuela —susurró con tono apremiante. Fuera, el amanecer se extendía con rapidez y un pájaro trinaba bajo su única ventana. El aire del alba tenía la inmovilidad agobiante del verano, aunque la ciudad apenas acababa de superar los peores rigores del invierno—. Corre, porque la descarga podría empezar muy pronto si Vortigern desea machacar Glevum.

Cuando Edda se alejaba con pasitos cortos y presurosos, los primeros pedruscos empezaron a caer sobre la ciudad, acompañados por el silbido espeluznante que siempre advertía de que se acercaba otra andanada. El impacto de las rocas hizo que la tierra temblase bajo los pies de Willow, quien, aunque sabía que se encontraban lejos de las murallas de la ciudad, miró de reojo y con expresión temerosa hacia la ventana.

Los gritos y chillidos lejanos de los ciudadanos heridos alteraron la calma que siguió a la caída de los proyectiles. El polvo que se había desprendido del techo aterrizó sobre el pelo de Rowena.

—Rezo por que mi marido no sea tan despiadado que use fuego —susurró mientras subía los pies al lecho y se tumbaba con un leve suspiro de dolor. Cerró los ojos y las dos mujeres esperaron en silencio mientras las catapultas proseguían su siniestro bombardeo.

Al cabo de unos minutos, Rowena abrió su ojo bueno y se volvió para hablar a su doncella.

—Trae vino, agua y vasos, Willow. Nada de cerámica, ¿me oyes? Solo vasos de cristal bueno, los mejores que encuentres, para que el contenido entre por los ojos. Y bandejas con comida para picar. Ve a la cocina y no dejes nada que resulte remotamente tentador. —Mientras la sirvienta se levantaba para obedecer, Rowena añadió—: Corre, Willow. La ciudad no puede aguantar mucho y ya huelo a humo.

La muchacha salió disparada.

A pesar del martilleo que notaba en la cabeza y el insidioso dolor de su carne maltratada, Rowena se quedó dormida. Una mano delicada la despertó moviéndole el hombro.

Willow había encontrado dos decantadores romanos preciosos, y unos vasos decorados con bordes de oro puro. En un decantador la esclava había vertido un vino de cálido color rubí. En el otro, agua, tan fría que unas gotas se habían condensado en el exterior y se deslizaban lentamente por el costado. Una bandeja de pequeños trozos de carne bien cocinada rivalizaba, tentadora, con otra cubierta de cubos de gelatina de pétalos de rosa azucarados, espolvoreados con almendra molida y mojados en miel.

Con aire reflexivo, Rowena se llevó a la boca una de las dulces exquisiteces y se lamió los dedos para limpiarlos del pegajoso ámbar.

—Están buenos. A Vortimer le costará resistirse a deliciosos bocados, por enfadado o furioso que esté. Y al vino le pegará seguro. Ahora trae un vaso de agua, Willow, haz el favor.

La sirvienta estaba cumpliendo la orden de su señora cuando volvió la abuela Edda; un leve olorcillo a humo se metió con ella en la habitación. La descarga seguía levantando un repugnante hedor a fuego y polvo de ladrillo.

—Tenemos que darnos prisa —les advirtió Rowena a las dos—. Quién sabe cuándo se agravará la situación dentro de la ciudad…

La abuela Edda sostuvo en alto dos ampollas de un líquido que parecía agua algo sucia.

—Belladona —declaró.

—Estupendo. Ahora envenena el vino y el agua, y luego echa unas gotitas sobre cada aperitivo de las bandejas. Ah, sí, pon veneno también en el agua de mi vaso.

—¡Señora! —protestó Willow—. ¡No podéis hacer eso!

—Debo hacerlo, y no temas. No pienso matarme, pero Vortimer no se fía de nadie. Podría insistir en que prefiere beber de mi vaso de agua en lugar de tomarse su vino. Debo estar preparada para cualquier tontería que se le ocurra.

Mientras Edda se ponía manos a la obra, Rowena reparó en un plato de fruta que siempre tenía en su estancia.

—¿Puede envenenarse la fruta? —le preguntó a la vieja, que enseñó sus escasos dientes en una sonrisa fea y desagradable. Sus manos pardas y arrugadas volaron a la bolsa que llevaba al cinto y sacaron de ella un polvo sellado en una tira retorcida de tela.

—Este es un polvo a base de momia, hueso de albaricoque y ciertas bayas. Un solo grano mata a quienes lo manejen, así que id con cuidado de que no os toque los dedos. Incluso cuando se quema despide unos vapores que matan. Yo misma espolvorearé la fruta. Podemos estar seguras de que morirá si tan solo toca las pieles.

—Envenenaría mi propia carne si pensara que eso iba a funcionar contra él. Ahora cóseme el pie, por favor, abuela Edda, y después partiréis las dos hasta que Vortimer llegue para desahogarse conmigo. El sol está saliendo y la ciudad arde, de modo que pronto acudirá a mí.

Myrddion observó como sus creaciones derramaban la muerte sobre la ciudad de Glevum con una siniestra mezcla de remordimiento y alivio. Por un lado, el ejército de Vortigern estaba a salvo, por el otro la muerte campaba a sus anchas, hambrienta, por las calles estrechas y los edificios dañados de Glevum.

Una densa capa de humo flotaba sobre la ciudad, pues las brisas eran suaves y las llamas se extendían con tanta lentitud que el ejército cercado tras las murallas podía ir apagando todos los incendios menos los más persistentes. A Myrddion no le costaba nada imaginar a los guerreros tiznados de hollín formando filas para pasarse los cubos y sofocar las incipientes conflagraciones, o abriéndose paso desesperadamente a través de paredes derruidas de ladrillo, yeso y madera para encontrar a sus camaradas sepultados. Vio tejados de paja encendidos como lámparas de aceite y se imaginó la piel burbujeante y quemada de los niños con el enfermizo conocimiento de un sanador. Cerró los ojos un instante y, para dejar a un lado sus remordimientos, intentó tranquilizarse pensando que la ciudad podía optar por rendirse.

Vortimer era el único hombre capaz de cambiar el destino de Glevum, pero Myrddion temía que el hijo fuese tan despiadado como su padre. La crueldad era una habilidad que se aprendía.

Las catapultas siguieron machacando la ciudad. Las puertas deberían haber cedido horas antes, pero los viejos maderos de roble estaban muy reforzados con gruesas bandas de hierro y los habitantes de Glevum habían apilado muchos objetos pesados contra ellos para absorber los fuertes golpes. Aun así, nada podía aguantar unos impactos repetidos de forma indefinida, y Myrddion veía que la madera empezaba a astillarse en torno a los goznes, aunque una pesada barra de hierro aún mantuviera las puertas cerradas.

—No falta mucho —comentó Cadoc con alegría desde detrás de Myrddion. El ayudante se balanceaba jovial adelante y atrás sobre los talones, sujetando con las manos su cinturón de cuero mientras observaba como la ciudad sufría—. Los asedios pueden ser largos y cansinos sin catapultas, de modo que a Vortimer más le habría valido no aceptar nunca los regalos de Ambrosio.

Myrddion gruñó para indicar que estaba de acuerdo. Una vez rota la superficie rígida de la puerta, era solo cuestión de tiempo. Después Vortigern ordenaría a sus hombres que atacasen y el sanador pronto tendría nuevos heridos que tratar.

Rowena se había vestido con sumo cuidado para dejar cubiertas las hinchazones y contusiones más llamativas. Tumbada en su cama con el pelo castamente trenzado, esperaba a que Vortimer decidiera que su posición era tan difícil que la reina tenía que pagarlo.

Entrada la tarde, oyó indicios de que se acercaba: portazos, un ánfora de aceite que caía sobre las duras baldosas y un único gemido de protesta cuando apartó a Willow del exterior de la estancia con una bofetada. Rowena se preparó para el dolor, el tormento y los reproches.

Vortimer entró sin la violencia de la noche anterior, porque la puerta aún no estaba reparada. Traía un talante más frío, duro y resuelto, como si el pozo de sus emociones más tiernas se hubiera secado y hubiese dejado un vacío sediento. Llevaba el ojo herido cubierto por una venda sucia que se había atado en ángulo a la cabeza, pero iba desarreglado como si hubiera pasado tiempo luchando contra los incendios de la ciudad, como era el caso.

—Señora, Glevum pertenecerá a vuestro marido por la mañana, para cuando espero estar muerto. Si mi padre cree que va a disfrutar de mi rendición, le espera un triste desengaño. No pienso darle la satisfacción de ordenar mi muerte.

Rowena se incorporó hasta quedar casi sentada con la espalda derecha sobre las almohadas. Sin que se diera cuenta, el vestido se deslizó y dejó un hombro al descubierto. Sobre la carne desnuda quedaba a plena vista un cárdeno golpe de la bota de su hijastro. Vortimer sintió que su virilidad se excitaba con una mezcla de pasión y vergüenza.

—¿Escoges morir, entonces, Vortimer? Seguro que hay rutas ocultas para salir de Glevum. No me creo que te hayas quedado sin una vía de escape.

Como astuto planificador, siempre ojo avizor, Vortimer ya había decidido cuál sería su ruta de retirada. Su histriónico soliloquio sobre su muerte inminente era un ardid para distraer la atención de Rowena de la huida de la ciudadela que tenía planeada en realidad. No pensaba dejarla viva, cada palpitación de su ojo herido que se transmitía a su cerebro le convencía de que su plan de estrangularla era justo lo que merecía. Pero la quería obediente. Deseaba su cuerpo una vez más, aunque confiaba en sus palabras aún menos que en su padre.

—No hay vías de escape para los hombres de honor. No me insultes, madrastra. Los dos sabemos lo que me hará mi padre si me captura con vida. A fin de cuentas, le has dado otros hijos legítimos.

Rowena captó la picardía en los ojos de Vortimer y supo que mentía. Corrió un velo sobre sus propios ojos y contraatacó con otra falsedad.

—Lamentaría descubrir que has muerto, hijastro. Antes de mi cautiverio, siempre te tuve por un hombre de honor.

Con una furiosa maldición, Vortimer le agarró el hombro amoratado hasta que gritó de dolor. Sintió un intenso placer y el inicio de la erección. Siempre que plegaba a sus deseos a esa mujer orgullosa y contenida, Vortimer experimentaba una euforia que colmaba cierta necesidad oscura de su interior, como si estuviera deshonrando a su padre a través de ella.

Le acarició la mejilla hinchada, y ella se obligó a cerrar el ojo bueno para que no delatara el asco que Vortimer le daba. Mientras alternaba entre acariciarla y pellizcarla, él le abrió las piernas con escasa atención a los vendajes que eran prueba muda de su reciente agresión. Cuando la penetró, emitió un suspiro profundo y entrecortado, y se regodeó en la agonía de su madrastra cargando adrede todo su peso en su maltratado cuerpo.

Una vez más, ella gimió de dolor pero, a diferencia de la noche anterior, fue incapaz de resistirse al príncipe. Vortimer, insensible, se apoyó en sus costillas fracturadas hasta que Rowena se deshizo en lágrimas que le resbalaron por las mejillas y se mordió el labio partido hasta llenarse la boca de sangre. Pero, aun así, se negó a revolverse, sabedora de que cualquier resistencia daría placer a Vortimer. Una vez consumada la violación, el príncipe se dejó caer sobre ella y respiró pesadamente contra su cara herida hasta que Rowena creyó que vomitaría.

Al final, Vortimer se apartó de ella, se alisó la ropa y la contempló allí tendida. No sentía piedad ni vergüenza, solo un vacío. Había acabado con Rowena y sabía, de forma instintiva, que solo podría soportar su vida si esa mujer dejaba de respirar.

De pie junto a ella, con la mente en blanco, Vortimer alzó las largas trenzas de su madrastra y jugueteó con el pesado pelo con aire ausente. Se planteó estrangularla con sus propias trenzas, lo que simbolizaría con elocuencia que quedaba libre de sus encantos, pero descartó la idea al poco de que se le hubiese ocurrido. La visión de su cara congestionada con la lengua fuera le causó un escalofrío de placer sexual, de modo que fantaseó con el deseo de estrangularla mientras la poseía de nuevo.

Rowena estiró la mano para coger su vaso de agua, pero Vortimer le arrebató el precioso cristal y lo dejó otra vez en la mesa. El príncipe se estremeció al notar la respuesta física inmediata que le provocaba su proximidad a ella.

—No necesitas agua, Rowena. No necesitas nada. —Echó un vistazo a la estancia limpia y bien iluminada y sus ojos fueron a parar al vino, el agua y las bandejas de comida—. Eres una zorra muy lista, ¿verdad? ¿Pensabas envenenarme?

—Me envenenaría a mí misma si lo hiciera —susurró ella. Los hombros se le encorvaron al darse cuenta de la inminencia de su fracaso, porque la mirada de Vortimer le decía que su trampa había sido demasiado obvia.

—Sí, lo sé. Pero aun así rechazaré tus ofrecimientos, por si acaso.

Vortimer echó un vistazo a la fruta, que parecía algo pasada, y recordó que la noche anterior había visto ese mismo plato en la habitación. Recordó que se había comido una manzana nada más entrar en la alcoba y que no le había sucedido nada malo. Con aire ausente, cogió una cara naranja, pero rechazó la fruta porque tenía una brecha en la piel. En lugar de eso, tomó un puñado de moras, las hizo rodar por la palma de su mano y luego se las metió en la boca, una tras otra.

Lleno de confianza, Vortimer no reparó en la pátina de polvo adherido a la pelusilla del fruto. Tampoco se fijó en que no todas las moras eran iguales, pues la astuta Edda era concienzuda y había añadido al cuenco frutos maduros de belladona.

Rowena cerró el ojo bueno y rezó a Freya para que Vortimer sucumbiera al veneno antes de matarla. Las intenciones de su hijastro estaban más claras que el agua, tan evidentes como la descarga continua de las catapultas que seguían haciendo temblar la tierra con sus proyectiles o el sonido de los pasos apagados al otro lado de su puerta rota, donde Willow esperaba, conteniendo la respiración y escuchando por si oía algún indicio de desastre en el interior.

Vortimer escogió otro puñado de moras y una vez más no se fijó en el fino polvillo mientras se concentraba en la dulzura que estallaba dentro de su boca con cada mordisco.

—¡Willow! —gritó de repente—. Ven aquí, chica. Te necesito.

La doncella entró en la habitación y agachó la cabeza mansamente.

—Tráeme vino. Quiero una jarra, no esta porquería. Tengo mucha sed y no puedo fiarme de que tu ama no quiera envenenarme.

Willow desapareció para cumplir sus exigencias, mientras que Rowena observaba a Vortimer disimuladamente con su ojo bueno. Por el momento, más allá de una sed repentina, no acusaba ningún efecto fruto del veneno de la abuela Edda. El príncipe empezó a acariciarle los muslos por debajo de la túnica y la reina comprendió, por fin, que moriría. Intentó sonreír, pero la promesa del dolor convirtió su gesto conciliatorio en una mueca.

—Mis hijos —susurró para sí—. Por lo menos mis hijos están a salvo.

La tristeza de su voz tuvo en Vortimer un efecto más potente que cualquier mirada o roce seductor. Habría acariciado la columna dorada de su garganta como preparativo antes de ahogarla, pero Willow entró con una bandeja en la que llevaba un vaso de agua y otro de vino. Sin pensar, Vortimer apuró el agua de un trago.

—Fuera —rugió, sin caer en la cuenta de que su voz había cambiado sutilmente—. Y no vuelvas.

Se tambaleó un poco al volverse hacia Rowena, pero ella no se atrevía a albergar esperanzas. Sin prestar atención a sus heridas, la reina bajó los pies a las baldosas del suelo y se levantó ante él.

Vortimer estiró un brazo para sujetarla, pero su visión se había nublado y Rowena lo esquivó con facilidad. Con un extraño desapego, el príncipe reparó en que parecía estar nadando en una espesa miel, a la vez que la habitación se inclinaba de forma alarmante. De repente estaba empapado en sudor y sufría convulsiones en las extremidades. Avanzó a trompicones hacia Rowena y la agarró por la manga de la túnica, empezando a arrastrarla al suelo con él. El delicado tejido se desgarró y la liberó, medio desnuda, de sus manos rígidas y engarfiadas.

Asido a los pliegues del jirón del vestido, Vortimer cayó sobre unas rodillas que de repente habían perdido la capacidad de sostener sus piernas en posición erecta. Estiró una mano hacia ella en ademán de súplica, de tal modo que Rowena se imaginó que veía la cara de un niño asustado superpuesta a los rasgos rabiosos del hombre.

—¿Qué me pasa? —Vortimer arrastraba las palabras y apenas se le entendía.

Desnuda, Rowena se irguió alta como una delgada columna dorada que solo afeaban las marcas, cicatrices y vendas que hablaban de las agresiones de Vortimer. Se le habían soltado las trenzas de modo que la melena le caía por la espalda. Debería de haber resultado seductora o patética, pero en lugar de eso su rostro frío e impasible la dotaba de una regia dignidad que parecía juzgarlo mientras él la miraba.

—Te mueres, hijastro —sentenció.

—Esa sucia arpía ha envenenado el agua —exclamó Vortimer con voz entrecortada. Le costaba llenar los pulmones de aire.

—Te equivocas, Vortimer, como siempre. Yo he envenenado las moras. He envenenado toda la fruta. A decir verdad, todo lo que hay en esta habitación está contaminado. Habría envenenado mi propia piel si pudiera haberlo hecho y sobrevivir. He dejado tu castigo en manos del destino, Vortimer, y has elegido comer.

—¡Puta! ¡Zorra! ¡Arpía sajona! ¿Por qué me has hecho… esto… a mí? No me digas que… deseas a un viejo.

Pese a todos sus insultos, la miró con expresión de súplica, como si ella pudiera contener el sudor que empapaba su cuerpo o los dolores que habían brotado dentro de su cabeza.

—¿Y qué voy a querer de ningún hombre? ¿Para que me pueda hacer esto? —Se acarició con las manos los cortes y moratones de su cuerpo—. Hago lo que tengo que hacer para salvar a mis hijos.

Vortimer se rió con una mueca de dolor, intentando mantenerla enfocada con su único ojo. Su carcajada sonó chirriante, desagradable y triste.

—Mi padre no tiene ni idea del monstruo que eres. También serás su muerte.

—¡Yo no, Vortimer! Nunca he levantado la mano contra ninguno de vosotros. Fui vendida, comprada con oro rojo cuando apenas era una niña, y metida en la cama de un anciano. Nadie me preguntó lo que quería. Tú me tomaste solo para hacer escarnio de tu padre y demostrar que eras más hombre. ¿Por qué iban a importarme los hombres? Rompéis lo que poseéis, por mucho que lo valoréis, porque es vuestro y porque podéis. ¿Os sorprende que vuestros juguetes puedan dar un paso atrás y observar mientras os matáis solos?

Vortimer cayó de espaldas y sintió un espasmo en todos los músculos que hizo que su cuerpo se curvara como un arco.

Rowena apartó la vista, avergonzada y débil a pesar de la verdad inapelable de sus palabras. «Nos traicionan nuestras propias naturalezas, que están más hechas para amar que para odiar», pensó la reina entristecida mientras el pelo desenmarañado le caía como una cortina por encima de la cara hinchada ocultando sus lesiones. Pero, por mucho que lo intentase, no podía sustraerse a los sorbidos, el rechinar de dientes y el tamborileo de los talones de Vortimer sobre el suelo.

—Te quise… a mi manera. Fuiste la única… madre… que recuerdo.

La convulsión había terminado y Vortimer obligó a las palabras a pasar por los labios y la lengua entumecidos. Una lágrima serpenteó desde su ojo.

Un pequeño rayo de furia entró como una explosión por la puerta y pisoteó la cara de Vortimer con una sandalia. La reina contempló horrorizada la repentina violencia. Vortimer fue incapaz de esquivar los golpes de Willow, porque otra convulsión empezaba a estirar su boca hasta formar un rictus de terror.

—¡Miente! Miente, señora. Se desentendió de sus propios hijos sin amor ni reflexión. —Willow jadeó mientras apuntaba otra patada a los genitales del príncipe con todas sus fuerzas—. Su idea del amor es tomar lo que se le antoja porque es el hijo de un rey. Se llevó a mis hijos y luego ordenó que me ataran los pechos para que su forma no se echara a perder, o eso dijo. Quiere lo que quiere y cuando lo quiere.

—Es un hombre —replicó Rowena, enderezando la columna y dejando a un lado la pena por su hijastro—. Aún no está muerto. Ve a buscar a sus capitanes lo más rápido que puedas, pero antes de irte encuéntrame una túnica decente. Hay hombres muriendo mientras nosotras charlamos sobre los motivos que mueven a un violador, y no pienso malgastar más vidas. Lo único que falta es convencer a Glevum de que se rinda al ejército de Vortigern.

Con un último pisotón retorcido de su sandalia sobre la cara contorsionada de Vortimer, Willow cumplió las instrucciones. Llevó una túnica templada a su señora y envolvió con ella su cuerpo tembloroso.

—Manda llamar a la abuela Edda y a un criado, primero, para que se llevan esta carroña a algún lugar donde podamos dejarlo hasta que muera. Pero nada de tortura, ¿me oyes? Luego quiero que retiren todo lo dañino que hay en esta habitación con sumo cuidado y que lo quemen para asegurarse de que no se pone a ningún inocente en peligro. Nadie más debería tener que sufrir una muerte tan repugnante, sobre todo por accidente.

En alguna parte, la reina que Rowena llevaba en su naturaleza había redescubierto su voz. Sorprendida, Willow partió a toda prisa para cumplir sus órdenes. Pronto, dos hombres corpulentos entraron en la habitación, levantaron a Vortimer, que aún sufría convulsiones, y se lo llevaron fuera de la vista de la reina. La abuela Edda, que los había acompañado, se dispuso a salir tras ellos, pero Rowena la detuvo con un gesto perentorio. Alzó la vista, un poco nerviosa, para mirar a la alta mujer que lucía sus heridas como si fueran joyas.

—Pon cómodo a mi hijastro, maestra Edda. Una cosa es matar, sobre todo para salvar muchas vidas, pero negar el consuelo del jugo de adormidera a un moribundo sería una mancha en mi honor. No me desobedezcas, y ocúpate de que se me informe cuando el príncipe sucumba a la enfermedad que padece.

—Sí, reina Rowena —replicó la abuela Edda con respeto—. Como deseéis.

Al cabo de poco tiempo, Willow regresó con tres sirvientas que recibieron instrucciones de llevarse todos los alimentos contaminados, cambiar las sábanas, fregar el suelo y limpiar el aposento a fondo. A pesar de la probabilidad de que empezasen a correr rumores en breve, les indicaron que emplearan tenazas, guantes y trapos para retirar hasta el último rastro de comida y bebida. Muy conscientes de los peligros asociados a la tarea, las criadas pusieron una escrupulosa atención en su cometido.

Mientras ellas trabajaban, Rowena se sentó y observó sus afanes con las manos cruzadas y un rostro sereno que ocultaba el tumulto de sus pensamientos. Había matado a una persona y ya nunca sería la misma.

Cinco minutos después, hicieron pasar a su presencia, a través de la puerta destrozada, a dos guerreros barbudos, que observaron sorprendidos las heridas que la reina tenía en la cara. Habían visto el ojo tuerto y el arañazo en la mejilla de su señor, pero en ese momento veían con sus propios ojos las indignidades que el príncipe había infligido a su madrastra. Los dos soldados consiguieron disimular su malestar.

—¿Queríais vernos, mi reina? —preguntó el mayor, un oficial veterano que paseó la mirada por la habitación tomando nota mental de hasta el más mínimo indicio de violencia en el lecho, las paredes y la puerta

—Mi hijastro, el príncipe Vortimer, se muere. Como no existe un claro sucesor, declaro que es vuestra responsabilidad asumir el mando interino de su ejército. Os ordeno que protejáis a los ciudadanos inocentes de Glevum de la cólera del rey Vortigern poniendo fin a este asedio lo antes posible. La ciudad no debe sufrir más daños. Tampoco sus habitantes deben salir perjudicados en una lucha de vecino contra vecino. Enviaréis de inmediato un mensaje al rey Vortigern para comunicarle lo que ha sucedido en esta jornada e informarle de que pediréis la paz.

El curtido oficial se las ingenió para aparentar solemnidad y alivio al mismo tiempo. Asintió en señal de que había comprendido y los dos hombres retrocedieron hacia la puerta con una gran reverencia. Sabían que la ira de Vortigern sería explosiva cuando viese las heridas que se le habían causado a su mujer, y a los dos les aterrorizaba la posibilidad de que los culparan de no haberla protegido. Con un sincero suspiro de alivio, abandonaron la sala y a su regia ocupante. Fuera, el aire parecía más dulce y respirable.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, señor? —preguntó el más joven mientras recorrían con grandes zancadas la columnata de la villa y salían al aire polvoriento. El reflejo de los fuegos de los edificios incendiados iluminaba la noche; Glevum era como un hormiguero en peligro que luchaba por sobrevivir.

—Conque esas tenemos, ¿eh, Collen Pelonegro? ¡Como comandante, yo debo vérmelas con la cólera de Vortigern!

—¡Son los riesgos del mando, Aelwyn, los riesgos del mando! Aun así, a Vortigern le complacerá tomar Glevum con tan pocas bajas, de modo que debemos actuar con rapidez y adelantarnos a su venganza.

Aelwyn suspiró resignado. En el lugar de Collen, él habría actuado del mismo modo.

—Enviaré un mensajero a Vortigern y abriré las puertas antes de que las malditas se vengan abajo. Ahora mismo, lo más importante es el manejo de los tiempos. ¡Menudo desastre! —añadió entre dientes—. El día quedó maldito cuando los hijos de Vortigern decidieron usurpar el trono de su padre. Ambrosio ha conseguido debilitar el norte, de modo que será el único ganador que sobreviva a este fiasco.

—¿Qué?

—Nada. En marcha, Pelonegro. Tenemos una ciudad que salvar, y nuestros propios pellejos, si es posible.

Cuando las puertas de Glevum se abrieron durante la segunda noche del asedio, pillaron a las tropas de Vortigern totalmente por sorpresa. El ejército estaba alegre y los soldados ya contaban los despojos que saquearían de Glevum cuando cayera la ciudad, de modo que la salida repentina de un oficial desarmado bajo una bandera de tregua no fue del todo bienvenida. Sin embargo, ningún hombre fue lo bastante valiente para interponerse entre el rey Vortigern y el emisario de Glevum, aunque volaron algunas piedras cuando se llevaron bajo custodia al oficial enemigo.

Pronto, sangrando de contusiones y cortes superficiales, Collen Pelonegro fue llevado a presencia del rey Vortigern. El joven oficial había decidido que presentarse voluntario para la peligrosa misión era lo que más probabilidades de sobrevivir le ofrecía.

—¿Se rinde Glevum, joven? —preguntó Vortigern sin preámbulos—. Si es así, ¿por qué? —También él estaba irritado, pues era evidente que le atraía la perspectiva de derrotar a su hijo en la batalla por el control de la ciudad.

—El comandante de las tropas de Glevum, Aelwyn ap Beynon, os rinde la ciudad sin reservas. Os suplica que aceptéis a aquellos hombres de Glywising y Dyfed que siguieron a vuestro hijo a la batalla sin el lujo de poder elegir. Os ruega vuestro perdón por los pecados cometidos por el príncipe Vortimer y el príncipe Catigern en su intento de arrebatar el poder al legítimo gran rey.

—Hay que felicitar a Aelwyn, porque te ha enviado con una disculpa muy convincente por la traición cometida por mis hijos. Pero no soy idiota, Collen Pelonegro. ¿Dónde está mi hijo?

Collen se mordió el labio y Myrddion, al que habían ordenado acudir a la tienda del rey para enterarse del estado de Glevum, supo en el acto que el príncipe Vortimer había volado del tablero de ajedrez.

—Vuestro hijo estaba al borde de la muerte cuando he salido de Glevum, mi señor. No conozco todos los detalles, pero la reina Rowena nos ha ordenado que rindamos la ciudad a vuestras fuerzas, y Aelwyn ha obedecido sin vacilar.

Vortigern bajó las cejas peligrosamente.

—¿Qué tiene que ver la reina con el sitio de Glevum?

—Estoy aquí por deseo expreso de ella, mi señor, a través de las órdenes del comandante Aelwyn. A la reina le preocupa que se obligue a la gente inocente de Glevum a pagar por los pecados de vuestro hijo.

Vortigern se levantó tan de repente que su asiento cayó al suelo con estrépito.

—¿Qué pecados? ¿La reina está bien?

Collen palideció un poco, pero cuadró los hombros y prosiguió con valentía.

—La reina ha recibido muchos golpes graves y está bajo los cuidados de una de las sanadoras de Glevum. Se encuentra bien, pero espera con ansia el momento de reunirse con su amo y señor.

—¿Quién le pone la mano encima a la reina? —preguntó Vortigern con voz queda e inexpresiva.

Myrddion reconoció de inmediato la amenaza que contenían esas tranquilas palabras y rezó por que la muerte ya hubiera puesto a salvo al príncipe Vortimer.

—El príncipe atacó a la reina y le pegó. —Collen tosió, incómodo—. Creo que puede haberla violentado.

—¿Dónde está mi hijo ahora?

La expresión de Vortigern era indescifrable, pero Collen Pelonegro se encogió y se alejó visiblemente del viejo en un intento de mantenerse fuera del alcance de su espada.

—Lo más probable es que vuestro hijo esté muerto a estas alturas. Ha sido envenenado.

Vortigern apretó los labios, pero no dijo nada salvo para ordenar a sus hombres que se preparasen para la ocupación de Glevum. En cuanto a Collen, le ordenó que volviese con su comandante con instrucciones de que aprestase a sus guerreros para la entrada del gran rey en la ciudad.

Así, en una mañana que prometía la llegada de otra primavera, cuando el lejano estuario del Sabrina brillaba azul y un sol débil iluminaba el pálido cielo, se levantó el asedio de Glevum. Poco a poco, y con la debida ceremonia, Vortigern, a caballo y escoltado por una guardia de varios centenares de hombres, cruzó las puertas astilladas de la ciudad. Aelwyn ap Beynon y los dignatarios municipales esperaban la llegada del gran rey hincados de rodillas, con las armas tendidas ceremonialmente ante ellos en señal de rendición total.

—¡Salve, Vortigern, justo gran rey de los britanos! —exclamó Aelwyn, y los soldados de Vortigern gritaron el saludo a su vez, asustando a los pájaros carroñeros posados sobre el campo de batalla al otro lado de las murallas, que ascendieron en grandes espirales hacia el sol.

Vestida con clarísima lana blanqueada, la reina Rowena se adelantó, llevando con orgullo los moratones de la garganta y la cara, para postrarse sobre los adoquines ante su marido. Cuando Vortigern ayudó a su mujer a levantarse, ella le besó la palma de la mano en muestra de gratitud. Cuando se inclinó sobre la mano de su señor, Myrddion se preguntó hasta qué punto era sincera su pasiva expresión de amor. Un suspiro colectivo recorrió las filas cuando el rey besó a su mujer en la mejilla amoratada.

—Y así termina otra guerra —susurró Myrddion a Cadoc, que devolvió una sonrisa incontenible a su maestro—. El norte está en paz de nuevo.

—Habéis olvidado que el rey Ambrosio sigue vivo y en forma, maestro. No ha perdido nada durante el último año, pero Vortigern está gravemente herido, y ha llevado al límite y agotado sus recursos. Sin duda el romano espera un augurio favorable que demuestre que puede eliminar sin problemas a Vortigern, y nuestra autonomía, de una vez por todas.

—Tu vocabulario mejora —susurró Myrddion como respuesta a su alegre compañero, mientras alternaba la mirada entre las últimas columnas de humo que se elevaban de las murallas de Glevum y los cuervos y cornejas que graznaban en el cielo. Sus pensamientos eran tan desapacibles como el viento cada vez más frío que amenazaba con barrer el calor de la mañana—. Vortigern es un hombre peligroso, de manera que Ambrosio no permitirá que viva. Nos acordaremos del día de hoy porque nos ha ofrecido una insensata esperanza para el futuro.

Cadoc sonrió para demostrar que lo entendía, y Myrddion bajó la mirada a la piel estirada y cubierta de cicatrices que rodeaba los ojos de su ayudante, unos ojos que veían humor en las flaquezas de los humanos más débiles.

—Los hombres como nosotros somos pájaros carroñeros, Myrddion, porque seguimos el rastro de la sangre fresca. Muy pronto tendremos nuevos pacientes.

—Sí, muy pronto —replicó Myrddion, y el día de súbito se enfrió. El sol vaciló cuando un frente de nubes sumió Glevum en la sombra, mientras la reina temblaba entre los brazos de su marido.