19

Guerra civil

El estuario del Sabrina brillaba como un espejo de plata bajo un sol acuoso y pálido. El gran canal estaba en su punto más estrecho, justo por debajo del valle donde dos grandes ríos se abrazaban y desembocaban juntos en el mar. El legendario puerto romano, antigua y resguardada puerta de entrada al mar durante generaciones antes de la llegada de las legiones, se apreciaba al otro lado del canal, donde el río dejaba barro, detritos y arena sucia en los bajíos.

Desde su observatorio privilegiado, Myrddion contemplaba un paisaje que era a la vez majestuoso y un poco terrorífico en su grandeza.

—No me puedo creer que el Padre cavara una gran trinchera en la tierra y todos los ríos agradecidos vertieran sus aguas en la sal, solo para que los Grandes pudieran beber agua dulce mientras arrancaban esta tierra al océano.

A su espalda, Cadoc roncó y Finn se estremeció. Myrddion se maldijo por su falta de consideración, porque Finn era incapaz de dormir pensando en hombres enterrados y, todas las noches, soñaba que lo sepultaban vivo con cadáveres putrefactos. Se despertaba todas las mañanas con la garganta cerrada por culpa de los gritos silenciosos. Incapaz de regresar a su casa, Finn se había quedado en el campamento de Vortigern presa de una profunda desesperación que parecía arrebatarle las ganas de comer y beber. Myrddion lo había adoptado bajo su responsabilidad, quizá porque se sentía culpable. Al fin y al cabo, él sí había sobrevivido a su propia retahíla de muertos y se mantenía relativamente indemne. Y así Finn Cuentaverdades, el nombre que el guerrero insistía en utilizar, se convirtió en ayudante en las tiendas del sanador.

Vortigern había recorrido Powys, Gwent y los pequeños reinos del sur como una fuerza de la naturaleza, exigiendo tropas y provisiones con la furia prepotente de un hombre mucho más joven. A base de persuasión y amenazas descarnadas, había aterrorizado a los monarcas de poca monta hasta limpiar sus reinos. El viejo, neurótico y asustado gran rey del pasado había desaparecido, desterrado por la noticia de la muerte de su hijo bastardo, y los caudillos se encogían ante la energía furiosa de Vortigern.

Y así habían marchado miles de hombres con sus carretas de víveres rumbo al sur, donde Vortimer a su vez agobiaba e imploraba a Ambrosio para que las dos grandes fuerzas pudieran encontrarse, chocar y hacerse pedazos entre ellas por lograr un poder transitorio. Myrddion era ya parte del bagaje de la máquina bélica de Vortigern, de modo que tuvo sobradas oportunidades de reflexionar sobre cómo unos hombres llevan unas existencias de apacible normalidad mientras que otros suben y suben, aplastando a los lanceros y portaestandartes de la vida para alcanzar el dorado trofeo, una corona o un monumento duradero.

—Yo no quiero saber nada de eso —susurró mirando hacia Abone, al otro lado del rápido río, y luego hacia arriba hasta Glevum, situada tierra adentro y cargada de poder—. Seré solo un simple sanador y conservaré mi alma.

—Sanador no te lo niego, maestro Myrddion, y tengo cicatrices que dan fe de tu pericia, pero ¿solo un sanador? No me hagas reír, maestro. Eres poco más que un crío, pero siento el poder en tu interior, como un pez que nadara en tu sangre. Aquí arriba, podemos observar y sentirnos al margen de lo que va a suceder, pero aun así dentro de poco estaremos metidos hasta los codos en la mierda. Eres un sanador, vale, pero también serás algo más. Nos atraes hacia ti, compréndelo.

Y por mucho que Myrddion intentara obligar a Cadoc a explicarse mejor, el agudo y curtido guerrero profesaba no saber nada más.

La colina se elevaba desde el bosque de Dean, muy por encima de la tupida arboleda y sus ancianos robles, hayas, fresnos y alisos. Vortigern había formado su ejército durante lo más crudo del invierno, con lo que había roto la tradición y había desplazado a grandes cantidades de hombres a través de la nieve y un frío helador. Myrddion volvió la vista a la ancha calzada romana que partía de Burrium, bordeaba el bosque y llegaba a Glevum. Desde esa gran ciudad avanzaba todo lo recto que permitía el paisaje hasta Corinium y Calleva Atrebatum, donde el camino se dividía. Un ramal doblaba en dirección sur hacia la capital de Ambrosio, Venta Belgarum, mientras que otro torcía al sudoeste y terminaba en Durnovaria y la costa. La última desviación seguía hacia el este hasta llegar a Londinium, la ciudad donde terminaban todos los caminos. En Corinium, otro desvío viraba hacia el sur hasta Aquae Sulis, Lindinis e Isca Dumnoniorum, mientras que al noroeste, la calzada Fosse, como la habían llamado los romanos, se adentraba en la cordillera y unía Venonae, Ratae, Lindum y las fortalezas cruciales que se encontraban en dirección norte.

—Quien domina las calzadas, domina la tierra —dijo Myrddion con voz queda, mientras sacaba de su túnica un trozo de vitela. Trazó sobre él unas marcas a carboncillo, que después podría trasladar a una forma más permanente en las horas posteriores a la cena, cuando tenía tiempo de concentrarse en las tareas cartográficas.

Las cartas y los mapas consumían el pensamiento de Myrddion hasta casi suplantar el estudio de los pergaminos de los sanadores. Ya había registrado los movimientos de Vortigern a lo largo de toda la campaña, incluidos los detalles de las aldeas, los accidentes geográficos y las peculiaridades de las regiones que atravesaban. El joven no tenía ni idea de por qué sentía el impulso de seguir el rastro de sus viajes, pero imaginaba que, como todos los pasatiempos, tarde o temprano le encontraría una utilidad.

—Vortigern es listo, Cadoc. Ahora Vortimer tendrá que salirle al paso y trabar batalla antes de que su padre llegue a Glevum, porque desde allí el viejo controlaría todos los movimientos por la calzada romana, tanto al norte como al sur.

El irreverente guerrero sonrió como el joven que todavía era, a pesar de las feas cicatrices de la quemadura que convertían un lado de su cara en una rugosa farsa.

—Vortimer y Ambrosio estarán cagándose encima, porque el viejo lobo ha vuelto con ganas. Puede que Vortigern obtuviera el trono mediante una traición e invitase a los sajones a Dyfed pero, por los huevos de Ban, es magnífico cuando decide una estrategia de combate.

—¿Dónde crees que le plantará cara Vortimer? —preguntó Myrddion, pero fue Finn quien respondió.

—Mi señor Vortimer esperará a las afueras de Glevum. Lo sé. Piensa obligar a su padre a acudir hasta él para poder aplastar a nuestros hombres sin tener que depender de unas líneas de suministro largas. Glevum seguirá el estandarte de Vortimer porque lo conocen, y lleva riquezas a los padres de la ciudad mediante las comunicaciones comerciales con Ambrosio en el sur. Escogerá como campo las llanuras que hay al noroeste de la ciudad y confiará en aplastar a su padre en una sola batalla definitiva.

Myrddion miró hacia el este. Tras él, la calzada romana estaba abarrotada de campesinos reclutados que marchaban. Los hombres de Dyfed, Powys, Gwynedd, Glywising y los reinos pequeños avanzaban sobre la calzada de adoquines y grava, dura como la roca, con un paso eficiente, que no era acompasado pero sí disciplinado y resuelto. Desde el punto de vista de los granjeros y artesanos de Glywising, Vortimer se había aliado con un rey sureño que había enviado al príncipe a resolver sus problemas en el este. La muerte del príncipe Catigern, con independencia de los rumores que rodeaban sus circunstancias, se achacaba a Ambrosio. Si quería expulsar a los sajones de sus tierras, tendría que haberse ocupado él de combatirlos y echarlos.

—Vortimer es un idiota acabado, que se ha dejado arrastrar por las ganas que le tenía al trono de su padre antes de que el viejo cabrón muriese —dijo un guerrero entrecano de Dyfed a un hermano soldado de Caer Fyrddin mientras marchaban por encima de las frías piedras—. El príncipe no nos entiende, ni tampoco le importa mucho lo que queramos. ¿Por qué no pudo expulsar a los sajones de Dyfed, si tan decidido está a echar de esta tierra a esa gentuza?

—Mierda, esta calzada resbala que da gusto, con tanto hielo. Es una estupidez marchar a la batalla en esta época, si quieres saber mi opinión. Pero el viejo Vortigern es astuto como un lobo hambriento y está acorralado, ya me entiendes. ¡Dioses, qué frío hace!

—Para de quejarte —dijo uno de los hombres de Glywising desde la fila de detrás de ellos. Vortigern había mezclado las tropas para evitar cualquier conflicto de lealtades y la estrategia creaba una variedad de puntos de vista que nunca tenía ocasión de degenerar en diferencias irreconciliables—. Vortimer es un rey decente, pero no es su padre. A veces eso es bueno, sobre todo cuando Vortigern está cabreado con el mundo. Se cuenta que el viejo lobo una vez exterminó a una aldea entera porque el jefe no hizo una reverencia lo bastante baja. Por otro lado, Vortimer duda como una niña con una cinta para el pelo nueva cuando intenta tomar una decisión. No digo que no acierte la mayoría de las veces, pero ¿qué hacemos aquí? Siempre busca a alguien como su padre para que le diga lo que tiene que hacer.

El soldado de Dyfed resopló para expresar su incredulidad.

—¡No digas idioteces, hombre! ¿Por qué iba Vortimer a querer que alguien como su padre lo llevara de la mano si hay tanto odio entre ellos? No tiene sentido.

—¡Marchad, hijos de perra! —Un alto sargento se acercó desde atrás—. ¿Quién ha dicho que haya algo que tenga sentido en este embrollo? Lucharemos contra tipos que eran nuestros vecinos, tal vez hasta nuestros amigos. Vosotros haced lo que os mandan y rezad por que todos podamos volver a casa.

Cuando el ejército asentó sus reales al llegar el atardecer, los hombres ya disponían de una buena reserva de leña del bosque de Dean. Mientras menguaba la luz, el sanador y sus dos ayudantes habían bajado del monte y habían atravesado el bosque siguiendo el olor a conejo guisado que la brisa transportaba desde su carreta.

—Esas viudas son unas cocineras estupendas y, además, unas hachas encontrando carne —comentó Cadoc, con la voz animada y expectante—. Y tampoco hacen daño a la vista.

—A oscuras —gruñó Finn irascible. Como de costumbre, el Cuentaverdades estaba muy cansado.

—¿Lo has oído, maestro Myrddion? Nuestro tristón amigo ha hecho un chiste. Todavía hay esperanzas para ti, Finn.

El Cuentaverdades bajó la vista a sus botas y trazó unos círculos nerviosos en el barro con las suelas.

—Lo dudo, Cadoc.

Myrddion sonrió y no dijo nada, pero tras manear a los caballos dio una palmada en la espalda a ambos hombres, antes de adelantarse con paso ligero a probar el guiso. Parecía que esa noche no iba a llover y les esperaba una comida sabrosa y copiosa. ¿Qué más podía desear un joven? Por un momento, pensó en la lejana Tegwen y sintió un dolor desconocido en las entrañas, pero desterró de su cabeza cualquier pensamiento de ella, relegada al pasado con el resto de mujeres que había perdido, donde permanecería a salvo con su bendita Olwyn.

Sin embargo, Myrddion apenas había empezado a comer de su tosco cuenco de cerámica cuando lo interrumpió un guardia de Vortigern acongojado. El gran rey del norte exigía su presencia, ¡de inmediato! Myrddion contempló con ansia de niño pequeño su guiso, algo grasiento pero bien sazonado, y lo dejó a un lado a regañadientes. Otro motivo para odiar a muerte a Vortigern.

—Muy bien. Iré enseguida. Necesito mi zurrón, Cadoc, por favor.

Pertrechado con sus instrumentos, Myrddion siguió al guardia al trote a través del campamento. Vortigern había reemplazado su enorme y vistosa tienda de cuero por una versión más pequeña que podía recogerse y desplazarse con bastante rapidez, un gesto que expresaba su intención de pulverizar a su hijo con mayor claridad que cualquier frase airada. Sentado en una silla plegable, examinaba ceñudo una serie de sencillos dibujos sobre vitela traídos por sus exploradores más avanzados, que describían el terreno al oeste de Glevum.

—Bienvenido, sanador. Confío en que estés preparado para la acción sin tu maestra herbolaria.

—Sí, mi rey. Encargué que me enviasen una remesa nueva de hierbas con un correo mientras viajábamos, y mis ayudantes han limpiado aldeas y bosques de todo lo que pudiéramos necesitar durante nuestra marcha. Estoy seguro de que podremos salvar a tantos de vuestros hombres como sea posible.

—Te he hecho venir para debatir varias de mis preocupaciones acerca de esta campaña, Myrddion de Segontium. Mal comandante sería si sacrificara a cualquiera de mis guerreros por culpa de una mala comunicación y una carencia gratuita de planificación. ¿Sabes leer un mapa?

—Por supuesto, mi señor. —La confusión de Myrddion saltaba a la vista en su cara. La proximidad de Vortigern, como de costumbre, le ponía enfermo.

—¿Lo ves? —Vortigern señaló la vitela con un encallecido dedo índice—. El terreno superior y el bosque casi se encuentran delante de Glevum. Solo el río y una pequeña extensión llana a cada orilla separan la ciudad de los lindes del bosque de Dean.

—Sí, mi señor, lo entiendo. La calzada avanza recta como una flecha por encima del terreno llano directamente hasta Glevum. —«Pero ¿por qué me lo cuentas?», pensó Myrddion.

—Sí —coincidió Vortigern—. La geografía nos es contraria, sobre todo si quisiéramos cruzar el río y arriesgarnos a quedar atrapados entre el agua y Glevum. Vortimer podría acorralarnos allí y destrozar nuestro ejército, pero no creo que lo haga. Conociendo la necesidad de mi hijo de estar seguro antes de moverse, creo que preferirá colocar sus fuerzas en nuestro lado del río para disponer de espacio de maniobra.

Myrddion estaba perplejo. Se imaginaba el devastador coste que pagaría cualquier ejército que se quedara sin espacio para retirarse si surgiera la necesidad. Si Vortimer era tan apocado como describía su padre, quizá nunca cruzara el río.

—Mi señor, nadie dejaría adrede agua profunda a su espalda. Deben de tener un motivo. —«Como tú, hijo de puta.»

Vortimer esbozó su sonrisa de lobo.

—Como bien apuntas, solo un idiota esperaría que su enemigo se colocara en una posición tan vulnerable. Y mi hijo mayor no es ningún idiota. Que no te dé miedo decirlo, ya que soy el primero en reconocer que me ha vencido estratégicamente una vez. Pero Vortimer está nervioso y es lento tomando decisiones. Le gusta plantearse todos los posibles problemas antes de moverse, como al final deberá hacer, desde la seguridad de Glevum.

Myrddion se encogió de hombros. ¿Qué otra cosa podía decir, salvo preguntar por qué el gran rey quería hablar de estrategia con un mero sanador? Pero no era tan tonto que fuese a abordar esa cuestión. Esperó a que el gran rey se explicara a su debido tiempo.

—Ambrosio ha proporcionado a Vortimer ingenieros galos con adiestramiento romano. Ha reconstruido el viejo puente romano que hay río arriba con una serie de balsas que le permiten cruzar de un lado a otro a placer. Ha fortificado ese puente y mis exploradores me cuentan que tiene balistas, catapultas y otras máquinas de guerra en la orilla opuesta. Esas máquinas pueden aniquilarnos si permitimos que las usen contra nosotros. Jamás llegaríamos hasta el río, y mucho menos lo cruzaríamos. Luego, cuando mi hijo estuviese seguro de que estábamos heridos de muerte, nos atacaría.

—Pero unos hombres decididos pueden destruir esas máquinas de guerra. Pueden quemarse o sabotearse, y entonces Vortimer perdería su ventaja —sugirió Myrddion con tono dubitativo, intentando imaginarse esos ingenios que daban la muerte a distancia—. Podrían capturarlas y usarlas contra el príncipe, tal y como los griegos hicieron con el caballo de Troya contra esa ciudad en tiempos remotos.

—No tengo ni idea de lo que hablas, chico —lo atajó Vortigern, a quien no complacía verse en desventaja ante un joven de apenas quince años.

En pocas palabras, Myrddion explicó el papel del caballo de Troya y cómo los griegos se hicieron famosos por sus innovaciones en el arte de la guerra.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Vortigern mientras se acariciaba la barba con aire reflexivo.

—Mi abuela contrató tutores para que me enseñaran latín. A mi tutor le encantaban los escritos del poeta ciego Homero, o sea que aprendí a leer traducciones latinas de su Ilíada.

Vortigern parpadeó fugazmente y Myrddion notó que el gran rey estaba archivando el dato de la cultura del sanador para algún momento futuro en el que le fuera de utilidad. Después, como si le hubieran borrado la expresión de la cara, Vortigern regresó al problema que le ocupaba.

—Nuestra única manera de llegar al río es a través de terreno abierto, de modo que parece que tendremos que vérnoslas con el fuego griego y las enormes piedras que mi hijo lanzará contra nosotros. Las bajas serán infernales hasta que nuestros guerreros cierren con el ejército de Vortimer. Entonces sus ingenieros estarían matando a sus compañeros además de a los enemigos. Se diría que las catapultas son más eficaces contra un blanco estacionario.

Myrddion pensaba a toda velocidad. Para que las catapultas funcionasen de forma eficaz, tendrían que disparar rocas muy grandes o enormes montones de chatarra y piedras más pequeñas pensadas para partirse en el impacto y matar o mutilar a todos los hombres que se encontraran dentro de un radio determinado. Cargar y armar una máquina semejante con un cabestrante, si era así como funcionaban, requeriría cierto tiempo. Sin embargo, el aceite ardiendo… Myrddion se estremecía al pensar en esa sustancia dentro de las corazas y armaduras.

—¿Tus sanadores podrán ocuparse de la cantidad de heridos que se producirá en los primeros compases de la batalla? ¿Necesitas más material? Me hacen falta hombres en primera línea que puedan seguir luchando aunque estén heridos, y ahí es donde entras tú.

—Puedo preparar una gran reserva de ungüentos para quemaduras y pequeñas heridas de proyectil, pero sin duda los soldados de infantería también pueden protegerse. —El cerebro de Myrddion, como si fuera también un ingenio mecánico, planeaba cómo tratar las heridas que causarían las máquinas de guerra de Vortimer. Incluso cerca del hombre al que más odiaba en el mundo, buscaba soluciones viables por el puro placer de resolver el problema.

—¡Explícate! —El tono neutro de Vortigern tendría que haber advertido a Myrddion de que su sugerencia no solicitada molestaba al rey.

—Si el fuego y los proyectiles caen desde arriba, la primera línea de atacantes debería usar alguna clase de plataforma móvil que les ofrezca cobijo y protección. Tenemos buenos carpinteros entre los reclutas, ¿verdad?

El rey asintió, con los ojos más brillantes de repente.

Myrddion se sacó una tira de vitela de dentro de la túnica y un trozo de carboncillo de la bolsa que llevaba al cinto. Empezó a dibujar una estructura grande y plana por encima, más alta que un hombre y equipada con grandes ruedas de madera. Unas varas protegidas tras las ruedas delanteras permitían que hombres o esclavos empujasen la estructura. El gran rey echó un vistazo por encima del hombro de su sanador. El brillo de sus ojos había adquirido un cariz salvaje y amenazador. Volvió a su silla y observó fijamente a Myrddion con expresión ambivalente.

—Bien. Te tomo la palabra de que tú y tus ayudantes podéis ocuparos de la mayoría de las heridas y de que devolveréis a los guerreros al campo de batalla si solo están ligeramente heridos.

Myrddion hizo una reverencia y se dispuso a partir, pero Vortigern lo detuvo con un gesto. El sanador sintió un extraño mareo, como si regresaran sus ataques después de muchos años de ausencia; pero, por suerte, el acceso pasó enseguida.

—Permaneceremos acampados aquí durante cuatro días. En ese tiempo, quiero que se construya el máximo número posible de esos armatostes, ahora que todavía tenemos acceso a árboles. Tú te ocuparás de su fabricación.

—Mi señor, soy sanador, no ingeniero —protestó Myrddion, algo pálido y con cara de súplica. Le horrorizaba pensar que una idea que se le había ocurrido a bote pronto fuese a emplearse en una batalla real, aunque pudiese allanar el camino a la victoria.

—¡Eres digno hijo de tu padre, maldito sea ese hombre! Era habilidoso en todos los aspectos de la guerra, motivo por el que acudí a sus consejos de buen principio. A mí… Pero no. Todavía tienes que cumplir tu parte del trato, chico.

—Pero… —Myrddion dejó la protesta en el aire.

—Confórmate con saber que era romano y ducho en el arte de la guerra —replicó Vortigern con una media sonrisa que era soberbia a la par que rencorosa—. Si quieres más información, tendrás que ganártela.

«¡Mierda! —pensó Myrddion—. Vortigern juega conmigo como con un pescado que ha mordido el anzuelo. Me da carrete soltándome unos pocos detalles sueltos sobre mi padre, pero luego me corta interrumpiendo el caudal de la información hasta que haya completado alguna tarea para él. Es un hombre odioso. Sí, pero también listo.» Myrddion sabía, incluso en las ocasiones en que sus pensamientos se calentaban por el rencor, que seguiría jugando al juego de Vortigern ya que, en última instancia, estaba decidido a descubrir cualquier detalle que arrojase luz sobre su origen.

Cuando habló, lo hizo con cuidado para mantener una voz neutral y desapasionada. Cuanto menos supiera Vortigern de su ansiedad, mejor.

—Como deseéis, rey Vortigern. Haré lo que pueda.

El rey asintió con gesto ausente, recogió una manzana seca y se puso a comer, dejando a Myrddion plantado como un bobo, ignorado y confundido. El sanador hizo una reverencia, guardó su boceto y salió de la tienda de campaña.

—¿Y ahora qué hago, abuela? —susurró a la noche mientras se alejaba—. ¿Qué sé yo de máquinas de guerra?

Pero las estrellas eran distantes y frías, y Olwyn estaba perdida en la muerte.

«Aprende», murmuró una voz en su cerebro, y Myrddion dirigió la mirada hacia la sección del campamento donde los carpinteros guardaban sus carros.

Tras sus murallas, Glevum estaba en calma y a oscuras. Sus calles adoquinadas seguían el trazado en retícula típicamente romano en las partes más nuevas de la ciudad. Allí, en una vieja villa de especial magnificencia, Vortimer se había instalado con su séquito.

Rowena ocupaba la estancia más opulenta de la casa, con una sola mujer a su servicio. Una joven esclava, a la que habían prendido de niña y no recordaba su origen ni su lengua original, de modo que Rowena no tenía modo alguno de averiguar su procedencia. El cabello claro de la moza, entre rubio y castaño, y sus ojos celestes la señalaban como norteña, al igual que su piel dorada y su altura inusual. Como si fueran tal para cual, la chica solo estaba a gusto con Rowena, y la reina con ella.

Rowena se había soltado la magnífica melena y la doncella, Willow, le peinaba los largos y enmarañados rizos con exquisito cuidado. Bajo las suaves y largas pasadas del peine de marfil, los tensos músculos de los hombros de la reina empezaron a relajarse, y el dolor de su corazón se alivio un poquito.

—Echo de menos a mis hijos. —Rowena hablaba en voz alta, sabedora de que Willow no revelaría una sola palabra que le oyera a la reina—. Pero mi marido habrá garantizado su seguridad.

—Sí, señora —replicó la esclava con una sonora voz de contralto que la reina encontraba muy relajante. El marfil se deslizó con un suave susurro y desenredó el cabello con facilidad aunque Rowena nunca se había cortado el pelo, que le llegaba casi hasta las rodillas.

—¿Dónde está Vortimer? —La reina apretó las manos hasta que los nudillos brillaron blancos por el esfuerzo—. ¿Dónde está mi hijastro?

—El señor está reunido con sus capitanes. Los criados murmuran que planean una guerra.

—Entonces Vortigern se acerca. Freya y la Madre siguen conmigo. Pronto, muy pronto, seré libre de nuevo.

Pero Rowena sospechaba que nunca sería libre mientras Vortimer permaneciera con vida, y probablemente ni siquiera después. En un principio, no se había preocupado por su seguridad cuando el hijo de Vortigern capturó el bagaje del ejército, a los sirvientes de la reina y a ella misma. El chico era su hijastro y lo había visto crecer desde que era un niño tímido de diez años hasta convertirse en el hombre que era. Había sido una estúpida.

Inmediatamente después de que su padre se hubiera rendido y hubiera escapado de su emboscada, Vortimer había entrado en la tienda de Rowena. Iba cubierto de sangre y sudor, y sus ojos, por lo general juiciosos, parecían enajenados. La reina había albergado la esperanza de poder calmarlo, pues había intentado ser una madre para él desde el momento en que se había casado con el envejecido déspota siendo una niña de catorce años; y desde que le había dado a su primer hijo, que había suplantado al ilegítimo Catigern dentro de la familia, las relaciones entre ellos habían sido civilizadas, cuando no cordiales.

Aunque a Rowena y Vortimer los separaban menos de cinco años de edad, la reina nunca había considerado al chico nada que no fuera un hijastro, que tal vez la desaprobase pero al menos la trataba como a otro ser humano. Sin embargo, en aquella primera noche de cautiverio, en la que Vortimer apestaba a sangre y miedo, lo miró a los ojos y vio que ya no era un chico. Había intentado huir, había intentado luchar, pero él la había golpeado en la sien con su puño enguantado y la había dejado inconsciente. Por desgracia, había despertado mientras él aún gruñía sobre su cuerpo, con ojos ciegos a toda piedad o razón, de modo que la reina se había metido el puño en la boca para ahogar sus gritos. Vortimer había acabado con ella, se había alisado la ropa y había contemplado sus piernas desnudas y separadas antes de salir de la tienda sin decir palabra.

—Lo que el padre posee, el hijo ansía mancillarlo. —Rowena suspiró mientras, reflejados en el espejo de plata, veía los ojos de Willow, entrecerrados y tristes, de una profundidad clara pero enturbiada por algo primitivo.

Tal vez porque había rememorado aquella primera noche, que tantas veces se había repetido cuando Vortimer no estaba en Venta Bulgarum o en una batalla, Rowena de repente sintió el dolor de los profundos moratones, las contusiones y los tendones dislocados que le había dejado su último encuentro. Por lo general, Rowena sabía disimular su angustia y su dolor físico, pero esa vez se reflejó en su bello rostro.

—Esperad, señora —susurró Willow, y sus pies sonaron sobre las frías baldosas. Cuando volvió, llevaba un sencillo cuenco de cerámica con un ungüento oscuro y maloliente.

—¿Qué es eso, Willow? Apesta como las viejas botas de un anciano sucio.

La esclava casi sonrió.

—Es bueno para los dolores y moratones, mi señora. El olor es un poco… desagradable, pero funciona.

Willow ya estaba apartando la túnica bordada de Rowena para dejar a la vista sus muslos, barriga y pechos, cubiertos de negras contusiones recientes y de otras que indicaban su antigüedad mediante los violetas y desagradables amarillos que estropeaban la piel lisa y dorada de la reina. Con la delicadeza con que una madre tranquiliza a su bebé, la esclava empezó a untar la sustancia grasienta y color de barro sobre la carne de Rowena.

—Duele, mi señora —susurró, y apartó la cara de sus cuidados por un momento. Rowena miró la sedosa cabeza de su sirvienta, vio la delicada curva de una mejilla aterciopelada y suspiró al sentir que un agradable calor empezaba a relajar la tensión de sus maltratados músculos.

—Gracias, Willow; tu bálsamo ayuda. El olor puede que hasta sea útil si el príncipe Vortimer viene a visitarme. Sobre todo si respiro por la boca.

Su humor mordaz provocó una rápida sonrisa compartida entre las dos mujeres, mientras Willow seguía esparciendo el ungüento por el costado de Rowena, donde unas manos grandes y toscas habían dejado marcas de dedos recientemente.

—Los hombres no se fijan en esas cosas, mi señora. A sus ojos solo somos objetos, posesiones con las que jugar o que romper, según el humor del que estén. Pero es verdad que el bálsamo ayuda, ¿no?

Rowena asintió, con un súbito nudo en la garganta.

—Eres muy joven pero muy sabia, Willow. ¿Quién te enseñó la naturaleza del sexo opuesto, niña? No puedes tener más de catorce años.

—Tengo dieciséis, mi señora, y he dado a luz a dos hijos vivos.

La voz de la chica llegaba ahogada, porque Rowena solo alcanzaba a ver la coronilla de su cabeza sedosa y clara. Asió los dedos sabios y diestros que con tanta delicadeza trabajaban su cuerpo.

—¿Dónde están ahora tus hijos?

—Lejos, mi señora. El príncipe Vortimer no tiene paciencia ni sitio para una esclava que debe perder tiempo ocupándose de un hijo.

Willow habló con voz muy neutra e inexpresiva, pero Rowena sintió que algo duro, frío y voraz emanaba de los dedos finos de la doncella.

—¿Siguen vivos?

La reina intentó imaginar cómo se sentiría si le hubiesen arrebatado a sus hijos recién nacidos en el momento del parto. Sus norteños ojos azules se endurecieron como pedazos de hielo cuando decidió que mataría a cualquiera que intentase hacer daño a sus hijos.

—No lo sé, mi señora. Me los quitaron y se los dieron a otras mujeres de Glywising. No podría encontrar a mis chicos después de todo este tiempo, aunque tuviera ocasión de intentarlo. Pensad que ahora tendrán tres y cuatro años.

El desconsuelo en la voz de la esclava hizo que a Rowena se le encogiera el corazón. Quizás esa sensación de impotencia fuese peor que la pérdida inicial. La desesperanza de Willow era realista, pues jamás volvería a encontrar a sus hijos.

—Estoy en deuda contigo, Willow. He estado apiadándome de mí misma porque me han separado a la fuerza de mis hijos y me han violado, pero mis niños siguen a salvo. Lo único que tengo que hacer es soportar el contacto de mi hijastro, y muchas mujeres más pobres se cambiarían por mí solo por llenar la panza. Hasta mi marido, el rey Vortigern, tiene la mano muy larga, de modo que los moratones tampoco son algo nuevo. Mi único motivo real de queja es la vergüenza.

Willow ató un sencillo cuadrado de tela de lino sobre el borde del frasco del ungüento y se puso en pie.

—Gracias, señora. En realidad todas las mujeres estamos igual. Reina o esclava, algún hombre nos posee. Así funciona el mundo, y no hay nada que hacer.

La mirada de Rowena era fría y cavilosa. Sopesó las palabras de Willow mientras se despedía de la sirvienta y se ponía una camisa de noche. Aunque se preparó para las probables y desagradables atenciones de Vortimer, su cabeza analizó minuciosamente su situación y concluyó que tenía a su alcance un medio de rescatar su honor.

Pero todavía no. Podía aguantar un poco más, hasta que se trabase la batalla entre los dos reyes y su marido ganara o perdiera en el campo. Su futuro dependía de un combate mortal que librarían dos hombres fuertes, irreflexivos y eternamente infantiles.

No, todavía no. Pero pronto.

Myrddion enroló a todos los hombres con experiencia en carpintería que pudo encontrar. Al igual que en el pasado, Cadoc se mostró valiosísimo. El simpático y sarcástico joven parecía capaz de obtener a su antojo herramientas, hombres o dinero para material. Nada que Myrddion desease era demasiado difícil para que Cadoc lo adquiriese o, las más de las veces, lo afanara. Hasta los soldados que recibieron la orden de adentrarse en el bosque de Dean para cortar leña se tomaron el encargo como un cambio en su rutina y, pertrechados con hachas, sierras y caballos de tiro, se adentraron en la espesura en penumbras entre silbidos y canciones. Cada cuadrilla de guerreros volvió con troncos largos y rectos, arrastrados por las recias bestias de carga después de haber podado las ramas más pequeñas.

Serraron los troncos en mitades o cuartos encima de fosos, mientras que los herreros usaban la abundante madera sobrante para alimentar sus forjas, en las que fabricaban largos clavos de hierro para juntar los maderos. Las plataformas elevadas de Myrddion no eran bonitas, pero sí resistentes, aunque empleara cuerda para unir los troncos cuando era necesario. La velocidad era esencial.

En el transcurso de una sola semana, construyeron cinco plataformas elevadas de madera, con paredes en la parte delantera para proteger hasta a cinco hombres de frente, unos pegados a otros, cubiertos por el techo de tal manera que diez filas de hombres podían cobijarse bajo los maderos de roble sin pulir. También construyeron unas enormes ruedas circulares, aunque Myrddion decidió que no había tiempo de fabricar abrazaderas de hierro para reforzar los bordes. Las plataformas no podrían recorrer mucha distancia, pero tampoco habría necesidad de ello en cuanto hubiesen cumplido su misión. Sin embargo, insistió en que los largos ejes fueran de hierro y en que se fijaran a la estructura principal mediante abrazaderas entrelazadas y pernos del mismo metal. Dado el tamaño y el peso de las plataformas, les engancharían cadenas para que pudieran arrastrarlas varios caballos de tiro. Con un uso juicioso de grasa lubricante entre los ejes y las ruedas, los leviatanes terrestres pronto estarían listos para avanzar.

Myrddion contempló satisfecho sus creaciones, y Cadoc dio una palmada a una alta rueda con su callosa mano.

—¿Cómo llamamos a estas bellezas, maestro Myrddion? —Sonrió con descaro—. Los hombres quieren pintar sus nombres en los paneles frontales, pero me han pedido que te lo consulte primero. Ninguno sabe escribir, de modo que quieren que pintes las letras por ellos.

—¿Por qué no pintan una figura que represente un nombre?

—Podríais dibujar una cabeza de ciervo para representar a Cernunnos —sugirió Finn Cuentaverdades, y Cadoc agarró su amuleto ante la mera mención del dios cornudo que encabezaba la cacería salvaje.

—Gracias, Finn. —Myrddion se acarició la barbilla—. Me gusta. Y, aunque me dé escalofríos, tienes razón. Si unas astas de ciervo en una máquina de madera pueden causarme preocupación, la escoria de Vortimer se morirá de miedo.

Poco después, Cadoc partió para comunicar a los carpinteros las sugerencias de Myrddion.

Así, una semana y un día después de haber bosquejado una máquina de guerra para Vortigern, los frutos de su mente partieron hacia las tierras bajas cercanas al río, arrastradas por caballos y bueyes. Una lucía al dios con cabeza de ciervo, mientras que otra mostraba un caballo al galope que simbolizaba a Rhiannon. En otra se apreciaba un tosco búho tallado, y un halcón en honor de Llew Llaw Gyffes, hijo de Gwydion, el dios embaucador, representado mediante un cerdo satisfecho en un campo de setas. La única contribución de Myrddion era una serpiente para simbolizar a la Madre, que asustaba un poco a los soldados de a pie pero, como explicó Cadoc:

—Mi señor es un Medio Demonio, o sea que, si estuviera en la línea del frente con él, querría escudarme detrás de su símbolo.

Era imposible saber qué pensarían los exploradores de Vortimer de esas cajas rodantes que bajaron lentas y traqueteando hasta el valle del río y se detuvieron a una distancia segura de sus máquinas de guerra. Sus ingenieros probablemente adivinaban su propósito, pero hasta ellos debieron de reírse ante unos medios de defensa de apariencia tan miserable.

—Apuntarán sus catapultas a nuestras plataformas, eso seguro —le dijo Cadoc a Myrddion mientras contemplaban la otra orilla del río, donde las enormes máquinas de asedio de madera se erguían por encima del inmenso ejército que Vortimer había reunido para dirimir el conflicto con su padre. Cada catapulta ocupaba un armazón parecido a una caja con cuatro ruedas de madera. La parte delantera de la máquina era un rectángulo reforzado de pesados maderos sobre los que se apoyaba una viga con muescas, algo curvada, que bajaba desde delante, donde ocupaba la posición más alta, hasta su punto más bajo en la parte de atrás. Mientras se concentraba en interpretar el funcionamiento de esa estructura de madera semejante a un insecto, Myrddion ya imaginaba sus muescas graduadas y el largo poste de madera colocado mediante un trinchete en posición de lanzamiento, para después soltarlo con una fuerza increíble. Ya entonces, con el enorme caldero de hierro vacío y colgando del extremo del poste, Myrddion podía visualizar los carbones al rojo, el aceite ardiendo, las rocas, los fragmentos de metal y hasta las traicioneras estacas de madera que saldrían disparadas desde el caldero cuando se liberase la tensión y el poste disparador volviera de golpe a la posición vertical.

—Los romanos eran listos —murmuró—. Una lluvia de muerte… y desde una distancia prudencial. Me pregunto qué alcance tienen.

—Pronto lo sabremos. Parece que hay movimiento cerca de las catapultas y las balistas.

—Ahora veremos quién aguanta más sin perder los nervios —susurró Myrddion mientras las plataformas de Vortigern eran empujadas al frente y arrancaban a moverse a la vanguardia de su ejército. Dentro de cada estructura había cincuenta hombres, con al menos otros tantos siguiéndolos de cerca. La fila delantera y las columnas laterales del interior de la máquina aportaban la potencia muscular necesaria para desplazar los pesados carros.

Una vez más, el ejército se detuvo. Myrddion hizo una pausa antes de ordenar que un equipo de sirvientes levantara las tiendas de su enfermería. Echó un vistazo hacia el valle y oyó un extraño chisporroteo cuando una bola de fuego voló por encima del río dejando un rastro de humo en el aire inmóvil. El objeto en llamas giró mientras surcaba el espacio entre los dos ejércitos, como si lo hubiese lanzado una mano gigante. El proyectil chocó contra el suelo con un ruido sordo y las salpicaduras de aceite ardiendo se extendieron en un radio de bastante más de cuatro metros. El metal caliente cayó como si fuera hielo al rojo, y los hombres del promontorio se imaginaron esos pequeños fragmentos de hierro ardiente atravesando cuero, carne y hueso.

—Parece que todavía no estamos a su alcance —comentó Cadoc con alegría—. De ahora en adelante, será una pelea entre el padre y el hijo a ver quién la tiene más larga.

Myrddion dictó una lista rápida de órdenes y los criados empezaron a cortar brazadas de hierba alta para hacer camastros y a montar las mesas necesarias para las amputaciones y el cuidado de las heridas. Las mujeres descargaron de los carros los muchos tarros de arcilla llenos de hierbas y preparados, los paños para apósitos, las vendas y los instrumentos de Myrddion. Cadoc partió para ocuparse de la supervisión del trabajo, tarea que completó con su exclusiva clase de genialidad, hasta que las tiendas del sanador bulleron de organización y estuvieron listas para recibir a los pacientes cuando los dos ejércitos enfrentados decidieran trabar combate.

Desde su posición privilegiada muy por encima de las numerosas filas de soldados a pie, el sanador reparó en el silencio, como si hasta la naturaleza hubiera contenido el aliento a la espera de un acontecimiento espantoso. El cielo azul pálido presagiaba la primavera, mientras que a la derecha del campo de batalla se veían las aguas del estuario del Sabrina, de un gris azulado a la vacilante luz del sol. En un matorral cercano, un pájaro trinaba dulcemente.

Entonces, como si hubieran decidido hacer añicos esa frágil paz, las plataformas empezaron a avanzar con estrépito otra vez, impulsadas por los hombres cobijados tras las gruesas paredes de tablones. A esa distancia, Myrddion no oía el chirrido de los troncos o los gruñidos de los guerreros que acercaban las plataformas cada vez más al campo incendiado donde la hierba seca aún chisporroteaba. Tras ellos, el grueso del ejército esperaba, presto como un arquero con la cuerda tensada. Myrddion casi sentía el nerviosismo expectante que recorría los centenares de piernas que esperaban la liberación, como la flecha que volaría hacia su blanco.

—El viejo zorro es astuto —murmuró Finn.

Myrddion casi había olvidado que el Cuentaverdades aún estaba a su lado.

—¿Quién? ¿Vortigern? Sí que lo es. Las plataformas se convertirán en los blancos de las catapultas y las balistas. Mientras tanto, Vortigern contará. Esas máquinas tardan en rearmarse y el rey espera que Vortimer ponga todo su armamento a larga distancia a disparar al unísono para destrozar las plataformas con un solo bombardeo rápido. Es una estrategia arriesgada, porque las plataformas probablemente tendrán que aguantar al menos dos andanadas, o sea que deben seguir avanzando hacia el río sin parar. Si los cálculos de Vortigern son correctos, tendría que ser capaz de mover su ejército hasta un punto en el que las catapultas tengan que ser recolocadas y recalibradas si aspiran a mantener un mínimo de precisión. Con suerte, nuestros guerreros avanzarán con mucha rapidez mientras los ingenieros de Vortimer se están preparando para el siguiente asalto. Cabe esperar que nuestros soldados tengan tanto miedo del aceite ardiendo que les salgan alas en los pies. En ese caso, el ejército podría quedar fuera del alcance antes de que Vortimer tenga ocasión de poner en acción sus armas otra vez. Entre tanto, el grueso de nuestra tropa cruzará el valle con muy pocas bajas.

En el mencionado valle, el lento e inexorable traqueteo de las plataformas había generado un frenesí de actividad en torno a las catapultas.

—Están cargando, y todas a la vez —susurró Myrddion—. He leído que esas máquinas funcionan mejor cuando el blanco está inmóvil, como en los asedios, pero un comandante experimentado puede echar atrás las catapultas y reposicionarlas para mantener a su enemigo dentro del arco de tiro.

—Pero, si lo hace, dejará a sus propios guerreros en la línea de fuego, o sea que también tendrá que retirarlos a ellos —gritó Finn—. ¡Mira! ¡Las plataformas ya están a tiro, o sea que en breve presenciaremos una particular variedad romana de matanza ordenada!

El ruido de las catapultas al disparar sus mortíferas cargas se oyó con claridad desde el promontorio. De repente, estalló el fuego en el techo y la parte delantera de la plataforma central; pero, aunque la enorme estructura de madera se tambaleó por un momento, poco a poco retomó su avance, llameando débilmente mientras continuaba rodando hacia delante. Una andanada de rocas alcanzó a otra plataforma, pero esta apenas acusó el impacto.

La balista disparó y una enorme jabalina impactó en la plataforma central, blanco por excelencia, con una fuerza descomunal. Desde el promontorio, Myrddion sintió el repentino empuje hacia atrás que experimentaron los soldados al recibir el impacto. Aun así, de forma lenta y dolorosa, dejando estelas de humo negro y con el dardo de la balista clavado como si fuera la antena de un insecto, la plataforma dio una sacudida y reemprendió su movimiento hacia delante, aunque algo torcida. En esa ocasión, el leviatán dejó atrás un montón de cuerpos tendidos cuando prosiguió su marcha hacia las líneas de Vortimer.

—¡Otra vez! —gritó Finn con la voz ronca por la emoción—. Los ingenieros recargan.

Pero Myrddion estaba contando y calculando el tiempo que necesitaban las máquinas de guerra para disparar su segunda andanada, tal y como sabía que estaría haciendo el viejo gran rey, mientras efectuaba preparativos mentales para recibir a los heridos y mutilados en cuanto los hubieran recogido sus hombres. Los minutos se estiraron mientras, a lo lejos, los soldados, pequeños como hormigas, correteaban alrededor de las catapultas en un desenfreno de actividad recargando los calderos de hierro con mortíferos proyectiles.

Luego dispararon la segunda andanada, pero a esas alturas las plataformas estaban más cerca del punto de disparo, de modo que las rocas, el fuego y la metralla pasaron por encima de sus blancos y apenas tocaron de refilón el techo de la estructura central. Sin embargo, mientras las estructuras seguían avanzando indemnes, los guerreros que se cobijaban detrás de las máquinas quedaron atrapados en los límites del impacto. Sus gritos helaron la sangre a Myrddion aunque, visto desde arriba y libre del hedor y la sangre, el campo de batalla parecía un tablero de ajedrez gigante donde los dioses movían las piezas.

—¡Prepárate para los heridos! —gritó, y los dos hombres dieron la espalda al espectáculo de la guerra para ocupar sus posiciones en las tiendas, adonde pronto les llevarían los frutos de la batalla con toda su suciedad y sordidez.

El sanador se perdió las órdenes de ataque de Vortigern. En cuanto se disparó la segunda andanada, el viejo rey ordenó al grueso del ejército que cruzase la peligrosa explanada antes de que pudieran verter sobre sus guerreros la siguiente lluvia de muerte. A todo correr, los hombres avanzaron como si la mismísima muerte intentase cazarlos con su guadaña. Las plataformas estaban por debajo del arco de tiro de las catapultas, y frenaron su movimiento para esperar a que el grueso del ejército las alcanzase.

Vortigern dio otra voz de alto para que la retaguardia no se moviera. La tierra quemada, con pequeños montones de muertos y heridos, era todo lo que quedaba para mostrar la trayectoria de los proyectiles catapultados. Se produjo otra andanada, pero el alcance era demasiado largo y las rocas cayeron sobre los celtas que ya estaban muertos o a las puertas de la muerte. Los gritos sonaban tan insustanciales como los cantos de los pájaros del matorral, pero Myrddion ya no estaba en el promontorio para oírlos. Luego, tras una nueva señal de Vortigern, la retaguardia cargó y las plataformas arrancaron a moverse otra vez.

Vortimer comprendió que la eficacia mortífera de sus máquinas de guerra había terminado y que ya eran poco más que madera inútil. Podía cambiarse el ángulo de la catapulta para acortar el alcance, pero con cada reajuste el ejército de Vortigern se acercaba más al río al amparo de las plataformas. Estaban dañadas, pero en su mayor parte indemnes.

¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer?

Vortimer no se atrevió a expresar sus dudas en voz alta, pero el tranquilo cerebro que había visualizado los montones de cadáveres de su padre, apilados como leña cortada donde las catapultas los abatirían, de repente sufría de indecisión y perplejidad. Si permitía a los soldados de Vortigern cruzar el río, ¿podría aplastarlos sin sus máquinas, o vencería su padre?

¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer?

En caso de duda, mejor no hacer nada. Cómo se habrían reído los romanos de la incapacidad para actuar de Vortimer. ¡Y cómo se reía Vortigern!

Mientras su hijo esperaba a la orilla del río con sus máquinas de guerra ya inservibles, el ejército de Vortigern llegó a la ribera opuesta. Los insultos que gritaban los guerreros de Vortigern hicieron que Vortimer temblara presa de un resquemor de incompetencia que aumentaba su indecisión. Siempre había odiado y temido a su padre, como suele pasar con los hombres débiles.

Entre tanto, Vortigern no perdía un momento.

Arrastraron las plataformas a la retaguardia y un equipo de carpinteros ayudados por muchos guerreros las desmontaron. Los diez grandes paneles que quedaron después de que los carpinteros hubieran serrado las ruedas y los pesados armazones fueron acarreados hasta un punto de la orilla en que el viejo rey pensaba crear un nuevo paso. Allí, los celtas que sabían nadar cruzaron el río con largos tramos de cuerda fuerte que sujetaron a los árboles de la ribera opuesta y con los que luego remolcaron cada una de las plataformas hasta el lugar que le correspondía para formar un puente improvisado.

Fragmento a fragmento, colocaron en su sitio los pesados maderos antes de sujetarlos a cada orilla mediante una trama de cuerdas pesadas. En las aguas más profundas, ataron las endebles balsas entre ellas para reducir al mínimo la exposición a las corrientes de quienes no sabían nadar.

Myrddion habría aprobado el diseño, si hubiese podido permitirse el lujo de observar la actividad que estaba desarrollándose más allá del meandro del río. Como el cauce era ancho, las plataformas no daban para sortear la distancia entera que separaba una orilla de la otra, pero las largas cuerdas creaban un nexo que los guerreros podían aprovechar para llegar a las plataformas, sortear las aguas más profundas con relativa seguridad y luego finalizar el cambio de orilla siguiendo otro tramo de cuerda.

Comparado con el puente de Vortimer río arriba, la pasarela de Vortigern era primitiva, pero eficaz. El viejo rey sabía que el puente controlado por su hijo estaría sometido a una vigilancia constante, y que cualquier intento de cruzarlo por parte de su ejército precisaría una encarnizada batalla preliminar por el control de esa estructura.

En cuanto el puente improvisado estuvo creado, los exploradores de Vortigern cruzaron a la otra orilla y empezaron a buscar centinelas y avanzadas enemigas. Al mismo tiempo, otros guerreros emprendieron la travesía para formar un perímetro defensivo en la ribera opuesta y proteger la cabeza de puente.

Como el zorro vetusto y artero que era, Vortigern despachó a una tercera parte de su ejército al amparo de la oscuridad y sin ningún movimiento obvio de sus fuerzas. Myrddion no descubrió la estratagema hasta que el viejo rey mandó llamar a su sanador para que se le uniera a la orilla del río.

En cuanto Myrddion llegó a la línea del frente, se encontró al rey caminando de un lado a otro sobre un montículo con una armadura de cuero reforzado de cuerpo entero. Se había permitido que las hogueras de campamento originales fueran apagándose hasta reducirse a meras ascuas, de modo que Myrddion no cayó en la cuenta de que las filas de soldados habían menguado hasta que preguntó a un centinela dónde estaban apostadas las plataformas.

—No están, sanador —respondió el guardia—. No están.

Vortigern se volvió hacia Myrddion.

—¿Puedes trasladar todo tu equipo a la otra orilla antes del amanecer?

—Sí, mi señor, podría. Pero el fragor de la batalla no es sitio para un sanador, porque no podemos garantizar nuestra seguridad ni la de los pacientes. No puedo defenderme mientras estoy amputando una pierna e Hipócrates me impone que no ponga en peligro a mis pacientes. Nos instalaremos en este lado del río, al pie de vuestro puente.

—¿Cuántos años tienes, Myrddion? —preguntó Vortigern, bajando la mirada hasta situarla al nivel del joven sanador.

—Quince, creo, mi señor.

—¡Quince! Si no estuviera mejor informado, juraría que de verdad eres un Medio Demonio. Tan joven y a la vez tan viejo. Sí, eres digno hijo de tu padre.

—¿Qué queréis decir, mi señor? ¿Qué tiene que ver mi padre con el traslado de mis tiendas al otro lado del río?

Vortigern sonrió de oreja a oreja. Incluso bajo esa luz tenue y rojiza, Myrddion distinguió los huecos en su dentadura amarilla, y de repente el rey aparentó todos los años que tenía.

—Para cuando amanezca, la mitad de mi ejército habrá cruzado el río corriente abajo gracias a tus magníficas plataformas. El resto de mis hombres pasará a nado. Sí, habrá pérdidas, no solo por la matanza que espero al otro lado, sino también por los que se ahoguen, aunque he reservado a mis mejores nadadores para que tiendan unos cabos cuando crucen. Calculo que la cifra de bajas será alta, pero los guerreros de Vortimer ya están nerviosos y dudan de su capacidad para derrotarme en una batalla en igualdad de condiciones, de modo que puedo prometerte que ese mierdecilla no tiene ninguna posibilidad. Nunca tendría que haberme casado con una romana, de buen principio.

Myrddion pensaba a toda velocidad. Comprendía la eficacia del plan de Vortigern y sonrió con ironía ante el uso brillante que el rey había dado a sus plataformas. Mientras escuchaba, empezó a entender por qué Vortigern había conservado el trono durante tanto tiempo: solo los gobernantes listos, sin escrúpulos y flexibles hasta el extremo llegaban a viejos.

Se le apareció una imagen fugaz de su bisabuelo Melvig.

—Trasladaré una tienda río abajo y nos prepararemos para la clase de heridas que describís. Tengo sirvientes de sobra.

—¿Por qué solo una tienda?

—En la otra hay hombres muriendo, mi señor, y no los dejaré a merced de los elementos. Va a llover; lo huelo en el aire.

Vortigern miró hacia arriba, pero no vio más que estrellas en los pliegues más profundos de la noche. Saltaba a la vista que, si no hubiera sido consciente de la presciencia de Myrddion, el rey se habría echado a reír. En lugar de eso, incluyó de inmediato la probable presencia de barro y lluvia en sus planes de batalla.

—Pues en marcha, sanador. Volveremos a vernos después de la batalla, y entonces te contaré un poco más sobre tu padre.

Antes del alba, la fuerza que había cruzado el río durante la noche cayó sobre los desprevenidos soldados de Vortimer como una manada de lobos hambrientos. Los hombres de Vortigern luchaban a la desesperada, pues libraban una batalla contra una fuerza más nutrida y mejor equipada, que podría derrotarlos fácilmente sin el factor sorpresa, un buen mando y una elección perfecta del momento para atacar.

Y entonces llegó la lluvia, tal y como Myrddion había previsto. De una densa masa de nubes cayó un aguacero que en ocasiones reducía la visibilidad a menos de quince metros e hizo que los centinelas de Vortimer se cobijasen en cualquier refugio disponible.

Un centenar de los mejores guerreros de Vortigern se escondieron, armados de paciencia, entre los sauces de la orilla y esperaron temblando con su ropa empapada mientras los refuerzos se remolcaban de una orilla a otra de la rápida corriente. Si los centinelas de Vortimer no hubiesen estado completamente distraídos por el repentino ataque contra su flanco izquierdo y el súbito chaparrón, habrían visto que el río era un hervidero de cabezas de hombres que cruzaban ayudados por las pesadas cuerdas que se habían tendido entre parejas de árboles a ambos lados del cauce.

En cuanto Vortigern se unió a sus hombres en la orilla oriental, ordenó a los doscientos hombres que iban con él que se preparasen para un ataque frontal. Antes incluso de que la mitad de la retaguardia hubiese alcanzado al ejército de Vortimer, se trabó batalla en dos frentes.

Myrddion miró hacia el otro lado del caudaloso río y, a través de las cortinas de lluvia que azotaban a amigo y enemigo por igual, vio que un tenue amanecer revelaba la lucha desesperada por dirimir quién llevaba la corona. Aún había soldados de infantería cruzando el río a nado, mientras que un pequeño grupo de guerreros protegía los cabos atados a los sauces. Desde la limitada perspectiva del campo de batalla que tenía Myrddion, resultaba imposible desenmarañar el tumulto de combatientes y averiguar qué bando llevaba ventaja. Vortimer contaba con la inicial de la pura superioridad numérica, pero cada momento que pasaba significaba la llegada de hombres frescos desde el otro lado del río para equilibrar la balanza de efectivos. Además, contra todo pronóstico, Vortigern conservaba el factor sorpresa, de modo que el ataque contra el flanco enemigo, que tendría que haber sido un fracaso, había penetrado profundamente en la línea defensiva de Vortimer a golpe de pura audacia.

De manera gradual e inexorable, los guerreros de Vortimer se vieron obligados a batirse en una retirada que no habían planificado.

Cuando los elementos principales de la fuerza de combate de Vortigern hubieron cruzado el río, Myrddion ordenó a la mitad de su equipo que lo acompañara a la otra orilla, donde establecerían un puesto de socorro para tratar a los heridos capaces de caminar que lograsen volver hasta el puente de cuerda. Sin embargo, al cabo de unos minutos de observar el sufrimiento de los lesionados, cambió de parecer.

—¡Finn! ¡Tú y Cadoc, volved a la tienda! Quiero que carguen todo nuestro equipo en los carros y lo crucen por el puente que hay río arriba, para que podamos instalarnos en este lado del río. No me importa lo que tardéis, siempre que no sea más de dos horas. Y no quiero excusas, porque a estas alturas los centinelas de Vortimer ya habrán abandonado sus puestos. ¡En marcha!

Cadoc ya estaba metido en el agua antes de que Myrddion hubiese acabado de hablar.

«Por lo menos podemos limpiar y mantener secas las heridas ahora que tenemos el puesto de socorro aquí —pensó Myrddion irritado—. Esperemos que nadie muera desangrado mientras espero a que llegue Cadoc.»

Siguió cayendo la lluvia gris; los hombres morían en sanguinarios combates cuerpo a cuerpo mientras Vortimer, inexorablemente, seguía cediendo terreno.

Cadoc y Finn volvieron antes de que pasaran las dos horas estipuladas con la tienda, además de todo el material que Cadoc había considerado que sería crucial para Myrddion a lo largo del día que empezaba. Mientras se ocupaba de atroces cortes y estocadas, limpiando, cosiendo y vendando cuando era posible, el sanador tuvo sobradas oportunidades de calibrar el peso aplastante de la lluvia que combaba el techo de la tienda bajo su peso. Le daba miedo que se viniera abajo, de modo que Cadoc empujó hacia arriba con un largo palo para que el agua fría cayese en cascada por los costados del grueso cuero, para después colarse por debajo de los lienzos y convertir la tierra en un lodazal que no tardó en enrojecer por la sangre. El frío empezó a filtrarse por las botas de Myrddion hasta dejarle las piernas heladas, pero apartó de su pensamiento consciente la incomodidad para poder concentrarse en el trabajo que debían realizar sus atareados y ágiles dedos.

Finn Cuentaverdades le suministraba reservas constantes de agua caliente, aunque su señor no tenía ni idea de cómo el guerrero podía proporcionársela. En realidad, Finn, que en el fondo era un saqueador, había encontrado una cabaña de pescador abandonada cerca del río. Dentro había hallado una reserva de leña seca y, lo más asombroso, un gran caldero de metal que había lavado y secado a conciencia. Tras cargar su botín hasta el puesto de socorro, había encendido su fuego y empezado a calentar el agua.

Cuando la afluencia de heridos empezó a menguar, Myrddion mandó a Cadoc a enterarse de lo que les estaba sucediendo a las fuerzas de Vortigern mientras continuaban su avance.

El guerrero volvió pronto, luciendo una sonrisa radiante en su cara.

—¡Buenas noticias, maestro! Se diría que el ejército de Vortimer ha desaparecido. Si el príncipe estuviera ganando la batalla, a estas alturas tendríamos a sus guerreros encima.

—¿Qué estás diciendo, Cadoc? —preguntó Myrddion, mientras limpiaba un feo corte de espada que cruzaba el pecho de un guerrero. El paciente estaba inconsciente, y el sanador pudo acercar los bordes abiertos de la profunda herida y coserlos sin infligirle un dolor excesivo.

—Los guerreros con los que he hablado me cuentan que Vortimer se ha retirado a Glevum. De algún modo, contra todo pronóstico, Vortigern ha ganado y, por si fuera poco, ha capturado las catapultas y máquinas de asedio. Glevum temblará hasta sus raíces.

—Ahora empezará un asedio —murmuró Myrddion, que acto seguido retomó su sutura—. ¡Que la Madre nos ayude!