Padres e hijos
Con doloroso y minucioso detalle, Finn refirió sus recuerdos de la matanza que se había producido en la Noche de los Cuchillos Largos, unas breves horas que marcarían la relaciones entre sajones y celtas durante generaciones. Mientras hablaba, todos los ocupantes de la tienda vieron lo que él había visto y sintieron sus atroces punzadas de miedo y vergüenza. Los oyentes salieron transformados de manera tan profunda como la de Finn, y repetirían las sanguinarias historias de aquella noche a sus compañeros y sus familias durante años. Desde sus primeras palabras, Finn cautivó a Vortigern, los sanadores y la guardia del rey, mientras relataba cómo Hengist se cobró su terrible venganza de Catigern.
Hengist esperó impasible en el atrio de la villa en ruinas con los restos del árbol en llamas a su espalda y sus doce guerreros formados en semicírculo detrás de él. Quizá fuera su imaginación, pero notaba la presencia de su hermano justo más allá de su visión periférica, observando y esperando el inevitable derramamiento de sangre que desencadenaría la llegada de Catigern. Un gran cofre con la tapa abierta revelaba los tesoros saqueados de las iglesias cristianas y una enorme cantidad de oro y plata que los sajones habían sacado de las poblaciones cantiacas.
Se hizo el silencio. Los sajones estaban conformes con esperar, como habían hecho durante días desde que Hengist había planeado su venganza y Otha se había infiltrado campo a través con pequeños destacamentos de guerreros que se reagruparon en la villa.
Los sajones olieron a los celtas antes de verlos. El perfume para el pelo, el nardo, el aceite de las espadas y la dulzura pegajosa de la muerte cosquillearon en la nariz de los hombres de Hengist cuando Catigern y sus guerreros desmontaron en el patio delantero de la villa. Los celtas no hicieron ningún intento de amortiguar el ruido de los cascos de sus caballos y Hengist se permitió una sonrisa ante la previsible arrogancia de Catigern.
Las puertas de madera, que no tenían la barra puesta, se abrieron con estruendo, y Catigern entró en la columnata en ruinas a la cabeza de veinte guerreros armados. Tanta era su confianza que el concepto de derrota jamás se le había pasado por la cabeza al príncipe, un hombre que consideraba a los sajones criados peludos, apenas ligeramente superiores a sus caballos en cuanto a utilidad. Jamás se había planteado que pudieran albergar honor, ira o deseo de venganza.
—¿Hengist? —llamó con voz suave—. ¿Dónde te escondes? Traigo nuevas de Gunter, tu mensajero. Habría venido en persona, pero se encuentra indispuesto.
El eco de la voz de Catigern resonó en el espacio vacío con un sonido hueco y escalofriante. Las largas sombras de los guerreros reptaron paredes arriba y un búho asustado extendió sus alas rayadas y voló hacia la cabeza del príncipe, que se encogió por un momento. Se recuperó enseguida, aunque sus guerreros palidecieron y agarraron sus amuletos y las empuñaduras de sus espadas con un pavor supersticioso.
—Ha salido y está hambrienta —susurró un hombre, antes de que su compañero le diera un doloroso pisotón en el pie para asegurarse de que no se pronunciaba una sola palabra más.
—Pensaba que querías el cuerpo de tu hermano, sajón —gritó Catigern—. Lo hemos traído, aunque está un poco pasado. —Atravesó la columnata y entró en el atrio con su árbol en llamas, que ya se desmoronaba en cenizas.
Hengist dio un paso al frente de tal manera que su figura quedó recortada con un contorno de fuego.
—Aquí está el oro. Es tuyo, Catigern. He dado mi palabra, de modo que cógelo y deja el cuerpo de Horsa para que lo enterremos. Después nos retiraremos al otro lado del mar.
Catigern avanzó hasta el espacio vacío y cerrado que quedaba, paradójicamente, abierto a los cielos. Aplastó con su bota flores secas y hierba muerta hasta situarse ante el cofre con sus montones de oro saqueado.
—No te fue mal durante tus años en el sur, Hengist. Me sorprende que te quedaras para ser aplastado por nuestro ejército. Cualquiera con dos dedos de frente hubiese cogido lo que tienes y hubiera huido.
El desdén de la voz de Carigern hizo que los sajones se tensasen un poco, pero Hengist les había ordenado que guardaran silencio y mantuvieran las manos alejadas de sus armas.
—Coge el tesoro y vete, Catigern. Le expliqué mis términos a Gunter, para que no hubiera malentendidos en cualquier acuerdo entre nosotros.
—Ni el más mínimo —respondió Catigern con tono desenfadado—. Me sorprende que no hayas preguntado por Gunter. ¿No te importa dónde puede estar tu correo?
Hengist dejó que el silencio se prolongase hasta límites casi insoportables. Su rostro era impasible y oscuro como el roble curado por encima de su barba.
—¿Te ha comido la lengua el gato, Hengist? —le provocó Catigern.
—Gunter sabía que ordenarías su muerte. Éramos conscientes de que actuarías de manera deshonrosa y estaba dispuesto a morir por su gente. Es irrelevante si lo mataste o se mató a sí mismo. No necesito saber cómo decidió Gunter ir a reunirse con sus dioses.
Volvió a hacerse el silencio, preñado de aprensión y la promesa de una muerte repentina. Catigern se sintió obligado a romper esa quietud antinatural cuando la rama más grande del árbol en llamas se partió del tronco con un chasquido que le crispó los nervios.
—El cadáver de tu hermano está fuera, si te apetece verlo. Supongo que dos de tus hombres sacarán el cofre hasta nuestros caballos.
—Preferiría que el intercambio se realizara en el interior. No me fío un pelo de ti.
—Hengist, amigo mío, no me parece que estés en situación de exigir nada, ¿o sí?
—¿Otha? —llamó el thegn—. ¿Ha venido solo el príncipe?
Otha salió al atrio trepando entre persianas rotas desde una estancia lateral de la columnata opuesta. Eligió con cuidado dónde ponía el pie, evitó una puerta combada y se quitó el polvo de la tosca camisa de lana casera con una refinada expresión de desagrado.
—El celta ha venido con una gran cantidad de guerreros. La mayoría están escondidos en el huerto. —Otha soltó una risilla despectiva mientras acariciaba el hacha con el dedo índice—. Pero hay otro grupo grande junto a la orilla del río. —El guerrero sonrió a Catigern. El efecto de esa boca curva y delicada bajo unos ojos verdes implacables resultaba inquietante—. No he usado a mi dama, aquí presente, desde que rajé la barriga de tu caballo durante la batalla en el río. ¡Aquel día me falló la mano!
—Eres un patán grosero —le espetó Catigern—. ¿Por qué te interesas por el tamaño de mi guardia?
Señaló dos de sus guerreros, que abrieron los ojos con aprensión.
—¡Vosotros dos! Coged la caja y salgamos de este cagadero. El olor a sajones sin lavar me está poniendo enfermo.
Hengist se volvió hacia Otha.
—Manda a la mitad de tus guerreros a los huertos por la parte de atrás de la villa, para que se coloquen detrás de los hombres de Catigern —ordenó en voz baja, mirando de reojo a Catigern para asegurarse de que el celta tenía la atención puesta en otra parte—. Los demás atacarán a los guerreros de la orilla del río. Asegúrate de que los hombres sean todo lo silenciosos que puedan, porque no tardaremos en perder nuestra ventaja.
Oliéndose de repente el peligro, Catigern y sus guerreros empezaron a retroceder, incluidos los dos que habían recibido instrucciones de llevarse el tesoro. La estrecha columnata parecía incluso más larga y claustrofóbica, mientras que el malévolo siseo del hierro y el acero al salir de sus fundas parecía estruendoso en el espacio cerrado y oscuro. Los celtas retrocedieron con cautela, hasta que la puerta de la villa se abrió de golpe a sus espaldas con un súbito e impresionante estrépito.
Los hombres de la retaguardia giraron sobre sus talones para encontrarse cara a cara con media docena de enormes sajones que sonreían por entre sus barbas con evidente placer. Sin previo aviso ni misericordia, los sajones atacaron a los hombres de Catigern mientras Hengist esperaba, con la espada aún envainada, y el príncipe celta examinaba la columnata y el atrio en un intento de mantener la calma.
—¡Usad la puerta de atrás! —ordenó Catigern—. ¡Acabad con ellos! —Señaló con su espada a Hengist y a los doce guerreros que tenía detrás. Seguía confiando en que podría atravesar las filas sajonas que tenía delante para escapar a campo abierto, reencontrarse con su fuerza escondida en los bosques y luego destruir el último reducto sajón—. Haré que supliques que te mate —prometió—. Desearás haber muerto como el bestia de tu hermano antes de que acabe contigo.
—Hablas demasiado —gruñó Hengist, y desenvainó la espada y el hacha, pues rechazaba emplear escudo en un espacio tan cerrado.
Catigern arremetió contra él con un estridente aullido de furia, pero Hengist esquivó el amplio espadazo a la altura de los hombros con un sencillo y grácil movimiento lateral de las caderas. Su contraataque fue tan elegante que cualquier gladiador, acostumbrado a actuar para deleite del público, habría estado orgulloso de su ejecución. Giró sobre sí mismo, con la espalda recta, dobló las rodillas y rebanó los ligamentos de las corvas de Catigern con un único y delicado movimiento de su hacha. Mientras el príncipe caía de rodillas, gritando, sobre el suelo de mosaico, Hengist pasó al siguiente guerrero, y luego al de detrás de este, llevando la muerte con ambas manos en una siniestra danza homicida. Las habilidades de una vida, desarrolladas al servicio de muchos señores, aportaban una hermosa economía a los movimientos del thegn, caudillo de sajones.
Desde fuera, mirando por los huecos de las paredes de la vieja lechería, Finn oyó los gritos y se debatió entre la vergüenza que le inspiraba el que Catigern atacase a aquellos hombres durante una tregua y sus propios horrores supersticiosos. Había visto entrar en la villa a las seis formas embozadas y, por error, había maldecido al capitán de las reservas del huerto por actuar antes de que se diera la orden. En ese momento, con el corazón desbocado, Finn vio que los sajones salían en tropel por la entrada lateral de la villa donde, sin que los celtas lo supieran, estaban situados los baños. Había muchos: cincuenta, sesenta, quizá hasta cien. En el acto, Finn comprendió de forma instintiva que ningún celta de los que habían cabalgado hasta esa trampa con Catigern sobreviviría a esa noche.
La mitad del grupo partió hacia el río cercano con ese trote ligero característico de los guerreros sajones, mientras que el resto avanzó con sigilo hacia el huerto del otro lado de la villa.
Finn pensó a toda velocidad. «¡Ha venido! La diosa Blodeuwedd anda suelta y su juicio será terrible. Mis camaradas del huerto pueden oír que el ataque ha empezado, pero esperan a la señal para sumarse a las fuerzas de Catigern. Los sajones se les echarán encima antes de que se enteren.»
Pensó como un poseso en qué hacer a continuación, porque debía intentar avisar a los guerreros del huerto, por arriesgado que fuera. Metió la mano en su bolsa y, rebuscando con unos dedos temblorosos por culpa de las prisas y sintiendo una corriente supersticiosa de miedo, encontró la caja donde llevaba la yesca. Mientras entrechocaba los trozos de pedernal para prender fuego a la vieja paja, no pudo quitarse de la cabeza una imagen de la diosa de las flores, furiosa porque los hijos de Vortigern hubieran alzado la mano contra el rey santificado. Ella exigiría sangre en su suelo a modo de desagravio, hiciera lo que hiciese él en un intento de frustrarla. Incluso entonces el edificio vacío parecía lleno de grandes ojos móviles de búho, el otro yo de Blodeuwedd, y oyó un batir de grandes alas cuando la paja mohosa por fin prendió.
—Perdóname, Blodeuwedd, pero mi juramento me ata a Vortimer y Catigern —rezó en voz alta, mientras las llamas amenazaban con cerrarle el paso a la entrada del granero, por donde saldría y se pondría a salvo—. Debo cumplir mi voto. Perdónanos a mí y a los míos, porque no tengo elección.
Después de salir a trompicones del peligro, echó a correr hacia el huerto gritando una advertencia, pero oyó que unas alas se cerraban a sus espadas. Tropezó y cayó al suelo, y algo duro pareció alzarse de la tierra para golpearlo con una fuerza apabullante.
Perdió la conciencia.
Con la excepción de Catigern, todos los celtas del interior de la villa estaban muertos, a costa de la pérdida de tan solo tres guerreros sajones. El thegn alejó la espada de Catigern de una patada antes de situarse encima del cuerpo retorcido del príncipe, donde hizo una pausa lo bastante larga para ofrecer un consejo a su enemigo caído.
—Yo en tu lugar, Catigern, me mataría mientras hubiera oportunidad. Volveré para ocuparme de ti cuando tenga más tiempo.
Entonces Hengist y el resto de sus guerreros salieron corriendo sin prisas por las puertas de la villa para unirse a la batalla en el huerto.
Solo, e incapaz de cualquier cosa que no fuera arrastrarse boca abajo, Catigern echó un vistazo a los cuerpos caídos de sus hombres. Encontró un cuchillo largo y curvado e intentó rajarse las muñecas, pero la fuerza vital corría con fuerza por sus venas y, con cada intento, solo lograba dejarse unos cortes superficiales. Llorando de frustración, se metió el cuchillo bajo el cinto y se arrastró por la columnata sobre los codos, dejando un rastro de sangre por donde se deslizaba su cuerpo, hasta las puertas abiertas de la villa.
La noche parecía llena de fuegos, ya que los edificios exteriores ardían y creaban sombras que se antojaban más oscuras y amenazadoras si cabe por la luz carmesí que perfilaba todos los detalles del patio delantero de la villa con un baño de llamas. Catigern se descubrió delante de un fardo apestoso y toscamente envuelto, y retrocedió con un juramento. El cadáver de Horsa parecía moverse con el titilar de la luz, como si el sajón intentase desgarrar las pieles sin curtir que cubrían sus mutilaciones para que la obra de Catigern pudiera quedar a la vista de su enemigo.
En el preciso instante en que Catigern había reunido fuerzas suficientes para arrastrarse hacia los caballos que, atados a sus estacas, relinchaban y se revolvían asustados, dos botas de tosca factura llenaron su campo visual. Una mano armada con una roca le golpeó la cabeza, y Catigern se derrumbó junto al cuerpo de su víctima.
La refriega en el huerto cubierto de malas hierbas fue rápida, sangrienta e inevitable. Pese a todos los intentos de Finn de avisar a sus compañeros del peligro que corrían, los sajones cayeron sobre las confusas tropas de Catigern como una ola de muerte. Frustrados por su derrota en la batalla de la colina, los sajones disfrutaron de su revancha en docenas de encarnizados combates cuerpo a cuerpo, y recobraron parte del honor perdido con sus actos de valor y ferocidad. Aunque los hombres de Catigern eran más altos que la media, pocos superaban el metro setenta de estatura, mientras que los sajones les sacaban por lo menos siete centímetros y poseían unos brazos considerablemente más largos que sus enemigos. Los hombres de Dyfed y Glywising cayeron como flores marchitas en una nevada temprana.
El segundo grupo de sajones había partido con la intención de trazar un círculo y situarse detrás de los guerreros que esperaban como reserva cerca del río, pero a los celtas los habían puesto sobre aviso un cielo rojo sangre sobre la villa en llamas, los gritos lejanos y el posterior silencio que todos los hombres de guerra reconocen: la gélida calma que llega con la muerte. Ya se estaban preparando para dirigirse a la villa cuando un contingente de sajones apareció por encima de un pliegue del terreno, corriendo hacia la posición celta cerca del río.
La luna se reflejaba en las espadas desenvainadas y en los filos de las hachas de los sajones que se acercaban. Corrían en formación más o menos de punta de lanza, con el guerrero al mando de la tropa en cabeza, lo que era inusual para los sajones, que tendían a combatir y a comportarse en general como individuos, más que como un grupo homogéneo. Sin embargo, esos enormes guerreros eran hombres de Hengist, de modo que estaban disciplinados tras años de combatir como mercenarios a sus órdenes. Los hombres de Catigern vieron acercarse a esa tropa con un trote fácil y rápido, y presintieron el desastre.
Sin la mano firme del príncipe para insuflarles valor, algunos de los celtas rompieron filas y salieron huyendo. Más tarde, los sajones relatarían a Hengist esa cobardía con grandes carcajadas desdeñosas, mientras Finn sentía tal vergüenza por las acciones de sus asustados camaradas que ansiaba morir de deshonor. Entre tanto, en el llano del río, el cabecilla sajón se limitó a apuntar con su hacha con una mano, sin aflojar el paso, y los guerreros que corrían a su derecha cambiaron de dirección, aceleraron tanto cuanto les daban las piernas y salieron en pos de los desertores. Los celtas que quedaban formaron un cuadro algo irregular, y se aprestaron a repeler la carga sajona lo mejor que pudieran.
Los guerreros que habían huido pronto empezaron a perder velocidad, aunque los sajones habían recorrido mucha más distancia que ellos. El pánico, en un principio, había dado alas a los celtas, pero el miedo es un aguijón irracional y, como individuos aterrorizados, fueron perseguidos hasta que sucumbieron al agotamiento o la futilidad de su posición los obligó a dar media vuelta y luchar. Fueron segados como hierba.
Un fugitivo había trepado a un árbol, de modo que los sajones colocaron ramas muertas alrededor del tronco, prendieron fuego a la leña y esperaron a que el humo ascendente ahogara al celta y le hiciera llorar los ojos. Se vio obligado a tirarse al suelo y la respuesta sajona fue sumaria y despiadada.
Los guerreros celtas que defendieron su posición no murieron fácilmente, ni sin que los sajones pagaran un precio. Acorralados y sin vía de escape alguna, se cobraron con sangre sajona la muerte de cada amigo que caía. Los nórdicos valoraban el coraje por encima de todo, de modo que los guerreros más valientes recibieron unas muertes rápidas y misericordiosas cuando el cuadro, como era inevitable, cedió, y la lucha mano a mano se convirtió en la última defensa céltica. Con la mitad de los suyos muertos, los sajones regresaron a la villa con su botín.
Finn recuperó la conciencia poco a poco a la media luz del infierno que era el patio delantero de la villa, donde tuvo que aceptar que su muerte era inminente. Mientras se elevaba sobre los codos y las rodillas, tratando de reprimir sus gemidos de dolor, vio a varios sajones contentos vendándose unos a otros y limpiando sus armas, mientras que otros de los barbudos recogían cuerpos celtas y los llevaban a rastras a la villa como si fueran leña.
Hengist estaba sentado cómodamente sobre unos bloques de piedra desprendidos de la maltrecha lechería, arrebujado en su capa de lana para protegerse del relente del amanecer, mientras limpiaba la sangre de su descomunal hacha con aire reflexivo. Finn recordaba los ojos pálidos y la actitud impasible del sajón de cuando había servido como capitán de la guardia del rey Vortigern. Finn había estado presente en Dinas Emrys, cuando todo su mundo había cambiado. Sin prestar atención a la posición en la que se hallaba, Finn maldijo a Apolonio y a Rhun, muertos hacía tanto tiempo, por ser el origen de la inevitable conclusión que había tenido esa noche.
Hengist oyó el reniego del celta y alzó la cabeza sorprendido. Una carga de energía pareció saltar del sajón a Finn, pero al celta capturado ya le traía sin cuidado si se granjeaba la hostilidad del capitán. Era hombre muerto y lo sabía.
—¿Estuviste en Dinas Emrys, celta? No te recuerdo.
—Era poco más que un crío en aquel entonces, recién llegado a la pubertad y enviado a servir al gran rey como portaestandarte. ¿Por qué ibas a recordar a alguien tan joven e inexperto?
Hengist sonrió a Finn con una simpatía que era del todo superficial.
—¿O sea que culpas a los hechiceros de tu suerte? Pero tú escogiste a tus señores mucho después de que aquel par perdiera las pelotas.
—Cierto, Hengist. Como hombre de Dyfed, mi fidelidad recaía en Vortimer, hijo de Severa, que era de Caer Fyrddin. Serví como había servido mi padre, y el padre de mi padre, bajo el dominio celta y romano. No busco excusas, pero el intento de sacrificio del Medio Demonio fue deshonroso y nos mancilló a todos aquel día. La vergüenza debía lavarse con sangre, de modo que a lo mejor ahora la Madre nos perdonará el mal que le hicimos al chico. Quizá Ceridwen también nos perdone por la muerte de su sacerdotisa, la princesa Olwyn.
Hengist sonrió meditabundo mientras recordaba aquellos días casi olvidados, más de tres años atrás, en los que había roto su juramento a Vortigern y había empezado la prolongada lucha por conseguir una patria sajona. La cara de Myrddion, aquel muchacho asombroso, se apareció en su cabeza, y recordó que el chico le había prometido que al final conseguiría la victoria en algún momento del futuro.
—Me pregunto dónde andará ahora el Medio Demonio. Sí, celta, tienes razón. Las raíces de hoy brotaron por primera vez en Dinas Emrys. La guerra civil, la muerte de incontables guerreros y los juegos de los reyes derivan todos de la torre en ruinas y las visiones del Medio Demonio sobre dragones en lucha. Quizás el Dragón Rojo sea el emblema de tu pueblo, mientras que el blanco simbolice al mío. Si tal es el caso, estaremos en guerra durante mucho tiempo.
Finn no entendía a qué se refería Hengist y todavía le importaba menos lo que fuera a suceder en las largas décadas futuras. Más inminente y terrorífica era la naturaleza de su muerte en ciernes, y la duda de si sabría comportarse como un hombre.
—Si vas a matarme, thegn Hengist, te pido que des la orden ya. Nunca te vi como un hombre cruel, sino como a un guerrero como yo. Me avergüenzo de la matanza de esta noche y del juramento roto por el príncipe Catigern. Estoy contaminado por la profanación del cuerpo de tu hermano, como muchos de mis camaradas guerreros, pero nos ataban nuestros votos, o sea que debes comprender nuestra posición. No digo todo esto para ganarme una muerte fácil, sino porque es cierto. Por favor, thegn Hengist, ordena mi ejecución para que pueda unirme a mis amigos.
El caudillo sajón se alisó los bigotes manchados mientras sopesaba la petición de Finn. Las explicaciones del celta ni le ofendían ni le engañaban. La verdad tiene una naturaleza convincente que el sabio reconoce nada más oírla.
—He decidido que vas a vivir, celta. Has avisado a tus compañeros de nuestra presencia en el manzanar destrozado, has prendido fuego a este edificio que tengo detrás, y no es culpa tuya que no seas uno de esos cuerpos apilados en el atrio de la villa. A diferencia de Catigern, nosotros no dejaremos que vuestros muertos sean pasto de las bestias. Quemaremos la villa a su alrededor antes de despedirnos de este lugar.
—Entonces no me tortures, thegn. Permanecer vivo cuando tantos hombres mejores han muerto ya es tormento suficiente para mí, y una mancha en mi honor.
Hengist sacudió la cabeza poco a poco y pasó su piedra de amolar por el filo del hacha con un chirrido metálico que erizaba el vello.
—No, celta. He decidido que mi justicia y mi venganza sean conocidas por todo tu pueblo para que Horsa, que fue mejor hombre que ninguno de los dos, sea recordado de forma veraz en los siglos venideros. Te encomiendo que te asegures de que la narración de lo que has presenciado aquí no se vea alterada por necesidades políticas o pervertida por la ambición personal de otros hombres. Comprendo que tus camaradas me demonizarán y que los reyes celtas me darán caza de una punta de esta tierra a la otra, pero escúchame y recuerda: volveré, porque esta tierra pertenecerá a los pueblos germánicos tarde o temprano. Tenemos la necesidad, la voluntad y el arrojo para tomarla, para nosotros y para nuestros descendientes. —Hengist hizo una pausa y recapacitó sobre su decisión—. ¿Cómo te llamas, celta?
—Soy Finn ap Finnbarr, thegn Hengist —respondió el guerrero, cuya cara palideció hasta parecer una calavera viviente a la luz parpadeante.
—De ahora en adelante, hijo de Finnbarr, serás conocido como Finn Cuentaverdades, de modo que te peno con el castigo de la vida. Debes observar, descubrir tus historias y explicar lo que has visto.
Horrorizado, Finn comprendió la magnitud de la sabiduría y crueldad de Hengist. Como hombre honesto, se vería obligado a perpetuar la traición y brutalidad de Catigern.
El caudillo sajón ordenó que sacaran antorchas para iluminar el patio delantero de la villa, de modo que la oscura madrugada se tiñó de un resplandor rojizo y sanguino. Como si pudieran leer la mente de su señor, unos sesenta supervivientes sajones se congregaron para rodear la escena que convertía el maltrecho patio en un tribunal o en el campo de un combate singular, techado por la noche oscura y sin estrellas, y amurallado por la villa y los restos quemados de la lechería. El montón de mampostería rota adquiría la dignidad de un trono, sencillamente porque Hengist estaba sentado en él, mientras que los guerreros que observaban se convertían en testigos que legitimaban su último acto de justicia por la muerte de su hermano.
Tendido, hediondo, pero impresionante en el poder que parecía irradiar, estaba el cadáver envuelto de Horsa. Finn apenas soportaba mirarlo, aquel cuerpo en descomposición era la causa de las vidas perdidas esa noche. El amor y la codicia los habían llevado a unos y a otros a ese lugar solitario.
—Traed a Catigern, príncipe de Glywising —ordenó Hengist con voz lúgubre. Dejó a un lado su hacha y su piedra de afilar, y asentó los codos en las rodillas. El thegn no tenía necesidad de panoplia o ropajes dorados. Llevaba su autoridad como un manto, independiente de su pose informal o su ropa tosca.
Arrastraron a Catigern hasta el círculo iluminado. La sangre le había corrido por el pelo oscuro y manchaba un lado de su bella cara. Tenía las manos atadas a la espalda con un asta rota de lanza encajada entre los codos para tirar dolorosamente hacia atrás de sus hombros. Despeinado y cubierto de suciedad, se irguió todo lo que pudo sobre unas piernas que ya casi no le respondían. Dos grandes guerreros aguantaban su peso, pero Catigern no perdía un ápice de su presencia porque no pudiera sostenerse en pie. Su cara deformada era una máscara grotesca de odio.
—Podría haber ordenado que te matasen sin más, Catigern ap Vortigern, pero como príncipe de estas islas te concedo la venia de que ofrezcas una explicación para tus acciones. En la batalla mueren hombres, pues tal es el riesgo que todos corremos cuando nos ganamos la vida con la espada. Horsa, mi hermano, era consciente de los peligros a los que se exponía cuando me siguió al exilio, de modo que no te acuso de asesinato.
Catigern escupió en el enlosado irregular de pizarra del patio delantero.
—Tendría que obligarte a limpiar eso con la lengua, pero quizá yo reaccionaría del mismo modo si estuviera en tu pellejo. Escúchame, Catigern ap Vortigern. Ni siquiera te acuso de matar a mi hermano Horsa por la espalda. Tales acciones, por deshonrosas que sean, suceden en los campos de batalla demasiadas veces para contarlas.
El anillo de sajones expresó su desaprobación con un coro de gruñidos, un derecho que les concedía la ley sajona, pero Hengist los silenció con una única y gélida mirada. Hombre a hombre, sus ojos se pasearon por las caras de los guerreros reunidos hasta que, uno por uno, bajaron la mirada.
—Pero vi con estos ojos como profanaste el cuerpo de un enemigo. Esa acción es impropia de un guerrero, y mucho más de un príncipe de estas tierras. —Hengist se volvió de cara a Finn—. Adelántate, Finn ap Finnbarr, para que te tomemos declaración.
Unas manos encallecidas agarraron a Finn por los hombros y lo empujaron al interior del círculo iluminado por el fuego. Desconcertado y confundido, miró a su alrededor y no captó simpatía o respeto en las miradas que lo repasaban de arriba abajo.
—Mantén la boca cerrada, Finn —aulló Catigern retorciéndose entre las manos de los sajones que lo sostenían derecho—. ¡Eres un hombre de Vortimer, no les des nada a estos perros!
Finn temblaba de la cabeza a los pies, desgarrado entre la lealtad y la verdad.
—¡Finn Cuentaverdades! ¿Qué se le hizo al cuerpo de Horsa por orden de tu señor?
Finn entrevió una respuesta honorable a la pregunta y se irguió en toda su estatura.
—Mi señor es Vortimer ap Vortigern, hijo legítimo de Vortigern, que fue gran rey del norte hasta que el título pasó a manos de su primogénito. Mi señor no me dio ninguna orden acerca del trato al cuerpo de Horsa.
La cara de Hengist pareció enrojecer, aunque tal vez fuese un efecto de la luz.
—No me vengas con trucos, celta. No soy un patán ignorante sin ingenio ni raciocinio. ¿Qué ordenó este hombre, Catigern, que se hiciera con el cuerpo de mi hermano? Eres un guerrero y te tengo por hombre de honor. Habla, Finn Cuentaverdades, y sé justo con tu respuesta, porque tus dioses te escuchan.
Finn se mordió el labio hasta hacerse sangrar. Pensó en los cuerpos apilados al buen tuntún en el atrio de la villa en ruinas, pensó en la muerte de Gunter, solo y traicionado, y luego habló, en voz baja y con sinceridad, describiendo lo que había visto.
—El príncipe Catigern ordenó que clavaran el cuerpo de Horsa a las puertas de Durovernum, para diversión de los ciudadanos.
—¿Y? —le espoleó Hengist, inexorable.
—Se animó a la plebe a que lanzara estiércol e inmundicias al cadáver. Yo estaba avergonzado, como muchos de mis camaradas, hombres que ahora yacen muertos en esta villa.
—¿Y qué hay de mi correo, Gunter, que llevó mi mensaje a este hombre?
—Vuestro correo se royó las venas de las muñecas hasta desangrarse.
La respuesta fue acogida con silencio. Todos los presentes, incluido Catigern, pudieron imaginarse el desesperado medio que Gunter había encontrado para quitarse la vida. Al cabo de un momento, Finn explicó el motivo del suicidio del correo y, extrañamente, sintió que al contarlo se quitaba del alma el peso de la muerte del mensajero. Después, alzando la voz por encima de las exclamaciones de indignación de los guerreros sajones, Hengist proclamó la justicia que estaba a punto de administrar.
—Viví en la corte de Vortigern durante años. Quizá permaneciera mudo tras el trono del rey, pero tuve oportunidades de sobra para juzgar las costumbres de tu pueblo, Catigern. Acciones como las tuyas no son la norma dentro del código de comportamiento celta. Semejante falta de respeto con un enemigo es desconocida en vuestras leyendas, vuestros relatos de héroes o hasta en el corazón retorcido de tu padre. Solo un hombre cuyo honor es mera pose mancillaría de ese modo tan repugnante a quien no puede defenderse. Esa persona no merece una muerte de guerrero. De modo que escucha mi veredicto, hijo bastardo de Vortigern, príncipe que envileces todo lo que es bueno en tu propio pueblo. Te irás a la tumba con el hombre al que mataste pero, a diferencia de él, tú estarás vivo cuando te enterremos.
Los guerreros rugieron en señal de aprobación, mientras que Finn sentía que encorvaba los hombros avergonzado. Sus palabras habían condenado a Catigern a un castigo espantoso, por justa que fuera la sentencia, y supo que la responsabilidad del destino del príncipe bastardo le pesaría en la conciencia para siempre.
Catigern paseó la mirada de una cara sajona a otra y, con unos débiles gritos, forcejeó con sus ataduras hasta que las muñecas y los codos le sangraron con la misma profusión que las heridas de las piernas.
Hengist ordenó a cinco guerreros que llevasen a Finn a las ruinas de la villa. Allí, en el triclinio abandonado donde la familia romana había comido con sus invitados, seguía habiendo un bloque de mármol blanco. Tenía una esquina rota y, probablemente, pesaba demasiado para que nadie lo hubiese saqueado a lo largo de los años. Finn lo reconoció como parte de la mesa baja que las familias romanas usaban para exhibir los delicados banquetes que preparaban para los ricos entregados al placer. En un borde del bloque, a modo de emblema familiar, estaba tallada la imagen gastada de un caballo al galope.
—Usad cuantos hombres sean necesarios para sacar fuera este bloque y luego enjaezad a dos de los caballos celtas para arrastrarlo hasta el lugar del entierro, cerca de la orilla del río. No lo rompáis, o sentiréis mi ira. Horsa debe tener una lápida en su tumba y Baldur nos envía esta piedra para honrarlo.
Finn fue obligado a acompañarles hasta el lugar del entierro, un bajo promontorio con vistas al río, mientras a Catigern, que no paró de revolverse en todo el camino, lo llevaban detrás de él. Otros guerreros se pusieron manos a la obra, con empeño, dando mandobles en la fría tierra de principios de invierno para cavar una profunda fosa que usar como tumba. En cuanto hubieron atravesado la corteza fría de tierra, el trabajo fue mucho más fácil, aunque Finn estaba seguro de que, antes de que terminasen, habría hachas desafiladas en manos sajonas.
En cuanto Hengist estuvo satisfecho con la profundidad del hoyo, tiraron dentro a Catigern, que seguía revolviéndose. Dos guerreros saltaron detrás de él y le ataron los muslos, mientras le decían que debía dar gracias de tener una sepultura, cuando tantos de sus hermanos sajones no habían recibido ninguna. Salieron y unas manos respetuosas bajaron el cuerpo bien envuelto de Horsa hasta el fondo, directamente encima de Catigern, que no paraba de retorcerse y vociferar.
—Abre los ojos, Finn Cuentaverdades, pues serás testigo de esta ejecución hasta el final —ordenó Hengist y, como el caudillo sajón había juzgado a Catigern con sabiduría, Finn obedeció.
Los guerreros sajones usaron sus escudos como palas para llenar la fosa de tierra hasta que, al final, los chillidos de Catigern quedaron apagados por el peso de la tierra que lo cubría.
Colocaron el pie de la lápida antes de que la tumba estuviera llena del todo, para permitir que la tierra se compactase en torno al monumento que el músculo sajón mantenía derecho. Asqueado por lo que había visto, Finn aún podía oír los gritos de Catigern en su cabeza, aunque la lógica le decía que en esos momentos solo existían en su imaginación.
O eso esperaba.
—Coge un caballo y vete —ordenó Hengist.
Mareado y con el estómago revuelto, Finn obedeció y cabalgó hasta perder de vista la piedra blanca que salía de la tierra, con su caballo en relieve inclinado para galopar hacia el primer rubor del amanecer.
Cuando Finn Cuentaverdades se quedó sin palabras y se sentó, abatido y perdido, a los pies del viejo rey, hasta Vortigern había dejado de verle la gracia a la muerte de su hijo. Como sanador, Myrddion se ponía enfermo al pensar en el destino de Horsa. Toda aquella vitalidad y alegría había acabado bajo tierra antes de que el tiempo decretara que debía perecer, de modo que hasta la macabra justicia de Hengist se antojaba acertada aunque siniestra. Sin embargo, la idea de yacer bajo el cadáver en putrefacción de un enemigo, mientras tragabas tierra al respirar y pugnabas por encontrar cualquier bolsa aislada de aire, era casi más de lo que podía soportar.
—Vete a casa, Finn ap Finnbarr —ordenó Vortigern con una expresión casi dulce al mirar al hombre destrozado que tenía delante—. Ve a casa hasta que te necesite. Y tú, mujer —añadió señalando a Annwynn—, ya puedes regresar a Segontium con mi agradecimiento. Mi sirviente te entregará tres monedas de oro como pago por tus servicios. —Le dedicó una sonrisa enigmática—. Pero tu aprendiz cabalgará conmigo.
—Pero, mi señor, mi familia en Segontium me necesita —protestó Myrddion, que se puso en pie decidido a partir con su maestra—. No puedo acompañaros a ninguna parte.
—Siéntate. Acatarás mis deseos, o por la diosa que te ataré a un caballo y te llevaré conmigo de todas formas. Voy al sur a reunir un ejército y recuperar mi trono antes de que el traidor de mi hijo tenga la oportunidad de suplicarle más tropas a Ambrosio. Como mínimo, espero recuperar a Rowena y asegurar mi reino. Si no cumples tu deber, morirán muchos sin necesidad, o sea que reúne a los hombres y mujeres que creas que te van a ser útiles como sirvientes durante mi campaña. No privaré a Segontium de sus dos sanadores, pero por los dioses que con uno de vosotros me quedaré. Por si te interesa, y si me sirves bien, a lo mejor te diré el nombre de tu padre.
Esa vez Myrddion se puso en pie con tal velocidad que cogió desprevenidos a los guardias de Vortigern. Annwynn se detuvo a la entrada de la tienda y se volvió, dejando escapar un grito mudo de advertencia.
—¿Qué sabéis de mi padre? —gritó Myrddion, con la voz ronca por la emoción—. ¿Cómo podéis saber nada de él, cuando yo ni siquiera sé quién fue?
—Ahora he caído en la cuenta de que tienes los ojos de tu padre, sanador, aunque no acabo de entender por qué me molesto en explicártelo. Llevo semanas dándoles vueltas a esos ojos, y por fin me he acordado.
—¡Decídmelo! —aulló Myrddion, mientras dos guardias lo agarraban por los codos y lo alzaban en vilo.
—Todavía no —replicó Vortigern, sin inmutarse—. Sírveme y a lo mejor cambio de idea. Pero, de momento, sal de mi vista.
Sin saber cómo, Myrddion se descubrió al aire libre con Annwynn apretándole la mano y prometiendo que se ocuparía de todo en casa, pero diciéndole que debía obedecer a Vortigern, ya que no le hacía ascos a ninguna violencia imaginable.
Sin saber cómo, se descubrió acompañando a Finn el Cuentaverdades a través del campamento, que empezaba a activarse como un hormiguero amenazado. Fue a ver a Cadoc y a tres viudas que se habían convertido en sus ayudantes en las semanas transcurridas desde su llegada al campamento de Vortigern y se oyó ordenar que levantaran las tiendas y las cargasen en el carro junto con todo su material. Annwynn ya estaba ocupada organizando a varios hombres para que subiesen a los últimos guerreros heridos a uno de los carros de Vortigern de modo que viajaran con ella a Segontium.
La tarde fue larga y lúgubre, y Myrddion cumplió sus deberes como un sonámbulo. Oscilaba entre la confusión y el enfado, trastornado por los recuerdos horripilantes de Finn Cuentaverdades, las exigencias irracionales de Vortigern y su inminente separación de Annwynn.
—Todos mis seres queridos se van —susurró, mientras recogía recipientes de hierbas en grandes cestas de mimbre. Annwynn oyó la desesperación de su voz, se volvió y vio la cara desconsolada de su aprendiz, al que envolvió con sus cálidos brazos.
—Ay, mi niño querido, ¿qué voy a hacer sin ti? —Se retiró del abrazo y alzó la mirada a los ojos húmedos del joven—. Me eres tan querido, Myrddion… Eres el hijo de mi corazón. Nunca tuve un hijo, siempre me faltó tiempo o un hombre, pero si hubiese tenido esa suerte, habría querido que mi hijo fuese exactamente como tú. Sé valiente, y cuídate mucho hasta que puedas volver a Segontium. Te estaré esperando, por mucho que tardes o muchas leguas que recorras.
—Vortigern te hará daño, o a Cadoc o a Tegwen, si no obedezco. Pero no quiero servirle, Annwynn, y no sé cómo voy a soportar estar cerca de él, sobre todo si no te tengo conmigo.
Annwynn se lo acercó una vez más al cuerpo. Si hubiera podido, habría apretado la cálida carne del joven hasta meterla en la esencia de su ser y la habría guardado allí, pero por desgracia acabó separándose de él.
—Cuidaré de Eddius y los niños, lo prometo. Y también me llevaré conmigo a Tegwen. La pobre solo ha conocido la vida en familia durante muy poco tiempo, y ahora está afligida por la pérdida de su reciente seguridad. No temas por ella; encontraré a alguien para quien pueda trabajar, alguien que la trate bien.
A Myrddion se le nublaron los ojos, y se pasó una mano por la cara. Había olvidado a su ayudante y su pelo pelirrojo como el fuego.
—¡Tegwen! Tengo que explicarle lo que ha pasado.
—Sí, Myrddion. Calma sus miedos y explícale que debe estar preparada por la mañana para partir conmigo en el carro. No estamos tan lejos de Segontium, pero quiero arrancar al amanecer o no seré capaz de dejarte.
—Hablaré con ella, Annwynn. Ya siento la soledad.
Annwynn le dio una palmadita en la cara y lo echó con un gesto cariñoso para poder seguir recogiendo.
Nervioso, Myrddion fue en busca de Tegwen. La luz de la tarde era tenue y las nubes habían tapado el sol, con lo que contribuían a la melancolía del joven sanador. Más allá de Tomen-y-mur se estaba formando una tormenta, y Myrddion olía el toque de mar que traían las brisas del océano. Tras registrar el campamento de punta a punta, bajó por una larga pendiente de terreno ligeramente arbolado, llamando a Tegwen a voces. A su pesar, los árboles brumosos, con sus delicados rastros de ramas esqueléticas, la dorada aulaga y la hierba alta y seca calmaron un tanto sus ánimos enfurecidos.
En el cielo encapotado, un pájaro de tormenta entonó su fantasmagórica y repetitiva advertencia. Myrddion se enderezó, giró por completo para otear el agreste y hermoso paisaje, y vislumbró un destello rojo en la periferia de su visión. Luego la vio, sentada contra una roca templada por el sol y contemplando el lejano mar, con los vistosos rizos enrollados en una tela roja.
—¿Qué haces aquí sola, Tegwen? Te estaba llamando.
Tegwen se volvió hacia él, secándose a escondidas los ojos con los nudillos de una mano y sorbiendo por la nariz con entrañable aflicción. La mayoría de las mujeres estaban horrendas cuando habían llorado, pero Tegwen era una de esas pocas afortunadas que parecían más dulces y femeninas con la nariz roja y los ojos hinchados. Myrddion sintió el impulso irracional de besarle los párpados inflados.
—Lo siento, maestro. Estaba buscando un sitio tranquilo donde pudiera llorar en paz, porque realmente no quiero dejar este lugar. ¿Cómo encontraré la tumba de mi Gartnait después de que el ejército haya partido y el paso del tiempo haga crecer la hierba?
Se le empezaron a poblar los ojos de lágrimas una vez más, de modo que Myrddion se sentó a su lado en la pendiente cubierta de hierba. Aunque el día era poco luminoso y la brisa era fresca, Myrddion señaló una mariposa negra y blanca que había encontrado un pequeño grupo de margaritas que aún florecía en una hondonada resguardada. Con afecto, Myrddion observó como se animaba el rostro de Tegwen al contemplar el revoloteo del insecto entre las estrellas blancas de pétalos.
—Gartnait siempre estará contigo, Tegwen, porque vive en tu corazón y tu recuerdo. ¿Qué importa una tumba? Ya no necesita su cuerpo.
Tegwen lo miró a través del velo de sus lágrimas.
—Somos como esa mariposa —prosiguió Myrddion—. Buscamos las flores por su dulce miel, aunque vengan las tormentas que nos quebrarán las alas.
—Si eso es cierto, nuestras vidas no tienen sentido —musitó Tegwen.
Algo en aquellos labios temblorosos y en la lágrima que pendía del extremo de una rizada pestaña inferior le llegó a Myrddion al corazón, y se descubrió besando su boca hinchada y recreándose en la dulzura de sus labios y su lengua. Sin pensamiento o esfuerzo consciente, se sorprendió desvistiéndola hasta que todo el cuerpo musculoso y duro de Tegwen quedó expuesto a su mirada.
Su carne era imperfecta, con cicatrices, músculos que sobresalían, callos y pecas por todo el pecho a juego con las que tenía sobre la nariz. Por algún motivo incomprensible, esas imperfecciones en su piel blanca conmovieron a Myrddion, que sintió una marea de afecto que crecía en su interior alimentada por el coraje y las penalidades que Tegwen llevaba escritos en la piel. Algo dentro de Myrddion quería llorar por la tristeza de quienes son aplastados por las circunstancias, pero aun así siguen adelante porque la vida es preciosa y una mariposa sobre una margarita puede arrancarles las lágrimas.
Myrddion nunca sería capaz de decir cuánto tiempo pasó entregado a la carne de Tegwen. ¿Una hora? ¿Un día? Fue generosa y dulce, y cedió su cuerpo libremente y con una alegría amarga, hasta que Myrddion supo que no amaba a esa mujer como ella necesitaba, pero sí lo suficiente para darle una pequeña parte de sí mismo.
Nada instruido en las artes del cuerpo, Myrddion partía sin expectativas, pero descubrió que las puntas de sus dedos tenían un nuevo propósito aparte de la sensibilidad que le ayudaba a sanar la carne herida. De pronto sus manos podían dar placer, y aceptar placer a su vez, de modo que su breve idilio fue algo más que unos primeros pasos vacilantes hacia el despertar sexual. Estaba aprendiendo sobre el alma de las mujeres y durante toda la vida agradecería a Tegwen su generoso calor y la franqueza con que le permitió asomarse a su corazón herido.
No, no la amaba, pero quizá lo que sentía por ella era mejor y más limpio que el deseo físico. Le regaló a Tegwen conocimiento sobre sí mismo, desnudo e indefenso, que era la mayor concesión que podía hacerle.
Medio vestido, usó las margaritas para trenzarle una corona y le robó un beso cuando se la colocó sobre los rizos. Ella le sonrió con unos ojos dolorosamente jóvenes, de tal modo que Myrddion quiso protegerla y disfrutarla, aunque sabía que su tiempo juntos tocaba a su fin.
—¿Maestro? —preguntó Tegwen. Sus ojos eran profundos y misteriosos, y Myrddion tuvo dificultades para sostenerle la mirada. La Madre vivía en esos ojos—. No volveremos a vernos pero ¡te he amado! Recuérdame cuando seas un gran señor y el mundo se postre a tus pies. Recuerda que yo amé al hombre, y no al poder.
—Volveremos a vernos, Tegwen, te lo prometo.
Durante un instante, la cabeza de Myrddion se llenó de fantasías sobre una cabaña propia, Tegwen junto al fuego y niños revolcándose como cachorrillos ante el hogar. La chica adivinó lo que pensaba tras sus ojos negros resplandecientes.
—No, mi señor, no nos veremos. Sé que un día os casaréis con otra mujer, una que sea mejor, más inteligente y poderosa de lo que yo podría ser nunca. Pero recordadme cuando las margaritas florezcan, y seré feliz.
—Eres una sentimental, chica —le dijo Myrddion en tono de broma, y la besó como un hermano, porque su cabeza había empezado a pensar en el viaje y las maravillas que comenzarían al día siguiente. Con esa rapidez, Tegwen se convirtió en su pasado; aunque sintió unos remordimientos momentáneos por relegarla de esa manera, seguía siendo un joven con el entusiasmo propio de su edad. Mientras regresaban hacia las tiendas, Tegwen observó que el joven se convertía de nuevo en el Medio Demonio, y sintió una pena silenciosa.
«Ay, Señor de la Luz —pensó, mientras él le apretaba los dedos—. Jamás volveré a ser feliz de verdad, porque estarás muy lejos. Me olvidarás, y así es como tiene que ser.»
El cielo aún conservaba el gris del invierno, el mar aún presentaba el color del metal bruñido y los vientos aún soplaban con dientes afilados por el frío, pero Myrddion se percató y vio poco del levantamiento del campamento aquel día. Más fuerte todavía que el estupor de la felicidad y el cansancio de los deseos corporales saciados, una cantinela increíble, imposible, se repetía en su cabeza mientras recitaba para sus adentros una y otra vez las palabras de Vortigern.
«Y si me sirves bien, a lo mejor te diré el nombre de tu padre.»