17

La noche de los cuchillos largos

A una noche sin luna la siguió un día gélido y color pizarra, en el que un viento frío transportaba la lluvia desde el mar en cortinas grises. Ajenos a la comodidad personal, los thegn sajones habían requisado una villa romana en ruinas donde habían dormido sobre los suelos embaldosados, envueltos en sus gruesas capas de lana hilada en casa. Todos estaban sumidos en la melancolía, y solo Hengist había tenido curiosidad suficiente para explorar los vestigios de lujo que todavía resultaban evidentes en la pintura descascarillada, las columnas de mármol y los restos de jardines en el atrio. Viejas cabezuelas de flores colgaban de tallos marchitos en tristes macizos fantasmales, mientras que alrededor de un tilo muerto crecían tupidas las ortigas. Sin embargo, de la fuente manaba un chorro de agua limpia, lo que indicaba que las cañerías seguían intactas, de modo que Hengist se había atrevido a adentrarse por la oscuridad de una trampilla en los baños vacíos, para descubrir una extraña instalación bajo los suelos. En un tiempo, el agua se había calentado en unos recipientes enormes, que después la bombeaban a lo largo y ancho de la casa. Hengist vio de inmediato las posibilidades que ofrecían los enormes espacios por los que deambulaba acompañado de su eco.

Cubierto de telarañas y polvo, contempló a los veinte voluntarios que lo habían seguido. Tenían los hombros encorvados y la expresión agotada de quienes acusan el aguijón doble del fracaso y la derrota.

—La sangre de Horsa me grita desde la tierra —empezó Hengist—. Las valquirias lo han llevado a Asgaad, pero su fantasma exige el precio de sangre. Será pagado.

Hizo una pausa, mientras sus guerreros alzaban poco a poco los ojos cansados y se empapaban de la confianza de su actitud severa e inflexible.

—El enemigo ha dejado a nuestros muertos pudriéndose en la colina, donde los devorarán las fieras, mientras ellos pasean los restos del cuerpo de Horsa para diversión de sus granjeros. Semejante profanación es deliberada y denigrante. ¿Dejamos pasar ese insulto? ¿Nos retiramos una vez más e intentamos olvidar la sangre de nuestros hermanos?

Los sajones que se habían quedado con Hengist escucharon las palabras de su caudillo, con el ceño fruncido por las implicaciones de su derrota. Estaban enfadados y su rencor lento y creciente se reflejaba en sus ojos cansados.

—Han pisoteado nuestro honor en el polvo y yo, Hengist, señor de caballos, he contribuido a ello. Me retiré para salvar los restos de nuestro pueblo y que pudiéramos zarpar rumbo al norte en busca de una nueva patria, lejos de las tropas de Ambrosio, adiestradas por los romanos. Pensaba que podría sobrellevar la vergüenza, pero me equivocaba. Mirad a vuestro alrededor, compañeros de armas. Este lugar era una casa romana, morada de un hombre rico y lugar de recreo para su familia. Los suelos estaban caldeados y los dueños se lavaban a diario, algo que tampoco os haría daño a unos cuantos de vosotros, perros sarnosos.

Varios guerreros sajones levantaron la cabeza enfurecidos, pero Hengist les dedicó una sonrisa lenta y perezosa que convenció a los hombres de que no hablaba en serio.

—En realidad, esos baños vacíos me han dado una idea. Y no es una ocurrencia cualquiera, sino un plan que nos permitiría golpear a esos cabrones en sus corazones desnudos, después de haberlos engañado para que crean que casi no vale la pena ni vigilarnos.

—No habrá que esperar mucho, Hengist. —Un explorador alto y desgarbado dio su opinión—. Un destacamento de caballería ha pasado cerca de la villa hace dos horas. Sabían perfectamente que varios de nuestros guerreros estaban escondidos aquí, pero han decidido que importamos tan poco que nos han dejado en paz y han seguido su camino hacia Rutupiae. A sus ojos no valemos la pena, sencillamente. Sin duda volverán más adelante, cuando se hayan quedado sin presas.

Hengist hizo una mueca en señal de desprecio a unos enemigos tan confiados que no se molestaban en retirar del campo de batalla a unos combatientes, por pocos que fueran.

—¡Eso es, Gunter! Yo en su lugar no hubiera dado cuartel y hubiese eliminado nuestro nido entero, de la manera más limpia y menos sangrienta posible. Sin embargo, si optan por dejar que nos hagamos fuertes, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo?

—¡Eso! ¿Quiénes somos? —Gunter sonrió como un lobo gris, y sus ojos lupinos centellearon a la luz de la lámpara—. Pero necesitaremos más hombres de los que tenemos si queremos derrotarlos, aunque sean pocos.

—Sí, y nuestros guerreros nos esperan en Rutupiae. Lo más probable es que piensen que he enloquecido de pena por la pérdida de Horsa.

—¿Enloquecido? —exclamó un chistoso desde la esquina de atrás del atrio—. ¡Enloquecido como un zorro!

Era un anciano de treinta y cinco años con los dientes torcidos, superviviente de docenas de incursiones en tierras de los britanos. A su edad poseía pocas esperanzas, pero le quedaba un orgullo torvo y salvaje que dejaba claro a Hengist que cuando ese guerrero cayera, el enemigo pagaría cara su vida.

—¡Baldur! —dijo con una sonrisa—. Tu valor merece una oportunidad de venganza, mientras que tus canas se han ganado una plaza en mi plan. Tu lealtad será recompensada. —Mientras Baldur asentía con parsimonia, Hengist se volvió para atravesar a Gunter con sus ojos brillantes y perspicaces—. Gunter, necesito que vayas corriendo a Rutupiae en compañía de Baldur, que llevará a cabo una tarea especial para la que está admirablemente dotado. Ordenarás a Otha que vuelva aquí conmigo con un grupo de guerreros que estén en condiciones, pero solo los más fuertes y fieros de los que queden con vida.

El guerrero más joven empezó a negar con la cabeza aun antes de que Hengist acabase de hablar. Su cara curtida y cubierta de cicatrices aparentaba más años de los que tenía, tras una vida de contemplar cielos lejanos, mover remos a un ritmo frenético y buscar el punto flaco en los ataques de los oponentes. Que todavía estuviera apoyado en la pared de un atrio romano a oscuras decía mucho de su flexibilidad, su inteligencia y su resistencia.

—¡No, mi señor! ¡No huiré, ni siquiera por vos!

Hengist siguió hablando como si Gunter hubiera guardado silencio, aunque todos los guerreros presentes apreciaron un descenso de la temperatura. Sus miradas alternaron entre los dos compatriotas y la mayoría decidió que preferiría estar en cualquier otra parte cuando su cabecilla decidiera qué hacer con un guerrero desobediente.

—Baldur, debo pedirte que zarpes con las mujeres rumbo a Bélgica. No en retirada, sino para llevarlas a un lugar seguro. No dejaré esta tierra, que está manchada con la sangre de Horsa y enriquecida por nuestros nobles caídos, hasta haber cobrado mi precio de sangre, de modo que sobre vosotros recae la tarea de convencer a los hombres sin tierra de que en estas islas hay suelo fértil suficiente para quien lo tome. Sobre vosotros recae la responsabilidad del éxito de todo mi plan. Volveremos a vernos cuando os siga al norte.

—No me pidáis que haga esto, mi señor —suplicó Baldur, consciente de que, en el fondo, no podía negarle nada a Hengist, pero aun así incapaz de contemplar un mundo en el que hubiera huido de un enemigo.

—Los hombres de Otha deben regresar al amparo de la oscuridad. Dormirán de día, y subidos a los árboles si es necesario. Los celtas saben que estamos usando esta villa como lugar de descanso, de modo que esconderemos a nuestros guerreros en el hipocausto durante las horas de sol.

Molesto por la negativa de Hengist a darse por aludido, Gunter bajó el ceño, irritado.

—¿Cuál es vuestro plan, mi señor?

Su tono no era desafiante, pero Hengist captó la misma resistencia en el rostro de los demás guerreros. El thegn empezó a caminar de un lado a otro. ¿Hasta qué punto se atrevía a iluminar a sus guerreros? ¿Entenderían lo necesario de la brutalidad y crueldad de su plan, o la falta de honor que conllevaba su ejecución? Probablemente no, pero ¿qué alternativa tenía, bien pensado? A regañadientes, Hengist decidió explicar parte de su razonamiento a sus guerreros. Mejor una verdad a medias que una negación total. Además, la obstinada resistencia de Gunter podía convertirse en una ventaja.

—Vortimer cree que estamos acabados como fuerza de combate. Persigue al grueso de los sajones y deja a nuestros rezagados para barrerlos más tarde. Por lo que a él respecta, somos insignificantes, lo que ya constituye un insulto de por sí, aunque me viene como anillo al dedo. Cuando Otha vuelva con mis guerreros, se esconderán en el hipocausto y esperaremos el tiempo que haga falta para atraer a una gran cantidad de nuestros enemigos a nuestra emboscada. —Hizo una pausa—. Entre tanto, necesito un voluntario. La misión será muy peligrosa y, si Catigern se sale con la suya, el guerrero escogido no vivirá mucho tiempo. Ese guerrero irá a los celtas y suplicará que le entreguen el cuerpo de Horsa, mi hermano. Se arrodillará y tentará a los señores celtas con el oro que se enviará al país de los belgas con los ceols. Mi voluntario arrastrará su honor por el barro para cumplir mis deseos, pues implorará a los celtas que entierren o quemen a nuestros muertos. ¿Afrontarás la furia de Catigern, Gunter, o prefieres ir a Rutupiae? Te he explicado mi plan, y ahora espero tu decisión.

Los ojos de Hengist habían adquirido un peligroso resplandor rojizo. Los guerreros vieron una promesa de sangre en esa mirada y bajaron la vista. Agacharon hasta los hombros en señal de sumisión, salvo por el guerrero que había desafiado a Hengist en un principio.

—¿Y bien, Gunter? Estoy esperando.

Gunter deseó con todo fervor haber mantenido la boca cerrada, por mucho que todos los hombres tuvieran permiso para plantarse ante su thegn y cuestionar sus órdenes. Hengist había demostrado su superioridad una y otra vez, mediante hazañas bélicas y por su ojo clínico para juzgar a los hombres y acaudillar a su gente. Con todo, Gunter no pensaba ir a Rutupiae.

—Os ruego que me disculpéis, mi señor Hengist. Vuestras decisiones son siempre sabias y ha sido un error poner en entredicho vuestro juicio. Os ruego que me disculpéis, mi señor…

—Basta, Gunter. Puesto que al parecer tienes capacidad de previsión, puedes salirte con la tuya y no ir con Baldur. En lugar de eso, te ofrecerás voluntario para buscar la guardia de Vortimer mientras Baldur viaja a Rutupiae con un guerrero de confianza que él elija. Nos mandará de vuelta a Otha con los guerreros que preciso. ¿Estamos de acuerdo, Baldur? —El sajón entrado en años asintió—. Después zarparás al antiguo puerto romano de Gesoriacum. Allí encontrarás sajones, frisones y anglos a patadas. También verás a un montón de jutos en las tabernas portuarias, todos en busca de un amo que los lleve a donde haya buenas tierras y despojos de guerra. Muchos serán la hez de los climas del norte, ladrones, asesinos y bravucones, pero acéptalos a todos. Puedes usar la mitad del oro sajón para comprar ceols, pero tienes que estar listo para zarpar en cuanto te llegue la noticia de que se te exige reincorporarte a mi servicio.

Baldur se irguió más alto bajo la pesada carga que su thegn le había echado a la espalda. Como muchos hombres, carecía de la capacidad de decidir su propia senda en la vida y había buscado un brillante cometa al que seguir, y daba gracias de avanzar tras la poderosa estela de Hengist. Su edad no lo arredraría, porque aún podía correr más rápido que otros más jóvenes, y obedecería a su jefe hasta la muerte, si hacía falta.

—¿Dónde volveremos a vernos, mi señor? —preguntó.

—Te meterás por el río Abus hasta llegar a un puerto de mala muerte que los romanos llamaban Petuaria. Es una zona de pantano y bosque poco espeso, una región más de mar que de tierra, pero bastará. Si no podemos tener las ricas tierras del sur, tomaremos las zonas amplias y verdes del norte. Pero te juro, Baldur, que tendremos tierra, y esta vez nadie nos expulsará.

Baldur y otro curtido veterano de una docena de batallas partieron, decididos, al anochecer. Cuando se fueron, llevando apenas lo imprescindible para el penoso viaje que los esperaba, Hengist sintió que se quitaba un peso de encima. Observó el trote continuo de los dos guerreros hasta que desaparecieron en las sombras azules y cada vez más oscuras de los lindes del bosque.

—Baldur ha sobrevivido mucho tiempo porque es inteligente en el mar, el bosque y la guerra. Lo conseguirá. Y ahora, Gunter, pensemos en tu disyuntiva.

—Disyu… —repitió Gunter, con su curtida cara arrugada por la confusión.

—¡Un problema, Gunter! Nunca jamás vueltas a cuestionar mis decisiones. Como no quieres ir a Rutupiae, te encontrarás con Vortimer en Durovernum. Pero puedes estar bien seguro de que no te envío a Vortimer para que te asesinen o que sea Ambrosio quien te castigue. Eso lo haría yo mismo si me molestaras de verdad.

—Lo entiendo, mi señor.

—A decir verdad, tu oposición a mis planes me dice que eres un hombre dispuesto a decir lo que piensa. Espero que tengas ingenio, valor y habilidad suficientes para mentir con la cara de mosquita muerta que hará falta para convencer a esos idiotas de que realmente me plantearía la rendición. Los guerreros de Baldur no volverán hasta dentro de tres noches como mínimo. Durante ese tiempo, tú irás al campamento celta de las afueras de Durovernum.

Gunter asintió, aliviado al ver que Hengist le permitía enmendar su deslealtad.

—He preparado este regalo para tentarlos.

Hengist retiró la tapa de una sencilla caja de madera que siempre llevaba como parte de su equipaje. Los guerreros suspiraron al vislumbrar unos macizos anillos con gemas talladas en cabujón, una piedra de oro y un brazalete de especial belleza.

—Esta caja contiene toda la riqueza que Horsa y yo hemos reunido en quince largos años de correrías. El brazalete es lo único que me queda de mi padre, de modo que lo considero precioso, mientras que los anillos proceden del rey danés que compró nuestras espadas cuando Horsa era poco más que un crío. Moneda a moneda, fuimos reservando riqueza para nuestra casa y nuestros hijos. Llévate la gran pepita de oro como garantía de mi buena fe y promete a Vortimer el tesoro sajón entero si está dispuesto a cumplir mis deseos. Horsa ya no está entre nosotros, pero sus hijos merecen su parte, de modo que estoy apostando todo lo que tengo y me es querido a tu capacidad para convencer a los celtas de que somos unos bárbaros rastreros sin honor.

Acobardado por el peso de sus responsabilidades, Gunter asintió, con los ojos verdes desorbitados ante la complejidad de la estratagema de Hengist.

—Haré todo lo que esté al alcance de un hombre para cumplir vuestros fines, thegn Hengist. ¡Todo!

—¿Incluso si te cuesta la vida, Gunter? ¿Incluso si te torturan para intentar descubrir mis planes?

—Incluso entonces, mi señor. Me mataré antes de decir una sola palabra.

Hengist dio una palmada en la espalda al guerrero.

—Entonces es posible que tengas que sacrificar tu vida, Gunter, pues todos los hombres hablan cuando los someten a una tortura decidida. Mi esperanza es que trates con Catigern en lugar de con su hermano, pues Vortimer se huele el peligro debajo de cada mata. Pero Catigern vendería su nombre por un tesoro, de manera que, si los dioses nos acompañan, me traerás de vuelta el cuerpo de Horsa acompañado de un nutrido contingente de celtas. Creerán que estas chucherías forman parte de un tesoro más grande, de modo que lo buscarán. Catigern se esperará una traición, pero él vendrá con la intención de jugármela en cualquier caso. Es posible que muramos todos en esta villa. —Hengist hizo una pausa para dejar tiempo a que el peligro que conllevaban sus órdenes calara en la mente de Gunter—. Ofrecerás a Vortimer todo nuestro tesoro a cambio del cuerpo de Horsa, el entierro de los muertos sajones y paso franco para que nuestros guerreros lleguen a Rutupiae. Accederá a tus condiciones, pero mentirá. Tu vida dependerá de la codicia celta.

—Como Horsa decía a menudo, mi señor, vivimos solo para fallecer —terció un guerrero—. Yo, personalmente, moriré de buena gana para borrar la sonrisa de esas caras soberbias.

—Y yo —coincidió Gunter, que se arrodilló y besó la bota de Hengist.

—Entonces, comed y descansad, porque mañana bajaremos al hipocausto y lo dejaremos habitable para cien hombres. Dentro de dos días, nuestros planes empezarán a dar fruto.

Hengist contempló la oscuridad. Sus ojos y su corazón estaban helados, mucho más fríos que los glaciares que había visto en el gélido norte, con sus tonos azules y blancos cargados de belleza y terror. Una vez, plantado al pie de un majestuoso bloque de hielo que se erguía por encima de ellos, Horsa había bromeado acerca del frío, pero Hengist no había reconocido del todo la verdad que ocultaban las risas. Hasta ese momento.

—Esos hombrecillos del sur creen que en el Hades hace calor, hermano, pero nosotros sabemos que el infierno es frío frío frío. Espérame, Horsa, y observa desde la morada de los héroes, porque se acerca el día de pasar cuentas y sin duda será sangriento.

Vortimer salió cabalgando de Durovernum después de disolver las levas de Londinium y Durobrivae y completar la distribución del oro de la ciudad entre las diversas tropas, a la vez que reservaba una porción de los despojos sajones para Ambrosio. Aunque Hengist había dejado atrás pocos objetos de valor durante su retirada, Vortimer había ordenado el saqueo de los muertos, que había arrojado una fortuna en torques de oro, brazaletes y armamento. La mayoría de los guerreros de Dyfed y Glywising cabalgaban con el rey, y solo una fuerza testimonial de doscientos hombres se quedó con Catigern, que había recibido instrucciones de echar al mar a todo sajón superviviente.

La decisión de Vortimer era lógica, porque Catigern tenía una capacidad ilimitada para el odio y disfrutaría con la destrucción de los sajones rezagados. Vortimer estaba descubriendo por qué su padre siempre había desconfiado de quien tenía más cerca y prefería los mercenarios a sueldo antes que unos buenos celtas patriotas. De un tiempo a esa parte, Vortimer observaba a Catigern fascinado y con disimulo, muy consciente de la creciente ambición de su hermano.

A Catigern no le faltaba su grupo de partidarios. Capaz de derrochar un encanto fácil y superficial, y agraciado con una cara atractiva y simpática, no le costaba granjearse el afecto de aquellos hombres y mujeres que se dejaban seducir por los valores huecos. Vortimer sabía perfectamente que él parecía tristón y aburrido al lado de su hermano pequeño e ilegítimo.

Era un alivio alejarse de Durovernum. Había ganado la batalla y se aseguraría de que Ambrosio conociera todos los detalles de su victoria. Un escalofrío que combinaba el desagrado y la premonición le erizó el vello de los brazos al recordar que Catigern había profanado el cuerpo de Horsa. Hengist desearía cobrarse un precio de sangre, más allá de toda duda, y si Catigern moría por culpa de su insensata bravuconería, Vortimer no derramaría ni una lágrima.

Arrebujado entre los pliegues de su capa de lana, sintió otro escalofrío. Después de apartar la mano preocupada de su guardia más cercano, intentó desterrar de su memoria la cara de Hengist. Recordaría por siempre la expresión de esos rasgos de lobo cuando el sajón había visto saltar la cabeza de su hermano durante la refriega a la orilla del río. Vortimer sabía que sería incapaz de dormir bien hasta que tanto Hengist como Catigern estuvieran muertos.

«¡Que los dioses sean propicios por una vez! ¡Que se maten entre ellos!»

De modo que Vortimer dirigió la mirada hacia las colinas del sur y Venta Bulgarum, mientras escogía con detenimiento los halagos que le convertirían en una parte integral del reino de Ambrosio Aureliano.

Muy lejos, entre colinas cuyas abruptas escarpaduras se alzaban cual dientes rotos en aserradas hileras hacia un cielo gris, Myrddion y Annwynn trabajaban en el pabellón de los sanadores del campamento de Vortigern. Las tribus que habían jurado negarle tropas al viejo rey se descubrían enredadas en los flecos de una desagradable guerra civil. Tanto el anciano Melvig ap Melwy de los deceanglos como el rey de los ordovicos enviaban comida, más hombres y palabras conciliatorias a Vortigern, pues habían optado por ofenderse ante las acciones traicioneras de sus hijos. Tampoco apreciaban a Ambrosio, un desconocido y extranjero que había invadido las tierras del sur e imponía sus costumbres romanas a los reyes meridionales. Ni los deceanglos ni los ordovicos conocían al gran rey del sur, porque no se había puesto en contacto con ellos cuando les había obligado a vivir bajo el yugo de Vortimer y su hermano bastardo Catigern.

—¡Puaj! Es una asquerosidad se mire como se mire, y mi querida Olwyn se pondría enferma pensando en esta matanza de celtas contra celtas —comentó Melvig—. Aun así, por extraño que parezca, el asesino de mi hija es el más indicado para dirigirnos en estos tiempos tan complicados.

A grandes rasgos, la gente del norte coincidía con Melvig, pero no veían la hora de que Vortigern y su ejército entero se marchasen a otra parte. ¡Cualquier otra parte!

Para entonces, las tiendas de los sanadores estaban casi vacías, pues la mayor parte de los pacientes se habían recuperado de sus heridas y habían regresado a sus hogares. Entre los dos, habían salvado a muchos heridos, y solo un puñado de guerreros enfermos de gravedad seguía necesitando la medicación de Annwynn y las habilidades quirúrgicas de Myrddion. Hasta Vortigern había sobrevivido a la incompetencia de Balbas, aunque cojearía durante el resto de su vida.

Myrddion le había cogido mucho cariño a Tegwen, que poco a poco se había ido relajando en su compañía, hasta que el sanador había podido descubrir algo de su pasado. Había nacido en Gelligaer, al sur, en las faldas de la cordillera gris, donde sus padres habían malvivido como pastores de pequeñas ovejas lanudas de montaña. La cabaña de la familia estaba construida con piedras apiladas unas encima de otras, con arcilla en los resquicios para aislarla de los vientos que bajaban el frío de las montañas. El tejado, con sus vigas primitivas, estaba cubierto de paja, y la única habitación de la vivienda tenía el suelo de tierra prensada. La vida era dura y Tegwen y sus hermanos rara vez se libraban del frío o del hambre.

Cuando cumplió los doce años, la enfermedad se abatió sobre Gelligaer y, para cuando pasó, ella era la única superviviente de los suyos. Por primera vez en su vida, se había visto obligada a cavar tumbas en la pizarra dura como el hierro de su tierra. Hubiese muerto de hambre, pero ya era adulta y vendió su cuerpo a cambio de comida. Después, en un momento en el que había desesperado a causa de los abusos, las violaciones y la violencia, apareció Gartnait y le ofreció su protección.

—Gartnait era un hombrecillo feo y deforme que nunca se creyó del todo que lo quisiera, pero era así. En un momento en el que necesitaba a alguien que cuidase de mí, Gartnait estuvo allí, amable y triste. Tenía unos ojos bonitos, con las pestañas largas y curvadas, igual que una chica. Sus iris eran dorados y rojizos, como los de un gato salvaje, y la mayoría pensaba que tenía mal genio. Pero solo gritaba para ocultar lo tierno que era por dentro, como una manzana sabrosa que ha crecido irregular y pequeña, pero aun así sabe de maravilla. Lo echo de menos todos los días.

La franqueza de Tegwen conmovió a Myrddion, que cayó en la cuenta de que, cuando peinaba sus tirabuzones y se lavaba la cara, la chica tenía una gracia y un encanto que pocas mujeres poseían. Quizá fueran las arrugas de sufrimiento en torno a sus bellos ojos o la delicada línea de su cuello al inclinarse sobre un paciente, pero Myrddion se descubrió prestando cada vez más atención a su presencia mientras se desplazaba por el pabellón de los sanadores.

Annwynn, perspicaz, reparó en el interés de Myrddion y sonrió con disimulo. El chico era prácticamente un hombre y ella casi había desesperado de que llegara a tomarse un interés de hombre en el sexo opuesto. Su mente curiosa e investigadora ejercía tal control sobre sus emociones que dejaba poco espacio para los deseos de la carne, pero al fin, en apariencia, Myrddion experimentaba los primeros picores de la lujuria.

Tegwen también comprendía el interés del chico. Las mujeres reconocen con rapidez las miradas de reojo de un hombre y el modo en que sus ojos se detienen en los pechos, los labios y la dulce curva de las caderas femeninas. Tegwen sabía que Myrddion empezaba a verla como algo más que una vivandera entrada en años que trabajaba con él atendiendo a los heridos y moribundos. Discretamente, fue a buscar a Annwynn, la sabia que gobernaba las tiendas de cuero del hospital.

—¿Qué hago, maestra? El maestro Myrddion me mira con ojos de hombre, pero carece de experiencia para poner en práctica sus deseos. Es tan joven y hermoso, maestra Annwynn, que me da miedo. ¿Qué hago? ¿Qué digo? Soy demasiado vieja y estoy demasiado cansada para serle de utilidad. He… —Dejó la frase en el aire y agachó la cabeza, avergonzada—. He sido una puta cualquiera desde que tenía doce años; no porque yo quisiera, sino porque todas tenemos que comer. Pero no estoy hecha para alguien tan bueno o hermoso como el maestro.

Unos lentos lagrimones resbalaron por sus mejillas y, con un dolor agudo en el pecho, Annwynn reconoció a la niña perdida que residía en el cuerpo de Tegwen. La vida no había tratado bien a la pastora de Gelligaer. Había perdido todo cuanto poseía y a todas las personas a las que había amado, y de repente las circunstancias también estaban destrozando la amistad y las comodidades del hospital de campaña.

—Myrddion nunca ha conocido el contacto de una mujer —murmuró Annwynn—. Hasta ahora, nunca lo había echado en falta, pero le veo darle a la cabeza mientras te sigue con los ojos. Hagas lo que hagas ahora, Tegwen, tu amistad con mi chico ya nunca será la misma.

Tegwen derramó amargas lágrimas de despedida por el breve periodo de seguridad que había conocido.

—¿Adónde iré? ¿Qué haré con el resto de mi vida?

Annwynn envolvió a la desolada joven con sus brazos.

—Ay, cariño, ¿creías que te iba a mandar a deambular por el mundo? ¿Cuando mi querido chico siente un afecto tan sincero por ti? ¡Nunca! Después de… Después, irás a Segontium, a la villa de Eddius, donde te darán trabajo y una cama. Eddius ha sido el padrastro de Myrddion para los efectos, o sea que te recibirá con los brazos abiertos.

Tegwen se tapó la cara y rompió a llorar. Años de desesperación la habían envejecido. Una década de vergüenza había agriado su talante mientras rondaba las inmediaciones de la destartalada posada de Gelligaer y aceptaba a cualquier hombre con dinero en los callejones hediondos donde practicaba su oficio. El sexo burdo que le maltrató el cuerpo con moratones, contusiones, pequeñas fracturas de huesos y, en una ocasión, una cuchillada en el abdomen, le había enseñado a desconfiar de los hombres y a aborrecerlos casi tanto como se odiaba a sí misma. Durante cinco años Gartnait había llenado los huecos de su corazón y, más por gratitud que pasión, lo había seguido por todo Cymru en el ejercicio de su peligrosa profesión de soldado. A su muerte se hallaba al borde de una nueva vida, una capaz de resucitar a la niña a la que habían asesinado las circunstancias.

—¿Qué debo hacer, Annwynn? —preguntó, aunque sus ojos empezaban a sonreír como hacen las mujeres que se sienten deseadas—. ¿Seduzco al joven maestro?

—¡No, niña! Vería tus insinuaciones como una muestra de piedad o gratitud y rechazaría tu regalo. Es orgulloso, mi joven noble salvaje, ya lo creo, o sea que debes esperar al momento en que él te busque. Tal vez no llegue nunca, pero Fortuna y nuestra Madre tienen planes para mi chico, de modo que creo que acudirá a ti cuando ellas hayan decidido que corresponde.

Annwynn no veía contradicción alguna en fundir a Don, la Madre, y la Fortuna romana en una sola deidad. Todos los celtas sensatos aceptaban a la diosa en cualquier forma que decidiera adoptar.

Tegwen asintió para indicar que aceptaba el consejo y esbozó una perezosa y muy femenina sonrisa que decía muchas cosas que ni siquiera Annwynn era capaz de entender. Sin embargo, en ese rostro transformado y enigmático, Annwynn contempló las facciones de la Madre transfigurada en la Doncella.

Estaba satisfecha.

Había pasado un mes desde la llegada de los sanadores, periodo durante el cual el campamento de Vortigern había adquirido un aire casi festivo, a pesar del brutal aguijón del invierno. Unas raciones abundantes, una jarra diaria de cerveza para todos los hombres y la ocasión de descansar y recuperarse en cuerpo y mente eran factores que contribuían a mejorar la moral de los guerreros celtas.

Myrddion estaba cambiando un pequeño vendaje sobre la última de las feas heridas de Vortigern. Satisfecho con su trabajo, examinó el tejido rosado reciente que había formado unas cicatrices espectaculares a lo largo de la pierna del viejo rey.

—Habéis sobrevivido a esta herida, que ya os causará muy poco daño más —comunicó al rey mientras sujetaba una nueva cataplasma en su sitio. Aún después de semanas de cuidar la carne maldita de Vortigern, sentía que el estómago se le cerraba y se le abría al captar el intenso olor que acompañaba a ese hombre, compuesto a partes iguales de sudor, sangre vieja y un leve rastro de dientes podridos. El sanador había aprendido a no dejar que la inquina y el asco que sentía le dieran arcadas, pero aun así el odio jamás lo abandonaba.

Myrddion nunca perdonaría.

—Tengo que reconocértelo, sanador. Podrías haberme matado fácilmente y ninguno de los presentes se habría enterado de tu traición. Quizá la suerte me sonrió cuando decidí dejar que vivieras.

Myrddion luchó por mantener su impasibilidad de costumbre mientras Vortigern llenaba una jarra de cerveza.

—¿Quieres beber conmigo, sanador?

—Cualquier practicante de la medicina que beba no tardará en demostrarse más peligroso para sus pacientes que un guerrero armado hasta los dientes —replicó Myrddion, usando una sonrisa para no soliviantar al impredecible Vortigern.

El rey soltó una carcajada al mismo tiempo que un guerrero armado irrumpía en su tienda y tiraba un estuche de mapas con sus prisas. Soltando una maldición, Vortigern se puso en pie de un salto e hizo una mueca de dolor.

—¡Por todos los druidas muertos de Mona! ¿Qué te crees que haces, bruto, entrando como un animal, sin previo aviso o disculpa?

—Os ruego que me disculpéis, mi señor, pero un guerrero ha cabalgado desde Durovernum para traeros noticias. Vuestro hijo Catigern ha muerto.

—¿Muerto? —La cara de Vortigern fue la viva imagen del pasmo por un momento—. ¿Catigern ha muerto?

Entonces el rey rompió a reír con unas largas carcajadas, groseras y desfachatadas, que llamaban la atención dada la naturaleza del mensaje que acababa de recibir.

—Tráeme al mensajero, entonces, so memo. Recibo con alegría la noticia de que el traidor de mi hijo ha muerto. Si el mensajero dice la verdad, quiero oír todos los detalles de primera mano.

Cuando el guerrero hizo una reverencia y salió de la tienda, Myrddion y Annwynn recogieron sus enseres y se dispusieron a huir, pero el buen humor repentino de Vortigern le llevó a insistir en que compartieran su disfrute de la muerte prematura de su hijo.

—Quedaos, sanadores, y comed un poco de estofado. Mi esclavo se ocupará.

Después de que les pusieran en las manos vino servido en tazas de cuerno bellamente labrado, los sanadores tomaron asiento en la esquina más alejada de la tienda. Procuraban borrar de sus rostros el horror y la repugnancia. Vortigern era antinatural en todo lo que importaba, porque hasta un hijo traidor llevaba la sangre de su padre. ¿Quién podía olvidar que Vortigern había tenido una vez a su hijo recién nacido en brazos y que ahora se regodeaba de su destrucción?

El mensajero que entró e hizo una respetuosa reverencia a los pies del gran rey llevaba un broche para la capa y varios brazaletes marcados con la insignia del halcón de Vortimer. Vortigern se puso en pie y vació su jarra de cerveza en la cara levantada del guerrero, que encajó el insulto con la cabeza gacha, mientras el líquido le corría por los largos rizos negros.

—Tus marcas me dicen que eres de Dyfed y que mataste a mis guerreros en la batalla. Te juegas la vida viniendo a mi campamento. ¿Esperáis engañarme tú o tu maldito amo para que vuelva a confiar en vosotros? Te mataré con mis propias manos si me intentas embaucar.

—Por favor, mi señor. Desde que el príncipe Vortimer levantó la mano contra vos, muchos de nosotros hemos sentido horror ante la matanza de nuestros hermanos en trampas cobardes y batallas traicioneras. Me enviaron a mi señor Vortimer para darle la noticia de la muerte del príncipe Catigern, pero en lugar de eso preferí traeros la información a vos. Si mi desobediencia llegara a oídos de Vortimer, sin duda me ejecutaría.

—Y bien que haría, si tuviese dos dedos de frente —replicó Vortigern, con la cara deformada por los fuegos internos de la furia que parecía mantener la sangre circulando por sus avejentadas venas—. ¿Por qué debo confiar en otro traidor?

—Esta tierra sufrirá, mi señor. El rey Ambrosio no es amigo de nuestro pueblo, porque tiene puesta la vista en toda la tierra a lo largo y ancho de la Britania. El príncipe Vortimer no ve el peligro que entraña el plan del romano a largo plazo, pero a muchos nos da miedo que Ambrosio y su hermano Úter nos traicionen.

El guerrero se encogió al ver que el rostro de Vortigern se ensombrecía, pero, aunque tragó saliva visiblemente, consiguió mantener los ojos fijos en la cara de su señor. El viejo rey se vio obligado a reconocer que el mensaje que llevaba era cierto.

—¿A quién pueden acudir nuestros guerreros, si no es a un rey sabio que mantuvo nuestra tierra libre de guerras durante veinte años?

Ablandado, Vortigern se sentó, chasqueó los dedos para pedir más cerveza y ordenó que ofrecieran al mensajero un taburete, carne seca y una taza de espumosa cerveza para recobrar las fuerzas. El correo estaba pálido de cansancio, y unas ojeras de un morado intenso rodeaban sus ojos color avellana, muy hundidos en las cuencas. Hasta sus pómulos destacaban, como si hubiera pasado hambre en su larga cabalgata desde el este.

—¡Y ahora, cuenta! —ordenó Vortigern cuando el mensajero hubo apurado la cerveza de un trago convulso—. Estoy hambriento de información sobre mis hijos.

«Que la Madre nos proteja —pensó Myrddion con desprecio—. La muerte del hijo se trivializa en forma de deseo de datos sobre el enemigo. ¡Este rey es un monstruo!»

—¿Y cómo te llamas, bellaco? Quiero saber la historia del traidor que me informa de la muerte de mi hijo.

—Me llamo Finn, mi rey, y soy un guerrero nacido de una importante familia propietaria de tierras del sur, cuyo nombre ya no me resulta cómodo pronunciar. Cuando tantos hombres mejores que yo han muerto, he avergonzado a mis antepasados porque sigo con vida. Luché en la batalla de la colina, donde el príncipe Vortimer destrozó a los invasores sajones, de modo que me seleccionaron para formar parte de la fuerza del príncipe Catigern que debía dar caza a los enemigos rezagados. Me creía un hombre de honor. Ahora mi nombre ha sido arrastrado por el barro.

—Me importa una mierda tu honor, así que cuéntame los acontecimientos que presenciaste y punto —le atajó Vortigern irritado—. Espabila o les ordenaré a mis hombres que te animen.

El mensajero tragó saliva y se dispuso a contar su historia. Como hombre sensato, comprendía que no podía permitirse una palabra irreflexiva o el volátil rey ordenaría que lo ejecutaran. Su vida estaba acabada de todas formas, pues los portadores de malas noticias invariablemente sufrían por las verdades que relataban.

—Un hombre, un guerrero sajón, llegó a nuestro campamento de Durovernum hace diez días —empezó—. Sabíamos que un pequeño grupo de sajones se había escondido en una villa en ruinas a pocos kilómetros del campo de batalla, pero nuestros espías nos dijeron que solo eran una docena de hombres o así, de modo que el príncipe Catigern prefirió dejarlos para cuando hubiese erradicado la bolsa más grande, que se encontraba en Rutupiae. ¡Dijo que serían un último y sabroso bocado! —El correo se ruborizó—. Mirando atrás, fue un grave error de juicio. Cuando llegamos a Rutupiae, el puerto estaba vacío de sajones, ya que los ceols habían zarpado rumbo a las costas de Bélgica antes de que llegáramos. Volvimos a Durovernum y entonces fue cuando ese sajón que decía llegó al campamento de Catigern. Iba desarmado y llevaba una sencilla caja de madera que contenía una enorme pepita de oro.

—A todas luces un hombre valiente —murmuró Vortigern—. Pero suicida, a menos que tuviera una misión concreta que llevar a cabo.

—Eso pensó el príncipe Catigern —confirmó Finn, más relajado en la narración de los acontecimientos—. Jugó con Gunter, que así se llamaba, y lo entregó a los guardias para que lo ablandaran antes de empezar con su interrogatorio. El sajón encajó las palizas y quemaduras con entereza, como si supiera que no íbamos a matarlo hasta obtener lo que queríamos descubrir.

—Nunca subestiméis a los sajones —dijo Vortigern a los ocupantes del pabellón—. Son hombres duros, convertidos en bárbaros por la pérdida de sus tierras y familias. También son listos, a su inculta manera, y están obsesionados casi hasta la locura con el honor personal y la valentía.

—En efecto, mi rey y señor, eso descubrimos —corroboró Finn con tono respetuoso. El correo tenía los dedos sucios y las uñas manchadas de sangre vieja y mugre. Se retorcían y flexionaban con voluntad propia, separados de la voz tranquila y razonable que el mensajero empleaba para transmitir sus noticias.

—Tu nombre completo, mensajero —exigió de repente Vortigern—. Me gusta conocer la historia de los hombres con los que hablo. No me des largas con divagaciones sobre la vergüenza o el honor. Responde como un hombre… a menos que carezcas de respeto por tus antepasados.

—Trata a todo el mundo como cosas hasta que les percibe una utilidad —susurró Annwynn a su aprendiz, casi como si pudiera leerle la mente—. Entonces se vuelven reales.

—Me llamo Finn, mi señor, hijo de Finnbarr de Caer Fyrddin. Mi familia ha vivido en ese pueblo desde los tiempos en que los romanos lo llamaban Moridunum. Siempre hemos sido fieles a nuestros antepasados celtas, hasta cuando los romanos eran nuestros señores.

—Bueno, Finn, sigue con tu mensaje —dijo Vortigern arrastrando las palabras y exhibiendo su sonrisa hermética y casi triangular—. ¡Estoy en ascuas!

—Llevaron a Gunter a rastras a presencia del príncipe Catigern y le obligaron a permanecer de pie mientras transmitía a nuestro señor un mensaje de Hengist. El barón sajón suplicaba el cuerpo de su hermano Horsa, que Catigern había clavado a las puertas de Durovernum para diversión de los ciudadanos. A través del tal Gunter, Hengist ofrecía un tesoro de cofres de oro parecidos al regalo de la cajita, si el cuerpo de su hermano era devuelto a la villa en ruinas que he mencionado. Además, pedía que se enterrase o quemara los cuerpos de los sajones que habían muerto durante nuestra victoria en Durovernum. El ofrecimiento se hacía por voluntad propia y Hengist garantizaba que zarparía de Rutupiae si se realizaba el intercambio.

—¿Vortimer mató a Horsa? —preguntó Vortigern con incredulidad.

—No, mi señor. Catigern acabó con el sajón por la espalda, y luego profanó su cuerpo.

Vortigern volvió a reírse, con el mismo chirrido despectivo en la voz.

—¿No entienden mis hijos nada sobre esos hombres que les guardaron las espaldas durante tantos años?

Finn sacudió la cabeza y sus manos se enfrascaron en reducir a jirones el dobladillo de su camisa.

—Vi el cuerpo de Horsa. El populacho de Durovernum había lanzado estiércol, barro y basura al cadáver. Gunter también lo vio cuando lo llevaron al interior de la ciudad. Gruñó en lo más profundo de su garganta, igual que un perro salvaje, al ver lo que la gente había hecho con los restos.

—Por lo que me dices, mi hijo se ganó todo lo que parece haber recibido —le espetó Vortigern—. Aunque solo sea por estúpido.

—Después de descubrir la hora y el lugar del intercambio propuesto, Catigern se recreó describiendo a Gunter cómo a continuación lo entregarían a los niños de Durovernum para que derramaran su primera sangre. No me gustó nada esa falta de respeto, mi rey, porque sabía que de nuestro deshonor no podría salir nada bueno.

—¿Qué pasó con Gunter? —preguntó Myrddion desde su esquina, con los ojos ya tristes por lo que suponían.

—Murió antes de que los niños tuvieran la oportunidad de tocarlo. No lo vigilamos durante la noche, porque creíamos que ningún hombre se daría muerte a sí mismo cuando existía una posibilidad de vivir, por pequeña que fuera. Se royó las venas de las muñecas y se desangró.

—¡Ave, Gunter! —murmuró Myrddion—. Tenía mucho valor. Un suicidio así no debió de ser ni fácil ni indoloro.

Vortigern miró fijamente a Myrddion desde la otra punta de la tienda, pero no pudo captar nada en los rasgos helados y marmóreos del joven.

—Sí, sin duda tenía valor y decisión. Conociendo a Hengist como lo conozco, los sajones debían de tener planeados de antemano todos los detalles. Sabían cómo reaccionaría mi hijo, de modo que Gunter fue más que el peón de Hengist; fue su justificación.

—Eso es cierto, mi señor. A muchos de los guerreros de vuestro hijo les ofendió la idea de entregar a un combatiente, de la raza que fuera, a unos niños pequeños que necesitaban practicar con el cuchillo y el arco.

—O sea que la reacción de Catigern fue dirigirse a la villa en ruinas —prosiguió Vortigern, que ya se había quitado de la cabeza la muerte de Gunter—. Doy por sentado que tenía en mente una traición.

—Sí, mi señor. Nos dijeron que debíamos atacar y matar a todos y cada uno de los sajones presentes una vez que el intercambio estuviera completado y se diera la señal. Catigern llevó consigo a veinte hombres para el encuentro inicial con Hengist y nos dejó a ochenta más en reserva, bien en el viejo huerto, bien al otro lado del río. Con la consigna de esperar a la señal de nuestro príncipe para lanzar el ataque, llegamos a nuestros puestos poco después del crepúsculo. La villa parecía segura y tranquila.

Finn había temido el edificio bajo y todavía firme, porque combatir en espacios cerrados y estrechos nunca era una idea atractiva para los guerreros veteranos, pero a Catigern le daba igual. En el atrio ardía una única luz, un árbol muerto al que habían prendido fuego, pero por lo demás en la villa romana reinaba una calma excesiva, demasiado opresiva, como si algo primario acechara dentro.

Catigern no había sentido esa inquietud y había desmontado y entrado en el patio pavoneándose, rodeado por su guardia con todas sus armas. El cuerpo de Horsa, que habían envuelto en una tela impermeabilizada con toda su porquería, fue lanzado sin contemplaciones ante la puerta de la casa. El hedor era terrible. Finn era el explorador adelantado del segundo destacamento y se había cobijado con sigilo en una vieja lechería para observar el encuentro inicial entre Hengist y Catigern.

—¿Y qué pasó, hombre? —preguntó Vortigern, con más sorna todavía en su voz ronca al captar la tensión del mensajero.

Finn levantó la mirada y Myrddion olió su miedo y horror desde el otro lado de la tienda. El sanador comprendió que ese hombre había presenciado una violencia que lo acompañaría hasta la tumba, con independencia de los años que viviera.

Por un momento, el antiguo don de videncia de Myrddion reapareció y el joven captó el olor de los intestinos vaciados, el hedor caliente de la orina, el sudor del miedo. Sobre los nauseabundos olores, vio un árbol muerto, ardiendo y consumiéndose, con un guerrero de negro esperando tras las ramas que se desmoronaban. Algo antiguo y muerto flotaba sobre la escena, y luego Myrddion no pudo ver nada más.

—¡Sigue, Finn! —gruñó Vortigern—. ¿Qué pasó a continuación?

—Los mataron a todos, rey Vortigern. A todos y cada uno de nosotros… ¡menos a mí! Hengist me perdonó la vida para que os contara la venganza que se cobró durante la Noche de los Cuchillos Largos. Me permitió vivir, mi rey. ¿Por qué?