Un buen día para morir
Entonces todos los consejeros, junto con ese orgulloso
tirano Gurthrigern [Vortigern], el rey britano,
estuvieron tan ciegos que, como protección
de su país, sellaron su perdición invitando entre
ellos (como a lobos a un redil de ovejas) a los fieros
e impíos sajones, una raza odiosa a Dios y a los hombres,
para rechazar las invasiones de las naciones del norte.
GILDAS,
De excidio et Conquestu Britanniae
[De la ruina y la conquista de Bretaña]
Tres años antes, Hengist y Horsa habían llegado cada uno por su cuenta a la isla de Thanet, acompañados de un pequeño ejército de sajones desafectos de Dyfed y Glywising. Horsa se había visto obligado a viajar despacio por culpa de su pierna, en plena recuperación, pero los guerreros de Hengist habían hecho estragos al atravesar Cornualles para recordar al joven y recién regresado Ambrosio que sus tierras jamás estarían a salvo mientras Hengist respirase.
La isla de Thanet se encontraba en la desembocadura del Támesis. Al sur se extendían las verdes y tentadoras tierras de Durovernum, Durobrivae, Rutupiae y Portus Dubris. Con su cerebro de lobo, Hengist comparó la distancia entre esos lugares y las tierras de los belgas y la Galia Lugdunensis. Mientras olía la sal del Litus Saxonicum y sus fecundos bancos de peces, decidió que sus guerreros se quedarían en la tierra negra del sur.
—Se acabó el vagar, hermano —le dijo a Horsa, que le dedicó su sonrisa de niño en una cara de hombre—. De aquí no nos moveremos, aunque tentemos a la diosa del destino.
Acostumbrados a convivir con las grandes ciudades romanas de Londinium y Durobrivae, los guerreros cantiacos no estaban preparados para hacer frente a unos bárbaros que realizaban destructivas incursiones relámpago en el interior de su patria. Los cantiacos habían acogido con renovada esperanza la llegada de Ambrosio, nieto del legendario Magno Máximo, pero Vortigern aún conservaba todo el norte de la isla en su puño de hierro, de manera que el benévolo reinado de Ambrosio parecía condenado a ser transitorio, lo que volvía cautos a los ancianos cantiacos en sus tratos con ambos reyes. Unos mensajeros llevaron rápido la noticia de que Vortigern había sido derrotado por sus hijos en la batalla, pero como el viejo tirano aún vivía los cantiacos temían que una guerra civil perturbase la frágil paz. Nunca habían esperado una invasión tan cerca de casa, un ataque bárbaro ideado para robar todo cuanto poseían. Lo impensable había llegado para destruir una paz que había durado generaciones.
Los barcos de combate de Hengist, los ceols, realizaban la breve travesía de la isla de Thanet a las tierras de la tribu cantiaca. Como Myrddion había reconocido de inmediato, Hengist era un bárbaro inusual, un hombre de naturaleza considerada, casi fría, que jamás daría rienda suelta a la violencia o el perdón a menos que tuviera algo que ganar. En consecuencia, Hengist y Horsa llevaron el fuego, la destrucción y la muerte al sur no por el placer de hacer trizas un pasado glorioso, sino por desanimar a los cantiacos y forzarlos a huir.
Y los cantiacos huyeron, derechos al joven Ambrosio, el último de los reyes romanos, que tenía sus propios demonios y el miedo al fracaso pisándole los talones.
Hengist controlaba los puertos marítimos de Rutupiae y Portus Dubris, pues entendía que un buen comandante siempre mantenía una línea de retirada, por no hablar de un canal por el que podían llegar aliados y nobles de Germania suplicando para engrosar sus tropas. Además, los celtas no tenían barcos y las galeras romanas habían partido hacía mucho. Hengist era muy consciente de la gran ventaja que tenía en ese aspecto.
Con la retaguardia asegurada, Hengist desvió su atención a Durovernum, por su riqueza y su importancia estratégica. Alarmado ante la repentina aparición de lobos marinos a sus puertas, Ambrosio empezó a inquietarse en Venta Belgarum. Durovernum cayó y los refugiados emprendieron una larga caminata a Londinium con todos los muebles y efectos personales que pudieron transportar, mientras Hengist se adueñaba de una enorme porción del reino de Ambrosio.
No podía permitirse que continuara esa peligrosa situación. Ambrosio miró al norte y culpó de la presencia sajona en sus dominios directamente a quien correspondía: la cabeza canosa de Vortigern, al que se acusaba de traición desde hacía tiempo. Ambrosio ya lo aborrecía de antes con un odio que no podía aplacarse con tierras o poder. A la muerte de su padre, Constantino, el hermano mayor de Ambrosio, Constante, había sido por una breve temporada gran rey de los britanos. Vortigern había sido su principal consejero pero, codicioso de lo que consideraba que le pertenecía por derecho, un celta como rey de los celtas, había asesinado a Constante con sus propias manos manchadas de sangre. Los años de infancia de Ambrosio, que pasó vagando con su hermano pequeño, como refugiados sin tierra, entre las islas de los britanos y viviendo de la caridad de los romanos en Bizancio y Bretaña, habían labrado una cicatriz de amargura en su alma. Si Vortigern osaba alguna vez ponerse al alcance de la espada de Ambrosio, el ambicioso anciano moriría.
Y así, durante los últimos tres años, Ambrosio había practicado un paciente juego de espera en el que, por deseo de venganza, había cultivado la amistad de Vortimer y Cartigern e intentado desestabilizar el reino de Vortigern para obligar al viejo rey a tomar decisiones impopulares.
En ese momento, en Venta Belgarum, Ambrosio contempló desde arriba las cabezas gachas de Vortimer y su hermano bastardo Catigern. Los jóvenes guerreros se parecían poco a su padre en aspecto o talante, lo que era una suerte para su salud a largo plazo. Criados en una tierra a la que el poderoso rey había devuelto la seguridad, los hijos de Vortigern mostraban una engañosa distinción que no cuadraba con su traicionero deseo del trono ensangrentado de su padre. A pesar de que le eran útiles para sus ambiciones, Ambrosio notó que se le torcía el labio de asco al pensar en lo fácil que les había resultado su traición. Por sanguinario y desleal que fuera, Vortigern era un hombre. Las cualidades de Vortimer y Catigern estaban por ver.
Nunca habían tenido que luchar o comer de la caridad, pensó Ambrosio con desprecio mientras imponía una sonrisa a su cara. «Como hijo bastardo, Catigern envidia a su hermano. Me mira directo a los ojos y miente sin vacilar. Entiendo mucho mejor al bárbaro de Hengist.»
Como siempre, Catigern se levantó el primero, porque, aunque era unos tres años más joven que su hermanastro, era impulsivo y a menudo reaccionaba antes de haber tenido tiempo de reflexionar. En cuanto a su apariencia, era el prototipo de su pueblo, con el pelo castaño oscuro, pecas, la nariz chata y ojos castaños tirando a negros que no tenían nada de dulces. Su cara era larga y mucho más taciturna de lo que sugería su nariz, y poseía unas cejas oscuras y móviles que atraían la mirada y creaban una impresión de gran expresividad. Ambrioso no se fiaba ni un pelo de él.
Vortimer tenía un aspecto mucho menos impresionante que su hermano. Aunque tenía brillos rojos en el pelo, que empezaba a clarear, el efecto general, al sol, era de un castaño de tono más bien herrumbroso. Sus ojos eran color avellana, con unas luces amarillas que le dotaban de una apariencia lupina. A esos desafortunados colores se unían una nariz larga heredada de su padre y unos ojos demasiado juntos sobre una boca de dientes torcidos. Sin embargo, esa cara poco atractiva era el remate de un cuerpo de guerrero, duro, compacto y disciplinado. Quizá fuera un traidor a su padre, pero Vortimer era un pensador dotado de un físico que ponía las ideas en acción en cuanto así lo deseaba.
Ambrosio no era tan tonto como para juzgar al hijo de Vortigern por su aspecto. Lo que veía ante él era un hombre que siempre había vivido a la sombra de su despiadado padre. Su madre, Severa, había sido una romana de sangre patricia, pero a medida que los hijos de Rowena crecían, el chico había vaticinado un futuro en el que era rechazado en favor de sus hermanastros pequeños, pese a su impecable linaje.
¡Nunca, nunca, nunca!
Como se había criado con los mismos rigores para la supervivencia, Ambrosio reconocía en Vortimer su propia capacidad para ser muy paciente y contener una ira siniestra. Cuando lo examinaba con detenimiento, entendía a Vortimer a la perfección.
Los hermanos iban vestidos con la armadura romana, que se componía de placas sobre piel de buey, grebas, brazaletes y muñequeras, pero habían sido obligados a entregar sus armas a las puertas de la residencia oficial de Ambrosio en Venta Belgarum. Como reconocía la necesidad, Vortimer había conservado intacta la sangre fría, pero Catigern estaba enfurruñado por la desconfianza de la que hacía gala el rey romano y la pérdida de su ostentoso armamento, pues le encantaba la pompa. Como tantos bastardos, se ofendía fácilmente.
—Tu presencia, indemne, sugiere que has vencido en el campo de batalla, Vortimer. ¿O debería dirigirme a ti ahora como al caudillo supremo del norte?
—Así es, mi señor Ambrosio. —Vortimer era, claramente, un hombre de pocas palabras.
—¿Para qué tanto disimulo, rey Ambrosio? —dijo Catigern con tono desagradable—. Sin duda vuestros espías ya os han informado de que aplastamos sin contemplaciones a los guerreros de Vortigern. Mi emboscada fue muy eficaz.
La sorna en la cara de Catigern resultaba repulsiva para el rey romano, que reconoció un parecido inmediato con el hombre que había asesinado a Constante. Asqueado y enfurecido por el mazazo de la memoria, Ambrosio decidió que el príncipe menor era un joven insoportable y malicioso que, celoso de su más lacónico hermano, intentaría robar el trono sin el menor escrúpulo. Parecía orgulloso de haber conducido a su hostigado padre a una trampa y de haberle obligado a luchar para ponerse a salvo sin asestar un golpe a sus hijos.
Ambrosio esbozó una sonrisa ambigua. ¡Mejor que mejor! En el Hades, Constante bebería la rica sangre de su asesino y, además, la de sus hijos; solo necesitaba dejar actuar a Catigern.
El hermano pequeño volvió a esbozar su irritante y descarada sonrisa, que revelaba sus dientes perfectos, tan distintos de los torcidos colmillos del hermano más responsable. En ese momento, como hombre honesto, Ambrosio sintió una punzada de vergüenza por el empleo de una herramienta tan indigna como Catigern; pero la necesidad vuelve monstruos a todos los reyes.
Miró hacia el otro lado del suelo enlosado del gran salón de Venta Belgarum: un edificio gris, a fin de cuentas, al que no le vendría mal una capa de enlucido y algunos dorados. Y aquellas eran unas tierras sombrías e inhóspitas, después del sol dorado de Bizancio o los campos suaves de Bretaña. Cúpulas doradas y muros de un blanco resplandeciente, azul cobalto o rojo ladrillo danzaron por un momento en el recuerdo de Ambrosio. Vio los suelos recubiertos de mosaicos, con teselas de oro, plata, cristales preciosos y mica, donde peces fantasiosos parecían nadar en un mar enjoyado de delfines, dioses y brillantes anémonas. El recuerdo era una trampa, una maldición que intentaba encerrar a cal y canto para que esos días majestuosos se perdieran en las centelleantes ilusiones de la memoria.
—Pienso exigir que seas fiel a tu juramento, Vortimer. Como gran rey del norte, debes destruir el enclave sajón que ha tomado las tierras al sur del Támesis. Desde la isla de Thanet, el thegn Hengist, su hermano, sus vasallos y sus esclavos han hundido sus cortas raíces en mi tierra. Hay que destruirlo antes de que se le unan otros sajones sin tierra con ganas de robar nuestro país. Créeme, Vortimer, por si albergabas alguna esperanza de que las legiones vuelvan algún día; todo lo que era Roma está acabado y lo único que se interpone entre el pueblo celta y la esclavitud son nuestros puños armados. Si deseas vivir en libertad, tienes que estar preparado para derramar tu sangre junto a las tribus del sur.
—Recuerdo mi juramento, mi señor —respondió Vortimer, lacónico—. Expulsaré a los sajones y bailaré sobre sus huesos. Después perseguiré a mi padre hasta la tierra de los pictos, al norte de la muralla, desde donde no regresará nunca. Eso he jurado, mi señor Ambrosio.
—¿Y me jurarás lealtad a mí, a Ambrosio, como gran rey de todos los britanos? Tú gobernarás todas las tribus al norte del estuario del Sabrina, pero en último término debes hincar la rodilla ante mí.
Vortimer y su hermano miraron al hombre sentado en la tarima. Tenía más o menos su misma edad, veinticinco años como mucho, y sus ojos eran muy azules, mientras que su pelo rizado era rubio, corto y espeso. Vestía al estilo romano, con una túnica y una toga bordeada de púrpura imperial; iba bien afeitado y su piel tenía un intenso bronceado, incluso con el acuoso sol de Venta Belgarum, como si otros soles más cálidos lo hubieran tostado en su juventud. Su cara poseía cierta belleza fría y patricia, pero ningún hombre habría osado a tildarlo de afeminado. Varias arrugas profundas hendían su cara entre ambas cejas doradas y tiraban hacia abajo de su boca bien formada. Vortimer se estremeció, consciente de que ese hombre había experimentado lugares, personas y abominaciones que él esperaba no tener que ver nunca por sí mismo.
Entonces, de buena gana, Vortimer y Catigern juraron servir a Ambrosio hasta la muerte.
—He presenciado la destrucción de Roma, Vortimer, y la decadencia del orden en la Galia. He visto que los bárbaros incendiaban, saqueaban y violaban todo lo que era ordenado, bello y puro. He presenciado la caída de los dioses y, a menos que triunfemos, seremos testigos de la ruina de estas islas y todo lo que se ha construido a partir del barro y la lucha. Tienes que ganar esta batalla, Vortimer. Tienes que matar a Hengist y a su hermano, o si no recorrerán esta tierra trayendo con ellos el caos. No tienen ningún otro sitio al que ir, comprendedlo. A decir verdad, se parecen bastante a nosotros.
Entonces Ambrosio soltó una carcajada con un humor tan amargo que Catigern miró a su hermano con las cejas alzadas en ademán inquisitivo, como si el monarca estuviese mal de la cabeza. Pero Vortimer había vislumbrado un posible futuro en los pálidos ojos azules de Ambrosio, y recordó al alto y gélido Hengist cuando era miembro de la guardia de su padre. Aunque había intentado convencerse entonces de que semejante bruto carecía tanto de inteligencia como de carácter para suponer una amenaza a sus ambiciones, Vortimer había sospechado que Hengist se barruntaba la traición que ya entonces vivía, plenamente desarrollada, en su cabeza.
—Hengist es un hombre listo y curtido por años como mercenario del rey danés y cualquiera que pagase buen dinero —dijo Vortimer—. Es mercenario por necesidad, porque es nieto de un rey que fue obligado a huir al lejano norte, donde los inviernos hielan el cuerpo mientras la sangre de los guerreros corre caliente. Desterrados y amargados, Hengist y su hermano Horsa buscan una patria para su pueblo… a cualquier precio.
Aunque Catigern resopló con desdén, Ambrosio sonrió con pesadumbre; coincidía con la evaluación del carácter de Hengist que había trazado Vortimer. Los hermanos sajones habían conocido la misma infancia brutal que Ambrosio y su hermano pequeño, Úter.
—Muy bien, Vortimer; empiezas a entender al enemigo. —Hizo una pausa—. Nuestro modo de vida está cambiando. Durante incontables años, los romanos mantuvieron el imperio de la ley a lo largo y ancho del mundo civilizado. Pero los césares han abandonado sus ciudades y a sus ciudadanos, y han huido a la vieja capital de mis antepasados en el lejano oriente, permitiendo que las tribus salvajes desciendan desde el norte. Tráeme la cabeza de Hengist, porque ninguna otra cosa convencerá a sus hermanos para que se queden dentro de Frisia, Bernicia y las tierras de los anglos.
Luego Ambrosio bajó la cabeza y contempló las losas grises, absorto en unos pensamientos lejanos en el tiempo y el espacio, como si la breve audiencia hubiera agotado su espíritu. Cuando los hermanos retrocedieron hasta abandonar su presencia, Ambrosio apenas se dio cuenta.
Catigern tenía su utilidad, decidió Vortimer, mientras su hermano emprendía la onerosa tarea de aprovisionar el ejército totalmente insuficiente de Vortimer para una campaña prolongada. Él, por su parte, examinaba una y otra vez mapas del terreno y meditaba sobre la probable estrategia de Hengist. El frisón era un hombre que siempre tenía un plan de salida, pero Vortimer estaba seguro de que solo una emergencia grave —como el ataque directo de un enorme ejército convencional— convencería a Hengist de que debía retirar sus fuerzas del campo.
Sin embargo, dejar a Hengist a sus anchas con pequeñas bandas de guerreros independientes significaba tener suelto a un genio estratégico y el cumplimiento de los peores miedos de Ambrosio. ¡No! Vortimer sabía que un ejército fuerte sería esencial si querían aplastar a los sajones de una vez por todas.
En cuanto Catigern hubo reunido provisiones suficientes para su ejército, Vortimer lo mandó a las grandes ciudades de Londinium y Durobrivae. Construidos sobre terreno llano, esos antiguos centros carecían de defensa contra una fuerza invasora decidida y, en consecuencia, estaban ansiosos por parar en seco cualquier ataque sajón. Ambrosio, que reconocía la única estrategia posible de Vortimer, envió un pergamino en el que exigía a los padres de la ciudad de esos dos ricos núcleos de población que hicieran una leva entre sus jóvenes y proporcionaran tropas bien armadas y experimentadas para el conflicto que se avecinaba.
A Catigern le maravilló el entusiasmo de los padres de la ciudad de Londinium, que enseguida aportaron carromatos cargados de víveres y una gran cantidad de soldados de infantería y arqueros, todos ellos adiestrados por los romanos, además de un cofre de monedas de oro donadas especialmente para financiar la campaña.
—Me han dado todo cuanto les he pedido, hermano —explicó entusiasmado a su regreso—. De verdad que se desvivían por mostrarse útiles. ¿Por qué están tan asustados?
—Mira a tu alrededor, Catigern —respondió Vortimer con tono uniforme, después de haber cabalgado hasta las afueras de la ciudad—. Está llano, el transporte es fácil y actúa de eje de muchas carreteras principales, de modo que ¿cómo mantendrías alejados a unos invasores resueltos?
—Hay murallas —señaló Catigern, que no respetaba la cautela de su hermano.
—Sí, pero la ciudad ha crecido más allá de esas murallas, que ahora son del todo insuficientes. Cualquier comandante inteligente y bien organizado no tiene más que remar río arriba, como hicieron los romanos. Londinium es un trofeo enorme y muy, muy vulnerable. También he oído que Durobrivae manda tropas. Al parecer, Ambrosio explicó a sus dignatarios la necesidad de un gran ejército que mandase a los sajones al otro lado del Litus Saxonicum, donde les corresponde. Los señores de Londinium son conscientes de la pericia navegante de los sajones y los jutos, cuyos barcos son capaces de saquear el corazón mismo de su ciudad. Además, a Ambrosio le da igual si Hengist se entera de nuestros planes, porque comprende que el frisón no tiene un pelo de tonto. Adivinará de todas formas que nos hemos movilizado y que vamos a atacar con un gran ejército; Ambrosio quiere que los sajones conozcan el sabor del miedo.
Vortimer contempló el creciente campamento de guerreros, la mayoría adiestrados y disciplinados a la vieja usanza romana. Londinium había sido una gran fortaleza de las legiones, de manera que los guerreros aún levantaban sus tiendas en las plazas que se habían reservado para los legionarios. Por un momento, Vortimer sintió que se le poblaban los ojos de lágrimas. Era muy pequeño cuando la legión Draco zarpó de Glevum por última vez. Recordaba el estandarte del Dragón Rojo ondeando al sol antes de que lo arriaran y las galeras izasen sus enormes velas. Había tenido una sensación parecida cuando su abuelo lo había abandonado al morir.
—¿A qué viene esa cara tan larga, hermano? Tenemos más de mil hombres, mientras que Hengist saldrá al campo con cuatrocientos si tiene mucha suerte. No podemos perder. —Catigern logró combinar una sonrisa y una mueca de desprecio a la vez, sugiriendo sin palabras que su hermano era una vieja agobiada por el miedo al fracaso.
Vortimer contuvo su irritación, aunque a veces le hubiese gustado aplastar la cara sarcástica y los dientes perfectos de su hermano. Como bastardo, nadie había esperado que Catigern destacara en todo lo que tocaba, a diferencia de Vortimer, y vivía en un mundo donde se usaban susurros despectivos y maliciosos para denigrar a quienes detestabas. Si habían echado demasiado sobre los hombros de Vortimer, a Catigern se le había confiado demasiado poco. Aún después de tantos años, Vortimer daba muestras de una empatía que su hermano ridiculizaba, aunque a la vez comprendiese que era su mayor punto fuerte. Que consiguiera resistirse a la tentación de pegar a Catigern demostraba la paciencia y el autocontrol que tanto había contribuido a la derrota de su padre en la reciente y encarnizada batalla. A veces a Vortimer le pesaba la soledad; sabía que Catigern lo mataría sin dudarlo un segundo si percibiese una debilidad o creyera que podía granjearse la lealtad de las tribus. En cuanto a Ambrosio, a Vortimer le habían contado la ruta que había escogido Vortigern para coronarse gran rey, de modo que se preguntaba si el rey romano no estaría usando a Hengist para destruir a los hijos de su viejo enemigo.
—A veces eres un idiota, Catigern.
—¡Y tú, una abuela miedosa, so imbécil! —replicó Catigern con alegría—. No podemos perder, hermano, deja de buscar problemas donde no los hay.
—Hengist los buscará. Ese cabrón me da miedo. Siempre me puso los pelos de punta, hasta cuando estaba plantado detrás de la silla de padre con aspecto dócil y servil. Horsa es un buey bonachón nacido para seguir a una cabeza más clara y un brazo que controle mejor la espada, pero Hengist es diferente. Ahora mismo se estará devanando los sesos.
Catigern soltó una exclamación de repugnancia y se alejó, y Vortimer se volvió hacia su guardia personal, pues de pronto sentía una energía que su hermano nunca tenía, pese a toda su actividad febril.
—Llamad a los capitanes. Partimos hacia Durobrivae dentro de cinco horas, a marchas forzadas. Y ahora, traedme mi armadura.
Hengist dictaba órdenes en un frenesí de actividad y urgencia.
—Enviad a las mujeres, los niños y los ancianos a Rutupiae. Los ceols tienen que estar listos para zarpar si fracasamos en el campo de batalla. No aceptes ninguna excusa. No podemos arriesgar a una sola mujer o a un solo niño, porque son nuestro futuro. Son tanto britanos como sajones, y nos vengarán si caemos en esta batalla. ¡En marcha, Horsa!
Hengist tenía una mente privilegiada, en el sentido de que no olvidaba casi nada. A diferencia de otros thegn y guerreros, había montado a caballo para recorrer en persona hasta el último kilómetro de sus tierras. Recordaba todas las colinas, todos los pliegues del terreno y todo río y arroyo entre su ejército y el mar. Su gente no tenía mapas, una carencia que lamentaba, y decidió corregir ese problema en algún momento del futuro si sobrevivía al conflicto en ciernes. De momento, debía encontrar un terreno de su elección como campo para la batalla inminente. Sus cautivos, lamentablemente, habían muerto bajo tortura, pero todo hombre ofrece información de buena gana cuando se le somete a un dolor extremo, por valiente o patriota que sea. Ni siquiera el odio puede imponerse a un tormento incesante. Hengist había sido informado del tamaño de la horda a la que se enfrentaba, a las órdenes de Vortimer y Catigern.
—Alabado sea Odín —murmuró cuando Horsa volvió a entrar en la pequeña estancia que Hengist tenía dentro de la estacada sajona.
—¿Por qué? —preguntó su hermano, con la cara animada por la emoción. Horsa seguía siendo un niño, aunque se hubiera casado y engendrado dos hijos en tres años. Hengist sonrió llevado por el afecto a un hermano que nunca le fallaba, ni de obra ni en pensamientos.
—Nos las veremos con Vortimer y su hermano en la batalla, en vez de Ambrosio, o Vortigern, que es un oso cuando se ve acorralado. Según todos los informes, Ambrosio combate como un romano inteligente y por tanto es menos predecible que los hijos de Vortigern. Los hermanos tratarán de abrumarnos mediante la pura ventaja numérica, mientras que Ambrosio arriesga muy poco, sea en hombres o en prestigio.
—Nuestros hombres son más altos y fuertes que los celtas, y son los mejores guerreros de toda esta tierra —masculló Horsa mientras mordía una crujiente manzana con ruidosa fruición—. Hay que ver qué frutas más buenas crecen en esta tierra.
—Nuestros hombres luchan como individuos y, como individuos, pueden ser derrotados por guerreros inferiores si están bien comandados. Los números, Horsa. Son los números y la organización los que ganan las batallas, no la habilidad o el talento.
—Estás diciendo que hemos perdido antes de empezar, hermano. —Horsa golpeó los maderos de la pared de troncos con la mano abierta—. No puedo creerme que vayas a huir sin más. Nunca lo creeré.
Hengist golpeó el suelo de tierra con ambas botas de cuero, que emitieron un ruido sordo. Cuando se puso en pie, su espalda se desplegó hasta que se irguió como un árbol, con los pies separados y mirando a Horsa hasta que el joven bajó la vista en señal de respeto.
—Escucha, hermano. Tú cierra la boca e intenta seguir mi razonamiento. No podemos ganar si luchamos como individuos. Nos aniquilarán tal y como César derrotó a nuestros hermanos en la Galia hasta llegar a Germania. Hazme caso, Horsa. Nos atacarán en cuadros para que podamos correr hacia ellos como demonios, pero no haremos más que empalarnos en sus lanzas. No, debemos usar una nueva táctica. Debemos hacer que ellos vengan a nosotros.
Horsa siguió las indicaciones de su hermano al pie de la letra y no abrió la boca.
—Al sur de Durobrivae y Durovernum, y un poco al este, hay una colina que en mi opinión sería la posición defensiva perfecta. Ocuparemos la cima de ese monte. El ejército de Vortimer se verá obligado a correr ladera arriba para trabar combate con nosotros. En ese terreno, su cuadro de combate se convierte en una táctica inútil, porque nosotros usaremos un anillo de escudos como parte de nuestra estrategia defensiva. Si conseguimos mantener el terreno superior, creo que podemos matar a dos de ellos por cada hombre que perdamos.
Horsa sonrió de oreja a oreja. Hengist vio la completa aceptación de su arriesgado plan reflejada en la mirada de admiración de su hermano. ¡Dioses! ¡Si fallaba! Arriesgarlo todo a una colina, y a la inexperiencia de Vortimer, que solo había librado una batalla como comandante y además contra su propio padre. Hengist entendía lo terrible que sería la guerra que se avecinaba y lo vulnerables que serían los sajones si les cortaban cualquier vía de escape real. Defender la colina podía costarle todo su ejército.
—No tengo elección —le dijo a Horsa bruscamente para tapar el nudo que de repente se le había formado en la garganta. Más allá de la empalizada podía ver las ricas y profundas tierras de los cantiacos, rodeadas de montes bajos y espesos bosques. Si se volvía y miraba al este, distinguía el océano, a kilómetros de distancia sobre una tierra tan bella y tan llana que, a su debido tiempo, sus guerreros podrían aprender a ser granjeros y labradores.
Anhelaba una tierra que pudiera llamar suya. Esas islas eran su última esperanza y arriesgaría mucho con tal de asegurar su sueño para su pueblo. El thegn siempre había sabido que cualquier desprecio, calumnia, revés y amarga decepción solo había sido un preludio para la consecución del deseo de su corazón. Lo único que tenía que hacer para materializar ese sueño era defender una condenada colina de nada.
Loki se rió mientras se agachaba al pie del árbol del mundo, Yggdrasil. El embaucador dios de los antepasados de Hengist olía el deseo de ese hombre y le parecía divertido.
De algún modo, Hengist había engatusado y convencido a los thegn, los nobles sajones, de que lanzarse derechos contra las fuerzas de Vortimer sería un suicidio y un estúpido desperdicio, sin el menor atisbo de honor. Como muchos norteños, los sajones valoraban el coraje por encima de todas las virtudes; no podían llevar la cabeza alta bajo el sol sin un corazón valiente. Sin embargo, para aguantar, los sajones también necesitaban las cualidades del deber y el sacrificio. En los inviernos inclementes de los países del norte, la nieve atrapaba a los jóvenes cazadores dentro de sus cabañas y el frío se convertía en un monstruo viviente. Cuando escaseaban las reservas de alimentos, los viejos salían a la oscuridad por su propio pie, desnudos, para asegurarse de que sus hijos y nietos tuvieran para comer. En esos momentos Hengist apelaba a esos profundos instintos de sus hombres.
—Esa miserable colina es la clave de nuestra estrategia. Debemos defender la cima hasta que nos veamos amenazados con una derrota aplastante o aseguremos una gran victoria. Entonces, y solo entonces, usaremos una cuña a modo de punta de lanza para penetrar en las fuerzas celtas, sea para escapar o para avanzar hacia la victoria.
—¿Temes que podamos perder la batalla que se avecina, thegn Hengist? —le preguntó con tono desafiante un guerrero alto y de barba pelirroja, con la barbilla adelantada de forma agresiva.
—Temo perder esta tierra… No este pequeño pedazo en concreto, Otha, sino todos estos terrenos fértiles cuyas tribus se han vuelto gordas y complacientes bajo el dominio romano. Aunque perdamos esta batalla, os juro que al final ganaremos la guerra.
—Si perdemos, mi señor, juro que no dejaré el campo de batalla con vida —afirmó Otha, con los ojos verde azulado centelleando con una especie de locura. Hengist se habría arrancado grandes mechones de la barba, llevado por la frustración, si no hubiese tenido que persuadir a esos hombres testarudos, que desconfiaban de todo aquello que sus padres no hubieran conocido. La dolorosa experiencia le había enseñado que las viejas costumbres no tienen por qué ser las mejores.
—Tu valor te honra, Otha, pero ¿quién engendrará hijos en tu mujer si mueres aquí sin necesidad? ¿Quién cantará tus hazañas en los banquetes dentro de cien años, cuando hayamos hundido tanto nuestras raíces en esta tierra que nada ni nadie nos pueda erradicar? Debes vivir, si puedes, para tener hijos que pertenezcan a estas tierras por derecho de nacimiento.
Otha quedó apaciguado, pero no convencido. Como muchos de los thegn sajones, era incapaz de pensar más allá del problema inmediato. A veces Hengist se desesperaba con sus compatriotas.
—Cada thegn estará al mando de un anillo defensivo en la cima de la colina. Usad los escudos para rechazar las flechas y para luchar en equipo con los demás. Cuando el primer anillo se canse, el siguiente puede ocupar su lugar, y así sucesivamente. Cada uno de vosotros debe mantener su anillo e impedir que los guerreros permitan que se rompa la cadena. ¿Seréis capaces?
Ante un desafío semejante, ¿qué noble negaría su capacidad de mantener la disciplina entre sus guerreros? Como un solo hombre, rugieron en señal de aprobación.
—Lo más importante de todo es que, si estamos en peligro de que nos abrume lo que será una fuerza celta enorme, debemos cambiar nuestra posición defensiva para darle forma de punta de flecha. Entonces nuestros guerreros deben cargar contra los atacantes y abrir una brecha entre las filas enemigas para que nuestros supervivientes puedan llegar a los ceols de Rutupiae. Nuestras familias estarán esperando allí, y viviremos para combatir otro día. Estoy decidido a que tengamos un reino en esta tierra, de una manera o de otra. Los celtas se han ablandado tras años de protección de los romanos, y su determinación flaquea. ¡Es nuestro momento! —Sonrió para insuflar ánimos a sus hombres—. ¡Y es nuestra tierra! He servido a Vortigern, y su voluntad no es tan fuerte como la nuestra. He observado al joven Vortimer y él nunca ha sentido la punzada del hambre, ni ha temido la agonía de ver morir a sus hijos. A Ambrosio no lo he conocido, pero es un romano y un hombre criado en la abundancia. ¡Nosotros somos la nueva vida! ¡Nosotros somos los nuevos reyes!
Mientras los thegn aclamaban el discurso de Hengist, pronunciado con tanta fuerza y certidumbre, Horsa experimentó un momento de sorpresa. Su hermano siempre había sido un líder, siempre había hecho planes y previsiones, pero nunca había demostrado la capacidad de cambiar el destino de su pueblo. Espoleado por el optimismo de su hermano, Horsa ya no albergaba dudas. Esas islas pertenecerían a los sajones hasta el fin de los tiempos.
Vortimer había marchado al campo de batalla con un ejército combinado de tropas adiestradas por las legiones, arqueros, los adustos guerreros celtas de Dyfed y Glywising y un contingente muy pequeño de caballería, compuesto en su mayor parte por oficiales e hijos de reyes. Gracias al terreno llano, creía que los caballos no serían ni mucho menos inútiles en esa batalla, donde la ventaja numérica, la estrategia y la disciplina le cosecharían una victoria fácil. Cuando la horda estuvo cerca de Durobrivae, Vortimer plantó sus reales y despachó exploradores a caballo para averiguar la ubicación de las fuerzas sajonas. Cuando volvieron y le refirieron sus hallazgos, se quedó perplejo.
—La empalizada sajona está abandonada, mi señor. Las granjas, las cabañas y los fuertes de madera con sus estacadas están todos vacíos —informó un joven señor de Dyfed, cuyos ojos expresaban decepción.
—No me creo que Hengist se retire sin dar un golpe —le espetó Vortimer, con un arranque de mal genio impropio de él, fruto de los nervios—. Nos está esperando, en alguna parte.
En las largas y terroríficas horas de espera que siguieron, los jóvenes señores guerreros expresaron su decepción ante el descubrimiento de que los sajones habían huido como perros sin raza. Vortimer no era tan iluso, y tenía las tripas atenazadas por la inquietud. Una vez más, recordó los perspicaces y orgullosos ojos de Hengist y decidió esperar a que volviera el último de sus exploradores antes de emprender una acción precipitada.
Ya anochecía cuando los dos últimos exploradores de la leva de Dyfed regresaron al campamento a lomos de unos caballos agotados, y fueron conducidos a la tienda de Vortimer, donde los esperaban el rey, su hermano y los señores.
—Hemos encontrado a los sajones —dijo con la voz entrecortada uno de los jóvenes guerreros mientras le ponían una jarra de cerveza en la mano—. Lo que han hecho apenas resulta creíble, pero juro que es cierto. Han fortificado un monte bajo al sudeste de Durovernum, a un tiro de piedra de aquí. Hasta han cavado trincheras y fosos en las pendientes. Los hemos visto trabajar desde una arboleda cercana. Me he llevado una sorpresa, puesto que nunca había visto a los sajones hacer esa clase de preparativos, de modo que supongo que Hengist aprendió los rudimentos de la guerra moderna mientras formaba parte de la guardia de vuestro padre.
—No —sentenció Vortimer—. Hengist es muy listo, o sea que tendremos que luchar palmo a palmo subiendo por esa maldita colina para conseguir nuestra victoria. Usad ese carboncillo para dibujarme un plano de lo que habéis visto. Podéis emplear mi mesa.
Los jóvenes discutieron y riñeron como niños pequeños sobre los detalles, pero el plano general de la colina no tardó en estar perfilado con hollín negro sobre la madera sin pulir de la mesa plegable.
—Es improbable que nuestros cuadros nos sirvan de gran cosa —decidió Vortimer—. Además, atacaremos cuesta arriba, porque nos obligarán a ir hacia ellos.
—Podemos esperarlos —sugirió Catigern—. Si acampamos al pie de la colina, no tardarán en pasar hambre. Cederán antes que nosotros, esos bárbaros no tienen estrategia.
—Hengist es un estratega, o sea que deja de pensar en él como si fuera igual que los otros sajones que hemos conocido a lo largo de los años. Es distinto. Obligará a sus jefes guerreros a romper con sus reglas de enfrentamiento y les dará entereza si intentamos asediarlos. Cuanto más esperemos para atacar, más probable es que la enfermedad se extienda entre nuestras filas. Mil hombres cagan y mean un río de inmundicias, y no son demasiado meticulosos al medir lo cerca que lo hacen de sus tiendas. Adelante, Catigern; si puedes garantizar que las tropas recorrerán mil pasos cada vez que quieran aliviarse, nos instalaremos en las faldas de esa colina y esperaremos un año o dos a que mueran de hambre.
Catigern sacudió la cabeza enfurruñado. Todo caudillo experimentado conocía los peligros del agua contaminada, las condiciones insalubres y la actitud relajada del soldado común en lo tocante a limpieza y contagio. En la guerra morían más hombres por enfermedad que por cortes de espada.
—O sea que atacamos desde todos los lados, pero en cuñas. Atravesaremos sus filas a la carrera y nos extenderemos en abanico para enfrentarnos a los guerreros sajones. Los obligaremos a trabar combates individuales y los clavaremos donde están, porque enviaré la mitad de mi ejército en bandas sueltas tan adentro como podamos de la cima de la colina y los atraparemos en un nudo corredizo. Una vez que nuestras cuñas hayan ablandado y perforado sus líneas, el lazo estrangulará a los cabrones sajones hasta que no quede uno vivo.
Quizás, en ese momento, en ausencia de Ambrosio, solo Vortimer podría haber ideado una estrategia de ataque que tuviera alguna esperanza de contrarrestar el plan defensivo de Hengist. Los caudillos contemplaron el dibujo de la colina, adornado con formas que representaban grupos de hombres, muchos hombres, pues Vortimer había decidido echar los dados y confiar en el peso de los números para imponer a Hengist el sometimiento o la muerte. Los sajones nunca huían y rara vez se rendían.
Descansado y animado, el ejército de Vortimer marchó al amanecer.
Los ciudadanos arruinados de Durovernum, demasiado enfermos, pobres o testarudos para huir de la ciudad vacía, aparecieron como espectros grises de entre los cascotes de la vieja muralla romana, con los ojos vacíos de esperanza hasta que el simple tamaño del ejército que avanzaba quedó de manifiesto. Entonces, como si les hubiesen quitado de encima un gran peso de miedo, ancianos, mujeres y niños corrieron a besar las capas de los guerreros o a poner pañuelos, horquillas de metal barato o flores silvestres en las manos avergonzadas de los celtas mientras gritaban palabras de bienvenida y alegría.
Espoleados por la euforia de ser aclamados como liberadores y salvadores, la horda marchó a buen ritmo hasta la colina baja, que era el único accidente geográfico elevado en una tierra que por lo demás era llana hasta donde alcanzaba la vista. Vortimer reconoció de inmediato que Hengist había planeado la batalla para adquirir la máxima ventaja para los defensores sajones.
Unos fosos llenos de estacas afiladas rodeaban la colina. Si bien algunos quedaban a la vista, otros estaban astutamente camuflados. Por encima de las trincheras, los guerreros sajones esperaban con sus enormes escudos redondos de madera y piel de toro en anillos concéntricos de al menos tres hombres de fondo que llegaban hasta la cumbre. Los pinchos de hierro situados en el centro de cada escudo convertían el combate cuerpo a cuerpo en una proposición letal.
Los caudillos de Vortimer ya habían asignado a sus guerreros una posición, bien en una cuña, bien en el lazo. En cuanto llegó al promontorio, el ejército se dividió en tres partes para cercar la base. Los guerreros seleccionados para ejecutar los muy peligrosos ataques en cuña avanzaron con paso decidido ladera arriba, en cuadros, para disimular la que sería su auténtica estrategia.
Algún grito ocasional indicaba que un hombre, o un grupo de hombres, había topado con una trampa escondida. El penoso ascenso se volvía más peligroso todavía a causa de unos movimientos tácticos repentinos y rápidos como el relámpago dentro de las líneas sajonas, que revelaban grandes montones de rocas en precario equilibrio que, con un certero golpe de palanca, caían dando tumbos monte abajo para aplastar a los hombres menos precavidos o ágiles. Como era inevitable, los celtas solo se dejaron engañar un par de veces antes de empezar a prever y evitar las avalanchas de rocas, pero por secundarios que fuesen los fosos y los aludes de piedras, hicieron que Vortimer perdiera un caudal constante de hombres y obstaculizaron el avance de los cuadros de combate.
Cuando los celtas llegaron a un punto situado a unos diez pasos del anillo defensivo sajón exterior, sonaron unos cuernos metálicos desde el interior de las filas de Vortimer. El sonido crispó los nervios de los sajones, a los que Hengist gritó que no olvidaran su valentía.
—¡Mantened las posiciones! Aguantad vuestros círculos hagan lo que hagan y por mucho ruido que metan. ¡Somos sajones y ellos, solo celtas!
Entendió el propósito de la cuña de hombres, con su punta estrecha y la retaguardia más ancha, en cuanto vio que los celtas adoptaban esas formaciones.
—Horsa, corre a decirles a los jefes que los celtas intentarán atravesar los círculos a base de puro ímpetu. Nuestros hombres deben dejarlos entrar y luego atacarlos desde los flancos y la retaguardia. ¡Matadlos a todos y no tengáis piedad!
Horsa corrió de un círculo a otro, difundiendo el mensaje por toda la colina, pero las cuñas ya habían empezado a correr, clavando los dedos de sus pies desnudos en la hierba pisoteada para tener un buen punto de apoyo sobre el que los musculosos muslos los impulsaran hacia arriba. Allá donde se había recibido el mensaje de Horsa, los guerreros sajones se hicieron a un lado cuando los celtas cargaron ladera arriba y después rodearon la cuña entera y se entregaron a un enconado combate individual. Donde Horsa no había llegado a los defensores, el efecto fue en gran medida el que Vortimer había previsto.
«Nuestras comunicaciones son lamentables», pensó Hengist con amargura mientras observaba como las cuñas atravesaban tres anillos más de sus defensores. Las bajas entre los atacantes eran espantosas, pero siempre que un hombre moría, otro se adelantaba a ocupar su puesto.
Contempló el caos que tenía a sus pies. El resultado de la batalla pendía de un hilo, pero los sajones habían aniquilado a los hombres de las cuñas. Sus anillos estaban más cerca, pero habían adelgazado, y Vortimer había sacrificado a casi la mitad de sus hombres. «Aún tiene a su disposición más o menos la misma cantidad de hombres que yo tenía a mi mando cuando ha empezado la batalla —pensó Hengist—. Pero de esos he perdido demasiados.»
Los campos de batalla rara vez son lo que se espera el novato. Hay poco honor, gloria o belleza en el barro, los sesos desparramados y las extremidades mutiladas, el sangriento y hediondo arte de la muerte repentina y grotesca. Los pies en liza removían la tierra que los cadáveres acumulados habían vuelto traicionera.
Por debajo de él, Hengist vio como cortaban en pedazos a los hombres con hachas y espadas. Los sajones tenían una ventaja particular en esa macabra danza de la muerte porque, aunque el terreno era irregular y estaba resbaladizo por culpa del fango y la sangre, podían hacer caer una lluvia de hachazos sobre unas cabezas y hombros que solo estaban protegidos en parte. Las hachas sajonas eran unas armas terroríficas —de doble hoja, afiladas como navajas y suavemente curvadas—, que tanto podían usarse para rajar una garganta con la limpieza de una cuchilla, como a modo de brutal y pesado rompehuesos. Los mejores guerreros sajones luchaban con las dos manos, blandiendo espadas y hachas con una fuerza casi sobrehumana, y en un combate cuerpo a cuerpo los celtas tenían poco que hacer contra su ferocidad. Sin embargo, como hormigas sobre un trozo de carne fresca, los celtas estaban allí para alimentarse y salir corriendo. Bajo los brazos alzados de los sajones, los atacantes acometían con sus lanzas, espadas cortas o dagas, y por cada celta que moría, otro golpeaba de abajo arriba las desprotegidas panzas, partes pudendas o gargantas sajonas.
—No tenemos hombres suficientes para reemplazar a los caídos —susurró Hengist.
—Pero vamos ganando, hermano —protestó Horsa mientras limpiaba su hacha, que se había ensuciado de sangre y sesos en el cumplimiento de las últimas instrucciones de Hengist.
—Te equivocas, Horsa. Mira la refriega que tenemos ahí abajo. El peso de los números del grueso de sus tropas nos empuja cada vez más hacia atrás. Vortimer piensa bloquear nuestra vía de salida para dejarnos sin escapatoria y aniquilarnos en la cima de esta colina. Debo tomar una decisión pronto.
Horsa parecía perplejo. Desde su punto de vista, la batalla la estaban ganando los sajones.
—Nuestras familias serán esclavizadas y esta buena tierra se convertirá en nuestra tumba en vez de nuestro regalo a los hijos de nuestros hijos si nos aniquilan en esta batalla. Pero si nos retiramos y zarpamos rumbo al norte, a una costa más deshabitada, podremos acondicionar la tierra, fortificar nuestros pueblos y granjas, y luego expandirnos hacia el sur cuando más hermanos vengan a unírsenos desde la otra orilla del Litus Saxonicum.
—Entiendo tus pensamientos, hermano, pero no estoy de acuerdo contigo —protestó Horsa.
—Por supuesto, podríamos hacernos mercenarios una vez más.
—Nunca más, Hengist —juró Horsa con sencilla franqueza—. Preferiría la muerte a ser el asesino a sueldo de otro hombre.
—Si tan convencido estás, Horsa, encenderás el fuego de la señal antes de que nuestras bajas sean demasiado elevadas… y mientras tengamos espacio para formar la punta de lanza con la que nos abriremos paso hacia la libertad. Tú y yo seremos los últimos en dejar la colina, como corresponde a nuestro linaje. Ordena a los thegn que no dejen ningún herido al enemigo. Si no pueden llevar a un guerrero a cuestas, que entreguen su alma a las valquirias. Lo que quede de nuestro ejército escapará a Rutupiae.
La cara de Horsa era el espejo de su descontento.
—No puedo soportar que nos venzan estos perros. Los celtas nos han tratado como a animales desde el día en que hicimos nuestro juramento de lealtad a Vortigern. Nunca más doblaré la cerviz ante otro granjero o tendero arrogante, como si un bastardo romano o el hijo de una raza derrotada fuera superior a nosotros. Somos hombres libres que no rendimos cuentas a nadie, salvo a nuestros dioses y a nuestros caudillos.
—Dices la verdad, Horsa, pero no tengo tiempo de debatir la cuestión. Obedéceme, y me explicaré más tarde. Esto es solo una batalla, pero al final ganaré la guerra.
Circuló la orden de que, cuando los cuernos de carnero tocaran alarma, las fuerzas sajonas se dividirían en dos grandes formaciones en punta de lanza, una en el lado este de la colina y la otra en el oeste. Después, a toda velocidad, el ejército sajón cargaría a través del anillo de atacantes celtas. Las pérdidas serían abultadas, pero la recompensa haría que valiese la pena el derramamiento de sangre.
El cuerno de carnero sonó con un rugido grave y desapacible, y los músculos sajones saltaron para obedecer su llamada. Los celtas no estaban acostumbrados al concepto de que los bárbaros se retirasen, de modo que pillaron desprevenido hasta a Vortimer. El impulso sajón había atravesado casi por completo el lazo antes de que los celtas se aprestaran a la tarea de acorralarlos.
Libres de la restricción de unas órdenes antinaturales y de la frustración de consentir que un enemigo los atacara sin tomar medidas, los sajones gritaron en señal de desafío y se abalanzaron sobre las apretadas tropas celtas. A pie, los sajones eran casi imparables, sobre todo con la ayuda de una pendiente hacia abajo, pero los celtas también tenían su orgullo y se defendieron con rabia y saña. La carga sajona perdió ímpetu, pero poco a poco los guerreros abrieron brecha y se dirigieron hacia un río que quedaba ligeramente al nordeste. Por suerte, los sajones sabían nadar, a diferencia de muchos de sus enemigos.
Hengist y Horsa ya estaban también en marcha, protegidos por su guardia y decididos por la ruta del oeste, que era con diferencia la más dura y despiadada. Mientras corrían, Horsa cantaba arrastrado por la gloria del combate, y a Hengist se le subió el ánimo al observar como su hermano luchaba con la elegancia y belleza de un asesino adiestrado, moviendo las manos en una centelleante parábola mortal mientras avanzaba con grandes zancadas entre el enemigo celta.
Cuando atravesaron las filas de los atacantes, Hengist ordenó a los guerreros sajones que se dirigiesen hacia el río tan rápido como los llevaran sus piernas. Como retaguardia, Hengist y Horsa defendían la orilla embarrada y revuelta. Los hermanos eran unos guerreros extraordinarios que sembraron el caos entre el enjambre de enemigos que les pisaban los talones, hasta que Vortimer se vio obligado a enviar a Catigern para insuflar valor a los celtas. Los sajones habían replanteado el juego del combate en sus propios términos.
—Huyen, Vortimer, eso es lo único que importa —protestó Catigern, que veía pocas oportunidades de gloria en hostigar a unos hombres que se retiraban.
—No seas inocente, hermano. Si Hengist y Horsa sobreviven, habremos malgastado casi cuatrocientos hombres para nada. Se reagruparán y aparecerán en alguna otra parte, como garrapatas o piojos, y tendremos que partirles la crisma otra vez.
Catigern alzó las manos en furioso ademán de rendición antes de correr para incorporarse a la persecución celta. En el fondo de su corazón, ansiaba lograr lo que su hermano no había conseguido: matar al cabecilla sajón.
Hengist y Horsa casi habían escapado con los restos de su guardia personal cuando Catigern llegó a la línea defensiva. Hengist estaba empleando un hacha corta con la mano izquierda a modo de porra y cuchillo, rompiendo huesos y cercenando extremidades, para lo que se valía de unos hombros y antebrazos reforzados por veinte años matando; mientras que su espada con la empuñadura de piel de pez despachaba a cualquier guerrero lo bastante insensato como para dejarse hipnotizar por la resplandeciente carnicería de su hacha. Horsa ya se había despegado y miraba hacia atrás con gesto protector esperando la huida final de su hermano.
A caballo, Catigern vio su oportunidad. Horsa estaba de espaldas, pero no hubo reparos ni sentido del honor que contuvieran la espada del príncipe celta. Cargó contra Horsa desde atrás y decapitó al enorme guerrero sonriente con un solo golpe amplio de su pesada espada.
Hengist gritó como un animal herido cuando vio que la cabeza de Horsa se separaba de su cuerpo y rodaba por la tierra ensangrentada. En vez de perder el control arrastrado por la abundante fuente de sangre que manó de las arterias de su querido hermano, se convirtió en una máquina de muerte y destrucción.
—¡Hasta la ruina! —gritó—. ¡Hasta la muerte! ¡Enviad el espectro de Horsa al Valhalla cubierto de sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!
En un frenético remolino de reflejos y hierro salpicado de sangre, arremetió con ambas armas contra el enemigo, luchando por llegar a Catigern y hacer morder el polvo a esa cara sonriente. Aulló cuando Otha rajó la barriga al caballo del príncipe celta, lo que hizo que el animal hincara las rodillas entre un nauseabundo chorro de tripas y sangre caliente. Hengist habría perseguido a Catigern él mismo si uno de sus guardias no hubiera agarrado con mano firme el hombro de su señor en el mismo momento en que el thegn usaba su hacha para bloquear un golpe bajo dirigido a sus genitales.
—¡Más tarde, mi señor Hengist! ¡Debemos vivir si queremos vengar al noble Horsa!
La mente de Hengist se despejó y se llevó de la refriega a los sajones supervivientes en una carrera a muerte a través de los bajíos del río. Cuando echó un vistazo atrás, vio que Catigern se ensañaba con la espada con el cuerpo de su hermano y el odio colmó su cerebro con una furia mortífera y gélida. Su cabeza repetía una cantinela mientras se adentraba en aguas más profundas para empezar a nadar hacia la otra orilla. Cuando remontó la ribera opuesta, vio que apenas cien guerreros sajones habían salido indemnes.
Desde el otro lado del río, los celtas les lanzaban mofas, maldiciones e insultos, pero Hengist les dio la espalda, reunió a sus últimos caudillos y ordenó a los hombres que continuaran su carrera hacia un lugar seguro.
—A Rutupiae —ordenó con una voz que no presentaba el menor atisbo de temblor—. Pero, antes, requiero a veinte voluntarios de entre los thegn para que se queden conmigo en esa arboleda de allí. Han matado a mi hermano de forma vergonzosa y me cobraré un precio de sangre, o diezmaré a los britanos hasta irme al Udgaad para quedar satisfecho. Tú, Otha, llevarás a los demás guerreros hasta los ceols y te prepararás para zarpar rumbo a nuestro nuevo hogar. ¡Pero espéranos! Iré o te haré llegar un mensaje, aunque el lobo Fenris y el dragón que vigila Yggdrasil se interpongan entre mí y Rutupiae. Y ahora corred, hijos de puta. ¡Corred!
¡Un día de sangre! Horsa se hubiera reído y lo hubiese llamado un buen día para morir, pero Horsa estaba muerto y su cuerpo había sido profanado cerca del río, en medio de la carnicería de la retirada. Mientras una noche lúgubre oscurecía la luz de un sol sangriento por el oeste, Hengist juró que haría arder el cielo con sangre celta.
Pero, antes, debía pensar. Los celtas irían a por él porque lo creerían indefenso. Debía dejar a un lado su orgullo y su honor, y lo haría de buena gana, pues solo la sangre de Catigern le permitiría plantarse al sol con la cabeza alta, como correspondía a un buen sajón.
Detrás de él, en la pequeña colina sin nombre, sombras oscuras correteaban de un cadáver a otro. Zorros, perros salvajes, lobos y demás carroñeros se daban un festín con la carne sajona, porque Vortimer había dejado a sus enemigos para que se pudrieran. El cadáver de Horsa había sido el único cuerpo sajón recuperado, y las partes profanadas estaban expuestas como macabros trofeos de la superioridad celta para jolgorio del campesinado cantiaco.
En la mente de Hengist parpadeaban los comienzos de una idea, pero solo la arrogancia de sus enemigos podía llevarla al sangriento término que deseaba. Si se veía obligado a actuar como un perro descastado para obtener su venganza, que así fuera. El honor era para los vivos, y Horsa estaba muerto.