15

En el valle del dolor

Lejos, en un lugar de avellanos y ríos de agua dulce, Gorlois sostenía con firmeza el brazo de su mujer mientras bajaban con cuidado por una escalera natural de roca musgosa hacia un impetuoso torrente. Un enorme árbol caído les había entorpecido el paso a mitad del descenso largo y en espiral, y en un bloque de arenisca alguien había tallado un bebedero que recogía un hilo constante de agua de los manantiales de la ladera. Encantada, Ygerne había bebido un poco de la dulce agua que su marido le ofrecía formando una copa con las manos. En el aire flotaba el zumbido de los atareados insectos y el susurro de las hojas mecidas por la ligera brisa.

—Qué bonito es esto —murmuró Ygerne, alzando la vista hacia la luz dorada y veteada—. Estamos muy cerca de Tintagel, pero los vientos feroces no llegan a este tranquilo valle. Gracias por traerme, porque me siento como si me hubieran quitado un peso de encima.

Gorlois besó la palma de su mano e Ygerne pudo sentir todo su amor en ese sencillo acto de afecto.

—¡Ah! Ya hemos llegado al final de la escalera —dijo él en voz baja que, aun así, sonó demasiado fuerte en ese lugar sagrado.

El arroyo fluía deprisa pero con poca profundidad por encima de unos guijarros resplandecientes. Ygerne se sentó en un tronco cubierto de musgo cerca de la orilla del agua y se quitó las sandalias. La textura de la madera bajo sus muslos era áspera, antigua y reconfortante, y vio que un estrecho rayo de sol atravesaba los árboles para reflejarse en el limpio y vívido riachuelo.

—¿Dónde está la cascada, marido? Ardo en deseos de verla y sentir que la diosa me toca los pies a través del agua.

—Dame la mano y te llevaré hasta ella.

Ygerne se subió la falda, puso una mano en la cálida y rugosa palma de Gorlois y se metió en el agua poco profunda. Tras doblar un recodo del arroyo, marido y mujer se pegaron a la orilla hasta llegar a una laguna más profunda, alimentada por una cascada baja y bordeada por enormes avellanos.

Ygerne lanzó una exclamación ahogada y hasta Gorlois, que ya había visto antes la Fuente de Brígida, quedó asombrado de nuevo por la presencia de la diosa en aquel mundo sagrado y secreto. Con el paso de incontables eones, el agua había labrado un agujero circular a través de un gran peñasco redondo por el que manaba a chorro con un sonido dulce y potente. Bajo esa roca había otra, también perforada por el agua, de tal modo que los símbolos de la diosa de la fertilidad quedaban a la vista de todo el que mirase.

—El aire está cargado con la presencia de Brígida —murmuró Ygerne—. Este lugar pertenece a las mujeres, y el contacto de la diosa me atraviesa el corazón. Mis hijos serán grandes, pues eso me promete.

Una vez más, Gorlois besó la palma y las venas azules de su muñeca, temeroso de interrumpir la música del agua corriente con una voz masculina. Tembló un poco, metido hasta los tobillos en las aguas, que parecían purificar hasta su alma ensangrentada, y rezó para que Brígida no lo encontrase falto en su devoción.

El tiempo se ralentizó. Si estuvieron bajo la cascada durante minutos o medio día, ni marido ni mujer supieron decirlo luego, pero cuando se volvieron para dejar el lugar sagrado, su belleza se había aposentado en sus almas. Las aguas les habían ofrecido un brevísimo atisbo de la enorme e inmutable pasividad de la naturaleza que bendice a los buenos y maldice a los malvados, sin malicia ni remordimientos. Porque la diosa sencillamente es, y ninguna persona racional pone en duda los dones de los dioses cuando se dignan a bendecirnos.

Mientras el carro de los sanadores traqueteaba monte abajo, un oficial de caballería y una docena de soldados de infantería aparecieron de la nada y rodearon a los recién llegados con las espadas desenvainadas y apuntadas a las gargantas descubiertas. Con calma y sin aparentar miedo, Myrddion levantó las manos abiertas para demostrar que iba desarmado, mientras Annwynn desataba el pañuelo suelto que protegía del polvo del camino su pelo trenzado.

—¿Quiénes sois y con qué fin venís a este valle? —preguntó el alto cabecilla, sin dejar de buscar con los ojos armas ocultas u otros indicios de posible traición.

—Yo soy Annwynn, una sanadora de Segontium, y este joven es Myrddion, mi aprendiz. Uno de vuestros jinetes, Ceolfrith de Deva, llegó a Segontium con una herida pútrida. Cuando le devolvimos la salud, suplicó nuestra ayuda para los heridos y moribundos del ejército de Vortigern. Venimos para asistir a vuestros hombres, tal y como exigen nuestros votos.

La sencilla explicación de Annwynn sonaba cierta, pero esos hombres de mirada severa no confiaban en nadie ni en nada. Ordenaron a los sanadores que sacaran todos los bártulos del carro y habrían manoseado todas las cajas y estropeado sus pertrechos si Myrddion no hubiese intervenido.

—¿Veis algún arma? ¿No tenéis ojos para reconocer que no hay sino hierbas, pergaminos llenos de saber médico, vendas y esos cuchillos quirúrgicos? ¿De verdad creéis que podría enfrentarme a vuestra espada con este escalpelo?

El guerrero examinó con interés la cuchilla pequeña y brillante. El mango del escalpelo también estaba hecho de hierro, pero el metal estaba rayado para evitar que resbalase en las manos ensangrentadas del cirujano. El fornido guerrero se estremeció un poco, convencido casi del todo por la indignación de Myrddion.

—Aun así, el rey Vortigern debe decidir. No ha pasado tanto tiempo desde que nos tendieron una rastrera emboscada después de acordar una tregua, de modo que sin duda entenderéis nuestras precauciones cuando unos desconocidos llegan a nuestro campamento.

—Lo comprendo, pero ¿estáis tan sobrados de sanadores que podéis permitiros rechazarnos? Hemos viajado durante tres días desde Segontium para ofrecer nuestras habilidades a vuestros camaradas que sufren.

Uno de los infantes, un hombre con una fea quemadura que se extendía desde su mejilla hasta el cuello de su coraza de piel de toro, miró a Myrddion con los ojos entrecerrados y ofreció la solución evidente.

—El rey Vortigern sabrá qué hacer —dijo—. Que decida él. Hay demasiados hombres muriendo para desentenderse de la ayuda por miedo a una traición.

Myrddion se fijó que el soldado de a pie hacía una mueca de dolor cuando hablaba.

—Si Vortigern nos permite quedarnos, ven a verme de inmediato. Tus quemaduras necesitan tratamiento, y rápido. ¿Cómo te llamas?

—Soy Cadoc, del bosque de Dean. Sí, maestro. Si el rey os permite acudir al lugar de los sanadores, iré a verte.

El hombre tenía una expresión taciturna donde la cara no estaba irritada, partida e inflamada, pero a Myrddion le habían atraído sus cálidos ojos castaños, que centelleaban de inteligencia. Se alegraba de haber optado por unirse a Annwynn en su caritativa misión.

—No temáis dejar vuestro equipo desprotegido —añadió Cadoc—. Yo me quedaré a vigilarlo, en persona, pues tengo interés en mantenerlo a salvo.

—Gracias, amigo Cadoc —respondió Annwynn, cuya sonrisa afectuosa animó su cara poco agraciada—. Confío en que no tardaremos.

—Señora… —respondió Cadoc e hizo una reverencia para rubor y confusión de la sanadora.

Un oficial acompañó a los recién llegados a pie a través del campamento, donde vieron con sus propios ojos que pocos hombres estaban libres de secuelas. Myrddion se preguntó por qué hombres como Cadoc, y un sinfín más que se esforzaban por limpiar el armamento y ocuparse de las hogueras para cocinar, evitaban las tiendas de los sanadores.

Una extraña calma reinaba en el campamento. Pequeños grupos de hombres compartían tiendas sencillas de cuero o tela encerada, y esos compañeros se mantenían ocupados limpiando su zona, abrillantando y afilando sus armas, y cocinando los alimentos que hubieran podido reunir o rapiñar. El vivandero del rey Vortigern repartía cebada, avena y trigo todas las semanas, pero los guerreros recogían por su cuenta ortigas, nabos silvestres o animalillos que caían en alguna trampa o en manos de algún cazador.

Por lo general un ejército es un hervidero de actividad, pero los hombres de Vortigern presentaban una tranquilidad antinatural, y unos cuantos yacían en sus tiendas al cuidado de sus compatriotas. La desesperación y el dolor eran rasgos casi tangibles en los soldados que rodeaban las hogueras o acechaban tras los pasos de los sanadores.

—No pinta bien, muchacho. No pinta nada bien. La calma y la peste me dicen que la situación es mucho peor de lo que Ceolfrith dio a entender —susurró Annwynn entre dientes—. Tienes que contener tu genio cuando estemos delante de Vortigern, por el bien de los dos. Estará muy enfadado y frustrado tras sus experiencias con Vortimer, de modo que es probable que quiera separarnos la cabeza del cuello. Mantén la boca cerrada, si es posible, y recuerda que nuestro propósito aquí es curar a los heridos, no discutir con el rey.

A regañadientes, Myrddion reconoció la sensatez del consejo de Annwynn, pero aun así dudaba de su capacidad para mirar a Vortigern a los ojos sin demostrar su odio. Pidió a la Madre que le concediera compasión para tratar a Vortigern como a un hombre que sufría a causa de la traición de sus hijos.

El pabellón de Vortigern, grande y de colores chillones, estaba plantado en pleno centro del campamento. Unos enormes postes de madera, dorados y decorados para contribuir a la belleza de la estructura, sostenían las pieles, que estaban adornadas con bestias míticas y extrañas inscripciones. Dentro del pabellón, habían tendido unas alfombras de lana sobre la tierra para ofrecer una superficie más seca y mullida a los pies del rey, mientras que el mobiliario incluía un camastro elevado con finas telas para el monarca y unas mesas con sus sencillos taburetes, todo lo cual apuntaba a un entorno práctico pero lujoso. En el centro de la tienda, Vortigern estaba sentado con los pies sobre un taburete, examinando detenidamente un mapa de fino cuero.

El rey levantó la cabeza como una serpiente dispuesta a atacar. «Qué extraño —pensó Myrddion—. Hasta las acciones más insignificantes e inocentes del viejo parecen siempre cargadas de mortíferas intenciones.»

—¿Quiénes son estos extraños? —musitó—. ¿Por qué me interrumpís para traerlos aquí?

El genio de Vortigern era imprevisible, de modo que el oficial dio un paso involuntario hacia atrás. Annwynn se adelantó e hizo una reverencia al gran rey.

—Mi rey, somos sanadores de Segontium, y hemos venido a vuestro campamento para ofreceros nuestras habilidades y ayudar a vuestros médicos. Nos contó un paciente, un jinete de nombre Ceolfrith, que vuestros sanadores estaban al límite de sus capacidades y necesitaban asistencia para tratar a los heridos que habían sobrevivido a una emboscada realizada contra vuestro ejército.

Vortigern asimiló las palabras de Annwynn, pero su atención estaba centrada en la cabeza gacha de Myrddion.

—Te conozco. ¿Quién eres y de dónde vienes?

La ira bullía en la garganta del joven. Cerró los ojos mientras intentaba controlarse, pero descubrió que la disciplina se le hacía muy esquiva. Entonces levantó la cara y Vortigern agarró la taza que tenía en la mano con tanta fuerza que sus nudillos brillaron blancos a la tenue luz. Annwynn pensó que el precioso recipiente de cuerno se rompería bajo la presión.

—¡Conozco esos ojos! ¿Quién eres?

—Soy Myrddion, mi señor. ¡Soy el Medio Demonio!

—¡Mierda! Te daba por muerto, pero supongo que es difícil matar al hijo de un demonio. Has crecido.

—Sí, mi señor. —La respuesta de Myrddion fue breve. Cuanto menos dijera, más probabilidades tendría de no perder los nervios y enfurecer a Vortigern—. He estudiado mucho para dominar el arte del sanador desde nuestro último encuentro. Annwynn es mi maestra, y es una afamada y muy diestra practicante del saber de las hierbas. He sido su aprendiz desde los nueve años.

Con una sonrisa, Annwynn interrumpió a su joven pupilo.

—Mi señor, mi aprendiz es demasiado modesto. Lee latín y griego, y ha estudiado las habilidades de los cirujanos de campaña que sirvieron en las legiones romanas. Le he enseñado todo lo que sé, pero sus capacidades superarían a las mías en todo. Nuestro deseo más sincero es salvar vidas. Captamos el sufrimiento en el hedor corrupto que flota en el aire, y hemos visto a los pájaros que esperan para alimentarse de la carne de los muertos y los moribundos.

—Muy bien. Mal comandante sería si rechazase a quienes pueden salvar la vida de mis hombres; pero te estaré vigilando, Myrddion. Tus ojos me dicen que aún me quieres mal. Habrás oído, sin duda, que mi hijo ha raptado a mi querida esposa Rowena y espera aprovechar el amor que le tengo para obligarme a capitular. Doy gracias de que sus hijos estuvieran a salvo en Caer Fyrddin cuando la prendieron, ya que Vortimer y Catigern sin duda los ven como una amenaza. Desde entonces he trasladado a los chicos por su propio bien, pero permanezco siempre en guardia ante cualquier posible traición.

Los ojos de Vortigern se ablandaron al pensar en Rowena y sus hijos, y viéndolo Myrddion notó que su arraigado odio al rey se debilitaba… solo un poquito.

—Agradecemos vuestro ofrecimiento de ayuda; Cadoc os llevará a las tiendas de los sanadores —prosiguió Vortigern—. Todo lo que podáis hacer para ayudar a esos necios os valdrá mi gratitud, pues nuestros hombres caen como moscas. Por lo menos la disentería y otras enfermedades todavía no han diezmado mis filas aún. Os demostraré mi gratitud a su debido tiempo.

El gran rey hablaba casi en exclusiva para Annwynn, y Myrddion no se hacía ilusiones acerca de cuánto confiaba Vortigern en él, pero al menos habían sido aceptados en el campamento y podrían ponerse manos a la obra de inmediato por el bien de la soldadesca. Tal vez sería capaz de olvidar los labios crueles y sonrientes de Vortigern, y la mano que había matado a Olwyn.

Cuando volvieron al carro, rodeado a esas alturas de guerreros curiosos, descubrieron que Cadoc había supervisado la recolocación de su cargamento y además había abrevado a su pacientísimo caballo. Los recibió con una sonrisa torcida cuando remontaron la cuesta con paso cansino.

—Todavía conserváis la cabeza, por lo que parece que tenemos más sanadores que antes. Por lo menos vosotros dais la impresión de saber lo que hacéis. No olvides tu promesa, joven señor.

—De ninguna manera, Cadoc, después de lo que has hecho para ayudarnos —replicó Myrddion con seriedad, mientras Annwynn rebuscaba en su caja y sacaba un frasco de bálsamo—. El rey te ordena que nos acompañes a las tiendas de los sanadores, de modo que tal vez podremos ver con nuestros propios ojos por qué unos jóvenes sensatos como vosotros evitan que les traten las heridas.

Annwynn sonrió al guerrero con su medicación en las manos.

—Quédate quieto, joven. Esa quemadura que tienes en la cara debe de dolerte una barbaridad, sobre todo cuando le da el sol. Ponte encima un poco de este preparado; durará hasta que podamos echarle un vistazo con más detenimiento. —Entonces reparó en sus manos sucias y las uñas contorneadas de negro, y cambió de idea—. Bien pensado, mi joven amigo, no te muevas y deja que lo haga yo.

Trabajó con rapidez, sabedora de que hasta el más ligero contacto debía de hacerle daño al guerrero.

—¡Listos! El bálsamo te refrescará la piel y ofrecerá algo de protección.

—Muchas gracias, sanadora. Tu toque ya hace que me sienta mejor —murmuró él—. Y ahora, ¿veis esas dos tiendas grandes cerca del borde mismo del campamento? Allí es donde los sanadores tratan a los enfermos y heridos.

—¿Esos pabellones pegados al vertedero? —preguntó Myrddion con tono incrédulo.

—Exacto —confirmó Cadoc con una burlona media sonrisa.

—Cuéntame lo que sabes de esos sanadores —dijo Annwynn mientras ayudaba al guerrero a subir al estrecho asiento por encima de las varas del carro.

—Son tres, y tienen seis o siete criados. El jefe se hace llamar cirujano y afirma que sirvió con las legiones en la Galia. Dice que se llama Balbas, pero no se parece a ningún romano que yo haya conocido. Los otros dos tienen más de adivinos que de sanadores, y pasan casi todo el tiempo rezando a sus dioses y vendiendo a los heridos amuletos que según ellos salvarán la vida de sus pacientes. —Reparó en la expresión de Annwynn—. Sí, los moribundos se desprenden hasta de su última moneda de cobre, o incluso de sus espadas, para concederse una oportunidad de sobrevivir. Los sanadores se hacen llamar Crispo y Lupo, y no sabemos nada de su origen. Desde luego, han amasado una modesta fortuna a costa de los heridos durante esta campaña. No los soporto, porque las plegarias no curan los cortes de espada o las quemaduras como la que tengo. Además, todo el que entra en sus tiendas parece morir.

Annwynn y Myrddion cruzaron una mirada de preocupación, y el trayecto prosiguió en silencio.

Una zona de terreno vacío separaba la enfermería de los puntos de acampada de los soldados y, en cuanto entraron en esa tierra de nadie, los dos sanadores entendieron el motivo. Su caballo se encabritó entre las varas y el olor los golpeó a ellos al mismo tiempo. Un hedor a orina, heces, sangre rancia, podredumbre y vómito asaltó sus narices y los preparó para lo que se encontrarían en breve. A regañadientes, bajaron del carro.

—Espera aquí, Cadoc —ordenó Myrddion, arrugando la nariz asqueado—. No quiero que te expongas a los humores malignos de esos pozos negros.

—No os harán ni caso, señor. Son arrogantes y codiciosos, y creerán que venís a robarles sus beneficios.

—¿Cómo permite esto Vortigern? —preguntó Annwynn mientras contemplaba, horrorizada, a un moribundo al que habían dejado tirado al sol sobre una estera. Las moscas teñían de negro una profunda herida en su hombro.

—No tiene elección. Hay pocos sanadores desde que mataron a los druidas, y en el ejército se aceptan aún menos mujeres sabias. Estos tres zánganos son lo mejor que Vortigern pudo encontrar.

—Vigila el carro, Cadoc. Tengo la sensación de que necesitaremos nuestras propias tiendas para tratar a los heridos.

Annwynn estaba inclinada sobre el guerrero herido, tomándole el pulso en la gran vena de la garganta con cara de circunstancias. No se había intentado de modo alguno curar su herida o aliviar su dolor. Con delicadeza, le acarició el pelo apelmazado y el enfermo llamó a su madre.

Horrorizado, Myrddion empujó con el hombro la portezuela de la primera tienda y entró en la cálida semipenumbra de algo peor que el Hades.

Había cincuenta hombres tumbados, como una ristra de troncos, sobre sucios camastros de paja en tres largas hileras que se extendían desde una punta de la tienda a la otra, con apenas dos o tres palmos de separación entre cada fila. Los criados repartían comida y agua o vendaban heridas, mientras en el aire flotaban los gemidos, las plegarias y los sollozos. Los vendajes estaban mugrientos y Annwynn vio, espantada, que reutilizaban un rollo sucio de tela con evidentes manchas de sangre vieja sobre una llaga abierta en el pie de un hombre consumido por la fiebre.

Antes de que sus ojos hubieran absorbido la insalubridad completa de las condiciones, una voz grosera y condescendiente se dirigió a ellos con malos modos.

—¡Eh, vosotros! ¡Sí, vosotros! ¿Quiénes os creéis para molestar a mis pacientes? ¡Y encima una mujer! Tu venenosa sangre femenina los matará a todos a menos que salgas de mi tienda, ¡ahora mismo!

Annwynn y Myrddion volvieron la cabeza a la vez para examinar mejor al hombre que se abría paso entre sus pacientes con la arrogancia de un rey.

Balbas era mediano de estatura y blando de panza, con los brazos rechonchos y unos muslos gruesos y mujeriles. Iba vestido con un conjunto de túnica y toga que en algún tiempo había estado limpio, pero que ahora presentaba un generoso surtido de manchas de sangre y comida. Annwynn reparó en que tenía la cara rubicunda, con la nariz de poros anchos de quien tiene mucha afición al vino. Sus dedos eran gruesos y cortos, y cada nudillo descubría un pequeño mechón de pelo negro a juego con la tupida mata de las orejas y fosas nasales y de los antebrazos, pecho y piernas. Se parecía a un mono gordo que Annwynn había visto una vez en Portus Lemanis a bordo de una galera hispana. Sin embargo, aquella pobre criatura temblaba de frío y sus ojos pardos y brillantes, casi humanos, expresaban desconcierto; Balbas parecía demasiado soberbio y bien alimentado para tener miedo a nada.

—O mucho me equivoco o esta tienda pertenece al rey Vortigern —respondió Annwynn con tono suave—. Y él nos manda a mi aprendiz y a mí a ayudarte a ti y tus colegas en el tratamiento de los heridos.

—¿Qué pintan una mujer y un aprendiz en el tratamiento de las heridas de batalla? A lo mejor podéis curar algún que otro arañazo y dejar la práctica de la cirugía a alguien que sabe lo que se hace.

Balbas se mostraba tan condescendiente que Myrddion notó que empezaba a acalorarse. Llevaba todo el día conteniendo sus emociones, y ese insulto a su maestra fue la gota que colmó el vaso.

—A lo mejor soy solo un aprendiz, pero me confieso incapaz de reconocer la escuela de medicina a la que pertenecéis, maestro Balbas. —Las palabras de Myrddion eran dulces como la miel, pero estaban cargadas de veneno—. Galeno relegaba las oraciones, los sacrificios y el pago al mismo grado de conocimiento que la adivinación. Me cuentan que vuestros colegas son partidarios del enfoque místico y rechazan las detalladas observaciones de Galeno sobre el funcionamiento interno del cuerpo humano.

—Y ni siquiera ha examinado las fuentes alejandrinas todavía —añadió Annwynn con una sonrisilla. A decir verdad, disfrutaba chinchando a aquel vanidoso gordinflón, aunque fuese dejando caer nombres y técnicas que solo había oído durante sus charlas con su aprendiz—. Realmente, deberíais leer las observaciones de Herófilo, que estableció las diferencias entre venas y arterias. Su trabajo sobre el sistema nervioso es algo macabro, porque experimentó con delincuentes cuando todavía estaban vivos, pero ¿dónde estaríamos sin Herófilo y Erasístrato? ¿No estáis de acuerdo, maestro Balbas?

Balbas se había quedado boquiabierto, y parecía a la vez furioso y perplejo. Myrddion no pudo resistirse a seguir con el juego.

—Veo que no seguís los principios de Galeno, pues no sangráis a vuestros pacientes; pero los valores de Hipócrates tampoco parecen regir aquí, puesto que la reutilización de vendajes sucios debe encuadrarse en la categoría de perjudicar al paciente. ¿Las máximas de Erasístrato sobre el cerebro humano, quizás? No, no lo creo, porque no veo indicios de trepanación. Decidme, maestro Balbas, ¿qué principios seguís?

—¡Fuera! ¿Cómo osáis cuestionar los métodos de un cirujano que tiene veinte años de experiencia con las legiones de Roma? ¡Sinvergüenzas! ¡Charlatanes celtas de tres al cuarto! Salid de mi tienda antes de que tenga que echaros.

—Me impresionáis, maestro Balbas, pues todavía no sentís la necesidad de lavaros las manos, ni siquiera tras veinte años con las legiones. Se trata, por sí sola, de una hazaña notable.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó Balbas, cuya cara empezaba a enrojecer peligrosamente.

—Ya nos vamos. No quisiera aceleraros el pulso más de la cuenta, porque Herófilo nos advierte de que las tensiones sobre nuestra conciencia pueden causar problemas cerebrales o cardíacos. Levantaremos nuestras propias tiendas de campaña dentro de muy poco y, si alguno de vuestros pacientes desea escuchar una segunda opinión, se la daremos con sumo gusto.

—Un hombre de vuestra erudición y experiencia no se sentirá nada amenazado por una mujer que enreda con hierbas o un mero aprendiz —añadió Annwynn, antes de volverse para seguir a Myrddion y salir de ese pequeño infierno de padecimiento humano.

La segunda tienda era aún peor, si cabe.

Balbas tenía cierta pretensión de conocimiento, pero Crispo y Lupo eran charlatanes de la peor y más sucia estofa. Las condiciones en el segundo pabellón eran todavía peores, porque el tratamiento médico consistía en la quema de aceite sagrado, fabricado en buena medida con grasa rancia y pescado, en el recitado de oraciones y en el uso de fetiches y de agua procedente de pozos consagrados, que estaba sospechosamente turbia. Esos antiguos remedios, que invocaban a una hueste de dioses y santos romanos, celtas y hasta cristianos, tenían todos un precio, y Myrddion descubrió que no podía refugiarse ni siquiera en el espectro del sarcasmo cuando vio las caras pálidas de unos moribundos que miraban esperanzados cuando los dos charlatanes entonaban sonoras plegarias para curar la gangrena, fracturas de cráneo deprimidas e intestinos perforados.

Crispo y Lupo iban limpios y bien vestidos y arreglados. A pesar de esa tendencia a la vanidad en el vestir, los dos hombres resultaban intercambiables y olvidables en su apariencia. Ambos sanadores sintieron que sus palabras de mofa morían en sus gargantas. Tamaña maldad no podía ponerse en evidencia o ridiculizarse; solo cabía aplastarla y erradicarla sin contemplaciones.

Con una férrea determinación, Myrddion y Annwynn salieron con paso firme de la segunda tienda y volvieron a su carro.

—Cadoc —dijo Annwynn—, ¿conoces a soldados de infantería sanos que estén dispuestos a ayudarnos a montar una enfermería de campaña para el tratamiento de los guerreros enfermos y moribundos, con independencia del dinero que tengan? Tratamos a nuestros pacientes de forma gratuita, pero necesitaremos a las mujeres que siguen al ejército que se ofrezcan voluntarias y a todos los guerreros sanos que podamos encontrar. Sé que hemos prometido tratarte el primero, pero necesitamos tu ayuda para quienes están muriendo.

—Por supuesto. Encontraré a los hombres y mujeres que necesitáis. Nadie que haya visto estos pozos de miseria dejará de ofrecer su ayuda a unos auténticos sanadores. Además, dama Annwynn, ese bálsamo ya me ha ayudado, de modo que me servirá hasta que reúna a unos cuantos para que nos echen una mano. Las mujeres serán fáciles de convencer, porque muchos de sus hombres están en esas tiendas de mierda. Les han prohibido entrar, porque son mujeres y podrían estar sangrando o alguna memez por el estilo. Vendrán, y algunas sacarán a sus hombres por la fuerza para arrebatárselos a esos monstruos de ahí dentro.

—¡Gracias, Cadoc! Tu ayuda es impagable. Nos instalaremos cerca de esos árboles de ahí lejos, donde el aire está limpio y tendremos cerca el arroyo. —Annwynn le dio una palmada en el hombro a Cadoc, que se puso más rojo que una remolacha.

—¿Necesitáis algo más? Si no puedo conseguirlo por medios honestos, seguro que podré robarlo.

—¿No habría un par de tiendas más grandes? Las pequeñas no sirven del todo para nuestros fines, a menos que entre algunos muchachos fuertes puedan construirnos un entoldado grande atándolas en los árboles. Necesitamos camastros limpios y alguien que cuide de un fuego, día y noche.

Cadoc esbozó una dolorosa sonrisa y guiñó un ojo.

—¡Dadlo por hecho, no temáis! Solo os pido que no le contéis a nadie de dónde ha salido todo.

En las tiendas de los sanadores empleaban a sirvientes pagados para ocuparse de todo el trabajo manual que precisaban Balbas y los charlatanes, pero Myrddion y Annwynn preferían usar voluntarios. Annwynn había estado en lo cierto: a la retaguardia del ejército viajaban muchas mujeres, unas esposas, otras simples rameras. Las esposas y sus hijos a menudo resultaban una molestia, pero mantenían a los hombres contentos a base de sexo, comidas calientes y la ilusión de una familia, y en ese momento proporcionaron una reserva natural de manos ansiosas dispuestas a dejarse la piel con tal de salvar la vida de los hombres que aportaban los alimentos que comían y la protección que anhelaban.

Entonces empezó el trabajo en serio. Annwynn había llevado su gran puchero de hierro y el trípode, de modo que Myrddion se puso manos a la obra con una hachuela para cortar ramas pequeñas y madera muerta con la que preparar una hoguera dentro de un círculo de piedras. Los dos sanadores se compenetraban tanto que no tardaron en tener un fuego vivo que llevó a ebullición el agua del caldero. El carro enseguida estuvo descargado y los dos sanadores echaron sus instrumentos al agua caliente para limpiarlos.

Una docena de hombres llegaron al pequeño claro en el bosquecillo, cargados con cuerda basta y una serie de tiendas de cuero, todas pequeñas, que dos de ellos empezaron de inmediato a entrelazar con un cordel, esmerándose para dejar un borde encima del otro después de haber usado barrenas para hacer agujeros en las pieles. Otros habían traído guadañas y cuchillos, y se pusieron a cortar la alta hierba que no había sido pasto de los caballos y que después usaron para rellenar unas toscas mantas de lana que harían las veces de camastros.

Siguió a los hombres un grupo variopinto de mujeres, a las que Annwynn mandó a bañarse al arroyo, vestidas y todo, sabedora de que no tardarían en secarse bajo el cálido sol. Asombrado, Myrddion observó la disciplina de los guerreros en acción mientras tendían las pieles entre cuatro recios árboles, para crear un toldo bajo y en su mayor parte impermeable, y luego colocaban los camastros en su sitio. Recogieron al hombre que sufría delante de la tienda de Balbas y Myrddion supervisó el proceso de desvestirlo. Encargaron a una mujer a la que le castañeteaban los dientes que lo lavara con agua caliente y encendieron otros fuegos para satisfacer las necesidades de los pacientes que no tardarían en llegar.

Cadoc seguía dictando órdenes a los voluntarios para que suplicasen, tomaran prestadas o robasen más mantas de lana cuando Annwynn le conminó a desnudarse de cintura para arriba para que pudiera examinar sus quemaduras. La camisa interior del guerrero se había pegado al tejido quemado, de modo que, con la delicadeza de una madre, la sanadora empapó sus prendas para desprenderlas de la carne dañada de la manera más indolora posible.

Las quemaduras, si bien no eran demasiado grandes, tenían más de una semana, y la falta de tratamiento, más allá de la aplicación de agua fría del arroyo, había causado una infección, sobre todo en el hombro y el omoplato, donde el movimiento del brazo había provocado que la carne chamuscada se partiera y dejase desgarros y llagas. Las quemaduras que se extendían desde el pómulo hasta la mandíbula y partes de la garganta estaban más limpias y, aunque irritadas y enrojecidas, ya mostraban síntomas de curación.

—Eres un joven fuerte, Cadoc, para aguantar en pie con estas heridas.

—¿Tan grave es, señora Annwynn? No estiraré la pata, ¿verdad?

A pesar de su pícara sonrisa, Annwynn vio que Cadoc estaba asustado y que sentía un dolor considerable.

—No, si podemos evitarlo, muchacho, pero me temo que te haré daño. Te prepararé un brebaje y te quedarás adormilado. Luego tendré que retirar parte de la carne muerta. No voy a mentirte, Cadoc; no quedarás muy guapo cuando acabe contigo. También te diré, sin embargo, que tienes suerte, porque tu brazo está casi del todo intacto.

—¡Jo, jo! No era muy guapo de buen principio, señora Annwynn, o sea que adelante.

—Una cosa más, antes de que me olvide, Cadoc. Myrddion y yo somos sanadores, y yo no soy una noble. Deberías llamarme solo Annwynn.

—¡Sí, señora Annwynn!

El tratamiento de Cadoc fue aparatoso, pero relativamente sencillo comparado con el de muchos de los guerreros heridos que empezaban a acercarse poco a poco a los improvisados pabellones de los sanadores. Pronto estuvo tumbado boca abajo sobre una cama limpia, con una gruesa capa de bálsamo en las heridas y el preparado de algas en aquellos puntos donde Annwynn se había visto obligada a practicar incisiones profundas en la carne y el músculo. El beleño lo había dormido; la sanadora pretendía tenerlo de nuevo en pie con relativa rapidez, ya que no tardarían en escasear las camas al ritmo al que iban engrosándose las filas de los heridos que llegaban en busca de tratamiento. Dejó al guerrero con una de las mujeres, a la que dio instrucciones de espantar a las moscas y asegurarse de que bebiera agua limpia y caldo una vez que se despertara, y pasó al siguiente herido.

Myrddion había sido incapaz de salvar al guerrero al que Balbas había abandonado a su suerte. Un poco de jugo de adormidera le había ayudado a morir soñando antes de que se llevaran su cuerpo para enterrarlo.

Despacharon voluntarios con la misión de encontrar trapos donde fuera. Después metían los trozos de tela en ollas que habían limpiado con arena para que hirvieran sobre el fuego. Al principio, los guerreros encontraban muy rara tanta insistencia en la limpieza, pero hasta un ciego hubiera podido ver que esos sanadores sabían lo que se hacían, de modo que los voluntarios se volcaron de buena gana en sus tareas, por absurdas que les pareciesen. Al cabo de unas horas, varios pollos y tubérculos hervían sobre el fuego para preparar un saludable caldo; los residuos corporales y la ropa insalvable se quemaban a cierta distancia de la tienda, y hasta las mujeres con críos colgados del cuello trabajaban sin descanso para limpiar los escalpelos y las sierras que los sanadores utilizaban para extraer puntas de flecha muy hundidas en la carne, limpiar cortes de espada supurantes y amputar extremidades que se habían podrido por falta de atención.

Myrddion trabajaba como un carnicero, con la larga melena recogida en trenzas y la túnica protegida mediante un improvisado delantal de cuero que le cubría la mayor parte del cuerpo. Annwynn hubiese ayudado de buena gana a su aprendiz, pero carecía de la fuerza necesaria para serrar el hueso rápidamente, conservar una aleta de piel para cubrir el muñón y coserla con ojos veloces y agudos. El peso entero de la amputación de piernas, pies y brazos infectados recaía sobre los hombros aún estrechos de su aprendiz, ayudado por varios jinetes muy corpulentos que inmovilizaban las extremidades de los pacientes que se revolvían.

Al principio, las acciones de Myrddion habían horrorizado a sus ayudantes, pero el joven sanador se había tomado un tiempo para señalar la carne verdusca, las vetas rojas que subían hacia la ingle o la axila, y la peste a carne podrida que no había incienso que disimulara. Sin cobrar conciencia de sus nuevas habilidades, esos soldados enseguida se convirtieron en expertos ayudantes, que a menudo podían ofrecer a los sanadores sus propias observaciones y ahorrar un valioso tiempo de diagnóstico.

Balbas, Crispo y Lupo, o los tres hijos de puta, como los llamaban los soldados-enfermeros, acudieron una vez para observar los tratamientos que estaban menoscabando su prestigio y sus beneficios. Lupo había descubierto la historia de Myrddion y la pregonó entre los pacientes del muchacho, como si su pasado fuera una maldición para todo aquel que lo conociera.

—Es el Medio Demonio, hijo de una criatura inhumana del caos que vive en las grietas entre este mundo y el siguiente —graznaba—. El menor roce de sus dedos puede matar.

Cadoc ya se encontraba lo bastante bien para ocuparse de tareas sencillas en las hogueras, y se encaró con Lupo con una mueca de fulminante desprecio.

—Sí, el Medio Demonio llevó la muerte a los magos del rey Vortigern, ¿verdad? Pero olvidas, Lupo, que mintieron; eran unos charlatanes avariciosos que intentaron engañar al gran rey y culparon a un inocente de la caída de su torre en Dinas Emrys. Todos hemos oído esa historia, ¿verdad, chicos?

Los enfermeros y pacientes que estaban escuchando profirieron murmullos de confirmación, aunque no dejaron de observar a Myrddion con los ojos entrecerrados.

—Los magos tenían un buen motivo para intentar matar a nuestro sanador. Vortigern descubrió que le habían engañado y robado, y tris, tras: perdieron sus partes. ¿Te da miedo correr la misma suerte, Lupo? ¿Cuántos de tus pacientes mueren? ¿Cuánto oro y cuántos objetos valiosos tienes guardados en tu arcón? ¡Tris, tras!

Lupo palideció a ojos vista y, cuando huyó del pabellón, fue acompañado por un coro de gritos de «tris, tras», que lo siguieron como un portento del futuro. Para cuando amaneció, había cogido el arcón, los bártulos y el carro, y se había ido.

Annwynn y Myrddion dormían por turnos. En la primera semana, muchos hombres sufrieron una muerte horrible, porque se habían descuidado sus heridas durante demasiado tiempo. Los sanadores utilizaron sus preciosas reservas de tintura de adormidera para facilitar el tránsito de los sufrientes que estaban condenados a partir de este mundo hacia el siguiente. Annwynn dio instrucciones a las mujeres sobre cómo reconfortar a los moribundos en su último delirio, insistiendo en que el consuelo, además del alivio del dolor, calmaba la mente de los casos perdidos.

Crispo fue el siguiente en partir, pisando los talones a Lupo, después de que lo amenazara la mujer amancebada de un hombre al que había dejado sin tratamiento cuando se había quedado sin dinero. La mujer le había atacado y solo la intervención del sirviente de Crispo le había salvado la vida. Como buen carroñero, se llevó todo lo de la tienda grande que tuviera alguna utilidad o valor, y dejó que sus pacientes se las apañaran solos.

Annwynn ordenó que desmontaran el pabellón de Crispo y lo alzaran cerca de su propio hospital improvisado. Decidió que la tienda más grande se reservaría para los pacientes gravemente enfermos, mientras que las víctimas de heridas de menor consideración podrían conformarse con el entoldado abierto, que tenía cierta tendencia a las goteras cuando caían los chubascos de finales de primavera. Aun entonces, Annwynn insistía en que las puertas de tela de la tienda de Crispo se dejaran abiertas para permitir la libre circulación de aire purificador.

En cuanto a los pacientes de Crispo, Myrddion deseó de todo corazón poseer realmente los poderes que le atribuían. Aquellos hombres esqueléticos, con la carne consumida por la fiebre, habían pasado hambre después de gastarse todo el dinero en inútiles amuletos y rezos.

—Es un pequeño milagro que hayamos evitado un brote grave de peste —murmuró Annwynn mientras se desplazaba entre los enfermos graves, limpiando heridas, cambiando vendas y preparando sus bálsamos para el tratamiento de un montón de lesiones. Myrddion había enviado a las mujeres a pedir rábanos a los granjeros de las inmediaciones, y usó la pasta molida en las heridas más infectadas con cierto éxito, como habían prometido los pergaminos egipcios, de modo que Annwynn añadió ese antiguo remedio a su arsenal de tratamientos. No escatimaba alabanzas a todas las mujeres, malhabladas y brutas o no, por sus incansables esfuerzos en la larga batalla para salvar al máximo número de guerreros de Vortigern; batalla que, paso a paso, los sanadores empezaban a ganar.

Una mujer en concreto se ganó el aprecio sin reservas de Annwynn y Myrddion. La sanadora la había descubierto llorando desconsolada sobre el cuerpo de su hombre en la tienda de Lupo, enloquecida por la pena. Lo único que Annwynn había podido ver de la criatura, de aspecto fiero, cuando la habían separado por la fuerza del cadáver, había sido una mata desordenada de pelo rojo que se rizaba como un nido de pájaro. La sanadora había abrazado a la furiosa fierecilla que no paraba de maldecir y después la había mecido como a una niña pequeña triste cuando se había deshecho en un torrente de lágrimas. Se llamaba Tegwen, pero Myrddion dudaba que esa criatura desaliñada pudiera estar nunca a la altura de su nombre, que significaba «hermosa» en la lengua celta.

En cuanto Tegwen se hubo recuperado lo suficiente para hablar, Annwynn le prometió que su hombre, Gartnait, sería enterrado como era debido y no arrojado de cualquier manera a una fosa común. Tegwen no se fiaba de los sanadores, de modo que había insistido en cavar la tumba ella misma. Después, con una fiera determinación, había buscado a un cura cristiano que había colgado los hábitos y se había enrolado como soldado de a pie en el ejército de Vortigern.

El pobre se había declarado incapacitado para enterrar a nadie, pero nada detenía a Tegwen cuando había tomado una decisión. A diferencia de la mayoría de guerreros de Vortigern, Gartnait había sido cristiano, y como tal lo enterrarían.

—Pero es que no puedo hacerlo, mujer. ¡No puedo! Abandoné la Iglesia de Jesús hace años, y estos labios no están lo bastante limpios para pronunciar las palabras sagradas o acelerar el tránsito al cielo de tu hombre.

Tegwen no se atuvo a razones. Sus ojos verdes brillaban de decisión y el sacerdote retirado tuvo la certeza de que usaría el cuchillo que llevaba en el cinturón de cuero para obligarle a cumplir sus deseos, si insistía en su negativa.

—Si no eres tú, ¿quién? ¿Dónde voy a encontrar un cura en estas tierras paganas? Dios nos perdonará a los dos, siempre que se pronuncien las palabras sagradas sobre la tumba de mi Gartnait. ¿Negarás a mi marido el solaz del cielo?

Ante semejante determinación, el soldado dio su brazo a torcer y Myrddion oyó por primera vez la entonación cristiana de las plegarias para los difuntos. Quizá la ceremonia careciese de la dignidad de la cremación, pero la sonora repetición del «polvo eres, y al polvo volverás» encajaba muy bien con lo triste de la ocasión y, aun así, contenía un mensaje tan esperanzador de renacimiento que se sintió profundamente conmovido.

Tegwen depositó a su hombre en la fosa, la cubrió de tierra y allanó el suelo. Solo entonces se desmoronó. Su resolución para garantizar que Gartnait recibía un entierro cristiano la había consumido y sustentado, para después dejarla vacía y perdida.

—Tegwen, levanta y ve al río —exigió Annwynn con una voz que no admitía réplica—. Ahora, Tegwen, porque hay otros hombres que necesitan tu ayuda. Yo te necesito, pero solo si estás limpia y dispuesta. Aquí tienes un poco de grasa de oveja, o sea que corre al río a frotarte bien con ella. Te tienes que lavar todo el cuerpo y la ropa. Después, cuando estés limpia y vestida, ven a verme a la tienda grande. En pie, mujer. Ha pasado el momento de las lágrimas.

Annwynn puso una dura pastilla de grasa en la mano mugrienta de Tegwen, que miró a la sanadora con una expresión vacía que atestiguaba su aturdimiento. Después, poco a poco, como una sonámbula, obedeció. La criatura que volvió del río arrastrando los pies tenía la piel roja donde había empleado arena para quitar capas de mugre, mientras que su pelo necesitaba con urgencia los servicios de un fuerte peine de madera, pero estaba innegablemente limpia.

—Tegwen —dijo Myrddion con tono brusco, para que la mujer se sintiera obligada a mirarlo a los ojos—. ¿Dirías que eres fuerte y dura? Estos últimos días he descubierto que eres decidida, pero ¿te desmayarás al ver sangre? ¿Puedes aguantar aletas de carne donde antes había piernas sin arrugarte? ¿Puedes ayudarme a salvar la vida de los moribundos? Si no puedes con esas tareas, dímelo ahora, porque no me servirás de nada.

Tegwan palideció, porque Myrddion había sido directo deliberadamente. Era mejor que la chica supiese la verdad sobre su trabajo de buenas a primeras, para que luego no causara problemas añadidos vomitando durante una amputación. Myrddion necesitaba un par adicional de manos —manos diestras, de mujer— que lo ayudaran durante las operaciones urgentes y sangrientas.

Tegwen se recompuso de manera visible y luego levantó su cara recién lavada para mirar bien al joven sanador. Tenía la voz oxidada y ronca a causa de las lágrimas que había derramado.

—No estabas aquí para salvar la vida a Gartnait, pero quizá curarás a otros hombres cuyas mujeres lloran como lloré yo. Sí, puedo hacer lo que me pides. No me desmayaré ni vomitaré, pero tendrás que explicarme lo que quieres con mucha claridad, porque soy ignorante. Gartnait decía que era estúpida.

Tegwen tenía una voz grave de contralto con la consistencia de la miel tibia. Myrddion se sorprendió al descubrir que esa voz le encantaba, y así se lo hizo saber a la joven, que soltó una risa irónica.

—Mi anciano padre siempre me decía que podía engañar a los pájaros para que bajaran de los árboles, lo que era útil, ya que soy una mujer alta y torpe.

Como era casi tan alta como Myrddion, miraba desde arriba a casi todos los guerreros que integraban el ejército de Vortigern. El sanador se permitió un momento de compasión hacia una chica cuya única belleza estribaba en la promesa de seducción de su voz.

En un periodo sorprendentemente corto de tiempo, Tegwen demostró que poseía un par de manos ágiles, acompañadas de un estómago resistente y un sincero deseo de servir con todo su corazón. Con su tranquila presencia al otro lado de la mesa, las intervenciones de Myrddion terminaban antes y parecían menos traumáticas para los pacientes. Cuando, a traición, se acercaban las madrugadas, y la muerte reclamaba a más sufrientes de lo normal, Tegwen cantaba con voz melodiosa sobre el campo, el amor joven o el nacimiento de los corderos, de tal modo que más de un hombre sobrevivía a la pavorosa oscuridad. Su voz tenía el poder de reavivar la esperanza, una habilidad tan potente como sus ágiles dedos y su inamovible testarudez en presencia de heridas espantosas.

Diez días de trabajo interminable habían transcurrido en una pesadilla de muerte, falta de sueño y mantenimiento de la disciplina entre los voluntarios. Los sanadores también dedicaron muchas horas a tratar las heridas leves que se producen en cualquier gran concentración de soldados, tales como quemaduras en las manos causadas por las hogueras y miembros rotos tras alguna caída, además de los resfriados y disenterías que eran los gajes del oficio del guerrero. Cuando Vortigern mandó llamar a Annwynn y Myrddion, los sanadores no tenían motivo alguno para temer que nadie se hubiera quejado de ellos.

Se equivocaban.

Celoso tras la merma de su reputación, Balbas había solicitado una audiencia con Vortigern y había acusado a los sanadores de Segontium de tener tratos con los demonios para salvar la vida de los guerreros heridos del ejército, cuyas almas y lealtades robaban. Aunque las acusaciones parecían del todo demenciales, el gran rey recelaba tanto de las traiciones entre sus filas que estaba ansioso por interrogar a los sanadores, no fuera que estuviese dando pábulo a amenazas dentro de su propio campamento.

Cuando Balbas repitió ante ellos sus acusaciones con una aceitosa sonrisa en su cara grasienta, Myrddion sintió que la sangre caliente por la ira se le agolpaba en las mejillas. Annwynn, que reconoció los síntomas de una furia exacerbada por el agotamiento del muchacho, puso una mano en el brazo de su aprendiz y dio un paso al frente hacia el rey, al que dedicó una genuflexión completa.

—Mi rey y señor, os pido que mandéis a vuestros sirvientes de mayor confianza a nuestro hospital para que hablen con los pacientes y pregunten si delante de ellos se ha elevado alguna plegaria a algún dios, por no hablar ya de los agentes del caos. Balbas miente, porque sus pacientes mueren bajo su cuidado mientras que otros exigen que los tratemos nosotros. Pierde unos honorarios que considera suyos, ya que nosotros no cobramos nada a nuestros pacientes y cargamos con todos los costes. Mi rey y señor, la malicia se os ha acercado a esta magnífica tienda, porque la inquina de Balbas mantendrá vuestro ejército débil e incapaz de defenderse si aceptáis sus palabras nocivas.

Vortigern era sagaz, de modo que mandó a su leal capitán de caballería a contrastar la verdad de las explicaciones de Annwynn. Entonces, mientras Balbas empezaba a sudar a mares, el rey desnudó su espinilla para revelar un vendaje que cubría la parte carnosa de su pierna desde la rodilla hasta el tobillo.

—Si dices la verdad, Annwynn, deberías ser capaz de explicar por qué este arañazo se niega a sanar. Balbas sostiene que el arma que me hirió estaba envenenada y que me arriesgo a contraer una grave enfermedad si no encuentro a un sacerdote de Mitra que purifique el corte con agua del templo subterráneo secreto donde reside el dios. ¿Qué opinas tú?

Mientras Annwynn desenrollaba con cuidado la venda, Myrddion preguntó al rey si padecía algún dolor o inflamación en la ingle. Vortigern asintió, con cierto nerviosismo.

—Entonces tenéis una infección muy avanzada en la pierna, mi rey y señor. No me hace falta ver la herida para aseguraros que no puede sanar sin una intervención experta.

Vortigern fulminó con la mirada a Balbas, que intentó adoptar una pose escéptica de superioridad. Entre tanto, Annwynn había retirado las vendas manchadas y había pedido si podía lavarse las manos con agua caliente.

—¿Por qué?

Vortigern echó la cabeza hacia atrás en un gesto que los sanadores habían comprendido que era habitual en él.

—Si toco un vendaje limpio con estas manos sucias, no lograré más que reinfectar vuestra herida. Intentamos mantenernos lo más limpios posible y siempre usamos pinzas en vez de las manos si entramos en contacto con infecciones. Siempre hervimos nuestras vendas.

—¿Balbas? —preguntó Vortigern bruscamente. Sus ojos oscuros habían adoptado una expresión dura y recelosa.

—Estos sanadores siguen los métodos egipcios y alejandrinos, que están desprestigiados tanto en las legiones como entre los filósofos reconocidos. Yo sigo a Galeno y sus métodos.

—¡Entonces ya veremos! —advirtió Vortigern con tono lúgubre—. El Medio Demonio me odia, de modo que es posible que intente matarme mientras estoy enfermo; pero, si sus palabras son ciertas, Balbas, entonces eres un mentiroso probado.

—Mi señor —interrumpió Myrddion—, ¿podemos ir a buscar nuestros instrumentos para tratar esta herida? Ya está corrompida por los humores del aire y pronto se gangrenará si no la sajamos de inmediato.

—Adelante, Medio Demonio. Recoge lo que necesites, pero me tratará la maestra en hierbas en persona. No confío en ti como para dejar que te me acerques con una hoja desnuda en la mano.

Un sirviente recibió instrucciones de traer un cuenco de agua muy caliente y algunas telas limpias. Cuando llegó, Annwynn roció la herida con un poco del líquido. Lo que vio no le gustó ni pizca.

—Me temo que tendréis que confiar en mi joven colega, mi señor, porque esta herida debe reabrirla un sanador de gran habilidad. ¿Veis la hinchazón roja? Todavía no hay carne verde, ni una línea roja dirigida hacia la ingle, alabados sean los dioses, o tendríamos que amputaros la pierna, pero hay que retirar la carne dañada y muerta de esta herida.

—No le hagáis caso, mi señor —gimoteó Balbas—. ¿Lo veis? Ya hay carne nueva que sella la herida.

—Entonces ¿por qué es colorada y brillante, y está hinchada hasta el doble de su tamaño normal? —replicó Annwynn.

Vortigern echó un vistazo a su pantorrilla, que en verdad estaba roja e irritada y parecía el doble de abultada que la de su otra pierna. Annwynn imaginó los pensamientos que debían de agolparse tras los ojos verde pizarra del rey, y se alegró de no estar en el pellejo de Balbas.

Cuando empezaba a imponerse un silencio cargado de amenazas, Myrddion regresó al pabellón del rey a la carrera, seguido casi de inmediato por el capitán de caballería de Vortigern, que estaba algo verde y parecía al borde del vómito. El rey lo miró.

—Caradoc, ¿qué has averiguado en las tiendas de los sanadores?

Balbas tenía todo el aspecto de un hombre ansioso por salir corriendo, pero Vortigern alzó un dedo y Caradoc bloqueó la entrada de la tienda.

—¿Qué has averiguado en las tiendas, Caradoc? —preguntó de nuevo el rey, más irritado—. Sé breve, porque la pierna me duele mucho.

—Los dos pabellones contienen a heridos graves, pero la peste de la tienda de Balbas haría devolver al más pintado. Era asquerosa. En la tienda del romano solo había seis hombres para cuidar de las muchas docenas de heridos, que parecían todos al borde de la muerte. Sin embargo, había un gran número de trabajadores en las tiendas de los sanadores de Segontium. A decir verdad, parecía que hubiese por lo menos un voluntario ocupándose de cada herido grave, mientras que el aire y el entorno se antojaban agradables. Los pacientes estaban comiendo y en su mayor parte parecían libres de dolores.

Vortigern sonrió como un lobo.

—Si te apuñalara en el hombro ahora mismo, Caradoc, y te vieras obligado a escoger sanador, ¿a qué tienda acudirías en busca de tratamiento? Puedo arreglar lo de la herida fácilmente si te cuesta tomar una decisión.

Caradoc adoptó una expresión algo aprensiva, conociendo a su señor como lo conocía, y decidió que la verdad era lo más aconsejable.

—Iría a la tienda de Annwynn sin dudarlo, mi señor.

—¡Me vale! —musitó Vortigern, antes de devolver su atención a Balbas—. Te quedarás aquí, amigo mío, porque tengo planes para ti. —Balbas palideció.

—Mi señor —interrumpió Annwynn con valentía, porque no tenía el menor deseo de ver como mataban a Balbas, por mucho que lo despreciase—. Myrddion es el cirujano, de modo que él debe ser el sanador que abra vuestra herida.

—Me ata mi juramento, mi señor —añadió Myrddion, aunque todas las fibras de su ser le gritaban que usara el escalpelo en la vena grande del muslo de Vortigern y lo viera desangrarse ante sus ojos. El carácter y los dictados de su oficio reprimieron las ansias de venganza, pero le dejaron un regusto seco en la boca—. Además, sé que os vengaríais con Annwynn si yo hiciera el mínimo gesto contra vos. No pondré en peligro a mi maestra, aunque os odie eternamente.

Vortigern asintió y ordenó que colocaran una banqueta debajo de su pie.

—Vigilaré todos tus movimientos, Medio Demonio. Que no se te resbale ese chuchillo tan bonito.

—Eso no pasará, rey Vortigern.

El joven se plantó encima de la carne inflamada donde se encontraban los dos bordes de la herida, unidos por el tejido nuevo pero no en toda su longitud, y la abrió de un tajo con celeridad y precisión. Salvo por un suspiro de sorpresa, Vortigern no reaccionó hasta que vio rezumar del corte un pus amarillo y viscoso. Palideció un poco y apretó los dedos con furia. Como guerrero veterano, entendía el significado de ese flujo pútrido de corrupción.

—Debo hacer un corte profundo en vuestra herida hasta que llegue a la carne sana y salga a la superficie sangre roja y limpia —le dijo Myrddion—. Luego limpiaré a conciencia la herida antes de tratarla con un bálsamo y hierbas. Más tarde, cuando esté satisfecho con vuestros progresos, la cerraré otra vez con unos puntos de sutura.

—Adelante —ordenó Vortigern, y Myrddion obedeció de buena gana, con la esperanza de que todas las acciones necesarias causaran algo de daño al monarca. Cuando la herida estuvo limpia del todo, untada de pasta de rábano y algas, y luego vendada por las delicadas manos de Annwynn, el rey tenía la cara algo tensa en torno a la boca, pero saltaba a la vista que estaba impresionado con los sanadores. También estaba enfadado con Balbas.

—Podrías haberme matado con tu incompetencia, Balbas. Te he pagado bien por tus servicios en el pasado, pero ahora descubro que eres un timador. En consecuencia, por el destino que podría haber sufrido si hubiese confiado en tus… caritativas atenciones, te cortarán la mano derecha a la altura de la muñeca para que no sientas la tentación de hacer más daño a mis leales guerreros. ¡Cúrate a ti mismo, cirujano! Has ganado suficiente oro rojo con tu empleo aquí para pagar tu propio tratamiento. Después cogerás tu tienda y partirás de este lugar con rapidez, antes de que decida que debes perder la otra mano. Por el bien de sus vidas, tus pacientes quedarán al cuidado de los sanadores de Segontium.

Se hizo el silencio, hasta que el romano, recuperándose un poco de la impresión, que le había dejado sin habla, suplicó misericordia entre lágrimas. En otras circunstancias, Myrddion hubiese protestado ante el rey, pero Annwynn le dio una patada disimulada en el tobillo para garantizar que se callara. Aparte, el joven estaba seguro de que la pérdida de una mano era un castigo trivial para los pecados que Balbas había cometido llevado por su amor al dinero.

Se hizo justicia y el romano fue despachado en su carro después de que Annwynn se valiera del fuego y un bálsamo para sellar el muñón sangrante. Lloroso y solo medio consciente, Balbas tuvo que soportar las maldiciones y la basura que le lanzaban los guerreros de Vortigern. Tuvo suerte de salir con vida del campamento.

Los cuervos y las cornejas seguían esperando en el bosque, aunque les hubieran arrebatado sus presas. Sin embargo, Myrddion había superado una prueba crucial para todo sanador. Por fin había llegado a aceptar que todo sufrimiento debe ser aliviado, con independencia del carácter del paciente. El sanador no tiene derecho a elegir, pues todo santo, héroe, pecador y criminal tiene derecho a que lo traten. Por fin, Myrddion se había ganado el derecho a afirmar que era un auténtico sanador.