Sanador
La primavera había llegado a Cornualles y a los campos de las afueras de la ciudad, llamada ya Hengistdun, aunque el rey Gorlois se estremecía al oír que le daban un nombre sajón a su plaza fuerte en el sur. Hengist había tomado la ciudad mientras se abría paso hacia el mar con su enorme espada y el poderío de sus seguidores sajones. Gorlois había llegado demasiado tarde para aplastar al intruso. Los pies sajones habían hollado ese lugar, y la cólera del rey no conocía límites al verse incapaz de pedir cuentas a los invasores.
Sin embargo, a Ygerne le encantaba el lugar, las largas extensiones de monte bajo coronado de robles, hayas y avellanos, y no quería dejar por las buenas los agradables campos en invierno y primavera.
En ese momento, embarazada y soñadora, deambulaba hasta bien entrada la mañana, aburrida por el cautiverio forzoso al que la obligaba su estado. Las margaritas, tanto blancas como amarillas, florecían entre la alta hierba, y las espigas de jacinto y los tímidos ranúnculos de la primavera la hechizaban mientras llenaba cestas con flores silvestres para perfumar sus estancias. Sus sirvientas cargaban con lo recogido, y el beso del sol, que dejaba vetas de oro en su maravillosa melena, parecía rodear su rostro florido con una corona de placer.
Cuando Gorlois salió a caballo a buscarla, sintió que el corazón se le paraba de amor, solo por un momento, con la perfecta alegría de un padre y marido feliz. La pequeña Morgana fue la primera en verlo y llamó a su padre con su aguda voz infantil, y por poco no se lanzó bajo los cascos de su corcel antes de que Gorlois la levantara para cogerla en sus fuertes brazos morenos.
—Ay, mi cerdita —murmuró mientras besaba las mejillas sonrosadas de la pequeña. Su hija era tan valiente como cualquier niño, y Gorlois no cabía en sí de gozo con la adoración de la niña y el placer infantil y apasionado que sentía en su compañía. Tras colocarse a la niña delante sobre su caballo y sujetarla bien, se entregó a la contemplación de su esposa, que tenía los brazos cargados de flores y una sonrisa en la cara que expresaba su amor con más claridad que mil palabras.
Aguijoneó al caballo con las rodillas.
—Esposa, tu risa hace que el día sea más brillante. ¿Va bien el bebé?
—Sí, marido, se mueve y da patadas con ganas. —Se ruborizó por hablar de asuntos tan íntimos delante de su hija, pero en los musculosos brazos de su padre Morgana no tenía ojos ni oídos para otra cosa.
—¿Está bien que te arriesgues a salir al aire libre? Cualquier bandido podría pillarte desprevenida. —Aunque las palabras de Gorlois eran de advertencia, sus ojos oscuros brillaban de cariño y embellecían de amor su rostro poco agraciado.
—Voy bien protegida, mi señor. ¿Lo ves? La guardia me vigila, de modo que estoy muy a salvo. He sentido el antojo de llenar de flores nuestra habitación al enterarme de tu inminente regreso. ¿A que son bonitas, Gorlois, amor de mi corazón?
—Sí, pero no tanto como tú.
Morgana tiró de sus dedos fuertes y callosos para llamarle la atención y, como Gorlois no podía negarles nada a sus dos damas, apartó los ojos del resplandor del rostro de Ygerne para contemplar los suaves ojos oscuros de Morgana, que tanto se parecían a los suyos.
—¡Sí, pequeña reina! ¿Qué quiere mi cariñín?
—Madre quiere visitar la Fuente de Brígida para traer suerte al nueve bebé. ¿Podemos ir, padre? He oído hablar de las aguas. De verdad que quiero acompañarte a Tintagel. Ya soy bastante mayor, porque tengo cuatro años.
—¿La Fuente de Brígida? ¿La cascada? Sí, es un lugar sagrado para las mujeres, pero ¿me atrevo a arriesgar a mis dos queridas damas en un viaje así? Lo hablaré con tu madre.
—Pero padre… —empezó Morgana. Ygerne estiró el brazo para tapar delicadamente la boca de su hija con dos dedos.
—Calla, cariño, ya hablaremos de esto más tarde. Padre decidirá.
Gorlois se rió, consciente de que no podía negarles nada a sus dos mujeres. Los tres y una caravana de acompañantes emprendieron el trayecto de regreso a su palacio de verano. Quienes los veían pasar se complacían de la dicha de su rey y se consideraban ciudadanos de la mejor tierra de todo el reino del emperador Ambrosio.
Los tres años transcurridos habían tratado bien a Myrddion. Aunque a Eddius y el rey Melvig les preocupaban las inquietantes noticias del sur, los tumultos y las muertes no habían tocado apenas el norte lejano de Cymru, donde Mona seguía siendo un recordatorio eterno de los vientos de la invasión. Aisladas, faltas de riquezas y alejadas de las cortes de los reyes enfrentados, Segontium, Canovium y Tomen-y-mur vivían protegidas por su distancia de los centros de poder.
Entre tanto, Myrddion se había curado. Las cicatrices de su cabeza estaban ocultas por pelo nuevo y, para gran alivio de Annwynn, no le quedó ningún recordatorio exterior de los golpes que habían estado a punto de matarlo. Solo Myrddion sabía que había padecido una auténtica pérdida, la repentina decadencia del don de la profecía que había ido cobrando fuerza a medida que entraba en la pubertad y la madurez. Si bien todavía soñaba con imágenes desconcertantes pero vívidas, cuando estaba despierto no sufría ningún ataque que perturbase sus tareas cotidianas o aterrorizara a los sirvientes.
¿Sentía Myrddion la pérdida de sus episodios proféticos? Ni por un instante. De buena gana hubiese renunciado también a los sueños, porque su mente racional prefería una explicación más científica del mundo y sus entresijos. Aun así, como valoraba los mecanismos del cuerpo y la mente, lamentaba no entender los arranques proféticos que lo habían asaltado en el pasado ni disponer de más oportunidades de examinarlos.
Sin embargo, tenía preocupaciones del corazón más acuciantes. La innecesaria muerte de Olwyn había supuesto un golpe que no podía superar, pues llenaba sus pensamientos de deseo de venganza. Había visto la acción de ese veneno en su propia madre, de manera que entendía perfectamente que el rencor amargaba a la persona infectada de un modo más terrible que el objeto de esa venganza pero, pese a toda su lógica, era incapaz de sustraerse al deseo apremiante de aplastar el cráneo de Vortigern con sus manos desnudas a la mínima que surgiera la oportunidad. Peor aún, había descubierto lo suficiente sobre su concepción para sentirse perdido sin remedio, a la vez que le faltaba Olwyn para hablar de esos sentimientos.
Durante toda su vida, Myrddion había sido un bastardo, un bicho raro y un medio demonio, pero al menos había tenido una identidad, por extraño y temible que fuera aquel legado. De pronto, era el hijo bastardo de un violador romano al que una violenta tempestad había arrojado a la orilla. Una y otra vez, se preguntaba cómo había llegado aquel hombre a esa situación. ¿Había naufragado su barco? ¿Se había caído por la borda? Lo único que sabía de su padre era que afirmaba haber asesinado a su propia madre y que era despiadado, cruel y violento. Cuando se miraba en su espejo plateado, su propia belleza suponía un golpe para él, porque su padre había sido hermoso de cara y de cuerpo: una belleza de jacinto, según había dicho en su acceso profético. Myrddion descubrió que era más fácil ser un medio demonio que el hijo ilegítimo de un inhumano desconocido de otra tierra.
—No soy nada y no vengo de ninguna parte —le decía a menudo a Annwynn después de haber retomado su aprendizaje. La sabia mujer captaba la pena en las palabras del muchacho y temía por él. Myrddion sentía desasosiego, estaba perdido en un laberinto de mentiras y medias verdades que lo desconcertaba.
Pasaron tres años de esta suerte, y Myrddion dejó la villa junto al mar donde los recuerdos lo azotaban día y noche, ya que los niños habían crecido lo suficiente para criarse sin su apoyo. Todas las estancias de la villa estaban empapadas por el espíritu de Olwyn y, aunque se aferraba a los recuerdos que tenía de su amor como un náufrago se agarra a cualquier objeto flotante para mantenerse a flote, cada día en la casa de Olwyn era una agonía. Veía su fantasma plantado junto a las grandes puertas, contemplando Mona con los brazos cruzados y ojos pensativos. Cuando paseaba por el atrio vacío, allí la veía con su rueca, convirtiendo en hilo la lana esquilada y lavada. Cuando se acostaba en su solitaria cama, Olwyn acudía a él durante la noche para besarle la frente y acariciarle unas mejillas sobre las que apuntaba ya una suave pelusilla. Myrddion había esperado encontrar la paz mediante su dominio del arte de la sanación, pero la adquisición de conocimientos no podía llenar del todo el vacío de su corazón. Con algo de pesar, dejó la villa junto al mar y se mudó a la humilde cabaña de Annwynn, donde la carencia de recuerdos era un consuelo. Los tranquilos patrones de la vida en la cabaña, y el cobertizo que construyó con sus propias manos a modo de dormitorio, le proporcionaron cierto equilibrio; pero las preguntas sin respuesta seguían torturándolo, aun en sueños.
Mientras se afanaba en dominar el griego y descifrar sus pergaminos, Myrddion no podía quitarse de la cabeza la retorcida cara de Demócrito y lo que había ocurrido a resultas de la malevolencia de aquel anciano. Melvig se había vengado del viejo escriba, pues el griego era un práctico chivo expiatorio para la muerte de su hija. El rey podía ser tan cruel como Vortigern, sobre todo cuando la víctima era un miembro de su familia, y había reaccionado con veloz y predecible justicia. Habían encontrado al escriba y lo habían llevado a rastras a Canovium para afrontar la justa cólera de Melvig.
Demócrito había suplicado, pero Melvig se mantuvo inflexible.
—¿Cómo iba a saber que la señora Olwyn moriría? —había rogado Demócrito.
—¿Cuánto te pagaron los sajones por la información? —había replicado Melvig, con la cara roja de ira. Si Myrddion hubiera estado presente, habría advertido al aterrorizado escriba que lo negase todo.
—¡Una nimiedad! ¡Apenas nada! No pedí ningún pago, los sajones me lo impusieron, diciendo que estaba garantizando la seguridad de Cymru.
Melvig había sonreído como una vieja y astuta cabra que ve una sabrosa ortiga al alcance de sus dientes afilados y amarillos.
—Dejaré que tu castigo sea acorde al crimen. No te mataré, puesto que nunca pretendiste hacer daño a mi hija. Pero codiciabas los pergaminos para leerlos y poseerlos, y tu intento de robarlos causó los trágicos acontecimientos que llevaron a la muerte de mi hija. Por lo tanto, como vuestro Homero, dejaré que vagues por el mundo ciego y que pidas limosna para comer.
Myrddion tembló al pensar en Demócrito, un escriba, cegado por orden de Melvig ap Melwy, un rey que impartía justicia con una delicadeza atenta e implacable. ¿Valían los pergaminos semejante penitencia? Myrddion no sabía decirlo, porque Olwyn había sido mucho más valiosa que la vida de diez hombres para él, aunque a su abuela la habría horrorizado el castigo de su padre. Sin embargo, en el fondo, en la parte primitiva de su ser que no conocía la vergüenza, se alegraba de que Demócrito hubiese sufrido.
Desde el punto de vista de Annwynn, tenía un aprendiz que había ampliado sus habilidades y le había proporcionado un conocimiento que jamás habría adquirido por sí sola. A pesar de los problemas y disgustos causados por los pergaminos, tendría que haberse dado por satisfecha, pero su aprendiz se tomaba demasiado riesgos para dominar la herbolaria, y la acongojaba pensar que tal vez coqueteaba con el suicidio. A veces, cuando encontraban plantas poco conocidas sobre las que tenían poca información, su aprendiz experimentaba consigo mismo sus efectos. En varios casos se había puesto muy enfermo, hasta el extremo de que solo una intervención a fondo de Annwynn le había salvado la vida.
Un día, al atardecer, mientras los sanadores compartían una frugal cena de venado frío y tortas de pan, Annwynn abordó su mayor temor.
—Creo que te estás volviendo temerario con tu vida, Myrddion. No sé si te castigas de forma consciente o no, pero corres unos riesgos que son excesivos para alguien tan joven. Si sigues con esos experimentos, morirás.
—No tengo ningún deseo de hacerme daño, Annwynn —protestó Myrddion—. De verdad que no. Busco el conocimiento de la única manera que sé.
—El espíritu de tu abuela me reprocha que te permita ponerte en peligro. Además, se avecina una guerra y tus habilidades serán necesarias para ayudar a los heridos. Un tratamiento experimental puede usarse con un moribundo como último recurso, no contigo mismo. El mundo te necesita, Myrddion. Además, te quiero como a un hijo, y me partirías el corazón si te hicieras daño de forma innecesaria.
Este último ruego, más bien sentimental, se vio despojado de cualquier atisbo de sensiblería por la evidente sinceridad de Annwynn. Sin hijos ni marido, la sanadora había volcado toda su naturaleza afectuosa y apasionada en el niño hombre que había enriquecido su oficio y su vida.
Avergonzado, Myrddion asintió y no hablaron más del tema. Sin embargo, cuando por fin empezó a crecerle la barba, decidió afeitarse y arrancarle el vello para que el rostro que veía a diario fuese el mismo que había contemplado Olwyn por última vez. Si ese extraño comportamiento se antojaba estrafalario en un mundo de guerreros barbudos, Annwynn aceptó la excentricidad como un mal menor.
La primavera había llegado de nuevo, con todas sus promesas de retoños para los árboles, flores silvestres en brillantes montones bajo los troncos y en los campos, y nacimientos que reflejaban la fecunda riqueza de la tierra, el mar y el cielo. Hasta el corazón helado de Myrddion se derritió un poco cuando se tomó un tiempo para apreciar la belleza salvaje de los terrenos que rodeaban Segontium.
El único asomo de problemas fue la llegada de un guerrero cuya montura avanzó con paso vacilante por el camino principal que llevaba a la tranquila población. El guerrero deliraba y tenía una herida de lanza infectada en el muslo, de modo que lo llevaron a la cabaña de Annwynn. Las gentes de Segontium estaban desesperadas por descubrir el mensaje del jinete, pero el joven estaba consumido por la fiebre.
Los dos sanadores se pusieron manos a la obra. Annwynn preparó un brebaje para combatir la fiebre e inducir un sueño purificador mientras Myrddion se ocupaba de la fea herida supurante. A causa de la fiebre y del probable dolor que infligiría el tratamiento de Myrddion, dieron al joven un sorbo del jugo de adormidera de Annwynn y luego, por si acaso, lo ataron a la mesa fregada de la sanadora. Myrddion olió la herida con atención y detectó rápidamente el leve olorcillo dulzón de la podredumbre. La herida estaba inflamada, oscura y veteada, lo que hizo que Myrddion se pusiera serio.
—Tendré que extirpar la carne muerta y envenenada —explicó a Annwynn mientras limpiaba varios cuchillos con agua caliente y luego sostenía las hojas sobre una llama para esterilizarlas. Uno de los papiros traducidos hablaba de humores malignos en el aire y en el contacto humano que provocaban la muerte cuando la carne se corrompía, de modo que Myrddion fue con sumo cuidado de usar agua y fuego para quemar cualquier impureza.
Los dos hombres que habían acompañado al guerrero desde Segontium hicieron una mueca cuando Myrddion practicó una incisión en la herida. Un pus verde y negro manó mientras trabajaba, y limpió la porquería con unas tenacillas y unos trozos de tela diseñados especialmente para ese cometido. Los paños serían arrojados al fuego para reducirlos a cenizas a la primera oportunidad.
Una vez abierta la herida, Myrddion podría observar la gravedad de los daños, y con el corazón en un puño empezó a rebanar carne supurante hasta que salió sangre fresca a la superficie, señal de que había alcanzado tejido sano. La herida fue creciendo más y más hasta que un feo surco rosado, de dos dedos de anchura, se extendió a lo largo del muslo del paciente. Myrddion suspiró con cierta satisfacción.
—¡No os acerquéis! —ordenó bruscamente a uno de los padres de la ciudad, que se adelantaba para examinar la operación—. Creo que he retirado la mayor parte de la carne podrida, pero tengo que asegurarme o el guerrero perderá la pierna o morirá. Si os acercáis demasiado, cualquier corte abierto que tengáis en el cuerpo podría envenenarse también.
—Pero ¿recuperará la conciencia? —preguntó el ciudadano mientras retrocedía prudentemente hacia la puerta.
—Sí, siempre que se haya eliminado el veneno. Como veis, ahora de la herida sale sangre fresca, purificadora. —Se volvió hacia Annwynn—. Creo que una cataplasma de algas ayudaría a la sanación. ¿Tenemos preparada?
—No, pero haré una en un periquete —respondió Annwynn con tono animado, y se puso a trabajar de inmediato en la preparación de una sustancia repugnante de un verde negruzco, que todavía olía a agua salada, en un cuenco limpio y vidriado. Después usó una pequeña pala de madera tallada para llenar la herida abierta con la plasta resultante.
Entre tanto, Myrddion había desvestido al guerrero y le había lavado las extremidades. Dejó toda la ropa a un lado para hervirla o quemarla, en caso de que el paciente se convirtiera en una fuente de infección. Luego untó unos parches con uno de los ungüentos extractores de Annwynn, los colocó con cuidado sobre la herida y los ató para dejarlos bien sujetos. Durante la operación, bendijo a los antiguos médicos de Egipto que habían transmitido tanto saber sobre heridas, venenos corporales e infecciones, pues mucho de lo que había hecho lo había sacado directamente de los papiros.
—¡Ahora, a esperar! Hay que cambiar los vendajes de manera regular para que sean eficaces y hay que limpiar la herida cada vez. Es posible que necesite cortar más carne, pero debemos dar gracias de que el hueso no haya quedado a la vista. Si hubiera ocurrido eso, y el veneno hubiese llegado al hueso, este joven no podría haberse salvado.
Durante tres días, el guerrero durmió con un sueño irregular, ayudado por el consumo de jugo de adormidera para impedir un exceso de movimientos que perjudicaría el proceso curativo. Poco a poco, tras varias aplicaciones más del cuchillo, el profundo surco que recorría el muslo empezó a generar el brote rosado de la carne encostrada y, aunque la cicatriz sería tremenda, Myrddion sintió un momento de orgullo por la certeza de que el joven conservaría la pierna.
Después de informar a los ancianos del pueblo de que el paciente saldría en cualquier momento de su sueño artificial, Annwynn ató las piernas del joven para impedir movimientos excesivos y esperó a que recobrara la conciencia.
Extrañamente, cuando el joven despertó de su profundo sueño, no pareció dar importancia a su herida o su mensaje. Tras su desorientación inicial, sus primeros pensamientos fueron para su esposa y su caballo.
—Intento llegar a casa con mi mujer, en Deva. Necesito irme ya si la vieja Rhiannon está en condiciones de cabalgar. La pobre estaba casi reventada cuando llegué a Segontium. No recuerdo gran cosa del viaje, de modo que no estoy seguro de dónde estáis… o dónde estoy yo, que viene a ser lo mismo. Tengo que llegar a casa, sanadora, antes de quedar atrapado en el camino. Deva ha sido declarada neutral para proteger el puerto, o sea que tengo que seguir adelante.
Myrddion sonrió ante la lengua presta y bien entrenada del joven.
—¿Nadie te ha dicho nunca que eres un bastardo parlanchín? ¿No? No te ofendas: yo soy un bastardo de verdad, o sea que puedes llamarme lo mismo siempre que quieras. En cualquier caso, los padres de la ciudad esperan ansiosos cualquier noticia que traigas. Pero ¿no quieres conocer el estado de tu herida? Si te da la impresión de que me río de ti, es porque eres uno de esos poquísimos pacientes que no parecen interesados por lo que les he hecho después de rajarlos.
El joven guerrero se ruborizó y luego se rió de su situación. Myrddion sintió un acceso inmediato de afecto hacia él, y se alegró de haber logrado salvarle la pierna.
—Sabía que tenía una herida en el muslo, pero no había tiempo para tratarla porque tenía una tarea que cumplir. Cuando me subió la fiebre, pensé que moriría. Si hablo demasiado, es porque vengo de una familia de mujeres, además de mi esposa, de modo que rara vez cuelo una palabra cuando todas mis preciosas hablan a la vez.
—Es una suerte, entonces, que trabajara tan duro en tu pierna. No ha quedado bonita, pero caminarás de nuevo y, si eres sensato, no necesitarás bastón.
El guerrero suspiró y le tendió la mano.
—Me llamo Ceolfrith. Sí, sé que es un nombre forastero, pero al parecer alguno de mis antepasados tenía sangre sajona, aunque esté bien escondida. —Se pasó la mano por una mata de pelo rojo rizado demasiado ingobernable para trenzarlo. Myrddion resopló para contener la risa—. Como veis, no soy rubio ni alto ni tengo ojos azules.
Como los ojos de Ceolfrith eran castaños y apenas alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura, su nombre en verdad resultaba engañoso. Tenía los hombros muy anchos y pecas sobre la nariz y los pómulos que le daban un aspecto de niño descarado y musculoso. Sin embargo, Myrddion no se dejó engañar. Ceolfrith tenía las manos cubiertas de cicatrices fruto de años a caballo e incontables sesiones de práctica con la espada. Sus ojos estaban rodeados por una red de arrugas que evidenciaba años al sol, de modo que la juventud del guerrero no podía ser más que un engaño feliz de su constitución heredada.
Antes de que Myrddion pudiera explicar la naturaleza de su tratamiento, Annwynn hizo pasar a los dos primeros hombres de la asamblea de Segontium y de repente la cabaña pareció abarrotada y estrecha. Los dignatarios estaban famélicos de noticias del sur.
—Nos llega tan poca información sobre las luchas de los grandes —explicó Selwyn, el mercader de granos, con cierta urgencia—. Y los sabios necesitan saber por dónde sopla el viento, ya me entiendes.
Ceolfrith asintió con solemnidad. El pueblo que escogiera el lado equivocado en una guerra civil tenía muchas probabilidades de acabar saqueado y pasado a cuchillo sin misericordia.
—Sirvo a Vortigern, como todos los hombres reclutados en Deva. Tenemos sobrados motivos para temer a los pictos, que siguen escalando la Muralla romana cuando nos creen débiles, aunque Vortigern los ha aplastado en tantas ocasiones que se lo pensarán dos veces antes de invadirnos en primavera. Sí, el gran rey ha empleado sajones para derrotar a los guerreros azules y entiendo que no es sensato invitar a los zorros al gallinero, pero nosotros los norteños sabemos la plaga que pueden suponer los pictos.
Selwyn asintió para indicar que lo comprendía. Como comerciante, entendía que la política a veces imponía concesiones. En cambio los labios se estrechaban de desaprobación al oír el odiado nombre.
Ceolfrith captó el gesto.
—Sanador, entiendo que Vortigern puede ser cruel y caprichoso. Vaya, hasta he oído que mató a una sacerdotisa de estos lares hace unos años, y ¿qué hombre prudente enoja a la diosa? Pero Ambrosio tiene poco interés en el norte, de modo que los brigantes, los coritanos y los cornovios quedarían a merced de los salvajes de los pictos si no fuera por Vortigern. Los norteños hacemos tratados pensando en nuestra protección, no porque nos guste la espada que nos mantiene a salvo.
—¡Muy sensato! —corroboró Myrddion con brusquedad.
—El emperador Ambrosio ha prometido el trono del norte a Vortimer, el hijo de Vortigern, si garantiza que expulsará del sur a los sajones de su padre. Vortimer ha jurado servir al emperador, de modo que un ejército enorme ha marchado sobre Venta Silurum, con la intención de aplastar al gran rey.
Selwyn y el mercader de lanas cruzaron una mirada nerviosa. Venta Silurum estaba muy lejos, pero la guerra podía extenderse muy deprisa.
—Vortigern ha salido victorioso de una veintena de batallas y su habilidad es legendaria, de manera que no cometió la insensatez de enfrentarse a su hijo de igual a igual en terreno llano. Plantamos cara a los sureños en Y Gaer, donde la tierra es alta, desigual y pelada, de modo que ofrecía pocas oportunidades de desplegar la caballería que Ambrosio ha cedido a Vortimer en generosas cantidades. Tampoco resultaron útiles las máquinas de guerra, ya que el terreno impedía su transporte a las montañas.
—¿Y qué pasó? —preguntó Selwyn sin aliento, con los ojos muy abiertos e inquietos.
—Ningún bando salió con ventaja, pero la pérdida de vidas fue espantosa. Por desgracia para Vortigern, Vortimer recibió refuerzos de Ambrosio para engrosar sus filas. Como habría hecho cualquier comandante sensato, Vortigern abandonó el campo.
»Mientras nos retirábamos hacia el norte, el ejército sureño nos siguió más allá de Forden y a lo largo de un valle que llevaba a las montañas sobre Caer Gai. Allí nos alcanzaron y combatimos hasta llegar a un punto muerto. La matanza fue peor si cabe que en Y Gaer, de modo que Vortigern se rindió.
—¡Madre bendita! —exclamó Myrddion con el corazón lleno de una alegría salvaje, aunque puso mucho esmero en permanecer impasible—. ¿Vortigern ha muerto?
—No —respondió Ceolfrith, más bien indignado al descubrir que el sanador creía que Vortigern era lo bastante estúpido para ponerse en manos de su hijo—. El rey negoció una paz entregando el trono a Vortimer de forma incondicional. Eso debería haber resuelto el conflicto pero, cuando pasamos a las colinas, caíamos en una traicionera emboscada. Vortimer había decidido desembarazarse de su padre para siempre. Logramos salir de la trampa combatiendo y al final llegamos a las montañas que hay más allá de Tomen-y-mur. Despacharon a los que íbamos a caballo para buscar ayuda, mientras el grueso de nuestros hombres, entre ellos muchos centenares de heridos, se atrincheraban en el altozano que domina la península. Están cayendo como moscas, porque Vortimer está decidido a salirse con la suya. Vortigern no puede levantar el campo sin abandonar a la mitad de su ejército.
—¿Está Segontium amenazada de algún modo por los combates? —preguntó Selwyn con la cara algo pálida al pensar en los jóvenes del pueblo que probablemente no volverían a sus hogares.
—No, señor. Es imposible que las tropas de Vortigern tengan la voluntad de atacar Segontium, como tampoco tienen motivos para hacerlo. Vortimer ha regresado triunfal al sur, listo para atacar los enclaves sajones de Hengist y Horsa en las tierras tribales de los cantiacos, al este, pues debe pagar la deuda que ha contraído con Ambrosio. El norte está a salvo de esta guerra… ¡de momento!
Selwyn suspiró aliviado, y los dos comerciantes regalaron sendas monedas a Ceolfrith en señal de gratitud. Como cualquier hombre sensato que piensa en el futuro, el mensajero mordió las monedas para calibrar su pureza y se las guardó, porque quien es previsor acepta las recompensas que puede cuando surge la oportunidad.
En cuanto los representantes de la asamblea de Segontium hubieron salido de la cabaña, Myrddion retiró las vendas de la herida de Ceolfrith para que el guerrero pudiera ver el profundo surco en el que empezaba a brotar tejido de cicatriz para proteger la carne que rodeaba la herida. El paciente palideció hasta que sus pecas destacaron como las manchas de pigmentación de un anciano.
—Me has prometido que volvería a caminar —susurró—. ¿Cómo?
—Tuve que cortar la carne podrida o habrías perdido la pierna. Sin embargo, salvé la mayor parte del músculo y el hueso no está afectado. La herida parece más grave de lo que es.
—No le hagas caso, joven —terció Annwynn—. Hizo milagros, aunque sea demasiado modesto para decirlo. Olí la peste a corrupción en cuanto te trajeron y pensé que no tardarías en ser hombre muerto. Tienes mucha suerte de que fuera Myrddion quien te trató.
—¡El Medio Demonio! —susurró Ceolfrith con una vacilante sonrisa—. ¿Me ha curado el Medio Demonio que plantó cara a Vortigern en Dinas Emrys? La diosa debe de protegerme y yo no lo sabía. Estoy muy agradecido, mi señor, y mi familia rezará para que siempre gocéis de salud y bienestar. —Con aire reflexivo, miró a Myrddion a la cara—. Hacen falta sanadores como vos en la península, pues los que tenemos allí son peor que inútiles. En un principio, mi comandante me mandó en busca de ayuda para nuestros heridos, que sufren, pero lo único en lo que podía pensar era en volver a mi casa, con mi familia.
Annwynn miró de reojo a Myrddion y luego empezó a recoger su reserva entera de hierbas, tinturas y ungüentos, incluidas las materias primas que aún tenía que preparar. Pronto hubo llenado con multitud de paños, aceites, hierbas y herramientas de su oficio un cofre de madera que también hacía las veces de banco.
Myrddion la observó con un atisbo de desdén. Sabía que Annwynn era incapaz de presenciar el sufrimiento de nadie sin ofrecer socorro, con independencia de las creencias o los vicios de la víctima. Tenía el alma pura de una sanadora, una virtud que Myrddion estaba desesperado por poseer. Sabía que su odio a Vortigern no debía traducirse en una negativa a ayudar a los hombres del norte, pero no pudo evitar espetarle:
—No irás a ayudar a Vortigern, ¿verdad? ¡Es un monstruo!
Annwynn le sostuvo la mirada hasta que el joven apartó los ojos de su expresión acusadora.
—¡Sí, Myrddion, baja la cabeza y avergüénzate! Somos sanadores y no tenemos derecho a elegir quién debe vivir o morir. ¿Cuántos hombres decentes sufren en estos momentos porque nadie quiere ayudarlos? Pero no hace falta que viajes conmigo si no quieres, porque estoy dispuesta a ir sola si es necesario. Además, Ceolfrith necesita cuidados, de modo que lo mejor es que te quedes en Segontium, si tu sensibilidad es tan delicada que no te ves con ánimo de tratar a los hombres que han jurado ayudar a Vortigern en sus batallas. Partiré mañana con las primeras luces del alba, si Ceolfrith me dibuja un mapa y me da indicaciones sobre la mejor ruta que puedo seguir.
Confrontado con su propia amargura, Myrddion se preguntó si no estaba a la altura de Branwyn con su ira y su malicia acumuladas. Con dolor, reconoció que Annwynn había dado en el clavo al evaluar sus prejuicios. Pensó en aquel antiguo sanador griego, Hipócrates, que decía a sus estudiantes que jamás debían causar daños a sus pacientes. ¿No era peor reservarse el tratamiento que perjudicar a un paciente mediante un error honrado?
—Lo siento, Annwynn. Los dos tenemos que intentar salvar a los guerreros a los que pueda ayudarse. En cuanto a Ceolfrith, estoy seguro de que Selwyn puede encontrar una familia que lo cuide. Lo único que necesita es descanso y cambios periódicos del vendaje.
Como Melvig, Myrddion era capaz de moverse como el rayo cuando se convencía de la necesidad de emprender una acción inmediata. Se hicieron gestiones para que Ceolfrith quedara bajo el cuidado de una anciana viuda cuyos hijos estaban en la guerra. En su cómodo hogar, el guerrero sería tratado como un pequeño rey, y la viuda seguiría al pie de la letra las instrucciones de Myrddion sobre el tratamiento. Después el sanador fue a la villa en el acantilado a pedir que le prestaran un carro para transportar el cofre de Annwynn y sus propias herramientas, que se habían fabricado a la manera del instrumental de los médicos militares romanos. Eddius accedió a prestarle el vehículo, pero no estaba contento.
—Vortigern es un asesino, Myrddion. No merece ninguna asistencia médica. ¿Has olvidado a tu abuela Olwyn? ¿Has olvidado lo que le hizo ese malnacido?
Eddius estaba pálido de ira, y Myrddion sintió una punzada de dolor al ver que ese hombre al que quería como a un padre todavía sufría con tanta intensidad. Intentó explicarse.
—No voy para ayudar a Vortigern. Lo que es por mí, puede pudrirse en el Hades. Pero hay guerreros celtas que sufren y mueren, y no puedo quedarme de brazos cruzados cuando tal vez podría salvarles la vida. Hacerlo sería condenar a unos hombres a los que sus señores han convencido de que deben servir al rey. ¿No ves, Eddius, que no pueden elegir a quién sirven? Si hago distinciones para elegir a quién curo, no soy ni más ni menos que un asesino, por omisión, tal y como Vortigern lo es por sus acciones.
Eddius suspiró.
—Lo entiendo, Myrddion. Lamento haber desahogado contigo mi frustración. Los hombres como Vortigern ocasionan muchos daños a los demás, pero su propio sufrimiento es mínimo.
—Me alegro de que lo entiendas, Eddius. Pero si estás enfadado, tiemblo al pensar en lo que dirá Melvig. Su furia hará que me salgan ampollas, por lejos que esté. —Sonrió con sorna—. No os culpo a ninguno de los dos por vuestras reacciones. Me da pavor tener que ver al regicida, y rezo por no verme obligado a hablar con él.
—Cuídate, Myrddion. Vortigern no tiene motivos para quererte, y estoy seguro de que sería más feliz si desaparecieras de forma permanente.
Myrddion no pudo por menos que asentir, pues todas las palabras de mal agüero de Eddius eran ciertas.
Cuando el sol salió por encima de las montañas a primera hora de la mañana, encontró a los dos sanadores vestidos y listos para partir. Hasta su regreso, alimentaría a los animales de la cabaña un leñador al que habían pagado una buena suma para que los cuidase. Todo se había tenido en cuenta, de modo que eran libres de emprender el camino al campamento de Vortigern. Con los primeros rayos del sol matutino a la espalda, partieron rumbo al sudoeste.
Cualquier viaje en carro es lento, tedioso e incómodo, pues las perezosas ruedas de madera parecen desencajar todos los huesos y músculos del cuerpo. El carro de granja que Eddius les había prestado era más aparatoso si cabe de lo normal, pues carecía incluso de plataforma plana, ya que lo habían construido en forma de gran uve para transportar grano o heno. Los dos sanadores envolvieron sus delicados instrumentos en mantas de lana para protegerlos, pero nada podía ahorrar a sus cuerpos las crueles sacudidas provocadas por los baches de los caminos rurales que los llevaban al campamento de Vortigern.
Tres días de doloroso trayecto los condujeron a un altozano desde el que se veía el ordenado caos de un ejército en campaña. Se trataba de un enclave fácil de defender, con excelentes reservas de agua y forraje, bastante protegido de las inclemencias por un anillo de montes bajos.
—Vortigern es un táctico brillante —murmuró Annwynn al contemplar las posiciones defensivas dispuestas en círculos concéntricos como las capas de una cebolla, diseñadas para proteger el núcleo, que estaba ocupado por las tiendas de Vortigern.
Una quietud antinatural parecía flotar sobre el campamento, y las señales de vida más perceptibles eran las aves de presa que sobrevolaban el vivaque en densas nubes. Al borde de las tiendas, donde estaba el vertedero, las gaviotas reñían y graznaban por las sobras que habían dejado los hombres. Carroñeras de mal agüero aleteaban rondando la ceniza y los montículos de tierra removida algo alejados del campamento principal, una zona aislada cuyo siniestro propósito Myrddion podía imaginar. Las largas hileras de las letrinas estaban situadas a sotavento de las filas de tiendas para dormir, muy alejadas de las fuentes de agua potable, y Myrddion reconoció que Vortigern había organizado su vivaque con inteligencia y experiencia.
Pese a todo, cuervos, grajos y cornejas esperaban en todos los árboles, hambrientos de carroña. Myrddion se estremeció y sacudió las riendas contra la cruz del caballo. En el aire flotaban miasmas y un olorcillo dulzón que llegó a la nariz del sanador cuando el carro avanzó poco a poco.
—No va a faltarnos trabajo en este sitio —murmuró Annwynn—. Espero que Esculapio y los dioses de la curación nos acompañen en este día.
Pero los pájaros sabían que no hacía falta cejar en su larga y paciente espera. La muerte había llegado al valle y ningún insignificante sanador tenía el poder de desviar su terrorífica espada.