13

El castigo del tiempo

Pasaron dos largos días en los que Myrddion yacía inmóvil como quien ya está muerto. Annwynn durmió a ratos en un camastro a su lado y pudo informar al rey Melvig de que el cerebro del muchacho seguía funcionando, porque debajo de sus párpados cerrados y azulados, los ojos continuaban moviéndose con rapidez.

—Divaga —le dijo a Eddius—. Me preocupa que el dolor por la pérdida de su abuela lo mantenga escondido en los sueños. Persigue la ilusión de la felicidad.

—Son suposiciones, sanadora —gruñó Melvig de mal humor—. ¿Cómo puedes saber todo eso, solo por el movimiento de los ojos? Podría estar muriendo de fiebre cerebral. —El viejo rey estaba preocupado, pues cada día que pasaba la muerte de Myrddion se antojaba más probable.

Annwynn se negó a dejarse ofender por las malas pulgas y los desprecios de Melvig. Entendía que esa irascibilidad tan solo disimulaba la preocupación por su pariente y las decisiones que podría verse obligado a tomar en el futuro. Si Myrddion moría, Melvig tendría que castigar a su nieta, que había cometido su ataque homicida contra su hijo durante los días, muy públicos, del luto. Tanto el pueblo de Segontium como los sirvientes de la villa y el contingente ordovico conocían lo sucedido, de modo que Melvig tendría que dictar alguna clase de sentencia.

—No sé nada a ciencia cierta, mi señor, pero he visto a otros pacientes en el sueño que se finge muerte, y sus ojos se movían de un lado a otro con la misma rapidez que los de Myrddion. Cuando al final despertaban, contaban que habían soñado creyendo que ese sueño era la vida misma. Disculpad si no puedo daros más garantías, rey Melvig, pero solo está en mi mano ofrecer la esperanza que tengo.

—No seas así, padre —Eddius añadió su reproche con tono comprensivo, porque veía el temblor de las manos llenas de manchas de Melvig y sabía que el viejo se sentía responsable de lo que había sucedido—. Annwynn hace todo lo que puede y no se le ocurre nada más.

El viejo rey arrastró un taburete junto a la cama de Myrddion para poder acariciarle la cara.

—Lo siento, sanadora. Lamento mis palabras, de modo que achaca mi descortesía a la preocupación. ¿Serviría de algo que hablase al muchacho? ¿Puede oírme?

—No lo sé, mi señor, pero ¿qué mal puede hacer? Si Myrddion de verdad anda perdido en sus sueños, quizá os oiga y regrese a la conciencia.

A lo largo de la hora siguiente, Melvig ordenó y luego suplicó a su bisnieto que abriera los ojos, pero el muchacho no dio muestras de oír nada. Para gran sorpresa de Eddius, el anciano rey empezó a pedir perdón a Myrddion por haberlo descuidado durante años. Habló poco a poco y con tono vacilante, aunque en esos escasos momentos reveló más sobre sí mismo de lo que Eddius había descubierto en una década. Como si estuviera inquieto, Myrddion volvía la cabeza sin descanso, pero sus ojos permanecieron obstinadamente cerrados.

Annwynn estaba emocionada por la respuesta de su aprendiz.

—Debemos hablarle sin cesar; sobre todo aquellos a quienes tiene afecto. ¿A lo mejor los niños pueden ayudar?

—¿De qué le hablamos? —preguntó Eddius con voz queda. Sus ojos tristes reflejaban los primeros destellos de esperanza desde que Myrddion había regresado con el cuerpo de Olwyn.

—De cualquier cosa. Mi rey y señor ha llegado a Myrddion e interrumpido su sueño gracias a la sinceridad natural de las palabras que ha pronunciado. Es posible que saquemos al chico de la oscuridad sencillamente mediante el sonido de nuestras voces.

Melvig oscilaba entre la vergüenza y el enfado. Había expuesto su sentimentalismo oculto y empezaba a sentirse ridículo.

—Si vas por ahí contando lo que me has oído decir, sanadora, lo lamentarás —advirtió.

Annwynn apretó su anciana mano a modo de respuesta. Su sonrisa era afectuosa y comprensiva, algo que no hizo sino incomodar más al rey Melvig.

—No hay nada pecaminoso o ridículo en las palabras sinceras, mi señor.

De modo que Eddius habló a Myrddion durante varias horas, seguido de Annwynn, Plautenes, Cruso y cada uno de los hijos de Eddius, por turnos. Con cada uno, Myrddion parecía reaccionar de manera más clara. Movía las manos o apartaba la cabeza, y en una ocasión gimió el nombre de Olwyn. Al cabo de otro día, Annwynn empezó por fin a sentir una esperanza real y a negarse en redondo a dejarse vencer por la enfermedad de Myrddion. Con gran dificultad, obligó a su paciente a beber agua y sopa caliente de forma regular, para que su cuerpo no sucumbiera por falta de sustento.

Con el tiempo, el miedo fue crispando su voz. Myrddion llevaba cinco días perdido en sueños, y pronto su cuerpo empezaría a debilitarse. Si quería que el chico despertara y sintiese el sol en la cara otra vez, debía sacarlo por fuerza de su letargo y dolor.

—Por todos los dioses, aprendiz, te necesito. Nadie sabe dónde escondiste la caja de sándalo, y ¿quién me enseñará lo que dicen los pergaminos si insistes en este despropósito? ¡Despierta, maldito seas! Estoy cansada y harta de mantener vivo tu cuerpo mientras tú nos escondes tu mente. Los niños sufren, Eddius sufre; hasta el rey Melvig sufre. Solo tu madre Branwyn está feliz, porque reza por tu muerte. ¡Despierta, Myrddion!

Esta última orden fue un grito que atrajo a Eddius corriendo a la habitación del chico, de modo que estuvo presente cuando el muchacho de repente se incorporó. Abrió los ojos, pero Annwynn notó que estaba desorientado y aturdido. Se arrodilló junto a él tan deprisa como le permitió su voluminoso cuerpo.

—Bajo el heno para el invierno, en los establos —dijo Myrddion jadeando con voz oxidada por la falta de uso—. Está debajo del heno a la derecha, según entras por la puerta.

—¡Sí, cariño! Ahora túmbate sobre las almohadas y descansa, pequeño. Eddius se ocupará de que te traigan un cuenco de caldo de pollo que Cruso acaba de preparar para ti y leche fresca. Lo único que tienes que hacer es abrir la boca y dejar que la vieja Annwynn haga todo el trabajo. Ahora deja que te levante un poquito para que puedas beber esta agua.

Mientras Annwynn convencía a su paciente de que tomase un sorbo de agua, Eddius desapareció discretamente de la habitación y después cruzó corriendo el atrio hasta llegar a la cocina, que estaba separada del edificio principal por si se producía un incendio.

—El joven señor está despierto y la sanadora quiere caldo de pollo y leche fresca… ¡de inmediato! —ordenó Eddius y, mientras Cruso ponía a toda prisa a las sirvientas de la cocina a calentar una cosa y enfriar la otra, la noticia corrió por la villa como fuego griego.

Melvig entró cojeando en el cuarto del enfermo e intentó parecer severo.

—Bueno, jovencito, nos has dado a todos un susto de muerte quedándote en la cama todos estos días como un haragán. Nunca me pareciste un vago, de modo que espero que te recuperes muy pronto, ahora que has decidido volver con nosotros.

—Soñé que oí vuestra voz llamándome —susurró Myrddion, y el viejo arrastró los pies, avergonzado—. Me llamabais por mi nombre desde muy lejos y me pedíais perdón por haberme descuidado. ¿Os oí bien, mi señor?

—Sí, niño. Desde que estás herido he lamentado mi frialdad contigo. Mucha gente te tiene un gran aprecio y, si hubieras muerto, nunca habría descubierto esas cualidades especiales que tienes y he pasado por alto en el pasado. Además, ¿quién, si no, accederá a cortarme la cabeza cuando haya muerto?

Eddius y Annwynn miraron al rey boquiabiertos, porque era la primera vez que oían su plan de someterse a los ritos de decapitación una vez fallecido. Por otro lado, las desentrenadas cuerdas vocales de Myrddion le hicieron sonar como un viejo cuando se rió de las expresiones de repugnancia de sus caras.

—Vivo para serviros, abuelo.

—Sí, más te vale —replicó Melvig con tono gruñón, pero el afecto asomaba bajo su rezongo—. Y ahora cuenta, ¿cómo te hiciste las heridas?

Myrddion trató de guardar silencio, y Eddius entendió que traicionar a su madre supondría un acto vergonzoso para el chico, a pesar de cómo lo había tratado ella toda la vida. Intentó razonar con él, recordándole que Olwyn le había salvado de morir asfixiado cuando era solo un bebé. Apeló a los deseos de la propia Olwyn en un intento de imponerse a la testarudez del joven, pero al final recurrió al argumento de que la justicia exigía que se contara la verdad, por brutales que pudieran ser las repercusiones para los implicados.

—Te guste o no, Myrddion, la tumba de tu abuela fue profanada con tu sangre. Olwyn, mi querida esposa, te escogió a ti por encima de su propia hija, o sea que ¿cómo puedes callar cuando tu madre intentó desbaratar aquello por lo que Olwyn murió?

Myrddion bajó la cabeza, reflexionó sobre lo que Eddius había dicho y la ineludible lógica de su razonamiento, y luego decidió extraerle una promesa al rey Melvig.

—No diré nada en contra de mi madre, mi señor, a menos que me juréis que no recibirá ningún daño por mi causa. Con independencia de lo que haya hecho Branwyn, no puedo levantar la mano contra ella de forma deliberada. La provocación no es motivo suficiente, ha sufrido mucho.

—Tus sentimientos te honran, Myrddion, pero no mataría a mi propia nieta sin tener muy buenos motivos. No me hace gracia tu intento de regatear conmigo, joven, de modo que no seas ingrato y explica lo que sucedió, de inmediato, antes de que me enfade.

Poco a poco y con tono de disculpa, Myrddion contó su historia, o por lo menos lo que recordaba de ella.

—Perdí los estribos, alteza, cuando vi que la dama Branwyn llevaba el collar de pez de mi abuela, el que siempre se ponía cuando desempeñaba sus labores de sacerdotisa. Mi madre nunca ha oficiado en las festividades ni ha expresado ningún interés en los antiguos ritos de las religiosas. Le dije a mi madre que el collar debería haber acompañado a la dama Olwyn en su sepultura.

Melvig asintió.

—Muy cierto.

Myrddion reconoció una lenta furia en los ojos de Melvig y de repente se sintió enfermo y descolocado.

—¿Acaso mi madre no tiene derecho a confrontarse con su acusador, mi señor, y explicar los motivos de sus acciones? Además, estoy muy cansado.

—¿Es posible que muera esta noche, sanadora? —preguntó Melvig, solo medio en broma—. Porque, si puedo estar seguro de que no necesita declarar con su último aliento, tiene razón. La noble Branwyn tiene derecho a ver a su acusador, aunque sea su propio hijo. Si su salud mejora, seguiremos este interrogatorio por la mañana.

—Gracias, mi señor. Creo que un aplazamiento sería la mejor solución para la convalecencia de Myrddion —confirmó Annwynn—. Además, aquí llega Cruso con el caldo de mi paciente.

—Mañana, después del desayuno, pienso llegar al fondo de este desagradable embrollo. Debes saber, joven, que si descubro que provocaste a tu madre y contribuiste a que te hiriesen, me veré obligado a castigarte a ti también, a pesar de tus escrúpulos.

Eddius se estremeció. Tomó la decisión inmediata de guardar silencio sobre la conversación que había oído en el acantilado.

—Que duermas bien, muchacho. —El rey le dedicó una sonrisa que llegó a sus ojos—. Pero recuerda despertar esta vez.

Después de que Eddius y Melvig dejaran a Myrddion con Annwynn y su caldo, el confuso joven hizo una mueca a su maestra puesto que sentía el principio de una dolorosa migraña.

—No lo entiendo, Annwynn. Creía que el abuelo me apreciaba. Aun así, me castigará tranquilamente cuando es mi madre la que ha estado a punto de descalabrarme. ¿Qué he hecho mal?

La luz de la lámpara parpadeó suavemente en el rostro maternal y sencillo de Annwynn, y suavizó las arrugas y bolsas que con tanta crueldad la envejecían bajo el sol despiadado. Al contemplar su sonrisa amorosa y amable, Myrddion supo que estaba viendo un aspecto de la Madre en la dulzura hogareña de la sanadora.

—Melvig es un viejo que te está cogiendo cariño, y ese sentimentalismo le hace sentir a la vez ridículo y débil. Para empeorar sus remordimientos, le cae mal su nieta. Sospecho que siempre la ha aborrecido, de modo que hará todo lo que pueda para dar la impresión de que es justo, hasta el extremo de pasar por alto muchos de los defectos de tu madre. Entiendes las contradicciones del amor, ¿verdad, cariño?

—No —susurró Myrddion—. Pero pensaré en ellas si alguna vez deja de dolerme la cabeza.

—Acábate el caldo y bébete toda la leche. Después apagaremos la lámpara y los dos nos quedaremos dormidos. Si te encuentras mal durante la noche, despiértame. Estaré al alcance de tu mano.

Con la lámpara apagada, Myrddion descubrió que el descanso que tanto anhelaba le era esquivo. Sabía que, con solo pedirlo, Annwynn le daría unas gotas de tintura de adormidera para ayudarlo a dormir, pero huir del dolor se le antojaba mezquino después de los días de sueño que había soportado.

De modo que luchó por entender al amor y a su retorcido hermano, el odio. Sin embargo, la vida era nueva para Myrddion que, a pesar de su sensibilidad, no dejaba de ser un niño inmaduro que llevaba poco en el mundo. Intentando desentrañar las pasiones que habían conducido a sus pérdidas, cayó dormido sin reconocer la transición desde la vigilia. No soñó.

Estaba bien entrado el día cuando Melvig convocó a su nieta para que respondiera de sus acciones en el viejo triclinio de la casa de su madre. Los klinai, los divanes para comer, se habían sacado de la estancia hacía décadas para reemplazarlos por una mesa larga con asientos de banco. Aunque para el interrogatorio de esa jornada, la sala estaba vacía de muebles a excepción de la silla de Melvig y un taburete para Myrddion, que seguía muy pálido y débil. Todos los demás testigos y asistentes estaban de pie, incluida Branwyn, que ya tenía las manos libres, aunque Melvig había tomado la precaución de apostar dos grandes guerreros a su espalda. Había convencido a Bryn ap Synnel y a su hijo de que permaneciesen en la villa hasta que dictara sentencia, pues el rey de los deceanglos valoraba la opinión y experiencia de su amigo.

El frío había llegado por fin a Segontium, acompañado de una tormenta de aguanieve y lluvia que azotaba las paredes de la villa y colaba sus dedos helados por todas las aberturas hasta alcanzar los salones interiores. El hipocausto ya no funcionaba, de modo que los suelos de baldosa estaban fríos y tanto criados como nobles por igual se veían obligados a llevar calzado caliente y sus lanas y pieles más gruesas. Melvig parecía un castor rechoncho y malhumorado, ya que su nariz puntiaguda y su cresta de pelo moreno canoso apenas resultaban visibles por encima de una gruesa piel de lobo. El viento hacía temblar las persianas y gemía al atravesar cualquier grieta con el lamento de un niño perdido.

—Tu hijo insistió en que te diéramos la oportunidad de responder a cualquier acusación, nieta. Le debes cierta gratitud por su sentido de la justicia.

Branwyn apretó los labios con aire de desafío y levantó la barbilla hacia su hijo con gesto acusador.

—Myrddion, anoche, cuando despertaste, me dijiste que te habías enfadado con la noble Branwyn porque llevaba el collar de sacerdotisa que mi hija se ponía cuando oficiaba las ceremonias religiosas. ¿Es correcto?

—Sí, mi señor. Estaba muy enfadado con mi madre por impedir que la abuela Olwyn se llevara su cadena al otro mundo.

Myrddion tenía los labios pálidos y Melvig rezó para que el chico no se desmayara durante el interrogatorio. Volvió la cabeza hacia su nieta y reparó en sus puños apretados y su cuerpo tenso, además de en el collar de electro que todavía le colgaba del cuello.

—Espero tu respuesta, Branwyn. Myrddion tenía razón: no tienes derecho a tocar el collar de la Madre. Si no lo enterraron con la noble Olwyn, entonces pertenece legítimamente a sus hijos, en vez de a ti. Eres culpable de robo.

Branwyn agarró el medallón central con su pez saltarín como si desafiara al rey a arrebatarle lo que le correspondía por nacimiento.

—Este collar forma parte de la magia de las mujeres, y afirmo que soy su legítima propietaria. No acepto el derecho de ningún hombre a reclamarlo.

—Pasaré por alto tu impertinencia solo por esta vez. Tú no oficias en las festividades ni das ninguna muestra de la devoción de tu madre. El collar no es tuyo.

—Madre me lo debía por todos los años de desatención en los que puso al Medio Demonio por delante de mí.

—Deja de quejarte y cuéntame cómo lo robaste —le exigió Melvig enfurecido. El viejo detestaba las excusas y no recordaba una sola vez en que su nieta se hubiese responsabilizado de sus acciones.

—No lo robé. Madre guardaba el collar en su cofre de la ropa, con sus vestiduras de sacerdotisa. Lo cogí porque el collar solo puede heredarlo una mujer, y Madre solo había tenido varones… ¡menos yo!

La última frase la pronunció con tono triunfal, como si su sexo justificara que se hubiera colado a hurtadillas en la habitación de su madre para rebuscar entre sus posesiones. Tenía la mirada turbia por el rencor y algo peculiar que resultaba repulsivo para cualquier hombre en su sano juicio. Con una mueca de desagrado, Eddius apartó a varios guerreros que estaban detrás de Myrddion e insistió en que le permitieran hablar.

—Mi rey y señor había olvidado el collar de electro de Olwyn, pero ella me dijo a menudo que pertenecía a la familia de su madre y que había pasado de generación en generación siempre a sacerdotes o sacerdotisas devotos. En este caso, el collar fue robado, mi señor. Olwyn jamás se lo hubiera dado a su hija.

Ruborizado de angustia, Eddius trató de explicar la enrevesada y ponzoñosa relación que existía entre madre e hija.

—Olwyn lamentaba la pérdida de su hija, a la que había amado y protegido desde su nacimiento. Branwyn rechazó tanto a su hijo como a su madre, a la que decidió odiar por el supuesto desprecio que le había infligido al negarse a matar al recién nacido. Mi esposa me explicó el miedo que había pasado tanto por Branwyn como por Myrddion, sobre todo cuando ella intentó asfixiar a su hijo recién nacido en Caer Fyrddin, al poco de haberlo parido. Olwyn habría querido por siempre a su hija, pero Branwyn decidió eliminar de su vida a su madre. Olwyn lamentaba no haber llegado a conocer a sus otros nietos, porque Branwyn nos los ocultaba por motivos egoístas que nunca ha explicado.

La aludida le lanzó una mirada con los ojos entrecerrados que le heló la sangre. Se armó de valor y se dirigió a ella.

—No intentes silenciar mi lengua, mujer. Mi esposa no te debía nada, porque no te descuidó ni te repudió. Te quería, pero tú la rechazaste como rechazaste a tu hijo.

—Quítale el collar —ordenó Melvig a uno de sus guerreros—. Decidiré lo que debe hacerse con él enseguida. Pero puedes estar bien segura, nieta, de que tú jamás lo poseerás.

Branwyn se negó a colaborar cuando el guerrero le retiraba la ancha cadena de electro. Al hacerlo, le enganchó un mechón de pelo en la malla metálica, y ella chilló como si le hubiera hecho daño a propósito.

—Cierra la boca, mujer, si no es para explicarte. Yo soy quien decide el destino del collar. —Melvig hizo una pausa—. Ahora, hablemos de asuntos más serios. ¿Por qué intentaste matar a tu hijo? —Branwyn guardó silencio. Solo sus ojos parecían vivos, aunque atrapados—. Myrddion, ¿por qué intentó matarte tu madre?

Myrddion bajó la cabeza vendada, se diría que avergonzado.

—Perdonadme, mi señor, si parezco confuso, porque solo recuerdo fragmentos de conversación e imágenes inconexas. En las pasadas semanas, he experimentado ensueños que a menudo después no puedo recordar. Hengist, el capitán de Vortigern, me contó que hice una profecía después de explicarle al rey que su torre estaba construida sobre una laguna subterránea y que por tanto seguiría cayéndose. Profeticé a mi madre, eso me consta, algo relacionado con una chica de pelo rojo. Y recuerdo haber visto un tramo largo de playa, a una chica muy joven con el pelo oscuro y a un hombre que hablaba latín y era extranjero, cruel y hermoso. No recuerdo nada más.

Un estremecimiento colectivo recorrió la sala, como si unos dedos fríos hubiesen jugueteado con la nuca de los asistentes. Varios guerreros miraron a Myrddion con ojos sobresaltados y supersticiosos, como si al chico al que conocían desde hacía años de repente le hubiesen brotado dos cabezas.

—Os dije que era medio demonio —gimió Branwyn, con los ojos llenos de lágrimas—. Es imposible que lo supiera, a menos que sea una criatura de la oscuridad. ¡Os digo que no podía saberlo! Myrddion no existía cuando el monstruo me encontró, de modo que ¿cómo pudo ver a la bestia con tanta claridad? ¿Cómo podía saberlo? ¡Es imposible que lo supiera! «Belleza de jacinto», me dijo. ¡«Águila de las águilas»! ¿Qué significa eso? ¿Cómo podía mi hijo conocer a su padre, si yo no lo conozco?

Myrddion dirigió sus brillantes ojos negros, cargados de piedad, hacia la cara pálida y los labios temblorosos de su madre. Branwyn se mordió el labio inferior hasta hacerse sangre y empezó a sacudir la cabeza como si deseara separarla de su cuerpo. Para los muchos ojos que la miraban compasivos en el triclinio, era como una muñeca de madera, tiesa e insensible, salvo por los violentos movimientos de la cabeza.

—No me mires con esos ojos; ¡son los de él! Odio los ojos negros. No transmiten sino odio. Sus ojos… sus ojos…

Entonces, para horror de todos los presentes, Branwyn empezó a arañarse la piel. Los testigos, horrorizados, vieron sus brazos por primera vez, y las crestas blancas de las cicatrices que los cubrían, capa sobre capa.

—Sujetadla —ordenó Melvig, con la voz hueca por el pasmo—. ¿Qué te has hecho? ¡Atadle los brazos, por el amor de la diosa! ¡Dioses benditos, se va a despellejar!

En cuanto los guerreros le pusieron las manos encima, Branwyn empezó a chillar con estridencia como una niña pequeña. Les suplicó que no le hicieran daño, mientras las lágrimas resbalaban incontenidas por sus mejillas. Maelgwr apartó la vista de su esposa, impasible como una estatua, y Myrddion cayó en la cuenta de que el hombre sabía que su esposa se mutilaba pero le daba lo mismo. Solo entonces, cuando la familia de ella por fin descubría el secreto, Maelgwr hizo una pantomima de amor conyugal.

Melvig era un hombre despierto pese a que se estaba acercando al final de su vida. A muchos guerreros viejos se les iba la cabeza, olvidaban las acciones más sencillas y morían porque dejaban de acordarse de comer y beber. Pero Melvig era más agudo que en su juventud, pues había aprendido a pensar antes de reaccionar. El escandaloso comportamiento de Branwyn había afectado al viejo rey, pero no lo había despistado. Por patética que pareciera en esos momentos su nieta, había intentado asesinar a su hijo.

—El chico habló de su padre, ¿no es así? Y el hombre que te violó no era ningún demonio, ¿verdad? —La voz de Melvig era dura como el hierro e igual de inflexible—. Vamos, chica, ha pasado el momento de los engaños. Que se haga justicia, para ti además de para tu hijo. Saca tus viejos terrores de las sombras del recuerdo y afróntalos cara a cara. Ya te han hecho daño durante bastante tiempo.

Los labios de Branwyn temblaron ante la comprensión que transmitía la voz de su abuelo. De algún modo, su arrebato maníaco había limpiado buena parte de la amargura de su cara, y parecía más joven, sumisa y vulnerable.

—Tenía doce años, abuelo, ¡y era tonta! Creía que el hombre que la tormenta había arrojado en la playa era un regalo de los dioses para mí. Pero era cruel y me habría matado si no le hubiese contado cómo escapar. Cuánto lo odié, y lo odiaré eternamente. Odio sus ojos negros y su bella cara. «Belleza de jacinto»… ¿Cómo lo sabía Myrddion? Apenas soporto mirar a mi hijo, que tanto se parece a su padre con sus ojos mentirosos. Mataría al monstruo y apagaría esos ojos si pudiese. Creía que lo había hecho, pero aquí está y sigue vivo. Probablemente sea imposible matarlo. La tormenta que pasó por encima de Mona no lo mató, como no lo hizo el océano. Está aquí sentado, con toda naturalidad.

—¡Soy Myrddion, madre! ¡No soy ningún romano!

El chico tenía la mirada herida pero despierta, como si hubiese descubierto algo valioso sin querer… Y en verdad era así.

Branwyn siguió delirando, recordando y proclamando su necesidad de destruir los mentirosos ojos negros que la habían aterrorizado durante doce años. Hasta Maelgwr, que no sentía un gran amor por su difícil y fría esposa, experimentó un acceso de piedad, ya que Branwyn estaba desquiciada y nunca se recuperaría del todo. Había sobrevivido a su violación y a la amenaza de asesinato porque hasta de niña había estado dispuesta a cualquier cosa con tal de sobrevivir. Había sido salvaje e irresponsable como un joven halcón, ajena a cualquier atadura, arrogante e imperiosa en su egoísmo y, en el fondo, una cría antipática y egocéntrica, pero ninguna niña se merecía el tormento que había sufrido, sus secuelas y los largos y tristes años que lo habían seguido. Su locura y su malevolencia habían brotado de sus defectos de carácter, pero su violador era quien había hecho posible ese brote.

Cuando tomó su decisión, Melvig actuó con celeridad.

—Coge a tu mujer, Maelgwr, y volved a casa —ordenó al marido de Branwyn—. No castigaré a una mujer que se hace sufrir a sí misma de día y de noche. Deberías cuidarla lo mejor que sepas, porque está mal de la cabeza. Tampoco debes castigarla. Quedas avisado. Si le haces daño pensando en su dote, te impondré el mismo castigo que si estuviera sana.

Myrddion se levantó poco a poco del taburete, con una mueca de dolor. Con todas las miradas puestas en él, cruzó la sala hasta Maelgwr y habló en voz baja, pero no tanto como para que no lo oyeran quienes se encontraban más cerca.

—Exigiré justicia por cualquier daño que sufra mi madre. Sí, y me la cobraré yo mismo —dijo—. Te estaré vigilando, padrastro. No entiendo del todo a mi madre, pero sé que no es responsable de lo que piensa y lo que hace. Tú sí. Y deberías cuidarte de las tentaciones que ofrezca una muchacha de pelo rojo, porque ahí reside la muerte y tu propia destrucción, sobre todo si das leche envenenada a mi madre. Te encontraré, padrastro, aunque el Hades se interponga entre nosotros.

Con los ojos entrecerrados y furiosos, Maelgwr ayudó a Branwyn a levantarse. Ella no hizo ningún esfuerzo por resistirse. Myrddion sintió que se le formaba un sollozo en la garganta cuando vio su mirada perdida y el largo reguero de saliva que le colgaba de la boca. Tuvo el extraño y triste presentimiento de que tal vez no volvería a verla.

—¡Está loca perdida! —susurró suavemente, porque sabía que esa farsa de juicio había acabado de sumirla en la demencia—. Debería haber guardado silencio cuando tuvo la oportunidad.

De repente, Melvig decidió despedir a los testigos y encargó a un fuerte guerrero que ayudara a Myrddion a volver a la cama. Allí, lejos de las miradas curiosas, el chico rompió a sollozar discretamente por las oportunidades que se habían perdido en las arenas asfixiantes del pasado, remontándose a una época anterior incluso a su nacimiento.

Poco a poco, con pena, la villa junto al mar recuperó una aparente normalidad y, por el bien de Eddius, al que amaban, no hubo dejadez ni pereza en el afán de los sirvientes por cumplir sus diversas tareas. Como siempre, el invierno era una época para reparar, afilar y limpiar, de modo que el herrero de la villa andaba siempre ocupado trabajando en las herramientas y rehaciendo aquello que no podía arreglarse. Las sirvientas aireaban la ropa de cama, zurcían las telas valiosas, tejían la lana que Olwyn había hilado con sus laboriosas manos y derramaban lágrimas por los días felices que habían quedado atrás.

Eddius se afanaba por mantenerse ocupado en la villa, pero su pasión por los campos y los cultivos se había atenuado. Su cama estaba fría, ahora que la presencia cálida y paciente de Olwyn había partido, y ningún caudal de lágrimas o promesas a los dioses la traería de vuelta. Como era un hombre, un señor y, por encima de todo, un padre, no podía recrearse en la aguda inmediatez de su pérdida, sino que debía consolar a sus hijos. Contener la pena complicaba hasta la tarea más sencilla, de modo que Eddius estaba agradecido a Myrddion, que había dejado a un lado su propio dolor devastador para llevar a los niños de visita a la tumba de su madre. Myrddion los animaba a abrirle sus corazones, consciente de que verbalizar la tristeza ante la lápida de su madre los ayudaría a aliviar su soledad.

—Sentid el sol en la cara, niños. Es invierno y la nieve no tardará en llegar, pero vuestra madre ha enviado al Señor de la Luz a besaros con su calor porque no puede hacerlo ella en persona.

El mayor, Erikk, sacudió la cabeza con el cinismo de un niño de nueve años.

—Madre está muerta, o sea que no puede hacer nada. Es como nuestro conejo que murió. ¡No es nada!

Lo dijo con la voz estridente de un principio de histeria, porque los niños habían visto el cadáver desgarrado y sanguinolento de su mascota después de que lo mataran unos perros salvajes. Myrddion se arrodilló sobre la tierra fría y la hierba muerta. Se acercó al pequeño, Melwy, y colocó la otra mano sobre el hombre de Camwy, de seis años.

—Dentro de ti, Erikk, donde no puede verse, hay una pequeña chispa. Es tan minúscula y fuerte que no puede apagarse. Esa chispa es tu alma, y lo que tú eres en realidad. He visto el interior de nuestros cuerpos, tal y como vosotros habéis visto lo que se esconde bajo la piel de un conejo, un pollo o un ciervo. Pero podría pasarme la vida buscando esa minúscula chispa y no la encontraría, porque proviene del Señor de la Luz y no puede atraparse o matarse.

Los tres chicos miraban a Myrddion a los ojos con atención. Tenían tantas ganas de creerle que inclinaban sus cuerpecillos hacia él como si pudieran unirse en una sola carne.

—Esa chispa, nuestra alma, vive eternamente. Nosotros los celtas creemos que el alma pasa a vivir en el cuerpo de un bebé recién nacido, aunque la criatura nunca recuerda la vida que tuvo antes. A lo largo y ancho de este enorme mundo, las demás razas creen lo mismo, porque es verdad; y todos reconocemos la verdad cuando la oímos, ¿no?

Los tres niños, incluido Erikk, asintieron con seriedad. Tenían los ojos entre dorado y avellana, muy abiertos, y tan limpios y puros como los de Olwyn. El conmovedor recuerdo hizo que a Myrddion le temblase la voz.

—Mientras el sol salga y se ponga, nadie podrá matar esa chispa, y Olwyn, vuestra querida madre, seguirá viviendo. Cuando deseéis hablar con ella, estará aquí escuchándoos, pero la encontraréis en cualquier lugar donde brille el sol, de modo que os acompañará siempre. Sentid su cálido contacto; ¡yo lo noto! —Myrddion alzó la cara hacia el débil sol—. ¿Lo sentís? Vuestra madre os dice que os quiere.

—Pero no siempre hace sol, o sea que madre también tiene que irse —susurró Melwy, y Myrddion vio que el chico quería chuparse el pulgar para consolarse, por mucho que se esforzase en parecer mayor.

—El sol solo duerme, igual que vosotros cuando estáis muy cansados. Hasta cuando lo tapan las nubes, el Señor de la Luz sigue allí. Que no lo veamos no quiere decir que nos haya abandonado. Con vuestra madre pasa lo mismo. Nunca os dejará, siempre que siga viviendo esa chispa que es su alma, y cuando seáis muy viejos y vuestro cuerpo empiece a fallar, vendrá para subiros a la luz.

Así, con historias y amor, Myrddion dio a los hijos de Olwyn un motivo para creer que no habían sido abandonados. Melvig y Eddius observaron sus esfuerzos y lo bendijeron.

—Es un buen chico, mi señor Melvig. Mi mujer lo quería mucho, y por fin entiendo por qué. Es bueno por dentro, lo que es algo raro.

Melvig resopló, porque había visto los ojos de Myrddion cuando el muchacho hablaba de Vortigern y había tomado la decisión de que su bisnieto tenía un gran corazón y una inteligencia despierta, pero sobre todo un sentido agudo e implacable de la justicia.

—Debo regresar a Canovium, pero me quedaría más tranquilo si supiera que el chico va a permanecer aquí para retomar su aprendizaje cuando se encuentre lo bastante bien. Me han llegado noticias del sur que sugieren que pronto nos veremos envueltos en los planes de Vortigern, de modo que me esperan unas cuantas decisiones complicadas.

—No hace falta que os preocupéis por causa de Myrddion, mi señor, porque cuidaré bien de él.

Melvig se mordió el pulgar retorcido.

—Tienes que mantenerlo al margen de la política, si puedes. Odia a Vortigern y a todos nos tocará elegir pronto. Antes de la muerte de Olwyn, recibí un mensajero del hijo de Vortigern, Vortimer. Al parecer el gran rey ha irritado al emperador Ambrosio, el rey del sur, que ansía recuperar las tierras que Vortigern le robó hace tanto. Supongo que mandará hombres y máquinas de asedio para ayudar a Vortimer a usurpar el trono de Vortigern. No debes decir ni una palabra de todo esto a nadie más, Eddius, y nadie quiere decir nadie. Vortigern trataría como traición nuestra participación en esas confabulaciones, sobre todo si se interceptara alguna comunicación. Personalmente, no escribiría los mensajes aunque supiera. No siento ningún deseo de que me separen la cabeza del cuerpo antes de morir.

Los dos se rieron, aunque Eddius entrecerró los ojos. De noche y de día fantaseaba con pensamientos homicidas, descartando una muerte de Vortigern tras otra por ser indoloras comparadas con la pérdida de Olwyn. Melvig debió de barruntarse algo de esos pensamientos sanguinarios, porque puso su mano artrítica y llena de manchas sobre el brazo de Eddius. La vieja mano aún poseía una fuerza sorprendente, aunque temblase un poco.

—Ni lo pienses, Eddius. ¿Qué sería de tus hijos si intentaras matar a Vortigern? ¿Qué sería de Myrddion? ¿Qué castigo no se impondría a los habitantes de Segontium si alzaras la mano contra el gran rey? Piensa en Olwyn y sus deseos, y mantén a raya tus instintos.

—Que Vortigern viva mientras Olwyn duerme en la fría tierra es una burla, Melvig, una odiosa broma de los dioses. Debería pagar por lo que hizo.

Los ojos de Eddius brillaron calientes, y luego fríos, y Melvig sintió miedo, porque una ira y un dolor tan profundos eran demasiado grandes para contenerlos. Entonces, justo cuando había decidido que tendría que proteger a Eddius de sí mismo, el joven se pasó las manos por el pelo y se sacudió, como si deseara ahuyentar los pensamientos que amenazaban con consumirlo.

—Tenéis razón, mi señor. Olwyn exigiría que protegiese a todos nuestros niños, Myrddion incluido, en vez de reclamar venganza. No tocaré a Vortigern mientras viváis ni mientras mis chicos sean demasiado jóvenes para defenderse solos.

—Me parece justo —replicó Melvig con voz pausada y la cara todavía arrugada por la preocupación—. Aun así, mi viejo padre era fiel al proverbio de que la venganza es un plato que se sirve frío. No te ataré a esa promesa de por vida. Si fuera más joven, y mi reino más poderoso, blandiría la espada contra Vortigern yo mismo.

Eddius intentó mantener una apariencia tranquila, aunque ansiaba ver cómo Vortigern doblaba la cerviz, a ser posible por obra de sus propias manos.

—¿Qué haréis, mi señor? ¿Ayudaréis a Vortimer?

—No haré nada, Eddius. Hablaba en serio cuando dije que Vortigern no recibiría de mí tributo o tropas, pero un hombre sensato espera a ver por dónde sopla el viento para actuar. No, no le enviaré ayuda a ninguno de los dos. En esa familia hay mala sangre y la muerte de Olwyn me pesa en el corazón.

—Ojalá el cambio llegue rápido —corroboró Eddius, mientras los dos regresaban con grandes zancadas al scriptorium para saborear las últimas copas del vino especial de Olwyn. Ambos sabían que su seguro y apacible mundo estaba en peligro y que su escasa fuerza sería insuficiente para salvar a la tribu deceangla o a la idílica villa junto al mar de las luchas por el poder que no tardarían en llegar al norte.

—Bah, ¿quién quiere una vida tranquila? —preguntó Melvig con una sonrisa de dientes irregulares.

—Yo —respondió Eddius con absoluta sinceridad, mientras observaba como sus hijos regresaban con Myrddion del acantilado. Los chicos brincaban como si les hubiesen quitado un gran peso de encima, y Melvig rezó para que la guerra no llegase a la villa y les arrebatara la infancia.

Mientras jugaban, el sol desapareció tras unos nubarrones grises y una ráfaga repentina de viento frío hizo que Eddius se estremeciera.

—Va a nevar —murmuró—. Ha llegado el momento de echar las persianas de la villa y prepararse para un invierno largo y cruel.

—Y es probable que la primavera traiga espadas a nuestras puertas. No temas, muchacho, Myrddion tiene más suerte que un demonio, aunque ya sepamos que no es hijo de uno. Él os protegerá a ti y a los tuyos con su vida.

—¡Cierto! —replicó Eddius, y oyó como Olwyn se mostraba de acuerdo en su oído. Se abrazó el cuerpo y recordó el dulce olor del cabello de su difunta mujer.