12

Cuando las águilas vuelan
con los ruiseñores

El fúnebre trayecto hasta la villa en la costa de Segontium se hizo largo y agotador, ni siquiera hubo el consuelo de la conversación. Myrddion tenía los ojos enrojecidos e hinchados pero secos, se le habían agotado las lágrimas a lo largo de los dos interminables días de viaje. El pequeño cortejo hizo pocas pausas: para abrevar a los dos caballos, para rotarlos en el tirante del carro y para buscar forraje. Plautenes y Myrddion solo tenían una cuña de queso duro y un poco de pan mohoso que quedaba en el macuto del sirviente, colgado de la cruz de su caballo. Compartieron los escasos víveres al amanecer del segundo día en un silencio casi absoluto.

Myrddion dejaba de lado a Plautenes no por rencor o ira, sino porque estaba enfrascado en sus pensamientos. Entendía el devenir de los acontecimientos que habían conducido de forma inexorable a la muerte de Olwyn, de modo que era consciente de que muchas cabezas y manos habían contribuido a su asesinato, pues como tal calificaba su muerte. Los niños que habían apedreado al perro, por trivial que hubiese parecido el incidente en su momento, habían recordado a Demócrito que existía una manera de adueñarse de los pergaminos de Annwynn con malas artes. Horsa, Hengist y el destacamento sajón habían obedecido a su rey y buscado a un esquivo medio demonio profetizado por unos charlatanes que pretendían consolidar su poder ante un dirigente autoritario. Los sajones no habían tenido nada personal contra Myrddion, pero habían seguido sus órdenes como buenos mercenarios, mientras que los magos, que entendían que su señor era despiadado, habían querido evitar un castigo. Myrddion había esquivado la muerte gracias a la suerte y el miedo, mientras que Hengist había organizado su huida llevado por una gratitud fruto del tratamiento médico de su hermano. Sin embargo, en ese caso las buenas intenciones habían provocado que Myrddion no estuviese en Dinas Emrys para que su abuela lo encontrara. Hasta la pena y el dolor de Olwyn habían contribuido a los desafueros de Vortigern.

—La mataron la avaricia, el miedo, el azar, la ira y la pena —susurró, rompiendo el voto de silencio que se había impuesto a sí mismo—. Era una paloma blanca que se había alejado de su palomar, presa de unas águilas que no pueden evitar ser como son. Era un ruiseñor, criado para la belleza.

—No lo entiendo, joven amo —musitó Plautenes—. Vortigern nos despachó sin un atisbo de decencia o arrepentimiento. Para mí, tiene más de alcaudón que de águila. Por lo menos el águila posee algo de nobleza.

Myrddion apoyó la cabeza en la palma de la mano y se dejó mecer por el bamboleo del carro fúnebre. Sus ojos transmitían resignación y tristeza.

—Los sajones son águilas salvajes, poco acostumbradas al adiestramiento o los efectos civilizadores del hombre. Son nobles, como dices, pero su honor es feroz y su orgullo, violento. No piensan como nosotros. Si alguna vez queremos expulsarlos de nuestras costas, tenemos que estudiarlos. Entre la ambición de Vortigern, la fiereza sajona y la codicia del escriba, mi abuela quedó condenada hace semanas. Si lo llevamos hasta el límite más extremo, mi amargada madre plantó la semilla de la muerte de Olwyn cuando me calificó de medio demonio. Qué extrañas son las enmarañadas madejas del destino.

Plautenes suspiró cansado. En su agotado y desesperado pensamiento, Vortigern era un asesino egoísta sin nada que lo disculpara. La diosa Fortuna no había tenido nada que ver con la muerte de su señora, aunque Myrddion pareciese uno de los pocos afortunados destinados a ascender en la gran rueda dorada de esa divinidad. Sin embargo, el chico pensaba demasiado, y buscaba patrones donde no podía haberlos.

Con el tiempo, el carro remontó chirriando el camino a la villa de Olwyn, donde la alegría inicial de ver a Myrddion subido al pescante dio paso a un coro de lamentos cuando elevaron el cuerpo de la señora del nido de hierba seca que cubría la parte trasera del carro. Eddius estaba desconsolado y, como sus hijos aún eran demasiado pequeños para dar órdenes, Myrddion despachó a dos sirvientes a caballo a Canovium y Tomen-y-mur, después de hacerles memorizar el relato de la muerte de Olwyn. Dio la casualidad de que Melvig ap Melwy ya había emprendido el viaje a Segontium, que estaba realizando en etapas cortas, pues ya era muy viejo y le flaqueaban las fuerzas. El tiempo no había mejorado su naturaleza cascarrabias, y el dolor de la artritis lo volvía impredecible.

Entre los tres, Plautenes, Cruso y Myrddion, aliviaron el dolor de los afligidos sirvientes, porque Olwyn había sido verdaderamente querida durante sus veinte años como señora de la villa. Cruso movilizó a las sirvientas de la cocina para que empezasen a preparar los platos para un banquete fúnebre que pudieran cocinarse por adelantado, mientras que Plautenes buscaba en los mercados lo mejor en caza, pescado y exquisiteces para honrar a su ama. Se limpió hasta el último centímetro de la villa para que ningún rastro de arena, polvo o telarañas dejara en mal lugar a la casa. La reputación de la señora Olwyn debía relucir como el oro más puro.

Myrddion habría encargado maderas nobles para incinerar a su querida abuela, pero sabía que Melvig jamás consentiría que una mera mujer tuviese una pira. Con el permiso de Eddius, buscó un buen carpintero que construyese un féretro para albergar la carne perecedera de Olwyn mientras yacía de cuerpo presente en la villa. Para cuando llegó Melvig, con los ojos legañosos y enrojecidos, algo húmedos de arrepentimiento, Myrddion había encargado a un mampostero que labrara un banco fúnebre en la cima de los acantilados, donde crecían las flores silvestres en primavera, un lugar que resultaba visible desde la villa. El único consuelo de Eddius era la certeza de que podría visitar a su amada allá donde el sol, el mar y el cielo se encontraban con la tierra, que alzaba su carne y sus huesos frágiles hacia la luz.

Los invitados fueron llegando poco a poco mientras Olwyn esperaba en su féretro de madera, que había sido aromatizado con hierbas y tinturas de flores destiladas por las diestras manos de Annwynn. El rey Bryn ap Synnel acudió con su hijo, Llanwith, y dejó varias monedas de oro y un collar de ámbar sobre el sudario de la princesa.

El rey Bryn era uno de los amigos que Melvig más valoraba, ya que ambos hombres compartían una visión intransigente del honor céltico, los colonos sajones y los guerreros pictos. La tribu de los ordovicos dominaba la mayor parte de Cymru, y había suscrito útiles tratados con la tribu de los cornovios de la sierra, además de con los deceanglos. Esos dos viejos reyes podían reunir entre ellos un considerable ejército de guerreros que bastaría para plantar cara a las fuerzas del propio Vortigern, pero eran hombres cautos que nunca arriesgaban su alianza o a sus guerreros por capricho. La presencia de Bryn en Segontium, acompañado de su hijo y heredero, era una poderosa demostración de que el norte reprobaba el papel de Vortigern en la muerte de Olwyn.

Branwyn llegó con su nuevo esposo, Maelgwr, el hermano de su difunto primer marido, e insistió en apropiarse de su antigua habitación, lo que obligó a los hijos de Olwyn a dormir en un camastro. Traía manzanas, avellanas y pasteles de avena para el viaje de su madre a las sombras, pero Melvig resopló discretamente al ver la racanería de la comida. Cruso ya había preparado los minúsculos pastelitos de miel que tanto le gustaban a Olwyn, mientras que Plautenes había aportado un gran pedazo de azabache en bruto que había conservado como oro en paño durante muchos años. El azabache simbolizaba la muerte, y su preciosa y resplandeciente superficie reflejaba la cara lúgubre y poco agraciada del sirviente. Como patriarca, Melvig había depositado monedas de oro en cada una de las palmas de Olwyn y no había tenido reparos en tender una ristra de perlas de río por encima del cuello marmóreo de su hija.

Sí, Branwyn mostraba su falta de respeto con los regalos fúnebres que hacía a su madre, pero ¿qué sentía?, se preguntó Myrddion.

Como muchas mujeres inestables que han sido obligadas a vivir a las órdenes de un marido no amado y su parentela, Branwyn trataba la muerte de su madre como una especie de festividad, y disfrutaba de las comodidades de su antiguo hogar con un entusiasmo más bien excesivo. En la oscuridad de la noche quizá se asomara a la ventana, viese la isla de Mona y llorase por su inocente juventud, pero durante el día su corazón ardía de furia y sus ojos estaban casi cegados por el odio. Su madre había perdido la vida intentando salvar al maldito Medio Demonio. Los celos y un amor agriado que nunca podría curarse envenenaban los pensamientos de Branwyn de la mañana a la noche. Como de costumbre, solo pensaba en sí misma.

Melvig examinó al bastardo con ojos que delataban un reacio aprecio. Myrddion apenas había cumplido los once años, de modo que era un poco más joven que Llanwith pen Bryn, pero los chicos tenían la misma altura, si bien Myrddion era mucho más esbelto que el príncipe ordovico.

—Malditos sean todos los demonios, pero la verdad es que el chico tiene buena planta —masculló el rey, mientras seguía con la mirada a Myrddion, que ofrecía miel y pasteles de avena a un visitante con elegancia. La cara, las manos y los pies del muchacho se parecían tanto a los de Olwyn que al viejo le daban ganas de echarse a llorar para liberar un sordo dolor, aunque su hija nunca había poseído esa confianza y ese garbo, por lo que su Melvig recordaba. El rey de los deceanglos observó a varias nobles, todas lo bastante mayores para ser más comedidas, que seguían la forma esbelta de Myrddion con unos ojos que transmitían un anhelo nada maternal. Resopló. Su propio sobrino nieto Mark, aunque aún era muy joven, también contemplaba a Myrddion con ojos de adoración y ligera concupiscencia.

—Por lo menos no le faltarán amantes —susurró Bryn a su costado—. Es listo, elegante y tiene tacto, pero si lo que buscas es otro guerrero que te cubra la espalda, has tenido mala suerte, amigo mío. Esos hombros que tiene jamás alzarán nada que pese más que un cuchillo, por no hablar de las manos, que… ¡buf!

—Piensa hacerse sanador, y me cuentan que su aptitud no es nada desdeñable —musitó Melvig, siguiendo a Myrddion con la mirada mientras el chico ayudaba a Eddius de la única manera que sabía: levantando de los hombros de su padrastro el peso aplastante de la cortesía para echárselo él a la espalda.

—¡Excelente! —exclamó Bryn, que palmeó a Melvig en la espalda como si fuera el único responsable del aprendizaje de Myrddion—. Bueno, siendo bastardo y medio demonio, tampoco aspiraba a heredar nada, ¿verdad?

—¡Um! —replicó Melvig, sin comprometerse—. A veces echo de menos los viejos tiempos. Me pregunto si el alma de Olwyn renacerá como creía su bisabuelo, ahora que hemos renunciado a los ritos sagrados de la decapitación. Como su pariente más mayor, te confieso que me hubiese costado horrores separar la cabeza de mi Olwyn de su cuerpo para dejar que saliera su alma. Pero Myrddion me asegura que muchas razas diferentes creen ahora que el alma parte de viaje desde el momento en que cesa el aliento y termina la vida. Dice, y resulta muy convincente, que separar las vértebras no sirve para nada porque, de lo contrario, los celtas seríamos la única raza que nos encontraríamos en el otro mundo. Tiene una forma de explicar las cosas que me hace preguntarme si no se irá a convertir en mi mejor y más brillante descendiente.

Melvig se rió, y Bryn se le unió en una irónica carcajada que era toda una declaración sobre la herencia y sus contratiempos. Sigiloso como un gato, Myrddion apareció al lado de Melvig.

—¿Puedo serviros algo, mi señor? ¿Vino, tal vez? Recuerdo el que la abuela Olwyn os servía siempre. No tardaré ni un momento.

—Tomaré agua, Myrddion, y tu palabra.

—¿Mi señor? —Myrddion ladeó la cabeza como un fauno atento de una de las realistas estatuas romanas que Melvig había visto una vez en Aquae Sulis.

—Soy muy viejo, Myrddion, demasiado, con sesenta años, para desear vivir. He perdido la mayoría de los dientes, mis manos apenas pueden sostener las riendas y me duele todo, día y noche. Pero en mi familia somos longevos, o sea que rezo por que la diosa Don venga pronto a por mí, como corresponde a una buena madre.

Myrddion palideció un poco ante la blasfemia de que Melvig pronunciase el nombre de la diosa en alto, pero asintió para expresar que entendía las cuitas de la ancianidad.

—Me gustaría ir a la pira conforme a la vieja usanza, chico, y sin cabeza. ¡Por si acaso!

Tanto Myrddion como Bryn abrieron mucho los ojos con una pregunta muda, que hizo que Melvig soltara una risa propia del viejo cascarrabias y travieso que era.

—Bueno, odiaría que me quemaran vivo, y yo diría que la decapitación resuelve el problema de cualquier error de diagnóstico. No me mires así, Bryn. No me digas que no lo habías pensado. ¡Todos los viejos lo hacemos! Además, quiero asegurarme de que mi espíritu no se quede atascado en la garganta y no llegue al otro mundo. ¡No siempre he sido buena persona, a diferencia de mi Olwyn!

Myrddion tragó saliva de forma convulsiva y Melvig se preguntó si el muchacho se echaría a llorar, pero su mandíbula limpia y fuerte se puso firme y esos ojos negros como el ébano, tan lustrosos bajo las largas pestañas, se alzaron para atravesar a Melvig con una inteligencia y una comprensión feroces.

—¡Sí, mi señor! Pocos de nosotros pueden jactarse de la bondad de mi abuela Olwyn.

—Entonces, ¿me das tu palabra de que me decapitarás cuando llegue el momento? Me gustaría que se hiciese como es debido, ya me entiendes. Y limpiamente, además, para no asustar a mis familiares. No temas que mis hijos malinterpreten esta última voluntad. Todos están bastante agobiados pensando que a lo mejor tienen que separarme la cabeza del cuerpo, de modo que, si lo haces tú con la destreza de un sanador, sé que será un alivio para ellos. He aguantado en este mundo volviendo la vista atrás hacia las viejas costumbres, no adelante hacia las nuevas, porque tengo la sensación de que el dominio de nuestro pueblo toca a su fin.

—Te equivocas, abuelo. Puedo prometerte que nuestro pueblo permanecerá en tu tierra durante muchos miles y miles de años. Nuestra raza sufrirá y se verá arrinconada a los lugares más altos, pero siempre gobernaremos Dyfed, Gwynedd, Powys y los territorios más pequeños del sur, hasta el final de los tiempos.

Melvig se quedó boquiabierto.

—¿Y tú cómo sabes el futuro, cachorro? ¿Has soñado esas placenteras majaderías?

—No, abuelo, pero soy el Medio Demonio, ¿lo recuerdas? Nosotros los monstruos sabemos cosas que los hombres corrientes no pueden adivinar. —Myrddion esbozó una sonrisilla al hablar, pero Bryn reconoció un dejo de amargura bajo el humor que subyacía a las palabras del muchacho—. Te doy mi palabra de que haré lo que pides, siempre que tus hijos y nietos no me lo prohíban.

Cuando todos los invitados hubieron presentado sus respetos, Myrddion acompañó a los hijos de Olwyn, que eran tres, con edades comprendidas entre los nueve y los seis años. Cada uno entregó a su madre sus objetos más preciados: un bello cinturón de cuero con la hebilla de plata en forma de pez, un pequeño arco con tres flechas de punta de hierro y un barco tallado con tanto realismo que Eddius besó a su hijo más pequeño mientras lo veía ceder a su madre su juguete más preciado.

Después Eddius se adelantó con una corona de ramitas de avellano obtenidas del árbol sagrado y trenzadas para darles la forma deseada. En la trama de madera, Eddius había entrelazado aquellas flores que el otoño avanzado ofrecía, además de muérdago, bayas de acebo y aulaga alrededor. Había rematado la especial y frágil ofrenda con estrechas cadenas de oro que habían llegado a su casa como parte de la dote de Olwyn. Sin contener las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, levantó la cabeza de su mujer y le puso la corona sobre el pelo. Después, acompañado de los hijos de Melvig, habría levantado el féretro, pero Myrddion dio un paso al frente y miró con seriedad a los ojos de su padrastro.

—Pido que me dejes hablar y ofrecerle un regalo a mi abuela, que es mi madre por amor.

—¡¿Cómo te atreves a ofrecerle nada a mi madre?! —exclamó Branwyn con voz tajante y amargada—. Tú causaste su muerte y sería más apropiado que estuvieras allí tumbado en vez de ella. Cualquier regalo fúnebre que venga de ti se echará a perder, se pudrirá y profanará el cadáver sagrado de mi madre.

Desconcertado, Myrddion respondió apelando directamente al rey Melvig.

—La reina Rowena y Hengist, el capitán sajón de la guardia de Vortigern, estaban horrorizados por la muerte de la princesa Olwyn y aconsejaron a Vortigern que evitara la culpa de sangre ofreciendo una reparación por su colérica y deshonrosa acción. El gran rey se mostró arrogante y cruel, y habría cargado a mi abuela sobre su caballo y nos la habría mandado de vuelta de esa forma ignominiosa, pero la reina Rowena le suplicó que recapacitara. De modo que Vortigern ofreció un adorno de oro y perlas a la Madre y la Abuela Ceridwen. Aquí está, purificado del contacto de sus manos asesinas. —Sostuvo en alto el brazalete con su gran perla gris en el cierre—. Hengist me dio esta joya, porque pensaba que yo sabría qué hacer con ella. Vemos a los sajones como bárbaros crueles, pero la mortaja de la princesa Olwyn es un regalo de la propia reina Rowena y Hengist nos la envió en un carro, una ofrenda mucho más apropiada que la elección del rey Vortigern. ¿Qué debo hacer con el brazalete picto, mi señor? ¿Lo aceptaría Ceridwen, o lo recibiría en su lugar la Madre, cuyo nombre no debe pronunciarse?

—¡Impío! ¡Contaminado! —exclamó Branwyn con voz sibilante, y Melvig, que se disponía a rechazar el insultante regalo fúnebre, hizo una pausa. A la vista de semejante inquina y envidia, decidió apoyar a su bisnieto.

—Olwyn no querría saber nada de una deuda de sangre y habría insistido en que su muerte había sido un golpe de mala fortuna. Pero yo digo que no fue ningún accidente. Tampoco fue culpa de Myrddion, pues mi hija decidió por su cuenta suplicar a Vortigern que perdonase la vida a su nieto. Ella aceptaría el brazalete de sus manos, pero de nadie más. Yo dictamino que el regalo es forastero, pero no impuro, y que Myrddion puede colocarlo entre los otros presentes fúnebres de mi hija. También afirmo que el rey Vortigern tiene la culpa de la muerte de mi hija y, en reconocimiento de su pecado, dejaré de darle hombres y oro rojo como tributo.

—Y la tribu ordovica seguirá tu ejemplo, rey Melvig —murmuró Bryn con voz ronca—. La arrogancia de Vortigern crece con cada día que pasa. Es un traidor, tal y como lo calificó la bella Olwyn, porque invitó a los sajones a nuestra tierra.

Myrddion se inclinó por encima del féretro y metió el brazalete dentro del sudario, cerca de la mano de su abuela. Después cerraron la tapa del ataúd y la aislaron de la luz.

Las canciones entonadas en honor de Olwyn fueron largas, y el vino y la comida corrían con generosidad, como si un gran guerrero hubiese hecho el tránsito al otro lado de las sombras. Myrddion ayudó a Melvig y Eddius a llegar a sus camas cuando su pena y el potente vino les robaron la fuerza de las piernas, pero él por su parte bebió solo agua, sabedor de que no quedaba nadie que lo protegiese de las ineludibles realidades de la vida sin su abuela.

Así, Olwyn recibió sepultura, y los mamposteros alzaron un montículo de rocas de basalto sobre su tumba, con una losa de mármol liso rapiñada de un edificio romano reconvertida en pedestal. Ahora Olwyn dormía arrullada por el sonido de las olas, y las hierbas costeras susurraban para ella con delicadeza cuando el viento agitaba sus frondas afiladas y secas.

El día después de que se acabara el montículo de piedras, Myrddion llevó su pena al acantilado y se apoyó de espaldas en las piedras de basalto, que desprendían un agradable calor gracias al sol impropio de esa época del año. Apaciguado por el entorno, empezó a hablar con su abuela, contándole sus ideas sobre el azar, los pequeños actos de maldad que habían desembocado en su muerte y su sensación de impotencia delante del inmenso mar del error humano. Lloró un poco y explicó su relación con los hermanos Hengist y Horsa, y que había llegado a ver a los norteños como algo más que simples bárbaros. Le refirió sus sueños y sus terrores pero, de forma más acuciante, le habló de sus extraños ataques y las profecías que helaban la sangre de quienes las oían.

En silencio, como la depredadora que anidaba en su corazón, Branwyn se había acercado a su hijo, de modo que había oído su conversación unilateral con su abuela. Curvó los labios en una mueca de desprecio. ¡Qué propio del demoníaco mocoso tratar de desviar la atención de su papel en la muerte de Olwyn mediante observaciones irrelevantes! Interrumpió el ensimismamiento del chico.

—Tienes sangre envenenada en las venas, Medio Demonio. ¿Acaso te sorprende que viertas terroríficas predicciones para atribular a las gentes de sangre limpia? Deberías estar muerto, mientras que mi madre debería vivir.

Branwyn se colocó entre Myrddion y el mar. El viento azotaba su pelo castaño como si fueran serpientes, y el júbilo de su expresión hizo que su hijo se sintiera mareado y enfermo. Sus iris presentaban una extraña tonalidad de verde amarillento a la luz del sol, como si viviera algo inmundo tras sus ojos almendrados. Tenía la nariz estrecha y afilada, mientras que su boca había perdido sus bellas proporciones, como si sus odios estuvieran a punto de rebosar. Mientras su mirada le recorría el rostro, Myrddion retrocedió. Entonces, cuando los rayos del sol incidieron en la garganta de su madre, hizo un espeluznante descubrimiento.

—¿Por qué llevas el collar de sacerdotisa de Olwyn? Tú no adoras a la Madre ni das importancia al saber de Ceridwen. Esa gema tendría que estar sepultada con ella, pero todo lo que le diste fue pasteles de avena.

Myrddion habló de forma desmedida, porque sentía cómo la rabia crecía peligrosamente en su interior hasta amenazar con asfixiarlo. Branwyn hizo una mueca, pero no había humor en su sonrisa.

—Bueno, lo que está claro es que no es para ti, Medio Demonio. Madre nunca me quiso tanto como a ti. Su collar no hace más que corregir el desequilibrio de la balanza. Me lo debía.

—¡Cuidado, mujer! —La voz de Myrddion era ronca y grave, del todo distinta a la habitual. Si Branwyn hubiese creído realmente, en el fondo de su corazón, que su hijo era un demonio, habría ido con más cautela después de oír esa voz de barítono y contemplar sus ojos desorbitados—. No debes beber leche ni confiar en las manos de nadie de la familia, y observa los ojos de una chica con el pelo rojo. Si te descuidas, mujer de hierba, morirás.

Branwyn se rió, pero su carcajada murió en cuanto comprendió que su hijo no veía la tierra ni el mar que los rodeaban.

—Vino del mar, el orgulloso romano de ojos negros y belleza de jacinto. ¿Pretendías atraparlo y hacerlo tuyo? Era un águila de las Águilas, una rapaz nacida para matar, de modo que da gracias de que solo te dejara embarazada. Te habría matado si no lo hubieses entretenido con tu cuerpo.

Branwyn gimió y se dobló por la cintura como si la hubiera sacudido un espasmo atroz de dolor. Con los dedos engarfiados, agarró una roca del tamaño de un puño que había sobrado de la sepultura y golpeó al muchacho, una vez, luego dos, hasta que le hizo sangrar de un lado de la cabeza. Le habría vuelto a golpear, pero Eddius le retorció el brazo hacia atrás con mano firme hasta que se le cayó de los dedos la piedra ensangrentada.

—¿Qué haces, mujer? ¿Estás loca o borracha? ¿Coqueteas con la soga del verdugo?

Eddius había acudido a visitar a su mujer y, por pura casualidad, había salvado la vida de Myrddion. Branwyn se abalanzó contra él con las garras extendidas hacia los ojos del hombre mayor.

—¡A mí! —rugió Eddius a pleno pulmón, y los sirvientes alejados oyeron el grito que avisaba de un ataque, cogieron sus azadas, horcas y hachas y acudieron a la carrera. Cuando llegaron al acantilado, encontraron a su señor atando las manos a Branwyn, que escupía y maldecía, con un jirón de sus propias faldas. Sobre la áspera hierba junto al túmulo de la dama Olwyn, el Medio Demonio yacía pálido, inconsciente y ensangrentado.

—¡Oh, mierda! —masculló entre dientes un recio campesino. Las costumbres de la nobleza eran muy extrañas, pero que una madre intentara asesinar a su hijo con una roca era un pecado nuevo para él.

—Ahórrate las palabrotas, hombre, y ve corriendo a por la sanadora. Espero que tus piernas se muevan más deprisa que tu lengua. Y vosotros —Eddius señaló a dos hombres corpulentos armados con horcas—, atad la capa de la dama a vuestras herramientas para hacer una camilla y poder llevar a mi chico a la villa. Deprisa, porque Olwyn nos maldecirá a todos si dejamos morir a su nieto.

Los criados obedecieron con celeridad y Eddius ordenó a dos sirvientes más que acompañasen a Branwyn a su habitación y la encerrasen en ella.

—Avisad a su marido, Maelgwr, de que se las verá con la justicia de Melvig si la suelta.

Cuando los hombres movieron a Myrddion, sus extremidades estaban tan flácidas y su cara tan sumamente pálida que Eddius temió por su vida. Sangraba de forma abundante de la cabeza, su mechón blanco se había teñido de escarlata y su túnica estaba mojada de sangre. Eddius quería a Myrddion solo un poco menos que a sus propios hijos, tan fuertes, y en diez años nunca había visto un defecto serio en la naturaleza del chico que le diera a entender que mereciese su reputación de medio demonio. En su fuero interno, Eddius creía que Branwyn había mentido sobre la concepción de su hijo. Muchas otras mujeres se habían valido de engaños en las mismas circunstancias, deseosas de salvar su reputación. Por debajo de su miedo por la seguridad de Myrddion Eddius sentía un deseo salvaje de que se hiciera justicia con la hija que había hecho tan amargamente infeliz a Olwyn durante tantos años.

Una vez que Branwyn fue encerrada en su cuarto, escupiendo, arañando y mordiendo como la ramera o cantinera de campamento más arrastrada, Myrddion se convirtió en el centro de atención de la villa. Una sirvienta le lavó la cara y le apretó un trozo limpio de la túnica rasgada contra los dos cortes irregulares que tenía bajo la larga melena. Otra mujer calentó un ladrillo y lo metió dentro de una manta que le colocaron pegada a los pies. Lo envolvieron en lana gruesa, porque tenía la carne muy fría, pero sus ojos permanecieron cerrados e insensibles.

Melvig entró hecho una furia en la estancia y se formó una idea de la situación a primera vista.

—Acabamos de vivir una muerte en esta familia. ¿Qué ha pasado ahora?

—He encontrado a tu nieta intentando asesinar a Myrddion con una roca, pero he logrado impedírselo.

La respuesta de Eddius habría resultado risible en su laconismo de no haber sido por su ceño y el destello de sus ojos.

—¡Mmm! Esa bruja siempre ha estado un poco loca, además de ser una rencorosa y una egoísta, algo que ni su madre ni nadie más en la familia ha sido nunca.

Eddius contuvo una carcajada instintiva, pues Melvig siempre había sido el colmo del egoísmo y la vanidad, características que su nieta había heredado de él. Sin embargo, luego pensó en el sentido intrínseco de la justicia de Melvig y en su despotismo benevolente, casi amoroso, y se avergonzó de su reacción inicial. Como rey, padre y hombre, Melvig no tenía una auténtica vena malvada.

Entonces el caos en la villa remitió, pues llegó Annwynn con su zurrón, sus agujas, sus hierbas y su rechoncho y afectuoso sentido común. Cerca de ella no había rencor o saña que tuviera tiempo de arraigar, porque lo arrancaba con una mirada, un gesto de los dedos y un giro de su espalda recia y sorda.

Masculló entre dientes mientras examinaba a su aprendiz, y se puso seria al reparar en los profundos cortes de su cráneo.

—Recemos por que Myrddion tenga la cabeza dura o morirá de fiebre cerebral. Al tacto no encuentro una brecha en el cráneo, pero los golpes han sido muy fuertes y con la intención de matar. ¿Quién puede odiar tanto a Myrddion? El chico es dulce y bueno, como bien sé. Qué preocupada he estado por él, sobre todo desde que me enteré de que habían asesinado a la señora Olwyn. Este muchacho amaba a su abuela más que a sí mismo.

—¿Puedes curarlo? —interrumpió Eddius—. Podemos afrontar todos los demás problemas, pero el chico no se ha despertado y temo por su vida.

—Juro que lo intentaré. Pero no prometo nada, porque los golpes en la cabeza pueden matar.

Annwynn estaba cariacontecida y triste, pero pidió agua caliente, una taza, paños limpios y una buena reserva de ladrillos calientes para que el chico no se enfriara. Mientras limpiaba las heridas, sacudió la cabeza al examinar la carne rasgada, pero se puso manos a la obra de inmediato, lavando a conciencia cada corte para después afeitar la zona que lo rodeaba con un cuchillo afilado. Con cuidado, recogió los rizos cortados, formó un aro con ellos y los guardó en su zurrón.

—Porque no dejaré nada en esta casa que pueda usarse para hacer daño o maldecir a mi chico, y menos aún su pelo —dijo Annwynn en voz baja. Como sanadora, sabía que con el pelo de la víctima deseada podían hilvanarse sortilegios para matar. Con rostro lúgubre, enhebró el hilo de tripa por una aguja fina y se dispuso a curar lo que pudiera.

Eddius estuvo presente durante toda la sutura de las heridas de Myrddion y observó con interés como la sanadora untaba cada corte con una repugnante cataplasma verde y los cubría con parches de tela limpia que después ataba con firmeza. Preparó una tisana de algo oscuro y obligó a Myrddion a tragar un poco de la mezcla caliente. Después de taparlo con una manta de lana, se puso cómoda para observar y esperar.

—Ahora no queda nada que un ser humano pueda hacer por Myrddion, y para una cabeza rota no hay más panacea que el tiempo. Aunque despierte y se cure, podría quedarse tocado.

Tanto Eddius como Melvig hicieron una mueca al escuchar el diagnóstico, porque la aguda inteligencia de Myrddion había sido el asombro de la villa. Ninguno de los dos quería imaginarlo convertido en un pobre idiota. Cuando salieron de la pequeña habitación de Myrddion, se detuvieron en lo que pasaba por un atrio, los dos ceñudos y desconcertados por el cariz que habían tomado los acontecimientos.

—¿Qué haréis con Branwyn, mi señor? —preguntó Eddius con voz queda.

—Nada. ¡Por lo menos hasta que sepa si es culpable de asesinato o no! —Los ojos enrojecidos del viejo eran muy duros, como el pedernal de las montañas que rodeaban Segontium. Eddius dio gracias por no haber sido nunca el objeto de esa mirada fría e implacable.

—Iré a ver a mis chicos. Ya están muy afectados por la muerte de su madre, o sea que estas heridas de Myrddion serán más de lo que puedan soportar. La cuestión es que lo quieren.

—Sí —corroboró Melvig—. Ojalá conociera mejor al muchacho, porque se diría que atrae la lealtad y el afecto, pero los juramentos que pronunció su madre sobre su nacimiento me obligaron a mantener las distancias. Vamos, no creí una sola palabra de lo que dijo. La preñó algún hombre, y no un demonio, pero sus mentiras convenían a mi honor. Fue culpa mía que el chico quedase estigmatizado de por vida, y ahora solo podemos esperar.

Eddius recordó las palabras que había oído cuando se acercaba a la tumba. Había visto la reacción de Branwyn ante ellas y almacenó ese dato en su memoria hasta que llegara el momento de usarlo con inteligencia.

Como en tiempos pasados, tiempos felices antes de que descubriera la verdad sobre el mundo, Branwyn miraba por su estrecha ventana hacia Mona. La tarde era gris e invernal, y el sol moría en el océano entre franjas sanguinas de nube. Mona destacaba en negro sobre el rojo purpúreo del ocaso, amenazadora y despiadada, y Branwyn sintió la malicia y el odio que parecía rezumar de las rocas y la arena de la isla. Sentía un calor febril, como si los fantasmas de los druidas muertos le hubiesen posado encima sus manos esqueléticas, unas encima de otras, huesudas y descarnadas, hasta que su peso hubiera generado un calor frío que le inflamaba la sangre.

—Por favor, Ceridwen… Madre… quien sea que quiera ayudarme —rezó Branwyn, mientras la luz menguaba poco a poco en un mar ensangrentado—. Que muera el Medio Demonio para que yo pueda estar completa otra vez. Por favor, que desaparezca para que pueda pensar sin dolor. Dejadme vivir libre del recuerdo de lo que pasó hace tanto tiempo. Que Myrddion muera, para que nunca tenga que ver sus ojos otra vez.

Sin embargo, el mar, el cielo y el aire de la noche, que empezaba a refrescarse, le negaron cualquier solaz. Presa de su cansado rencor, se preguntó si su hijo era el íncubo que le había robado el alma.

—A lo mejor no tenía alma que me pudieran robar —susurró débilmente—. ¿Cómo ha sabido quién fue su padre? ¿Cómo lo sabe?

Pero ni siquiera las gaviotas dormidas en el seno del mar se tomaron la molestia de responderle.