En compañía de reyes
El tiempo es traidor. Pone la zancadilla a los hombres, los retrasa y confunde su mente. A veces pasa deprisa, a veces se arrastra, pero mediante todos sus trucos y tribulaciones empuja a todos los seres vivos de forma inexorable hacia la gran nada.
Y así el tiempo engañó a Olwyn y Plautenes cuando cabalgaban a lomos de sus agotados caballos por la maltrecha calzada que conducía a Dinas Emrys. Veinte latidos antes y habrían visto que el paciente caballo de tiro se desviaba del camino y tomaba un sendero medio oculto para adentrarse en el bosque. Veinte latidos antes, habrían espoleado a sus cansadas monturas hasta ponerlas al galope, habrían atrapado al lento campesino y, entre risas y muestras de gratitud, se habrían llevado a Myrddion de vuelta a la villa junto al mar.
Pero el tiempo es traidor… como Myrddion aprendería.
El par de agotados jinetes podría haber distinguido el intermitente contorno de un caballo que atravesaba con paso cansino el bosque espeso, si hubieran sabido que debían volver la cabeza y escudriñar la oscuridad. Myrddion estaba tan cerca de su querida Olwyn que habría oído su voz, si hubiese querido escuchar. Pero Myrddion estaba perdido en sí mismo, y cuando el campesino oyó unas voces en el camino dio gracias a los dioses de que los desconocidos no lo hubieran visto en la oscuridad opresiva del bosque. Así, nieto y abuela se cruzaron y permanecieron en la ignorancia sobre las ironías de la casualidad.
Olwyn y Plautenes acometieron la subida por un camino en el que cada avalancha había dejado surcos peligrosos, hasta que los gritos de los magos atormentados los envolvieron como una soga cruel de sonido. Aterrorizada por lo que aquello podía implicar, Olwyn sucumbió al pánico, pues era incapaz de reconocer las voces que suplicaban de forma inconexa. Se le heló la sangre.
—Deberíamos ir con cuidado, ama —susurró Plautenes—. En la fortaleza sucede algo espantoso. A lo mejor deberíamos dar media vuelta, por lo menos hasta la mañana.
—Tal vez el que sufre es Myrddion. —A Olwyn se le escapó un hipido de angustia cuando un largo aullido le provocó un escalofrío en la columna—. Querida protectora de todas las madres, que el ruido salga de una garganta que no sea la de mi dulce niño.
En vez de detenerse, como habría hecho cualquier persona sensata, Olwyn, impulsada por su amor, siguió cabalgando sin prestar atención hasta alcanzar el borde de la meseta y presenciar la escena infernal que seguía desarrollándose en los dientes podridos de Dinas Emrys.
Hengist fue el primero en avistar a los intrusos. La capucha de Olwyn se había caído en el último esfuerzo desesperado de su caballo por remontar la colina, de modo que el guerrero sajón vio una oscura forma femenina sobre cuyo rostro se extendía poco a poco la luz roja de las antorchas. Tomó su amuleto en busca de protección y gritó una advertencia a su rey.
Vortigern desvió la mirada de la carne pálida y mantecosa de Apolonio, que temblaba víctima de los últimos estertores provocados por sus macabras heridas. El rey vio a una mujer de larga melena gris que espoleaba su caballo hacia él, con un resplandor escarlata en sus ojos color avellana a la luz titilante de las antorchas. Al mismo tiempo que Hengist empezaba a desenvainar su enorme espada para interceptar un ataque, la mujer tiró de las riendas de su caballo y el animal se detuvo en seco. La recién llegada desmontó y corrió hacia la estampa de dolor que ocupaba el centro de la parpadeante luz de las antorchas.
—¡Myrddion! ¡Myrddion! ¿Dónde estás? —gritó la mujer, de tal modo que sus débiles voces se unieron a los aullidos inconexos y enloquecidos de Rhun.
—Alteras la administración de justicia del rey Vortigern, mujer —rugió Hengist—. Detente y sométete al interrogatorio del gran rey de todas las tribus de Cymru y el norte.
La voz del guerrero se impuso a los sonidos entrelazados de la pena y la agonía y, por un breve instante, un silencio rodeó a los moribundos y la mujer desquiciada. Plautenes llegó corriendo para agarrarla de la mano y alejarla de la sangre, los últimos temblores de Apolonio en toda su grotesca desnudez y el sufrimiento de Rhun, a quien le habían arrancado los ojos para que no maldijese con ellos al rey.
Los ojos enormes de Olwyn derramaban lágrimas, pero los de Rhun lloraban sangre.
—Alejaos, ama —le susurró Plautenes, que le envolvió los hombros temblorosos con su capa—. Myrddion no está aquí.
—Debo averiguar dónde está. Es necesario, Plautenes. Si está muerto, quiero devolver el cuerpo a la familia. ¿Quién de entre vosotros es Vortigern? —Escudriñó el círculo de caras, algunas comprensivas, otras asqueadas, y aun otras impasibles, empapadas de la seriedad de la noche.
—Yo soy Vortigern —dijo el rey—. ¿Quién eres tú para interrumpir mi sentencia con tus gritos y exigencias?
Vortigern era una sombra oscura y abultada, de espaldas a las antorchas. Olwyn distinguía su corpulencia y el poder que irradiaba de su cabeza alzada y su cuerpo rígido. Estaba vestido para presidir la ejecución, con las galas completas de oro, bronce y lana escarlata que correspondían a un gran rey, y volvió la cara hacia ella, con la barbilla por delante y evidente desprecio.
—Me llamo Olwyn, hija del rey Melvig ap Melwy de los deceanglos, al que conoces. Soy sacerdotisa de Ceridwen en Segontium. Reclamo a la diosa como antepasada y adoro a la Madre cuyo nombre no deben pronunciar los hombres. No teníais derecho a raptar a mi nieto. De no haber sido por su maestra la sanadora, habríamos estado desesperados por descubrir su destino. —Miraba directamente a la cara de Vortigern, que no supo distinguir si su condición la intimidaba o estaba medio enloquecida por la preocupación—. Ahora que ya sabéis quién soy, ¿dónde está mi nieto? —Olwyn subió la voz hasta rozar la histeria y hacer que Vortigern uniera las cejas con gesto irritado.
—Ya no está aquí. Vete, mujer, a menos que quieras granjearte mi ira. Mis hechiceros reclaman mi atención.
Olwyn murmuró algo entre dientes que Vortigern no pudo distinguir con claridad, pero entendió la intención. Se le nublaron las facciones y Hengist se preparó para lo peor.
—¿Qué has dicho, mujer? A lo mejor eres reacia a expresar tus pensamientos en voz alta por si te hago responder de ellos, con independencia de tu sexo.
—Os he llamado traidor —respondió Olwyn con sencillez, ajena al aliento contenido de los guerreros que la rodeaban—. Habéis traicionado a vuestro propio pueblo trayendo mercenarios y sajones a nuestras tierras. Pisoteasteis el honor de la tribu deceangla al raptar a un príncipe de nuestra casa. Habéis blasfemado contra la Madre robando a su hijo favorito y habéis insultado a Ceridwen, cuya sacerdotisa es pariente del príncipe Myrddion. La diosa os castigará por ello cuando esté preparada para haceros sufrir.
Vortigern actuó de forma impulsiva y con tanta celeridad que ni siquiera Hengist tuvo tiempo de intervenir. Con su puño derecho enguantado, golpeó a Olwyn de lleno en la cara con tanta fuerza que su cuerpo delgado salió disparado hacia atrás y cayó como una muñeca de trapo sobre el suelo mojado y ensangrentado.
—Ama —exclamó Plautenes, horrorizado.
—Sácala de aquí, Hengist. Móntala en su caballo y mándala con su familia. Con un poco de suerte, ellos le enseñarán a mantener la boca cerrada.
Plautenes se lanzó junto a su señora, que tenía los ojos abiertos y la nariz hundida. No se movía ni parpadeaba, y sus manos estaban flácidas e inertes. Un pensamiento escalofriante asaltó al fiel sirviente, que pegó la oreja a la boca de su ama. No notó ni oyó nada, ningún aliento agitaba sus labios entreabiertos.
—¡Ama Olwyn! —volvió a aullar Plautenes, con la voz quebrada por el horror.
—Levántala, criado —ordenó Hengist, empujando al hombre arrodillado con la punta de la sandalia.
Plautenes volvió una cara arrasada en lágrimas hacia el sajón. En contra de su voluntad, Hengist sintió que un golpe de frío le subía por la columna, como si la noche no hubiera sido ya bastante espantosa.
—¡Está muerta! El rey le ha hundido la nariz en el cráneo. Los huesos se le han clavado en el cerebro y la princesa Olwyn ha muerto. Ahora la diosa nos destruirá a todos.
Hengist dio un paso atrás, mascullando plegarias entre dientes. Todo el mundo sabía que la magia de las mujeres era terrible y no podía desviarse mediante amenazas, oraciones o sacrificios. La Madre y Ceridwen, su servidora, exigirían un precio de sangre por el asesinato de su sacerdotisa y descendiente. Hengist le susurró la noticia a Vortigern, que pareció estupefacto por un instante, pero luego puso cara de irritación y enfado.
—Pues preparad el cadáver y mandadlo de vuelta a su familia. No se me puede responsabilizar de los desvaríos de una necia. Solo le he pegado una vez, de modo que debía de tener los huesos débiles. Es obvio que su diosa ha decidido que muera, porque de otro modo el accidente no se habría producido.
El propio Vortigern debió de comprender que sus palabras eran insensibles e irreflexivas, porque empezó a ruborizarse.
—Marido, no puedes enviar a una princesa muerta de vuelta a su familia tirada encima de un caballo —suplicó Rowena, con una mano en su hombro—. Sé que no pretendías matarla, pero quedará un precio de sangre entre ti y el rey de los deceanglos. Por favor, sé prudente en este asunto. Hay que devolverla en un carro escoltado, como mínimo.
Plautenes seguía meciéndose y llorando sobre la forma inmóvil de su ama, agarrándole la mano. Salvo por su antinatural rigidez y el hilo de sangre que le salía de una fosa nasal, Olwyn podría haber estado dormida. Plautenes miraba aquel cuerpo, y no podía dejar de recordarlo lleno de vida.
—Ha muerto sin saber qué había sido de su nieto. Cielos, quería a Myrddion más que a la vida misma. Si lo habéis asesinado, mi señora habría preferido estar muerta. —El sirviente alzó la cara manchada de lágrimas para mirar a Vortigern con los ojos húmedos y enormes. Pese a todas sus palabras anteriores, el rey sintió unos momentáneos remordimientos.
—De acuerdo. En señal de respeto a la diosa y el rey de los deceanglos, mi guardia se ocupará de tu ama. La dama Olwyn será envuelta como es debido para la travesía y Hengist, como capitán de mi guardia, escoltará en persona el carro que la devolverá a su familia. En cuando al Medio Demonio, no tengo ni idea de dónde está, pero vive. Estos dos magos están muriendo en su lugar.
—Ya han fallecido, mi señor —interrumpió Hengist—. Rhun ha dejado de respirar hace un momento, mientras que Apolonio lleva un poco más muerto. ¿Qué queréis que hagamos con los cuerpos y la sangre?
—¿No me he expresado con claridad? Creía que todos los presentes habían entendido mi edicto de que los cadáveres serán enterrados bajo las losas de mi nueva torre, mientras que su sangre se usará en el mortero para las piedras. La muerte de una mujer, por noble que fuera, no es motivo para cambiar mis órdenes. Confío en ti, Hengist, para que hagas las paces con el rey de los deceanglos.
—Melvig me matará y os mandará mi cadáver de vuelta como pago por la muerte de su hija a vuestras manos —observó Hengist con calma. Era consciente de que un extranjero en Gwynedd tenía tantas posibilidades de sobrevivir al cumplimiento de esa misión como un gallo en una zorrera.
—Entonces tendrás que idear un modo de salvar el pellejo —dijo Vortigern con indiferencia—. He hecho todo lo posible por ofrecer una compensación. —Dio la espalda a su capitán—. ¿Rowena?
Su mujer se levantó del pequeño taburete que le habían proporcionado durante las largas horas de aquella interminable noche. Se había ocultado una vez más entre las sombras después de convencer a Vortigern de que se atuviera a razones, despeinada, asustada y desconcertada por la crueldad y la inhumanidad de su marido.
—¿En qué puedo ayudarte, esposo? —preguntó con voz algo forzada.
—La ajorca de la perla —gruñó Vortigern, sin mirarla siquiera. Tendió una mano con la vista puesta todavía en Hengist—. El brazalete de oro con la gran perla de río que vino del norte. Te lo regalé hace tres años en Olicana. Formaba parte del tesoro del cofre de guerra picto que capturamos cuando pusimos en desbandada a esos bárbaros azules en el norte. Quiero que me lo devuelvas; ¡ahora!
Rowena contempló los muchos brazaletes y pulseras que adornaban sus brazos, que tintinearon cuando luchó por aislar un aro grueso de puro oro naranja macizo. Con el ceño fruncido por la concentración, además de un desagrado casi invisible, forcejeó con el enorme cierre tachonado de perlas. Por fin, la pestaña se abrió y el brazalete se deslizó hasta su mano. Sin mirar a Vortigern, colocó la joya en la palma de su mano, que había estado esperando. En un anticlímax, el rey lanzó el brazalete a Hengist, que apenas tuvo tiempo de reaccionar para atraparlo al vuelo.
—Para la familia de la mujer. El precio de su sangre derramada queda pagado.
«Vortigern no es un rey», debería haber replicado Hengist, antes de tirar el brazalete al barro y alejarse caminando. Notó que el desplante cobraba forma en su boca, pero su instinto de supervivencia y el conocimiento de que la joya ya pertenecía a la familia de Olwyn templaron su ánimo. «Este hombre es un animal, por mucho que digan que los bárbaros somos nosotros los del norte. Me da vergüenza tener que ser yo quien lleve este regalo a Myrddion, pero será la última misión que cumpla para este rey de paja. Se ha comportado de un modo deshonroso, ha menospreciado mi lealtad y me ha liberado de servirle.»
Hengist asintió e hizo una reverencia a Vortigern, que apenas se molestó en reconocer el respetuoso gesto del guerrero. El capitán miró a Rowena a los ojos por encima del hombro de Vortigern y advirtió en su cara cierta rigidez que delataba desagrado y resignación.
El frisón ayudó a Plautenes a levantar el cuerpo flácido de Olwyn y transportarlo hasta un tosco carro situado en los establos, pero le fallaron las palabras para expresar su vergüenza por la muerte de la dama. Mientras Plautenes tendía y preparaba el cuerpo de su ama en el carro, Hengist se disculpó y se dirigió al aposento de la reina en la fortaleza. Esperaba verse obligado a robar una mortaja para Olwyn, pero descubrió que la reina ya se había excusado de presenciar los últimos compases de las ejecuciones y se movía por la pequeña alcoba, ordenando a las sirvientas que le trajeran sus cofres.
El capitán se detuvo en seco en el umbral e hizo una reverencia, maldiciendo para sus adentros. Después, con una sonrisa sarcástica, decidió que la sinceridad tal vez funcionaría mejor que el robo.
—Mi reina, busco un sudario para envolver a la sacerdotisa ordovica. Confieso que os lo habría robado, porque no conozco ningún otro sitio donde encontrar una tela de esa longitud. Podéis ordenar que me azoten, si así lo deseáis, pues lo merezco.
—No necesitas robar de mí, thegn Hengist. Si yo hubiese actuado antes para salvar al chico, la pobre seguiría viva. Tú lo rescataste, ¿no? Espera un momento.
Levantó la tapa de un arcón labrado que siempre viajaba con ella, con independencia de adónde la llevara Vortigern. Contenía vestimentas lujosas, telas de fina lana y valiosos linos con bordados delicados que sugerían enredaderas y flores. Sacó uno de esos preciosos tejidos; un dibujo de olivos recorría los bordes superior e inferior de la antigua y algo amarilleada tela.
—Llévate esta tela, aunque sea indigna, para amortajar a la sacerdotisa. A lo mejor su fantasma me perdonará su asesinato. Me han dicho que los árboles son olivos, y no los sagrados robles, pero servirán. De acuerdo con el picto que la poseía, la tela procedía nada menos que de Roma, era parte del botín que habían saqueado a las legiones. No sé si decía la verdad o no. —Hizo una pausa—. Cuando veas al Medio Demonio, ruégale que interceda por mí ante la Madre y la diosa, porque no les deseo ningún mal. Hice votos a nuestros propios dioses cuando Vortigern me escogió como segunda esposa. Le he dado dos hijos a los que adoro y protegeré hasta que me muera, pero mi señor se ha vuelto soberbio hasta el punto en que no le importa nada que no sea el poder que ha reunido a su alrededor. Lo come de la carne de su enemigo, lo absorbe de la sangre de sus muertos y se infla con él. Hará lo que sea con tal de adquirir más poder todavía, y hasta se plantea el asesinato de sus hijos mayores. Compréndeme, Hengist, porque estamos emparentados por la parte de tu abuela. Deploro las monstruosidades que el rey perpetra, pero es mi marido y las vidas de mis propios hijos dependen de que acate sus deseos.
—Lo entiendo, mi reina. —Hengist le quitó la tela de las manos y luego besó el granate del cabujón en su pulgar—. No me volveréis a ver, mi señora, porque vuestro marido ha quebrantado nuestro juramento mutuo al ordenarme que vaya a una muerte segura. En lugar de eso, regresaré a la isla de Thanet, donde me espera mi familia. Muchos de los guardias me seguirán, de modo que cuidaos de la ira de Vortigern y esperad en silencio. Creo que no nos encontraremos de nuevo a este lado de las sombras, pero os deseo lo mejor. Rezad por nuestro pueblo, porque los vientos soplan en nuestra contra y el emperador se agita en el sur. Que Freya vele por vos y los vuestros.
Rowena enderezó la espalda y Hengist reconoció por fin que era algo más que unas piernas largas y doradas y un cabello trenzado y glorioso capaz de atrapar a un hombre en sus centelleantes ondulaciones. Como la Madre Mar, había tormentas que proyectaban su sombra bajo el pacífico brillo azul de sus ojos.
—Date prisa, thegn Hengist. Vortigern volverá pronto, pues el derramamiento de sangre le enardece y sin duda me buscará. Parte tranquilo, en la seguridad de que no delataré tus planes.
Cuando se volvía para salir, la túnica de Rowena se le deslizó del hombro y Hengist vio la marca amoratada de una mano sobre su hermosa carne. En vez de avergonzar a su reina con su piedad, se irguió y miró al frente, pero deseó, con todo el desprecio de un hombre fuerte, que el gran rey del norte aprendiera que sus vasallos y parientes no eran esclavos insignificantes, sino criaturas de carne, hueso y rencor tan real e inmediato como el suyo.
—En fin —le confió a Plautenes mientras amortajaban a Olwyn con su fabuloso sudario—. El gran rey enseguida descubrirá que no es una mano derecha fuerte lo que hace a un gobernante.
Plautenes contempló al barbudo guerrero mientras colocaba el caballo de Olwyn entre las varas del carro. Después ató su montura a la parte trasera del vehículo y subió al asiento para coger las riendas.
—Desde luego, no sois como ningún sajón que haya conocido.
—¡Soy frisón! —replicó Hengist en tono de broma, al recordar los comentarios de Myrddion el día anterior—. Salgamos de este lugar de sangre y muerte antes de que Vortigern cambie de idea. El rey está algo más que medio loco con el poder sobre la vida y la muerte que puede ejercer a su antojo. Sin embargo, estos dos pececillos piensan escapar del lucio, ¿o no, mi amigo griego? Los dos somos extranjeros en una tierra muy extraña.
Con una carcajada irónica, la pareja salió de la fortaleza de Dinas Emrys a la vez que la última de las antorchas de la torre en ruinas parpadeaba y daba paso a la oscuridad.
Cuando el carro llegó al punto de la calzada donde el sendero estrecho y cubierto de maleza se bifurcaba para adentrarse en el bosque en la dirección de la aislada cabaña del leñador, Hengist encargó a Plautenes que esperase mientras él recogía al joven sanador. Agachándose para evitar las ramas más bajas, el capitán hizo una mueca al pensar en la difícil tarea que tenía por delante, pero cuadró los hombros y alineó la cabeza de su montura con el sendero casi invisible que atravesaba la espesa arboleda. Plautenes observó al norteño con impaciencia. Había pasado menos de una semana desde el rapto de Myrddion. ¿Cómo respondería su extraño y joven amo a la pérdida de la persona que más quería?
Hengist pensaba algo parecido según su caballo se abría paso entre la hierba alta, la aulaga y los arbustos, y él con un brazo se protegía la cara del ramaje bajo. Cuando vio parpadear una luz a lo lejos, el sajón sintió que se le encogía el estómago al pensar en la conversación que le esperaba.
Habían erigido una sencilla cabaña cónica y un cobertizo no menos destartalado en un pequeño claro, donde un huerto plagado de malas hierbas daba fe de la dejadez de sus ocupantes. Cuando Hengist aporreó la endeble puerta con su puño protegido con malla metálica, la madera retembló y oyó dentro unos correteos que parecían de ratas moviéndose sobre paja. La puerta se entreabrió y una cara arrugada y estropeada lo miró bizqueando.
—¿Sí?
El leñador sostenía un gastado cuchillo cerca de su barriga, y Hengist dio un paso atrás y abrió los brazos para demostrar que no blandía arma alguna.
—Vengo a por el muchacho —explicó con un tono tan seco como la bienvenida del leñador.
La puerta se cerró de golpe y el capitán oyó una bofetada seguida de un arrastrarse de pies sobre tierra desnuda. La puerta se abrió del todo y pudo ver el interior de la cabaña.
—Aquí lo tienes, o sea que ¿dónde está mi paga? Mi mujer ha intentado darle de comer, pero le falta… ¿me entiendes? —El campesino se señaló la cabeza.
—Tendrás tu dinero. ¡Tráelo aquí!
Myrddion salió por la puerta, empujado, y parpadeó bajo la luz de la luna. Parecía aturdido y enfermo, como si el arrebato en la torre derruida de Vortigern hubiese consumido su cuerpo y su mente, de tal modo que solo en ese momento empezaba a recuperarse.
—¡Hengist! —murmuró el muchacho, cuando sus ojos empezaron poco a poco a enfocar.
—¡Por el cinturón de Baldur! —maldijo Hengist con franqueza y una sonrisa apenada—. Tienes peor aspecto que un gato viejo. ¿Qué te pasa, chico?
—Se me ha ido la cabeza durante un rato, pero creo que solo tengo hambre —musitó Myrddion. Tenía la cara más pálida incluso de lo normal, de modo que el mechón blanco de su sien derecha destacaba mucho.
Con una punzada de remordimiento, Hengist cayó en la cuenta de que el chico apenas había comido durante al menos cuatro días, en gran medida por culpa de la ignorancia y la superstición de la tropa sajona.
—No te preocupes, chico. Te meteremos algo entre pecho y espalda y enseguida te encontrarás mejor. Los chicos de tu edad pueden comer más que un viejo como yo.
Myrddion examinó el rostro de Hengist y presintió un problema en la actitud campechana e impropia del capitán.
—¿Señor? —interrumpió el leñador, revelando una dentadura marrón y rota al sonreír—. ¿Mi paga?
Algo asqueado, Hengist le lanzó un puñado de monedas romanas de cobre mientras subía a su gran caballo y le tendía la otra mano a Myrddion. Mientras el leñador agachado recogía su botín, Hengist subió al muchacho delante de él.
—¿Dónde está el oro que me prometiste? —aulló el leñador, empleando algunas palabras soeces para referirse a las familiares de Hengist.
—¿Dónde está la comida que tenías que darle al chico? Pero bueno, si quieres, puedes reclamar la deuda al rey Vortigern. A nosotros nos da igual, pero él a lo mejor se interesa por tus cuitas.
Las maldiciones del leñador aún resonaban en sus oídos, cuando el hombre y el niño se adentraron de nuevo en el lóbrego bosque.
Con la columna pegada al torso de Hengist, Myrddion sentía la rigidez del cuerpo del frisón a través del cuero tachonado de bronce y la áspera lana. Sin necesidad de palabras, el joven sanador supo que había ocurrido alguna calamidad y que, en esos precisos instantes, Hengist estaba intentando dar forma en su cabeza a las palabras de explicación. Myrddion sentía una aprensión que iba creciendo con cada paso del caballo hacia el camino.
Los dos compañeros salieron a la luz de una luna moribunda y casi chocaron con el carro, sobre el que Myrddion vio a Plautenes sujetando sin fuerza las riendas con una mano y secándose los ojos llorosos con la otra.
—¿Plautenes? ¿Qué…?
Dejó la frase en el aire cuando el sirviente alzó la cara y el joven sanador vio los rastros resplandecientes que habían dejado las lágrimas en sus demacradas mejillas. Se tiró del caballo al suelo y se encaramó a la rueda del carro para contemplar la forma amortajada que yacía dentro. Con unas manos tan delicadas y ágiles como las de cualquier chica, desenvolvió el fino lino y dejó a la vista el rostro durmiente de Olwyn, con todas las arrugas de la preocupación alisadas por la pérdida de toda su personalidad y viveza de espíritu.
—¡Ay, abuela! ¡Abuela! ¿Cómo has llegado a esto? ¿Por qué me seguiste?
—No podía descansar hasta saber que estabais a salvo, joven amo. Mi señor Eddius y yo intentamos disuadirla, pero no nos hizo caso. Estaba decidida a llevaros de vuelta, a cualquier precio. Pues bien, le ha costado la vida. Y no sé qué haremos sin ella.
—¿Cómo? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo murió? —La voz de Myrddion se alzó hasta bordear la histeria, aunque no había derramado una sola lágrima. Se subió por el borde del carro, se tumbó junto al cuerpo de su abuela y apretó la cara contra su pecho todavía cubierto por el sudario.
—Levanta, Myrddion —ordenó Hengist con brusquedad—. No te comportes como un crío. Te contaré todo lo que ha pasado, si tanto quieres saber sobre la muerte de tu abuela, pero antes debes levantarte y sentarte junto a Plautenes. La dama Olwyn demostró un gran valor y debemos honrarla, no avergonzarla con nuestras debilidades.
—No entiendes, Hengist, el agujero que su muerte deja en mi corazón. Estoy seguro de que has perdido a parientes cercanos en el pasado, pero a menos que seas responsable de la única persona que siempre te protegió de los males del mundo… entonces no puedes entender, no puedes saber cómo lo daría todo por volver a ser un niño en sus brazos.
El muchacho sollozaba en silencio y Hengist se sintió un poco avergonzado por sus duras palabras, fueran ciertas o no.
—Sí que sé cómo te sientes, Myrddion, pero no tengo tiempo para ayudarte a comprender cómo afrontamos nuestra pena los sajones y los frisones. Deja solo que te explique que exigimos que la culpa se pague con tanta sangre, oro o sufrimiento como requieran nuestras lágrimas. Sé que opinas que las costumbres sajonas son bárbaras, y tal vez lo sean, pero de un hombre de nuestra raza que mata a otro, aunque sea por accidente, se espera que cuide de la familia de su víctima o afronte el mismo castigo. Una tierra inclemente engendra una respuesta inclemente y en apariencia insensible pero que alivia nuestro dolor. Llora si debes, porque reñirte ha sido un error.
—Entonces cuéntame cómo murió Olwyn. No daré un paso hasta saberlo. Y no me ahorres ningún detalle, porque la culpa ya es mía.
Hengist se subió a su caballo y con una seña de la cabeza le indicó a Plautenes que pusiera el carro en movimiento.
—Tenemos que irnos antes de que se haga de día y el sol no tardará en salir. Vortigern se arrepentirá de su magnanimidad al dejarte en libertad, Plautenes, y deseará que tanto tú como Olwyn desaparezcáis. No querrá enemistarse porque sí con los reyes del norte.
Ya empezaba a clarear por el este, y una mancha no muy distinta a la sangre diluida tocaba la panza de una densa masa de nubes. Amenazaba lluvia, y Myrddion casi la acogió con agrado porque el agua ocultaría las lágrimas que no creía que fuesen a cesar nunca. Mientras avanzaban a la par con el chirriante carro viejo y sus enormes ruedas de madera, Hengist refirió a Myrddion todo lo que había sucedido en Dinas Emrys. No hubo detalle tan insignificante o doloroso que pasara por alto, pues Hengist entendía que Myrddion debía comprender que Vortigern, y no él, era el responsable de lo que había ocurrido en la fortaleza en ruinas.
—Los sajones, frisones y jutos somos pueblos duros, pero no bárbaros del todo, como podríais creer. La reina Rowena ha aportado la mortaja de tu abuela porque no ha podido salvarla. Y yo tengo el soborno de Vortigern, lo que en su necedad entiende por un precio de sangre, en realidad solo pensado para que me separen la cabeza de los hombros en cuanto se lo dé al rey de la tribu deceangla. Te lo entrego a ti, es de origen picto y no porta la sombra de Vortigern. Llévalo y acuérdate de mí.
Al principio, Myrddion tuvo ganas de tirar el brazalete, de pura repugnancia, pero casi oyó a Olwyn susurrándole al oído que tuviera sentido común, de modo que cambió de idea. Apenas le cabía en la muñeca, pero logró cerrarlo.
Hengist cabalgó con ellos hasta que tuvieron a la vista la ancha calzada romana que se dirigía al sur. Entonces explicó que se separaba de ellos.
Myrddion lo miró y lo vio como una forma oscura sobre el brillo del sol naciente. Los tonos rojos de su pelo creaban una corona alrededor de su cabeza y salpicaban de copos dorados sus manos y dedos.
—Serás rey dentro de no mucho, Hengist —murmuró el chico a su salvador—. Pero dudo que creas que ha valido la pena.
—¿Es una profecía, Medio Demonio? —replicó Hengist con una sonrisa algo insegura en los extremos.
—No, thegn, es una observación. Adiós, noble Hengist. Si todos tus compatriotas fueran como tú, no habría disputas entre nosotros.
—Ajá, pero no lo son, ¿verdad? Como tampoco todos tus paisanos son como tú y tu inquebrantable abuela, de modo que al parecer seguiremos siendo siempre enemigos. Adiós, Medio Demonio. Espero oír grandes cosas de ti en los años venideros.
Hengist desapareció a lomos de su enorme caballo como si la tierra se lo hubiera tragado, y dejó a Myrddion en paz con su dolor y su rabia.
El trayecto a Segontium fue largo y duro, y con cada giro de las ruedas reforzadas con hierro Myrddion oía la voz de Olwyn, que susurraba: «¡Espera, querido! ¡Espera, querido! ¡Espera, querido!».