10

Dinas Emrys

Sus primeros líderes fueron dos hermanos,

Hengist y Horsa […] Eran los hijos de Uictgils,

de padre Uitta, de padre Uecta, de padre Uoden,

de su linaje desciende la realeza de muchas provincias.

BEDA
Historia ecclesiastica gentis Anglorum
[Historia eclesiástica del pueblo de los anglos]

El sol había asomado cuando Hengist por fin ordenó que se pusieran los caballos al galope. A Myrddion le dolían todos los huesos del cuerpo y se prometió que, si salía de esa, aprendería a dominar el arte de la monta. Mientras el sol seguía ascendiendo hacia el cénit, la tropa sajona atravesó atronando pequeñas aldeas de cabañas cónicas de barro, sorprendentemente bien cuidadas, huertos organizados y limpios de malas hierbas. La prosperidad había arraigado en la estrecha cuenca del río, donde la tierra era rica y el agua, abundante.

Sin embargo, la buena tierra no tardó en quedar atrás de los enormes caballos y sus no menos imponentes jinetes. El paisaje pasó a adoptar el familiar y amargo patrón de tierra desnuda, pedernal, basalto y amenazadores picos de montaña.

—¡Allí, muchacho! —gritó Hengist mientras señalaba hacia las alturas con la mano libre—. Dinas Emrys te espera. ¡Contempla la torre en ruinas!

Myrddion alzó la mirada mientras su caballo tensaba los músculos para acometer el empinado camino. La caída de la torre había dejado en un lado de la fortaleza una boca abierta por la que quedaban parcialmente a la vista las estancias de la estructura principal. Junto al camino había desperdigadas enormes piedras que habían caído rodando desde las alturas. Esclavos y picapedreros se esforzaban por acarrear las rocas más pesadas de vuelta al altozano que era la mayor ventaja de la fortaleza.

Justo cuando Myrddion creía que su exhausta montura se vendría abajo, el capitán obligó al contingente a acometer un último esfuerzo desesperado por remontar la pendiente, y solo cuando accedieron a un patio lleno de hombres trabajando y desfigurado por la mampostería caída, ordenó a los sajones que tiraran de las riendas.

Se bajó de su caballo, levantó a Myrddion de la silla y luego lo aguantó hasta que el chico recuperó la sensibilidad de las piernas dormidas.

—Te desataría, joven Myrddion, pero mi señor se enfurecería por mi impertinencia —dijo en tono de disculpa, cariacontecido ante el menoscabo de su honor.

—No tiene importancia, mi señor. Lo entiendo.

—¡Para mí la tiene! —estalló el capitán mirando al chico a los ojos—. Horsa es mi hermano y lo curaste cuando otro enemigo lo habría abandonado a su suerte. Mi padre fue Uictgils, hijo de Uitta el finés, rey de Frisia, y el honor nos obliga a los dos a saldar la deuda que tenemos contigo. Si sobrevives a la prueba de los hechiceros, puedes acudir a mí y te prestaré toda la ayuda que pueda.

—Ciertamente, mi señor Hengist, no sois como ningún sajón del que haya oído hablar.

Hengist se rió.

—Cuidado, hombrecillo, intenta no decir lo que piensas con tanta franqueza. El rey Vortigern se te acerca por la espalda y es un hombre de arrebatos impulsivos, sin sentido del humor ni confianza en nada ni nadie. —Antes de que Myrddion pudiera darse la vuelta, el capitán hincó una rodilla en señal de respeto al hombre que se acercaba. Curiosamente, el gesto no le hizo perder un ápice de dignidad—. Mi señor, os he traído al Medio Demonio antes del mediodía de hoy, como ordenasteis.

Myrddion giró sobre sus talones y levantó la mirada hacia Vortigern, que estaba a contraluz.

El rey miró hacia abajo y vio a un niño que lo evaluaba con ojos serenos. ¡Esos ojos! Había algo familiar en aquellos pozos negros y Vortigern sintió un brusco escalofrío por la espalda.

—¡Medio Demonio, por supuesto! —murmuró.

El chico abrió del todo aquellos ojos intrigantes. En ellos Vortigern vio sorpresa, inteligencia y una curiosidad abrasadora que el niño no hacía el menor esfuerzo por disimular.

—Me llamo Myrddion ap Myrddion, mi señor —dijo.

—Te llamaré como me venga en gana —le espetó Vortigern con furia—. ¿Quién eres tú para adoptar el título de hijo del Señor de la Luz?

Myrddion bajó la mirada a sus manos atadas.

—Vos sois rey, mi señor, y podéis dirigiros a mí como os plazca, aunque preferiría el nombre que me pusieron. Me ofrecieron al señor de la luz en mi nacimiento y él me aceptó como hijo.

Esbozó una sonrisa pícara, y Vortigern sintió la extraña fuerza de su encanto. El rey trazó la señal protectora que lo ampararía del mal a sus espaldas.

—¿Culpáis a un niño sin nombre por escoger un padre cuando no lo tiene?

—No digas nada más, Medio Demonio. Tu linaje carece de importancia para mí… salvo en lo tocante a que tu padre es un demonio. Tú mismo careces de importancia. Cuando se ponga el sol esta noche, serás entregado a los dioses como sacrificio para volver a unir las paredes de mi torre. Mis magos me aseguran que solo la sangre del vástago de un demonio puede impedir que mi torre se caiga… ¡una y otra vez! Tanto dará lo que pienses o sientas en cuanto llegue la oscuridad. —Vortigern desvió su atención a Hengist—. Llévatelo y dale agua, pero ponle grilletes en los pies. Saldrá corriendo a la mínima que nos despistemos.

A Myrddion le ofendió la acusación de cobardía, y sus ojos reflejaron por un momento una gran ira. Una vez más, Vortigern sintió una extraña punzada de familiaridad, acompañada de un miedo irracional.

«Nunca había visto a este chico, o sea que ¿por qué me da miedo? ¿Dónde he visto esos ojos?» Unos extraños recuerdos corretearon como ratas por la cabeza del gran rey. Se estremeció, porque casi sentía el roce de sus colas escamosas y prensiles contra la pared interior del cráneo.

—Llévatelo, Hengist, y no lo pierdas de vista en ningún momento. —Hizo una mueca—. Encontrad a Rowena. Quiero a mi mujer.

Hengist pensaba cumplir su promesa de cuidar de Myrddion, de modo que el fornido capitán encontró una sombra que fuese a crecer conforme avanzara la tarde. A regañadientes, obedeció a su señor y ató los tobillos del muchacho. Cuando Myrddion se quejó de que tenía sed, Hengist le llevó su propia bota de agua a los labios y recibió como agradecimiento una sonrisa radiante y directa.

—¿De dónde vienes, Hengist? ¿Por qué dejaste tu hogar para vivir en estas colinas? Dinas Emrys no es un lugar agradable.

Desconcertado, Hengist miró a Myrddion y se preguntó por qué un niño en semejante peligro se interesaba por la vida pasada de un enemigo mortal. Aun así, la tarde era cálida y Hengist no tenía nada mejor que hacer.

—Mi abuelo era Uitta, el rey de Frisia, pero mi rama de la familia era muy pobre. El rey actual, que es primo mío, no veía con buenos ojos a dos posibles aspirantes al trono que además eran parientes tan cercanos, de modo que, cuando tenía dieciocho años y Horsa nueve, huimos al norte para buscar refugio en los salones de Hnaef, el rey juto. Como mercenario exiliado, adquirí cierta fama hasta que Hnaef murió y mi primo fue a la guerra contra los jutos.

—La vida en el exilio debía de ser casi tan desagradable como ser un medio demonio —murmuró Myrddion con tono comprensivo—. Los dos somos parias.

Hengist soltó una carcajada irónica. Qué extraño ser compadecido por un niño que estaba a punto de ser ejecutado.

—Sigo siendo un exiliado, de modo que no ha cambiado nada salvo el lugar donde vivo. Llegamos aquí con otros pueblos de Germania para encontrar un hogar. Sí, la mayoría son sajones, pero todos estamos sin casa y sin tierra. A todos nos odian por un motivo u otro.

El chico no dijo nada. El silencio se prolongó hasta que Hengist sintió la necesidad de llenar el doloroso vacío.

—Los hechiceros advirtieron al rey Vortigern de que sus hijos no estaban contentos con su nuevo matrimonio y pretendían apresurar su muerte. Yo me había ganado el respeto de mis hombres con años de derramamiento de sangre, a cambio del oro de reyes desesperados. Cuando Vortigern pidió mercenarios, vi la oportunidad de conseguir unas tierras propias y un futuro seguro para mis hijos. Cymru, o la Britania como la llamáis, sin duda es lo bastante grande para todos nosotros.

Hengist parecía ansioso por justificarse, de modo que Myrddion asintió. Comprendía su necesidad de un espacio propio, pero el chico sabía que la Britania no era lo bastante grande para lo que Hengist representaba.

—El rey hizo un llamamiento a todos los guerreros que quisieran acudir a Dyfed para unirse a su guardia personal, prometiéndonos riqueza y tierras como incentivo. Pero ya casi he perdido la esperanza en Vortigern, porque no hemos visto nada de tierra y la paga es irregular en el mejor de los casos. Nos habría ido mejor tomando lo que quisiéramos como los sajones de Caer Fyrddin, que han formado alianzas con Vortigern y después se han instalado donde les ha parecido. Pero estoy atado por mi juramento al rey. —Hizo una pausa—. Todo este asunto me revuelve el estómago. Son supersticiones estúpidas. Puedes creer que los sajones son bárbaros, pero no veo como tu sangre va a sostener la torre de Vortigern. Seas o no un demonio, mi honor ha quedado mancillado por toda la búsqueda y las circunstancias de tu captura. Sin embargo, le di mi palabra a mi señor y mi palabra lo es todo. ¿Lo entiendes, Myrddion? No quiero que tu fantasma me lo reproche cuando te maten.

El chico apoyó las manos atadas sobre el brazo de Hengist en un gesto de comprensión. A Hengist le asombró ver que los ojos de Myrddion se llenaban de lágrimas, y se sintió tan culpable que le fallaron las palabras.

—A veces veo cosas, Hengist —susurró Myrddion—. Intento evitarlo, porque la gente podría creer que de verdad soy hijo de un demonio. Pero sé que Vortigern no puede matarme, o sea que en ese aspecto puedes quedar tranquilo, mi señor.

Hengist soltó un gruñido de incredulidad. Entonces la expresión del chico se tensó de repente, y fijó la mirada al frente.

—Estoy seguro, Hengist, de que algún día poseerás unas tierras magníficas, y en un futuro no muy lejano. Gobernarás un reino en el sur y Horsa morirá en el proceso de ganarlo, pero sus hijos y los tuyos echarán raíces profundas en estas tierras, aunque yo lucharé durante toda mi vida para expulsaros. Tú y yo, Hengist, somos hermanos en el fondo.

—¿Qué farfullas, chico? Para cuando amanezca, tú estarás muerto y yo seguiré siendo un guerrero sin tierra.

—Recuerda mis palabras, Hengist, porque no volveremos a vernos una vez que haya completado lo que tengo que hacer aquí, aunque oiremos hablar el uno del otro muchas veces en los años venideros.

Los ojos del muchacho parecían tan grandes que Hengist temió ahogarse en sus profundidades negras, donde no llegaba la luz. Entonces Myrddion sacudió la cabeza, quitó las manos del brazo de Hengist y parpadeó con rapidez mientras sus visiones se desvanecían.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué he dicho? ¿Me ha dado una especie de ataque?

«¡No sabe lo que ha dicho!», pensó Hengist frenético. ¿Podía el Medio Demonio ser un auténtico profeta? ¿Podía ser un genuino maestro de los dioses de las serpientes?

—¡Por el cinturón de Baldur! —exclamó en un susurro—. ¿Sufres estos accesos a menudo, Myrddion?

—Recuerdo que te he contado que a veces veo cosas, pero luego he sentido como si me envolviera un líquido negro y espeso. Veo formas en el agua oscura… Guerreros armados, una fortaleza junto a un gran mar y una piedra extraña con un caballo blanco a su lado. —El chico sacudió la cabeza otra vez como si quisiera despejar las imágenes inconexas—. Pero te juro que no sé si las imágenes son reales o un mero síntoma de fiebre. Me asustan, porque no creo en esas cosas.

Hengist se sobresaltó, se mordió la uña del pulgar y después tomó una decisión.

—Pase lo que pase, Myrddion de Segontium, juro que te ayudaré a salir de Dinas Emrys con vida. Lo exige mi honor, pero más importante aún es que me ofreces esperanza para el futuro, porque tal vez sea verdad que posees clarividencia. Mi gente está más acostumbrada a que sean las mujeres quienes ven… pero me has demostrado que tu don es verdadero. No podías saberlo.

—¿Saber qué? —preguntó Myrddion, con un hilo de voz temerosa.

—Que mi nombre significa semental y el de Horsa, caballo. Mi escudo de guerra es rojo, por la sangre, con un corcel blanco encima. Como te habrás fijado, monto bien para ser sajón.

—Frisón —replicó Myrddion, con los ojos muy abiertos.

Hengist soltó una risa sincera. Le había llegado el turno de ofrecer ánimo y comprensión.

—Los hombres de armas tienen poco tiempo para adivinos aunque, por lo general, somos gente supersticiosa. La suerte ciega decide muchas batallas, de modo que nuestras inclinaciones son naturales. Pero solo he conocido a un auténtico mago, y esa persona era terrorífica porque no tenía ni idea de las palabras que pronunciaba. Era un hombre menudo y deforme que vivía de la caridad de mi abuelo y era una fuente constante de risas y mofas en la corte. Pero cuando se le ponían los ojos en blanco… Bueno, hombres valientes notaban que las rodillas les flaqueaban.

—Yo no quiero ser objeto de pena o de miedo —susurró Myrddion—. Quiero ser sanador. ¡Creo en lo que es real!

—Aquel tullido objeto de escarnio me dijo que gobernaría una tierra lejana y que mi nombre viviría durante eras incontables. —Hizo una pausa y luego miró fijamente la cara de Myrddion—. También me advirtió de que tuviera cuidado con un muchacho de ojos negros cuya sangre envenenaría a cualquiera que amenazase a su persona.

—Yo no puedo ser ese chico —protestó Myrddion.

—Me revelaron mi futuro hace muchos años, cuando no era más que un niño yo mismo. Tú ni siquiera habías nacido. Me alegro de haber sido amable contigo, joven maestro, porque sospecho que eres un auténtico vidente. Apolonio es un embaucador, un hombre que vive de su ingenio, aunque Rhun es harina de otro costal. Sus runas dicen la verdad, tal vez, pero echando la buenaventura por dinero prostituye cualquier don que pueda tener. Vortigern lo pagará muy caro si intenta matarte a causa de ellos.

Después, Hengist hizo una reverencia y se arrodilló en el polvo delante del chico.

—Recuerda que no te deseo ningún mal, Myrddion. Recuerda también que he jurado saldar mi deuda contigo antes de saber que tenías el don de la visión.

—Por favor, no me hagas reverencias, Hengist —rogó Myrddion, casi llorando de angustia—. ¿Por favor? Solo soy un chico corriente, de verdad.

Pero Hengist esbozó la sonrisa satisfecha de quien sabe un secreto y contuvo su lengua.

La tarde transcurrió poco a poco, lo que concedió a Myrddion la oportunidad de examinar el enclave de la torre en ruinas de Vortigern antes de que la luz empezara a menguar. Aunque el terreno era duro como el pedernal, pelado y seco, un tramo de tierra en la base de la torre presentaba una capa de hierba alta y exuberante, si bien los canteros habían aplastado los brotes tiernos.

«Donde la hierba crece con esa abundancia, suele haber una buena reserva de agua —pensó Myrddion para sus adentros—. Pero ¿por qué solo en ese punto? Aquí no parece crecer nada más. A lo mejor hay agua debajo de los cimientos.»

El gusanillo de la curiosidad reconcomió a Myrddion durante el resto de la tarde.

La oscuridad había caído. Una brisa insistente, que subía por las pendientes del valle desde el lejano mar, agitaba el cabello negro del chico que esperaba en las ruinas de la torre a conocer su destino. Era un viento frío y atravesaba las ruinas de la torre con un débil gemido.

—¡Ya vienen, muchacho! —susurró Hengist—. Ha llegado el momento de ser valiente y confiar en que los dioses estén contigo.

El guerrero señaló una hilera de antorchas que iluminaban el camino para Vortigern, su esposa, sus dos hechiceros y un séquito de nobles y guerreros. Detrás de la solemne comitiva, dos campesinos transportaban con esfuerzo una gran tina de estaño. Hengist emitió un breve gruñido de repugnancia al comprender el propósito de ese prosaico objeto.

—No tengas miedo, muchacho —bisbiseó mientras ponía a Myrddion en pie.

El rey avanzó con cuidado entre los cascotes hasta plantarse delante del hombre y del chico. Hengist hizo una reverencia pero Myrddion se quedó erguido, con la cara alzada hacia el rostro severo de Vortigern.

—Mi médico te abrirá las venas, chico, porque no soy cruel sin necesidad. En cuanto hayamos mezclado tu sangre con el mortero, mi torre se sostendrá alta y fuerte, lo que dará sentido a tu vida.

Un anciano encorvado y vestido de blanco se adelantó con paso vacilante, seguido de un sirviente que llevaba una bandeja con escalpelos afilados. Aunque a Myrddion se le revolvió el estómago, también reparó en que el sanador estaba más asustado que él y en que sus rodillas temblaban a ojos vista. A pesar de sus temores, Myrddion rompió a reír.

Vortigern echó la cabeza atrás como una serpiente a punto de atacar.

—¿A qué viene tanta alegría? ¿No comprendes que estás a punto de morir? ¿O acaso esperas que tu demoníaco padre te salve?

—No, mi señor, puesto que dudo que mi padre sea un demonio. En cualquier caso, aun si mi sangre une vuestras piedras, vuestra torre volverá a caer en cuanto sea reconstruida.

Le había llegado a Vortigern el turno de reír.

—¡Pero tú no estarás aquí para verlo, Medio Demonio! Aun así, satisfaré mi curiosidad. ¿Por qué volverá a derrumbarse mi torre?

—Si caváis en los cimientos, mi señor, descubriréis que vuestra torre está construida sobre una profunda laguna, de tal modo que la estructura no tiene una base que la sostenga. Si vuestros hechiceros os dicen otra cosa, mienten.

Apolonio y Rhun protestaron con vehemencia y se ajustaron las túnicas con gesto desdeñoso.

—No le hagáis caso, señor. El niño intenta salvar su indigno y maligno pellejo.

Cuando Vortigern abrió la boca para replicar, Hengist miró con expresión intrigada al muchacho y vio que Myrddion tenía los ojos fijos y rojizos a la luz de las antorchas. Su cara parecía tallada y pura, cubierta de sombras e insensible al pensamiento. Sintió que le daba un vuelco el corazón.

—Dentro de la laguna, si la queréis drenar, encontraréis dos dragones enzarzados en una batalla —decía Myrddion con una voz que era más vieja, grave y amenazadora que nada que debiera salir de entre unos labios infantiles.

Hengist oyó que se elevaba un murmullo supersticioso entre los guerreros que se apiñaban justo fuera del círculo de las antorchas y se resistió al impulso de apartarse del chico y esa voz sobrenatural. Recordó su juramento y se mantuvo firme.

—Un dragón es blanco, como el estandarte de los sajones, y su aliento es de gélido granizo y nieve. Sus garras son afiladas guadañas de frío hierro y sus escamas son placas de hielo blanco azulado. Todo aquello que tocan sus garras o aliento muere al instante a causa del frío antinatural de un invierno eterno.

El silencio era absoluto. Los testigos apenas se atrevían a respirar mientras la sombra de Myrddion se alargaba y parpadeaba a la luz de las antorchas.

—El otro dragón es rojo, como el estandarte que lleváis como tótem personal, rey Vortigern. Es una criatura de fuego y calor elemental, y allá por donde pasan sus garras y sus placas humantes rojas, el agua susurra y humea. Su aliento es de fuego, azufre y vapor, y maravillosos son los rubíes de sus ojos sanguíneos.

Vortigern observaba al muchacho como si un monstruo habitara en su carne.

—Esos dragones combatirán hasta el final de los tiempos, el dragón de hielo y el dragón de fuego, como si Germania y la Britania estuvieran por siempre enzarzadas en una contienda mortal. Los veréis si caváis en los cimientos, donde el dragón de hielo se derrite bajo el embate del aliento mortífero del dragón rojo. Cavad, mi rey, y veréis que digo la verdad. La sangre de un niño nunca atrapará a los monstruos del caos.

Vortigern echó el cuerpo hacia atrás y habría golpeado a Myrddion si Hengist no se hubiera interpuesto.

—No, mi señor. ¡Mirad! El chico está en trance. Es el padre el que habla por boca del hijo. Ordenad a los sirvientes que caven, pues temo por vuestra vida si matáis a este muchacho.

Aun así, Vortigern habría ordenado a su sanador que cortase las venas de la garganta del chico, pero Rowena se adelantó corriendo y agarró el brazo de su marido con la fuerza de la pasión y el terror.

—¡Míralo, marido! No es ningún niño, por pequeño y joven que sea. Fíjate en que no parpadea, no es él mismo. Cava en los cimientos de tu torre, mi señor, no sea que nos acaezca una gran desgracia.

Apolonio y Rhun lanzaron una mirada rápida y asustada por los guerreros reunidos y se dispusieron a escabullirse del círculo de luz, pero Vortigern captó su movimiento e hizo un gesto con la mano; se vieron rodeados.

—Por favor, marido. Este niño me da miedo. No nos eches encima la cólera de los inmortales sin necesidad.

Vortigern empezó a caminar de un lado a otro mientras luchaba por mantener su reputación de firmeza sin la menor renuncia a su dignidad personal. Sus guerreros, absortos, estaban cautivados por los ojos impasibles del Medio Demonio, de modo que los magos salieron a hurtadillas de la luz y desaparecieron en la oscuridad. Solo el sonido de los pasos de Vortigern podía oírse sobre el retumbar de los corazones de sus hombres.

Por fin, alzó las manos en ademán de rendición.

—Hengist, puesto que crees que el chico habla con sinceridad, organiza a unos cuantos campesinos fuertes para que caven en la base de la torre caída. Si no encuentran agua, te haré personalmente responsable del tiempo que habremos perdido.

Hengist palideció un poco, pero asintió con valentía aceptando la orden y salió al trote del círculo de las antorchas en busca de trabajadores y herramientas para la tarea que le habían encomendado.

Poco después, doce campesinos llegaron corriendo con Hengist a la cabeza. Usando sus distintos aperos, los peones empezaron a cavar con saña en el punto donde la hierba crecía con tanta fecundidad. Bajo los ojos de basilisco del rey, la tierra volaba y el agujero se hacía cada vez más grande.

—Señor, empieza a filtrarse agua en el agujero —anunció Hengist, con la voz quebrada por la emoción.

—¡Seguid cavando! —ordenó Vortigern, con rostro rígido e implacable.

Los campesinos siguieron trabajando sin rechistar con fango hasta los tobillos, aunque el proceso perdió ritmo cuando intentaron desplazar las pegajosas capas de arcilla mojada. Entonces uno de los peones clavó un pico con fuerza en la tierra y un pequeño chorro de agua se abrió paso por el agujero abierto por la herramienta. En un momento, bajo la presión de la corriente subterránea, el agujero empezó a desmoronarse, ensanchándose con tanta celeridad que los campesinos se vieron obligados a huir del foso por su propia seguridad. El hoyo no tardó en llenarse de agua, que rebosó y empezó a derramarse por la ladera del monte dejando un rastro rojo de fango color óxido.

—Hay una laguna profunda debajo de la torre —concluyó Hengist—. ¿Deseáis ver a los dragones, mi señor?

Vortigern sufrió un breve escalofrío de asco y aprensión.

—No. Cuando el agua pierda fuerza, llenad el agujero de cascotes. La nueva torre de Dinas Emrys se construirá al otro lado de la fortaleza, en cuanto se haya localizado un lugar apropiado. —Vortigern se volvió de nuevo hacia la cara inexpresiva del chico esbelto que ni se había movido ni había hablado en todo el tiempo que se había dedicado a la excavación—. ¿Estás contento, Medio Demonio? Tu vaticinio era correcto. ¡Responde, maldito seas!

Aunque la última exigencia fue un grito, Myrddion no dio muestras de haber oído la pregunta del rey. Entonces, justo cuando el silencio parecía prolongarse dolorosa e insultantemente, el chico empezó a hablar con voz monótona:

—Escucha, Vortigern, rey de las tierras de Cymru. Mucho has vivido, pero ahora tienes los días contados. No hay mercenarios a sueldo ni magos charlatanes que puedan cambiar tu destino. Tu nombre vivirá muchos años, pero tu valor, tu sabiduría y tu astucia en la batalla serán olvidados. En las épocas venideras, hombres y mujeres hablarán de este momento en el tiempo y se maravillarán de que pudieras creer con tanta facilidad unas mentiras absurdas.

Vortigern levantó los puños como si pretendiera golpear al muchacho, pero la voz inexorable siguió hablando y despojó de fuerza a los músculos del rey.

—Los bárbaros a los que has acogido en tu reino robarán toda la tierra, hasta que tu pueblo se vea obligado a esconderse en lugares remotos y elevados, tal y como los pueblos pictos fueron expulsados hace tantas generaciones. A su vez, llegarán guerreros de la Galia y los sajones conocerán el sabor de la amarga derrota. Recelad del rey que mira hacia el cielo, porque sin duda morirá. El león batallará contra el unicornio, la media luna y el dragón, pero será él el vencedor. Hasta el leopardo del norte agachará la cerviz ante su poder cuando se robe la piedra sagrada. Una rosa reinará en medio de la sangre, la enfermedad y el fuego, y el dios crucificado será derribado en sus iglesias. Una reina predicará la dulce razón durante un tiempo, pero después las rosas serán aplastadas bajo las zarpas del leopardo y un triple trono se alzará para hacer que el Sacro Imperio Romano se estremezca. Ve con cuidado, oh rey, porque en los siglos venideros los que queden de tu raza te odiarán como heraldo del caos.

Rowena palideció y aferró el brazo de Vortigern como si temiera que fuese a matar al niño para acallar esa voz tranquila e insistente.

—Unos hombres que renuncian a la belleza ejecutarán a un rey, y la tierra sangrará cuando los hermanos se maten entre ellos. Habrá varas que escupan fuego y las armas de guerra harán estallar a los hombres en pedazos de carne sanguinolenta. Desde lejos, los guerreros matarán, hasta que la corona vuelva a estar ocupada por unos niños de allende el mar gris, de modo que unos extranjeros gobernarán mientras Cymru se desvanece hasta ser un recuerdo.

»En las épocas venideras, los hombres vivirán en castillos de cristal y volarán por los aires en armas de hierro que escupirán muerte a muchos kilómetros de distancia. Los hombres matarán sin ver nunca la cara de sus enemigos. Gobernantes monstruosos bajo cruces torcidas asesinarán a millones de personas mientras el mundo asustado guardará silencio hasta que lleguen nuevos monstruos para sacarlos a rastras de sus tronos.

»La ciudad de los romanos se derretirá y Londinium arderá hasta sus cimientos. Los hombres caminarán entre las estrellas y convertirán naciones enteras en ascuas resplandecientes, mientras que los esqueletos blancos bailarán en sábanas de llama iridiscente. Aun así, aunque la tierra misma esté envenenada y el cielo gris por el polvo, los hombres seguirán abriendo pergaminos extraños y leyendo tu nombre.

Myrddion hizo una pausa y los oyentes, aliviados, creyeron que había terminado, pero una convulsión recorrió al chico de la cabeza a los pies como si un demonio interno hubiera sacudido su frágil osamenta desde dentro.

—Oídme, aquellos de vosotros que sobreviviréis a las guerras de Vortigern que están por venir. No todo está perdido, porque nacerá un niño del dragón de fuego, un niño que será noble y despiadado, amable y sanguinario, sincero y falso sucesivamente. Durante un breve periodo, tan corto que las canciones lo llamarán una edad de oro entre eones de caos, este niño arrancará una espada de una piedra y detendrá a los hijos de Hengist en su marcha de mar a mar. Lo conoceréis cuando llegue, aunque muchos hombres apartarán la cara de su gloria. El Trino os lo traerá, y todo lo que Vortigern ha construido mediante superstición y ambición será expulsado de la tierra. Maldeciréis este día, porque Vortigern no aprenderá de mis palabras. El regicida perecerá, al igual que todo vestigio de su sangre traicionera, y solo sus crímenes mancharán esta tierra y su recuerdo.

—¡Basta! —gritó Vortigern—. Deja de hablarme de ciudades quemadas y armas que surcan el cielo. ¡No te escucharé! Apartadlo de mi vista. Amordazadlo si intenta hablar. ¡Lleváoslo!

Hengist, muy prudente, tapó la boca de Myrddion con una mano mientras levantaba al chico en volandas y lo sacaba del círculo de luz.

Sacando espumarajos por la boca, escupitinas que volaban y le manchaban la barba, Vortigern rabiaba mientras trataba de controlar su ira y su terror. Rowena se descubrió retrocediendo ante aquella cara lívida y congestionada.

Después de dejar al chico tras una pared en ruinas, Hengist comprobó si todavía respiraba. Myrddion agitó las extremidades como si tuviera convulsiones, lo cual quizá fuera el caso, así que Hengist encontró un pedacito de madera que le encajó entre los dientes para proteger su lengua.

Un rugido histérico atravesó el aire inmóvil.

—¡Hengist! ¿Dónde estás? ¿Dónde está el capitán de mi guardia?

—Aquí, señor —respondió Hengist, algo jadeante tras el esfuerzo de saltar por encima del muro destrozado para responder a la enloquecida llamada de su señor—. ¿En qué puedo serviros?

—Tráeme a esos embaucadores, Apolonio y Rhun. Han desaparecido, por supuesto, ahora que han demostrado que me desean la muerte. Solo un traidor me pediría que matase a un vidente. Más valdría que no hubieran nacido, antes de que yo tuviese que escuchar semejantes palabras… semejantes horrores. Encuéntralos, Hengist, y tráemelos cargados de cadenas.

—Cumpliré ese deber con sumo placer, mi rey. —Hengist esbozó una sonrisa astuta por debajo de su barba mientras dirigía a la guardia en una búsqueda rápida y concienzuda a lo largo y ancho de las ruinas, la fortaleza y el camino que bajaba al valle.

Encontraron a los magos en menos de una hora, pues los dos necios no habían tenido ingenio o valor suficientes para dejar la empinada calzada y huir a través de los bosques. Aunque lloraron y suplicaron misericordia, Apolonio y Rhun fueron llevados a rastras y encadenados ante Vortigern.

El rey no había querido abandonar la ruina semicircular de la torre. Las mismas antorchas ardían casi consumidas, clavadas en la tierra por sus largos mástiles de madera, mientras que a Rowena y sus distinguidos acompañantes se les había negado el permiso para abandonar el lúgubre espacio circular donde habían cavado el agujero. Hasta el médico, su sirviente y los campesinos de la tina de estaño habían sido obligados a permanecer dentro del círculo de la luz titilante.

—Apolonio, Rhun, habéis abandonado mi presencia sin pedir permiso —empezó Vortigern antes incluso de que los dos hechiceros tuvieran ocasión de levantarse del suelo donde los habían tirado los guerreros de Hengist—. Vuestros modales son casi tan malos como vuestras predicciones.

—Señor, fuimos embrujados por un demonio que desea nuestra muerte. Ha cegado nuestros ojos y nos ha engañado, tal y como os ha ofuscado a vos —empezó Apolonio, con la papada temblando y los gordos mofletes blancos de miedo.

—¡A mí no me ha ofuscado nadie! Tampoco me han embrujado, a menos que hayas sido tú, Apolonio. El Medio Demonio me ha dicho exactamente lo que encontraría bajo mi torre. Tendría que darte de comer a los dragones que viven allí, pero eso no me aportaría nada. Sin embargo, te usaré como tú pretendías usarlo a él. ¡Traed antorchas nuevas!

Apolonio empezó a farfullar aterrorizado. Hengist captó un intenso olor a amoníaco cuando el hechicero vació su vejiga llevado por el pánico.

Una expresión de alivio había asomado en la cara de Rhun. Vortigern se volvió hacia él.

—Ah, ¿conque piensas que puedes evitar mi justicia en el foso de los dragones, Rhun? No, no se me ha ablandado tanto la sesera que vaya a concederte una oportunidad de vivir, o siquiera de tener una muerte rápida y misericordiosa. Puesto que todas las herramientas están preparadas, vosotros proporcionaréis la sangre. Cuando levante mi torre en otro terreno, la sangre de mis hechiceros será la argamasa que pegue las piedras, y enterraremos vuestros cadáveres bajo las losas para ahuyentar a todos los malos espíritus.

—Os lo advertí, mi amo —comenzó Rhun, cuya cara estrecha y esquelética era la viva imagen del terror y el orgullo—. Las runas amenazaron con la muerte. Os lo advertí, de modo que no merezco vuestro castigo.

—Alguien lo merece y, como te jactaste de comprender tan bien el mundo espiritual, tu sangre resultará casi tan buena como la de un medio demonio, ¿no te parece? En realidad te hago un honor, Rhun. ¿No me lo agradeces?

Apolonio se desmayó, de modo que fue fácil atarlo de pies y manos, pero Rhun optó por luchar y no tardó en sangrar de una serie de heridas y arañazos de poca importancia.

—Como castigo por dejar a vuestro rey en evidencia, los dos seréis castrados y desangrados poco a poco. Al chico le he ofrecido clemencia, pero vosotros intentasteis embaucarme.

—Maldito seas, Vortigern, junto con todas tus obras —empezó Rhun antes de que Hengist le metiera un trapo sucio en la boca rota y cubierta de esputo.

Vortigern se echó a reír.

—Ya no puedes maldecirme de ningún modo que me dé miedo. El Medio Demonio me ha maldecido para toda la eternidad… por vuestra culpa. Ahora, médico, empieza. Y no sientas la necesidad de usar una cuchilla afilada.

Tumbado sobre la grupa de un enorme caballo de tiro de los que usaban para acarrear piedras montaña arriba, Myrddion fue apartado de Dinas Emrys por orden de Hengist. El campesino que guiaba al caballo ladera abajo hacia una cabaña algo apartada del camino contó en su bolsillo las monedas que el capitán de la guardia le había entregado a escondidas antes de desaparecer en la oscuridad.

A sus espaldas, los gritos se elevaban en la noche apacible como el vuelo espiral de los cuervos que seguían de día a los destacamentos guerreros de Vortigern. En crescendos de pura agonía, los espeluznantes sonidos daban alas al campesino y confirmaban su opinión de que nunca hablaría del extraño joven que en ese momento se inclinaba sobre el cuello del caballo. Había pisado las aguas fangosas del foso excavado y había sentido miedo a que un dragón de hielo estirase sus crueles garras y ampliara el agujero de los cimientos. Y que luego, cuando lo hubiera atrapado, lo congelase con su pico como una estatua de hielo.

¡No! Si todo salía bien, el campesino entregaría el chico al leñador y su mujer, y olvidaría que alguna vez había puesto la vista encima del Medio Demonio.

Como si le llegara de muy lejos, Myrddion oyó que el campesino murmuraba para sus adentros por encima de los estridentes chillidos de unos hombres llevados al extremo del dolor. La mayor parte de su cabeza y su espíritu todavía bailaba entre las estrellas, hechizada por la dulce música que hacían los planetas al flotar en sus patrones inmutables a través del tiempo y el espacio. No había dolor o miedo terrenal que pudiese tocar al chico con sus fríos dedos, pues contemplaba el rostro de Dios.