Preso
Para ser finales de otoño, el día quedó despejado y soleado, una vez que las nieblas se evaporaron y las nubes ligeras se disiparon sobre el estrecho frente a Mona. Una brisa marina se llevó a las montañas cualquier nubarrón de lluvia, y el sol convirtió el mar en un tapiz azul oscuro con pálidas capas de verde y turquesa. Los ciudadanos de Segontium disfrutaban del buen tiempo, y hasta los animales de los pastos retozaban y se revolcaban entre la hierba moribunda como si hubiese llegado la primavera otra vez.
Myrddion había llegado a la cabaña de Annwynn poco después del amanecer, justo cuando el sol empezaba a manchar el mar gris. A decir verdad, la sanadora todavía se estaba trenzando la larga melena canosa a la luz de una lámpara cuando el chico llamó a su puerta.
—Sí que estás ansioso, pequeño aprendiz. ¿Tan fascinantes son las herramientas de mi oficio que tienes que estar encima de mí antes incluso de que haya desayunado?
Myrddion empezó a mascullar una disculpa avergonzada hasta que su maestra se apiadó de él.
—Es broma, Myrddion. Debes de tener hambre, muchacho, con este madrugón. Juraría que esta mañana no has comido nada… a menos que tu abuela empiece la jornada cuando todavía es de noche.
—No quería llegar tarde —dijo Myrddion—. Supongo que podría comer alguna cosilla.
—¿Alguna cosilla? Sí, mi joven príncipe. Como me despiste te comerás toda mi hacienda. Tengo gachas, pan recién hecho, miel y leche fresca para ti, o sea que coge lo que quieras.
Con un vistazo rápido a su cara para asegurarse de que no estaba enfadada con él, Myrddion se preparó un almuerzo temprano con el apetito de un animal joven y sano. Mientras comía, contó a su maestra que ahora tenía un perro callejero y le relató lo sucedido la tarde anterior.
—Tienes que ir con cuidado, jovencito. El rencor es un acicate tremendo para algunas personas, que las lleva a casi cualquier extremo con tal de vengarse. Los demás no son necesariamente tan honrados o bienintencionados como tú.
—Sí, Annwynn, lo recordaré. Y ahora, ¿cuándo podemos empezar a trabajar en las herramientas?
Annwynn y su aprendiz estaban sentados tranquilamente bajo el avellano, donde Myrddion practicaba con un escalpelo pelando una manzana, cuando la sanadora vio a tres guerreros que se acercaban a caballo por el camino de la cabaña.
Detuvieron sus monturas y los tres hombres corpulentos y malcarados, armados hasta los dientes, miraron al chico como si fuera una especie de bestia peligrosa. Annwynn se puso en pie, con el ceño fruncido por la preocupación y un miedo incipiente a que Myrddion estuviera en peligro. Se colocó entre el chico y los tres guerreros barbudos e imponentes.
—¿Qué deseáis? Supongo por vuestra presencia aquí que necesitáis a una sanadora.
—Aparta, mujer —ordenó un guerrero mientras desenvainaba su espada larga y bárbara—. Queremos que el chico nos acompañe hasta la fortaleza del rey Vortigern. Es hijo de un demonio, y el rey lo necesita urgentemente, junto con sus talentos especiales. No deseamos haceros daño a ninguno de los dos, pero él se viene con nosotros.
—Pero es Myrddion, bisnieto de Melvig ap Melwy, rey de la tribu de los deceanglos. No podéis llevaros a un joven príncipe tanto de la tribu ordovica como de la deceangla lejos de su hogar, como si fuera un malhechor cualquiera. Tampoco es aconsejable desenvainar una hoja desnuda bajo un avellano. Los dioses harán que caigan problemas sobre ti y los tuyos, pues el avellano es sagrado hasta para vosotros los pueblos bárbaros.
—El rey Vortigern decide lo que podemos hacer, mujer. ¡Basta! Dile al chico que suelte el cuchillo y nos acompañe o, si no, lo ataremos, lo amordazaremos para que no pueda embrujarnos y lo dejaremos inconsciente de una paliza por si acaso, antes de llevarlo hasta el rey Vortigern.
Myrddion se levantó algo tembloroso y entregó el escalpelo a Annwynn.
—Cuéntale a la abuela lo que ha pasado —susurró—. Y pídele que proteja mis pergaminos con su vida. —Tendió sus manos a los guerreros, que parecían sorprendidos de la calma y el coraje del chico—. Y cuida de mi perro, dulce Annwynn. Aún no le he puesto nombre, pero está casi muerto de hambre. ¡Pronto estaré de regreso, te lo juro!
El más joven de los guerreros, al que todavía no le había crecido una barba plena de adulto, tosió para disimular su incomodidad. Aún no había aprendido a mentir con el rostro además de con la boca, y Annwynn sintió que la tierra firme se estremecía bajo sus pies como si se le hubiera abierto un agujero debajo. Aunque la captura de Myrddion no tenía sentido, supo que el chico se enfrentaba a un peligro mortal, pero también reconoció que carecía de poder para protegerlo. Mientras los guerreros le ataban las manos, lo abrazó desde detrás.
—Tu antepasada, Ceridwen, te protegerá. Sé valiente, di la verdad y la Madre te amparará también. ¡Toma! —Levantó los brazos y puso su zurrón en las manos de Myrddion—. Llévatelo. Mi maestro juraba que un sanador siempre necesita su instrumental cuando no lo lleva.
Mientras los guerreros lo subían a la grupa de un caballo, delante del bárbaro más joven, Myrddion sonrió afectuosamente a Annwynn como si fuera ella la que necesitara consuelo. Después, con un repiqueteo de cascos y piedrecillas volando, los guerreros se alejaron al galope rumbo al este, llevando consigo al aprendiz.
Annwynn paró un segundo para atar sus faldones y después echó a correr como si la persiguieran todos los demonios del caos. Para cuando llegó a Segontium, su aliento entraba entrecortado en los pulmones y el corazón le martilleaba dolorosamente en el pecho. Sin hacer caso de su agotamiento, siguió hacia delante a trompicones, ajena a las miradas y murmullos supersticiosos de los vecinos que miraban su cara lívida y sus ojos desorbitados y se hacían a un lado. En el sendero del acantilado, la brisa del océano refrescó su piel acalorada y supo que la villa de Olwyn estaba cerca.
Cuando llegó al patio delantero y las puertas dobles de la villa, se apoyo en la jamba mientras intentaba recuperar el aliento.
—¡La habitación de Myrddion! —dijo resollando cuando aparecieron Olwyn y el griego Plautenes con los ojos como platos al ver el aspecto desastrado de Annwynn.
Después fue arrastrando los pies hacia la puerta que señalaba el dedo de Olwyn. Cuando la abrió, otro invitado a la casa se apartó de un salto de la cama de Myrddion, que estaba desgarrada y hecha jirones.
—¡Tú! ¿Qué quieres, Demócrito? ¿Vienes a por las cosas de Myrddion como si fueras un carroñero, antes incluso de que esté muerto?
La voz de Annwynn vibraba con una furia tan poderosa que se estremecía de forma visible al dirigirse al escriba, quien, asustado, retrocedió ante el dedo tembloroso y acusador.
—¿Qué dices, sanadora? —susurró Olwyn. De repente sus ojos oscuros parecían enormes en su rostro algo avejentado—. ¿Por qué iba a estar mi nieto en peligro de muerte?
—Se lo han llevado los guerreros del rey Vortigern. Lo han prendido por la fuerza, pero antes de que se lo llevaran le he jurado que os informaría de su destino. También he hecho voto de proteger sus pergaminos y a su perro de este indeseable.
Mientras la comprensión asomaba al rostro de Olwyn, Annwynn se volvió hacia Demócrito, que se encogió contra la pared cuando la sanadora dirigió sus largas uñas hacia sus ojos.
—Tú sabes por qué han venido los guerreros a mi puerta, ¿verdad, escriba? Myrddion me contó que codiciabas los viejos pergaminos de mi maestro.
—Está aquí porque ha pedido autorización para verlos —interrumpió Olwyn—. No he visto nada de malo en ello, de modo que le he permitido entrar en la habitación de Myrddion. Sin embargo, le he negado el permiso para rebuscar entre las posesiones de mi nieto sin estar yo delante. Parece ser que Demócrito no ha respetado mis deseos.
—Cualquier podría haber hablado a los hombres de Vortigern sobre el nacimiento de Myrddion —gimoteó Demócrito, cuya cara revelaba a gritos su culpabilidad—. ¿Por qué me juzgáis?
—¿El nacimiento de Myrddion? —susurró Olwyn. Después, rígida de ira, se volvió hacia el escriba con todo el veneno de una madre protegiendo a su hijo—. ¡Fuera de aquí, Demócrito! Sal de esta casa antes de que te eche encima a los siervos del campo. Mi padre sabrá lo que has hecho a pesar de sus advertencias, de manera que vete antes de que pierda el control.
Olwyn tenía la cara pálida como el pergamino, y las manos le temblaban. Demócrito salió corriendo como si llevara detrás a todos los demonios del caos.
—Esta tierra no es lo bastante ancha para protegerte u ocultarte de mí y de los míos como le pase algo a Myrddion —le chilló Olwyn al escriba mientras huía—. Te juro que me suplicarás que extirpe el recuerdo de esos malditos pergaminos de tu cerebro vivo antes de que te llegue la muerte. —Se volvió—. Que alguien vaya a buscar a Eddius al campo del sur. ¡Corred! —Tenía la voz ronca por el pánico—. Siéntate, por favor, Annwynn, porque juraría que estás a punto de desmayarte. ¡Ese gusano! ¡Ese gusano cobarde y lujurioso! Plautenes, ve a buscar a Cruso y un poco de vino para nuestra visitante. Necesita sustento, y nuestro cocinero pronto le devolverá las fuerzas. ¡Deprisa! Juro que asesinaré a Demócrito si nuestro niño ha sufrido algún daño. ¡Date prisa, Plautenes! Myrddion corre un terrible peligro.
Pero el sirviente griego ya había partido y la villa bullía con los sirvientes correteando de un lado a otro.
Eddius llegó a la carrera; tenía la cara manchada de tierra, pues había estado supervisando la última arada antes de que los vientos del invierno congelaran el suelo hasta dejarlo duro como el hierro. Mientras él entraba en el atrio con paso ruidoso, Plautenes volvió con una bandeja cargada con tazas, una gran botella polvorienta y un plato de pequeños pasteles de avena. Eddius vio nada más llegar que Olwyn estaba aterrorizada y que Annwynn parecía exhausta.
—¿Qué pasa? ¿Están enfermos los niños? —preguntó, pero Olwyn atajó sus preguntas y explicó, sin fallarle la voz, el terrible peligro en que Demócrito había puesto a Myrddion.
—Debemos hacer algo, marido, porque Vortigern lo matará pensando que es hijo del mal.
Olwyn estaba muerta de miedo, y Eddius ansiaba disipar sus temores, pero solo se le ocurría una solución.
—Enviaré un mensaje a tu padre. No permitirá que se lleven a uno de sus nietos con tanta arrogancia. También encontraré a Demócrito, porque sospecho que Melvig exigirá que el desgraciado le rinda cuentas.
—Sí, marido, pero a Vortigern no le importará. Debo acudir a él para rogarle que perdone la vida de nuestro niño. Dioses, ayudadme a llegar a tiempo.
Corrió hacia la puerta, pero se detuvo en el umbral para mirar a su marido; en sus ojos había furia. La Olwyn dulce había desaparecido, y era la Madre quien contemplaba a Eddius con una ira inflexible.
—Si le pasa algo a mi niño por culpa del griego, quiero que le pidas a Melvig que lo mande asfixiar obligándole a comerse los pergaminos que tanto desea. Ese hombre estaba dispuesto a sacrificar la vida de mi nieto por su propia ambición y el contenido de una caja de sándalo.
Pese a todas sus súplicas, ni Eddius ni Annwynn lograron disuadir a Olwyn de que partiera en pos de los guerreros sajones. Los mozos de cuadra recibieron instrucciones de preparar dos caballos para un largo trayecto, mientras Plautenes y las sirvientas se encargaban a toda prisa de empaquetar una pequeña bolsa de cuero con ropa y preparar otra con provisiones para el viaje. No sin cierta dificultad, Eddius convenció a su mujer de que se llevase a un sirviente como escolta, y Plautenes se ofreció de inmediato. En menos de tres horas, para disgusto de la casa y con los berridos de los niños siguiéndola durante el largo anochecer, Olwyn emprendió su camino.
Si Myrddion hubiera sido libre, habría disfrutado del trayecto de Segontium a Dinas Emrys. Había tenido pocas oportunidades de examinar a guerreros y le habían descrito a los sajones como los monstruos que se usaban para asustar a los niños pequeños a la hora de dormir. Incluso atado e incómodo, el chico escuchó con atención las conversaciones de los guardias, examinó su vestimenta y trató de captar los matices de la lengua sajona.
Su vigilante personal, el joven guerrero Horsa, seguía siendo lo bastante niño como para hacer más llevadero el tedioso viaje describiendo puntos de interés que se iban encontrando. A veces hablaba en su propia lengua y le habría asombrado saber la rapidez con la que Myrddion absorbía sus palabras más usadas y cómo la retentiva del muchacho le permitía captar el significado de las conversaciones privadas del sajón con sus compañeros guerreros.
—No habría pensado que los sajones fueran tan amables con los niños demonio —le dijo Myrddion mientras atravesaban los montes cubiertos de aulaga—. Los mayores de Segontium me han contado que los sajones se comen a los niños, pero a mí me parecéis civilizados.
—Yo soy frisón, que no es exactamente lo mismo que sajón, y pasé años con mi hermano en la corte del rey de los jutos, Hnaef, en Dinamarca, que tu gente llama Jutlandia. Sí, soy civilizado, pero yo en tu caso no diría esa clase de cosas a mi hermano, Medio Demonio. Se toma nuestro linaje más en serio que yo. Yo solo le sigo, aunque sea a este Udgaad en particular.
La palabra desconocida dejó perplejo a Myrddion, que preguntó por su significado. Por suerte, Horsa era un joven tranquilo.
—Udgaad es el averno, a través del cual crece el árbol del mundo. ¿Es que los celtas no sabéis nada? —Se rió encantado de la expresión de consternación de Myrddion—. ¿Ves lo que es que te hablen como si fueras imbécil?
Myrddion unió las cejas, concentrado, reflexionó y luego su radiante sonrisa bañó a Horsa con auténtico aprecio.
—Sí que lo veo, y lo siento si he parecido insultante, pero quería saber la verdad. Ni todos los sajones son rubios, ni todos los rubios son sajones. Solo un niño, o un necio, haría comparaciones estúpidas. ¿No es cierto, Horsa?
El joven frisón se rió y asintió, y después espoleó su caballo hasta ponerlo al trote sin otro motivo que sentir la brisa en el pelo. Sentado delante de él, Myrddion sonrió con el placer compartido de ser joven y estar vivo.
En el futuro, muchos de los sajones de Dyfed se presentarían como bárbaros crueles y piojosos, pero esos últimos restos de un pueblo otrora orgulloso serían parodias de Horsa y sus compañeros. Horsa era alto, pues superaba el metro ochenta de estatura, y su cuerpo ya era fibroso, con fuertes músculos en los hombros, antebrazos, muslos y abdomen. Bajo su capa de piel, la ropa de Horsa no tenía nada de especial y Myrddion se riñó a sí mismo por creer que todos los sajones eran brutos primitivos que solo se lavaban el día en que nacían. La piel de Horsa estaba a grandes rasgos limpia y tenía los dientes blancos y sanos. Era evidente que había mascado menta para limpiarse la boca, porque le olía bien el aliento. Con una sonrisa rápida y simpática, unos ojos francos de color azul pálido y unas cuantas pecas por encima de la nariz, Horsa parecía un joven amable.
Los demás guerreros sajones tampoco eran tan diferentes de su joven compañero. Tenían el pelo claro, con tonalidades que oscilaban entre el rubio miel y el castaño rojizo, mientras que sus barbas por lo general eran algo más oscuras, frondosas y a menudo rizadas. Por supuesto, comparados con Eddius, los camaradas de Horsa eran peludos y bastante salvajes en cuanto a su apariencia, pero el chico concluyó que eran iguales que los guerreros de todas partes, preocupados sobre todo por el tiempo, la siguiente paga que recibirían y la limpieza y el lustre de su equipo. Las mujeres fáciles también ocupaban un lugar destacado en sus pensamientos y conversaciones.
Después del primer día se sumaron a los tres miembros de la guardia del rey que habían cumplido su misión otros jinetes, y Myrddion fue toqueteado y examinado como si fuera un animal exótico y peligroso. Para los estándares sajones, era un chico de aspecto inusual, con la melena larga azabache, el mechón blanco, y las manos y los pies extraños y estrechos. Hasta le obligaron a abrir la boca para mirarle los dientes. Myrddion aguantó las humillaciones con serenidad, incluso cuando lo desvistieron de arriba abajo para que los guerreros buscaran señales de su ascendencia demoníaca en el torso y las extremidades. Al no encontrar ningún indicio evidente de anormalidad, los sajones de Vortigern se llevaron un chasco, de modo que dejaron que Myrddion se vistiera lo mejor que pudo con las manos atadas.
Myrddion se vio obligado a pedir agua al segundo día, porque sus captores parecían convencidos de que el vástago de un demonio ni comía ni bebía. Los guerreros no eran crueles adrede, ni tampoco estúpidos en sus prejuicios, decidió Myrddion; solo supersticiosos y curiosos. Sin embargo, sus miedos y precauciones le causaron hambre, sed y un gran bochorno.
En el atardecer del segundo día, a Myrddion se le presentó una ocasión de demostrar su valía ante los captores. Horsa era un jinete aceptable, al igual que los demás guerreros, pero su caballo enorme y de cascos peludos le ponía nervioso y solo se imponía gracias a la fuerza bruta y la pasividad natural de la propia bestia. Sin embargo, hasta el animal más plácido se encabrita y se revuelve contra su jinete cuando el miedo lo aguijonea lo suficiente. Bajo sus cascos, el semental vio una serpiente enroscada en la hierba y, como todos los de su especie, enloqueció de terror en el acto.
La serpiente era pequeña y brillante bajo la luz otoñal, pero la gran criatura que de repente le ocultó la luz del sol le causó frío, irritación y miedo. Con los colmillos a la vista y tensa y presta para el ataque, la víbora dirigió la cabeza hacia las musculosas patas que se erigían sobre ella.
Los enormes cascos descendieron. Myrddion se agarró de las crines con ambas manos y rezó al Señor de la Luz para no salir disparado. Horsa no tuvo tanta suerte y cayó hacia atrás cuando su aterrorizado caballo se encabritó una vez más, antes de que sus cascos partieran la espalda del reptil como una ramita. Myrddion se agarró como una lapa a las crines; el enorme animal volvió a empinarse, una y otra vez, hasta que la serpiente quedó reducida a una plasta de piel y hueso esparcida sobre el duro suelo.
Mientras, con admirable disciplina, los sajones habían bajado de sus monturas. Un guerrero arrastró a Horsa para ponerlo a salvo de los peligrosos cascos de su caballo, mientras otro levantaba a Myrddion de la ancha grupa del semental y lo dejaba caer sin miramientos en un lugar seguro. Cuando el animal por fin se calmó, Myrddion volvió corriendo hasta él y usó las riendas para alejarlo de los restos destrozados de la serpiente, antes de echarle un atento vistazo a sus patas. Prestó una especial atención a sus rodillas y corvejones, sobre todo donde la áspera pelambre crecía en remolinos y espirales, en busca de indicios de una perforación.
—¡Oye! ¿Qué haces, Medio Demonio? —gritó uno de los sajones.
—Miro si la serpiente ha mordido al caballo de Horsa, porque no me haría gracia tener que ir caminando —replicó Myrddion con tranquilidad.
—Horsa está acabado —sentenció el hombre, lacónico—. Tiene la pierna rota.
—¿Se ha roto la pierna? Eso no lo matará. Le echaré un vistazo.
El guerrero respondió a Myrddion con un bufido desdeñoso, como negando que cualquier niño, demoníaco o no, pudiera ser de utilidad.
—Todos sabemos que las fracturas graves no se curan, ¿y para qué sirve un guerrero que no se sostiene sobre las dos piernas? Eso, si vuelve a caminar alguna vez.
—He sido aprendiz de una sanadora y he arreglado docenas de huesos rotos. Una fractura limpia no siempre es peligrosa, o sea que intentaré ayudar a Horsa si me lo permitís. Ha sido amable conmigo desde que partimos de Segontium.
—Solo eres un crío —murmuró el capitán de la tropa de Vortigern, aunque sus ojos claros parecían cavilosos bajo sus cejas castañas rojizas. Myrddion decidió que los ojos azules eran expresivos, al contrario de lo que decía el acervo popular, que los describía como fríos e inescrutables. Ese guerrero examinaba al chico con un interés cuidadoso y analítico, que desmentía cualquier rumor sobre la estupidez sajona.
—Se supone que soy medio demonio, ¿recordáis? —replicó Myrddion.
El sajón escupió con asco y llevó al chico hasta Horsa, que estaba tumbado boca abajo sobre unas hierbas mullidas. Tenía una pierna torcida en un ángulo extraño y Myrddion se descubrió rezando para que el hueso no hubiera perforado la piel. Sabía que sus conocimientos eran insuficientes para tratar una herida tan compleja.
Horsa gemía y renegaba en su propia lengua, pero Myrddion se dirigió al capitán sajón.
—¿Me dejáis un cuchillo afilado, por favor? —pidió—. Y necesito mi zurrón. ¿Me lo trae alguien? Está en el caballo.
El capitán sajón lo miró con recelo; sus cejas rojizas se juntaron con aire agresivo.
—¿Para qué necesitas un cuchillo?
—Horsa lleva unos calzones acordonados, hay que quitarle si queremos curarle la pierna rota. Voy a cortar los cordones de cuero que los sujetan por el exterior de la pierna. Sería demasiado doloroso quitárselos de otra manera.
El capitán sacó un fino cuchillo de su estrecha funda de cuero y cortó él mismo los cordones de la pernera derecha de Horsa. Las dos tiras de cuero se separaron y Horsa dejó de gemir el tiempo suficiente para intentar taparse los genitales con las manos. Consciente de lo ridículo que parecía, recurrió a las tiras de cuero para cubrirse.
Tanto Myrddion como el capitán pelirrojo contemplaron la pierna afectada. El aprendiz suspiró de alivio, porque, aunque la espinilla estaba muy hinchada, la piel no presentaba perforaciones. El capitán estiró una mano grande y pecosa como si deseara tocar la piel brillante y enrojecida.
—¡No lo toques! Puedes causar un auténtico estropicio si no sabes exactamente lo que haces —exclamó Myrddion, y el capitán retiró la mano enseguida, como si la carne de Horsa estuviera a punto de estallar en llamas.
—Aquí tienes tu zurrón —musitó otro sajón mientras le entregaba su bolsa, con las correas desatadas y abierta de par en par—. Creo que todo sigue dentro.
Myrddion rebuscó entre el contenido. En el fondo había una botellita de semillas de beleño, además de varios paños limpios, sus notas, que guardaba en un pergamino dentro de un tosco estuche, un frasquito del ungüento extractor y su juego de pluma y tinta. Cuando sacó la funda del pergamino, los sajones lo miraron como si estuviera loco.
—Necesito dos piedras, una de ellas lo más plana posible, una taza y agua limpia. ¡Hervid el agua! Después necesitaré dos ramas grandes podadas. Deben ser lo más rectas posible, y tan largas como la pierna de Horsa desde la rodilla al tobillo. ¿Podréis conseguirme todo eso?
—¿Y qué te impide salir corriendo mientras nosotros jugamos a los sanadores?
Myrddion puso los ojos en blanco con gesto exasperado.
—¿Hasta dónde llegaría? Todavía soy pequeño y no sé montar a caballo.
No sin muchos gruñidos y quejas, los sajones se pusieron manos a la obra. Usaron sus hachas de dos filos para cortar varios arbolitos y acometieron la tarea de podar el exceso de ramas y follaje. El capitán pelirrojo en persona buscó una piedra que pareciese lo bastante plana para los fines de Myrddion, mientras el chico trataba de encontrar un trozo redondo de granito que pudiera usar como mano de mortero. Antes de que la tablilla estuviera preparada, Myrddion ya había empezado a moler las semillas de beleño para formar un fino polvo que después vertió en una tacita de agua.
Mientras el chico trabajaba, el capitán sajón se acuclilló a su lado y le puso encima una mano grande y sorprendentemente bien torneada.
—Horsa es mi hermano, Medio Demonio, y he sido padre y madre para él desde que nos fuimos de Frisia a Dinamarca cuando él tenía nueve años. Si le haces algún mal, no tendrás que preocuparte por Vortigern. ¿Me entiendes?
—Entiendo, señor, pero el deber de cualquier sanador es no causar ningún mal. Intentaré colocarle en su sitio el hueso roto y después atarlo contra una tablilla para inmovilizar la pierna y mantenerla recta. Este beleño dormirá a vuestro hermano y anulará el dolor mientras trabajamos en él.
El chico era tan joven y proponía un plan tan complejo que el capitán estaba perplejo. Usó la mano para levantar la barbilla de Myrddion y poder examinarle la cara.
—No eres como ningún niño que haya conocido, medio demonio o no —murmuró después de mirarlo a los ojos.
—Yo nunca he conocido a ningún frisón, salvo a Horsa —replicó Myrddion—. O sea que no sé si sois como los demás de vuestra raza. Pero sé que no sois un sajón propiamente dicho.
—Tienes la lengua muy larga, chico, eso te lo reconozco. Esperemos que se te dé tan bien tu oficio como hablar.
Myrddion asintió y llevó la taza a los labios de Horsa. A pesar de su dolor, el paciente observó el líquido con aire dubitativo.
—Bébete esto, Horsa —dijo Myrddion con calma—. Hay granos flotando, no se ha mezclado bien, pero intenta acabártelo. Sé que sabe fatal, pero te dormirá y yo podré colocarte el hueso de la pierna. Soñarás y no notarás nada.
Horsa miró al chico con una vana esperanza. Había visto lo torcida que tenía la pierna y sabía que, si no se la trataban, se vería obligado a cojear para siempre sobre una extremidad inútil. Con valentía, asió la taza y apuró su contenido, y después se obligó a rascar los posos con el lateral de un dedo y tragarse la pasta que le quedaba en la uña.
—Bien —le animó Myrddion—. Ahora esperaremos a que el medicamento haga efecto.
Los sajones sometieron varias muestras de tablilla a la aprobación de Myrddion. Para aquel entonces, los altos y musculosos guerreros trataban al chico como a otro hombre, dada la autoridad que demostraba. Uno de los soldados había dado forma al tronco del arbolillo arrancando la corteza y la madera joven de un lado para que se adaptase a la pierna de Horsa. Myrddion asintió en señal de aprobación y el resto de sajones levantaron una lluvia de astillas cuando se pusieron a copiar la forma general de la tablilla aceptada.
En cuanto Horsa empezó a dar cabezadas, el ritmo del tratamiento se aceleró. Myrddion ordenó a dos de los amigos del sajón que le sujetaran los hombros y los brazos mientras otro par cargaba todo su peso sobre los muslos y la pierna sana. En cuanto Horsa estuvo bien inmovilizado, Myrddion se arrodilló junto a su paciente y palpó para localizar la fractura.
—Se ha roto el hueso grande de la espinilla, y los dos extremos están montados. Tendré que tirarle del tobillo para separarlos y después recolocarlos para que el hueso pueda soldarse. Pero no tengo fuerza suficiente para hacerlo solo. —Se volvió y examinó el pergamino que estaba desplegado en el suelo. Después señaló al capitán de la guardia—. Como hermano de Horsa, tenéis que hacer exactamente lo que yo os diga. ¿Por favor? Sé que soy solo un niño, pero Horsa necesita que me hagáis caso. Quiero que os sentéis a sus pies, le agarréis la pierna rota por el tobillo y tiréis poco a poco hacia vuestro pecho. Yo guiaré los dos extremos rotos y los juntaré en cuanto los hayamos separado. Le haréis daño y lo pasará mal, pero más vale sufrir un poco ahora que quedar tullido de por vida.
Bastante pálido, en capitán hizo lo que le decían, y Horsa empezó a sacudir las extremidades y gritar con un hilo de voz, a pesar de los efectos soporíferos del beleño.
—Métele un palo entre los dientes si puedes lograrlo sin perder un dedo —ordenó Myrddion a un sajón con toda la calma que pudo—. Pero no dejes que se mueva.
Asombrosamente, el guerrero sajón acató sin rechistar las órdenes del niño.
Myrddion actuó con rapidez y empezó a palpar el lugar de la fractura. Ejerciendo toda la presión de la que eran capaces sus dedos, dirigió el movimiento de los huesos mientras rezaba para que su fuerza bastara para completar la tarea.
Justo cuando creía que habían fallado, notó que los dos extremos del hueso se deslizaban hasta unirse, con un espeluznante chirrido de las puntas irregulares al encajar. Horsa se había quedado inconsciente en la parte más dolorosa de la operación, y Myrddion suspiró de alivio cuando uno de los hombres le colocó las tablillas terminadas cerca de la mano.
El chico vendó la pierna en el punto de la fractura, con la esperanza de sujetar y proteger la piel. Después, con toda la rapidez posible y la ayuda del capitán sajón, ataron las tablillas alrededor de la pierna para inmovilizarla. Solo cuando hubo terminado su tarea, Myrddion, tembloroso, se permitió el lujo de respirar profundamente.
—¿Podrá cabalgar Horsa cuando despierte? —preguntó el capitán.
—No, de ninguna manera. Cualquier movimiento indebido podría dislocar otra vez los huesos. La próxima vez tal vez no tengamos tanta suerte —respondió Myrddion sin circunloquios, aunque veía que el capitán estaba recuperando su posición de cabecilla incuestionado y autoritario de la tropa una vez superada la emergencia.
—Alric, ve a la aldea más cercana y ocúpate de que un carro recoja a Horsa. En cuanto pueda viajar, llévalo de vuelta a Forden. Nosotros seguiremos adelante para llevar el Medio Demonio al rey Vortigern.
Por lo que el chico podía ver, la única ventaja que había adquirido era disponer de un caballo para él solo.
Cuando tendía las manos para que lo ataran otra vez, con el zurrón recogido y bien colgado del hombro, Horsa despertó y vio su pierna atada y entablillada, aunque seguía aturdido y tenía los párpados medio caídos.
—¡Chico! ¡Ven aquí! —dijo, y el capitán permitió que Myrddion se arrodillase junto a su paciente—. ¿Caminaré bien otra vez? ¿Seguiré siendo un guerrero?
Myrddion contempló los ojos claros de Horsa y vio el terror que se ocultaba como una sombra enorme tras la endeble fachada de coraje del joven. Lo entendía, porque un tullido vivía de la piedad y la limosna de los hombres más afortunados.
—Siempre que estés dispuesto a no cargar el peso sobre la pierna durante al menos seis semanas, el hueso se soldará y recuperarás la fuerza.
El joven sajón hizo una mueca y se le nublaron los ojos.
—Te lo juro, Horsa. La pierna se curará si sigues mis instrucciones y te cuidas. La piel no se ha roto, aunque es posible que tus calzones no vuelvan nunca a ser los mismos.
Horsa se rió y luego se serenó enseguida.
—Que los dioses te bendigan, Medio Demonio, si es que lo eres. Y cuando pueda levantarme otra vez sobre las dos piernas, yo bendeciré al chico que me salvó. Rezaré y le pediré a Loki que puedas burlar a los hechiceros del rey, porque solo el dios embaucador puede salvarte de las intenciones de Vortigern.
El capitán pelirrojo subió a Myrddion a la ancha grupa del semental de Horsa, mientras un guerrero sostenía al enorme caballo por las riendas. Myrddion miró a Horsa y al guerrero que se quedaba con él, serio y tranquilo.
—Dudo que volvamos a vernos, Horsa, pero, si es así, siempre estaremos en bandos contrarios. Es una pena, porque te admiro y espero que te recuperes… aunque el tiempo decrete que uno de los dos debe matar al otro. Veo que mis palabras te hacen sonreír, porque los dos sabemos que el rey Vortigern pretende matarme. —Se encogió de hombros—. Creerás que lo que digo no tiene sentido.
—Espero que todo te vaya bien, Medio Demonio.
—Me llamo Myrddion, me pusieron el nombre en honor del sol, el Señor de la Luz.
—Entonces te deseo lo mejor, Señor de la Luz.
Myrddion rompió el tono serio del adiós con una risilla al oír el tratamiento que le daba Horsa y después se despidió con las manos atadas como un crío cuando el guerrero que sujetaba las riendas del semental se las colocó entre las crines blancas. El capitán frisón espoleó a su caballo y la pequeña comitiva regresó al camino que llevaba a los montes pelados.
—Hemos perdido unas horas y Vortigern espera que lleguemos a Dinas Emrys antes de mañana a mediodía —musitó el capitán, mientras aguijoneaba a su caballo y la bestia aceleraba—. No tendremos más remedio que cabalgar toda la noche.
Cuando el atardecer dio paso al crepúsculo, Myrddion se dejó seducir por la belleza de una luna que se elevó como una perla grande y perfecta por encima de un banco de nubes contorneado de gris. Su resplandor suave teñía con un barniz delicado y opalescente las montañas, los cascos de los sajones y las placas de bronce de sus corazas de cuero. Myrddion reconoció la belleza que existía en su armadura y hasta en sus barbas descuidadas, sus perfiles severos y sus musculosos brazos. Esos hombres estaban hechos para la guerra, pero no eran animales. Como los guerreros que procedían de Dyfed o Gwynedd, también eran capaces de amar y ser honorables y agradecidos, como lo eran todos los hombres que combatían para ganarse la vida.
Ajenos a la fascinación de su prisionero con la luz de la luna, los sajones siguieron avanzando, manteniendo un ritmo constante para evitar que sus caballos se cansaran demasiado. Cuando hicieron un alto a primera hora de la mañana para darles a sus monturas una hora o dos de descanso, Myrddion estaba casi dormido y sentía las piernas y las manos entumecidas. Hengist, el capitán sajón, lo bajó de la montura de Horsa y, con dulzura, lo dejó en un tramo blando de hierba tupida que se había secado con el frío de finales de otoño. Luego lo tapó con su propia capa de lana, pues se acordaba de sus hijos, que estaban muy lejos en una recia cabaña en la isla de Thanet.
Un detalle amable, nada más, realmente, en el destino de un chico prometedor que estaba maldito desde su nacimiento. O eso se dijo el capitán mientras el muchacho se ponía de lado, recogía las dos manos bajo el moflete como un chiquillo y se quedaba dormido. Sin embargo, Horsa era el hermano pequeño del capitán, y Hengist había temido la posibilidad de que se suicidase si se hubiera visto condenado a pasar el resto de su vida como un tullido. No dijo a nadie lo que pensaba, pero estaba seguro de que Vortigern tenía más de demonio que ese niño de la luz. Entonces Hengist, mercenario y hombre del rey, cerró los ojos y se rindió a una o dos horas de sueño. No estaba en su poder cambiar lo que les deparaba el día siguiente.
Los sueños le acosaron. Revivió el asesinato de su padre Uictgils, en una de las sanguinarias luchas de poder que se sucedieron tras la muerte del rey Uitta de Frisia. Recordó la soledad de ser un forastero en la corte del rey de los daneses, Hnaef. Y luego el rostro de Myrddion se le apareció, acompañado de una sensación de culpabilidad. Había contraído con él una deuda de sangre que jamás tendría oportunidad de saldar.
Las brisas que preceden al alba estremecieron el roble bajo el que dormía Myrddion. Un zorro que pasó de regreso a su guarida con una perdiz entre los dientes olió peligro y observó al grupo desde las sombras más profundas. Myrddion despertó y vio sus ojos amarillos al otro lado del claro, pero no emitió sonido alguno y permitió que otra criatura salvaje pasara por delante hasta perderse donde no pudieran verla ni olerla los humanos.
No por primera vez, el muchacho deseó poder vivir lejos de las preguntas indiscretas y los ojos desconfiados de sus congéneres. Cuando cerró los ojos de nuevo, supo que el día traería una amenaza que sería mucho más peligrosa que cualquier otra cosa que hubiera afrontado hasta ese momento. Correría por la espesura con el zorro, si podía, pero era el Medio Demonio… y tenía un destino que cumplir.