8

El hijo del sol

Meses antes y muy lejos, en Segontium, Myrddion estaba tan contento que temía que una alegría tan pura provocase la envidia de los dioses. Había limpiado y sacado brillo a la caja, por dentro y por fuera, y le había aplicado una generosa capa de cera de abeja para resaltar el grano y el brillo del sándalo. Experimentaba un placer sensual cada vez que tocaba la superficie de la caja de la sanadora, de modo que la acariciaba a menudo, como si poseyera un alma y una carne tangible propias.

También había limpiado, reparado y abrillantado los estuches de los pergaminos. Las hojas sueltas de materiales extraños se conservarían en las mejores bolsas de piel que Myrddion pudo crear, curtidas y trabajadas con grabados de exquisita belleza. Hasta Olwyn estaba fascinada por el regalo de Annwynn y miraba perpleja las hojas de extraños tejidos, hasta que su padre llegó de visita en verano, acompañado por su escriba. Ese griego respetable había enseñado a Olwyn las pocas letras que sabía, pues Melvig no sentía ningún amor por la cultura y no veía la necesidad de que los guerreros o las mujeres supieran leer y escribir. Solo mediante grandes esfuerzos de persuasión Olwyn había conseguido convencerlo de que había que enseñarle latín a Myrddion cinco años antes, de modo que su escriba, Demócrito, había encontrado un tutor adecuado para el chico.

Olwyn y Myrddion se apartaron de la caja y pidieron a Demócrito que, como experto, les diera su opinión sobre los pergaminos y las hojas sueltas del interior.

Cuando el viejo griego empezó a leer el primer escrito, notó que le flaqueaban las rodillas y que sus manos se echaban a temblar visiblemente.

—¿Aquí? ¿Aquí? ¿En Segontium, ni más ni menos? —musitó—. ¿Cómo pueden estar aquí estos libros, en un lugar tan primitivo como este pueblo de nada y de nadie?

Para ser un anciano, Demócrito hizo gala de una rapidez asombrosa para arrodillarse y ponerse a sacar más pergaminos de sus estuches con aire reverencial. Se le cortó la respiración al desenrollar el quebradizo cuero y ver dos escritos renegridos más, acompañados de dibujos.

—Cielos, muchacho, ¿sabes lo que es esto? ¿Tienes idea de lo valioso que es este pergamino para cualquier erudito?

Myrddion sacudió la cabeza.

—Es valioso para mí porque sé latín y voy a ser sanador.

—Este tratado se le atribuye a Hipócrates, el más capaz de los médicos y sanadores griegos. Es un regalo digno de un rey.

Antes de que Demócrito pudiera arrancarse de nuevo a cantar las alabanzas de los sabios muertos hacía mucho, el chico abordó su necesidad más imperiosa.

—Maestro Demócrito, ¿podríais escribir para mí el alfabeto griego al lado de la versión en latín? Tengo la intención de aprender griego a partir de estos textos, pero tu ayuda sería un gran empujón.

Demócrito restó importancia a la petición del chico como si fuera una interrupción trivial sin el menor interés.

—Sí, sí, joven Myrddion… antes de irme. Pero ¡mira! ¡Aquí hay otro! ¡Y otro más! Todas las mentes preclaras de la medicina griega han encontrado un lugar aquí, en esta humilde caja. ¡Dioses del cielo! —maldijo con veneración mientras desataba los cordones decorados con conchas de una de las carpetas de páginas sueltas—. Ni el bueno de Hipócrates sería demasiado orgulloso como para no poseer este papiro. Es egipcio, muchacho; ¡egipcio! Se escribió en jeroglíficos y después se tradujo al griego. Esto es un auténtico tesoro. Podría pasar lo que me queda de vida transcribiendo de buena gana estas maravillosas reliquias. Cualquiera que dominase el saber de estos pergaminos en verdad llegaría a ser un magnífico sanador.

—Esa es mi intención, maestro Demócrito. Soy aprendiz de Annwynn de Segontium y ella me ha enseñado el arte de las plantas y muchas de sus habilidades, aunque aún no he aprendido todo lo que necesito de ella. Es una auténtica sanadora, pero no sabe leer. Me regaló esta caja, que antaño perteneció a su maestro, quien murió en Portus Lemanis hace muchos, muchos años. A cambio, debo compartir con ella los conocimientos que extraiga de mi lectura.

Demócrito se meció adelante y atrás sobre los talones y examinó con atención la cara franca y radiante del muchacho. Sacudió la cabeza como si no diera crédito a lo que veía en esos ojos oscuros y transparentes, y esa expresión ansiosa. Después, suspirando como si hubiera recordado de pronto su avanzada edad, usó su alto y retorcido bastón para ponerse en pie con esfuerzo. Con el pulso tembloroso, se apartó el cabello gris de los penetrantes ojos y peinó con los dedos libres su barba larga y veteada de negro.

—Mi señora Olwyn, vuestro nieto ha recibido un regalo principesco que es demasiado valioso para un niño de… ¿cuántos años tiene? ¿Diez? Esa caja debería pertenecer a alguien más capaz de cuidar de ella.

Los ojos de Myrddion se oscurecieron y cerraron con una repentina comprensión. Su rápida inteligencia ya había adivinado las intenciones de Demócrito.

—Annwynn me regaló la caja a mí, maestro Demócrito. Es mía, porque he jurado usar el conocimiento que contiene para afinar sus habilidades, además de para aprender yo mismo. Por lo que he leído, maestro, los pergaminos nos enseñan a curar enfermedades, contagios, humores malignos y las heridas de los campos de batalla y las granjas. No fueron escritos para que los estudiasen los sabios, sino para que los sanadores los pudieran llevar a la práctica y salvar la vida de los enfermos y heridos. Puedes creer que eso es lo que he jurado hacer.

—Vuestro chico es impertinente, mi señora Olwyn. Debéis confiscar la caja y cedérsela a alguien más merecedor de estos venerables objetos.

—Vos, por ejemplo —dejó caer Olwyn sin rodeos. No había olvidado los cáusticos comentarios del escriba sobre Segontium.

—A falta de otro erudito en estos lares… sí —respondió Demócrito con tono desabrido y cara de ansia y suficiencia.

Olwyn sabía reconocer un problema cuando lo tenía delante. Se excusó y dio instrucciones a Demócrito de que permaneciese con su nieto mientras ella iba a buscar a Melvig y exigía a su padre que mediara en la disputa entre Myrddion y el viejo estudioso. El rey decidiría quién debía quedarse la caja y los pergaminos de Annwynn. Olwyn sintió una punzada de nervios, porque estaba corriendo un riesgo calculado, aunque confiaba en que su padre haría justicia.

A regañadientes, Melvig acompañó a su hija a la austera habitación de Myrddion, porque no se le ocurría ningún motivo por el que debiera ceder a las exigencias de Olwyn. Sin embargo, pronto cambió de parecer cuando Demócrito lo bombardeó con argumentos para exigir que se confiscara la caja de su bisnieto. Normalmente el rey se habría puesto del lado de cualquier persona mayor en contra de los deseos de Olwyn y su vástago del demonio, pero en esa ocasión optó por ofenderse por la prepotencia del griego.

—¿De dónde sacaste esta caja, Myrddion? —preguntó con tono irritado—. ¿Para qué querría nadie una caja de pergaminos?

—Mi señor —dijo Myrddion con suavidad mientras hacía una profunda reverencia—, mi maestra Annwynn me regaló estos pergaminos acerca del arte de la sanación como parte de mi aprendizaje. Ella no sabe leer y espera que se los traduzca.

La respuesta pareció perfectamente razonable a Melvig, de modo que su enfado por esa impropia perturbación de su descanso matutino empezó a aumentar. Estaban malgastando su tiempo para saciar la codicia de un anciano estudioso, una criatura desprovista de valor en la particular visión del mundo de Melvig.

—Esta caja a todas luces pertenecía a la sanadora, Demócrito, y debería permitírsele hacer con ella lo que le plazca. Si se la ha regalado a Myrddion, no veo por qué no debe permanecer en su posesión. ¿Por qué ibas a quedártela tú? Supongo que la quieres, aunque estés evitando dejar claras tus intenciones.

—Un conocimiento tan valioso, legado por los antiguos, no debería quedar en manos de una sanadora analfabeta y un niño aprendiz —replicó Demócrito con tono pomposo, cometiendo su primer error grave—. Debería poseer los pergaminos alguien que apreciara el saber que contienen.

Pese a todos sus defectos, el rey de los deceanglos aborrecía la arrogancia intelectual. Sonrió como un viejo galgo. Pero Demócrito no lo advirtió y continuó:

—Esos pergaminos tan maravillosos podrían mancharse de sangre en un campo de batalla, o saben los cielos qué otra cosa podría pasarles si ocurriese un desastre en el pueblo. ¡Pensadlo, mi señor! Las palabras de los grandes pensadores manchadas de pus o de polvo. Sería un error arriesgar semejante reserva de sabiduría a cambio de unas pocas vidas.

Melvig se irguió en toda su estatura de un metro setenta y cinco. Tenía el bigote erizado de indignación y su pelo trenzado se le habría puesto de punta de haberse podido mover.

—¿Unas pocas vidas, dices? En la batalla, mis guerreros a menudo mueren de forma horrible, y yo sería el primero en jurar que debe usarse cualquier instrumento que les evite sufrir. ¿Manchas de sangre, Demócrito? ¿Y qué, si vive un hombre que de otro modo podría haber muerto? ¡No! ¡No digas ni una palabra más! Tú leerías de arriba abajo esos pergaminos solo por el puro conocimiento, y te guardarías para ti toda su sabiduría. Por lo menos este chico se propone compartir su saber con todo nuestro pueblo. He decidido que la sanadora es libre de regalar sus posesiones a quien le venga en gana.

—¡Pero si es una mujer! —se lamentó Demócrito, cometiendo su segundo error—. ¡Y analfabeta!

—Y tú eres un necio pomposo cuyo único talento consiste en escribir mis cartas —replicó Melvig, con la cara roja de ira—. O sea que sal de mi vista, viejo, si no quieres acabar mendigando pan.

Olwyn y Myrddion expresaron su agradecimiento con efusividad mientras Demócrito se retiraba de la habitación, pero Melvig acalló sus juramentos de obediencia eterna.

—No os molestéis en hacer promesas que todos sabemos que no cumpliréis —les dijo, de mucho mejor humor gracias a sus halagos—. Myrddion irá de problema en problema durante toda su vida, mucho después de que mis viejos huesos descansen en paz. ¡Atraes al desastre! Y tú, Olwyn, siempre te pondrás de su parte y acabaré ofendiendo a otros viejos sirvientes. Sí, así será, hija, aunque reconozco que eres más obediente que la mayoría de tu sexo.

Mientras salía de la pequeña alcoba de Myrddion, Melvig se volvió para ofrecer un último consejo.

—Deberías ocuparte de guardar esa caja en un lugar seguro, muchacho, porque Demócrito es muy capaz de contratar a alguien para que te la robe. En su lugar, eso es exactamente lo que haría yo si fallaran todos los demás métodos, o sea que te aconsejo que la escondas bien. Deberías pedirle consejo a Eddius. Ese joven tiene un sentido común admirable.

Mientras Myrddion andaba enfrascado en sus pergaminos, descifrando con mucho esfuerzo el alfabeto griego que el rencoroso Demócrito se había negado a transcribirle, Vortigern se subía por las paredes en la lejana Forden. Todo el mundo sufría bajo el azote de su mal genio y sus cambios de humor, incluida la antes indemne Rowena, quien descubrió que, por una vez, el señuelo del sexo carecía de poder para amansar al rey.

Tras dos días de mal humor, durante los cuales ordenó que mataran a un sirviente a golpes por romper una valiosa taza de cristal, Vortigern tomó una decisión. Debía saber la verdad sobre su torre, aunque lo persiguieran Hécate, Ceridwen o la Gorgona, y aunque la Cacería Salvaje de sus antepasados lo encontrase al aire libre la siguiente vez que surcara aullando los cielos.

Por un instante, su cuerpo acalorado se enfrió al imaginar una forma humana enorme y astada que recorría con grandes zancadas las nubes azotadas por el viento, con los ojos color sangre brillando como lagunas de fuego y seguida por una comitiva de sabuesos gigantescos y borrosos jinetes. La primitiva y atávica superstición estuvo a punto de abrumarlo, y le obligó a poner firmes los hombros y contener el temblor repentino de sus manos.

—Que pase lo que tenga que pasar —susurró, y luego se volvió hacia su criado y le gritó—: Quiero a Apolonio y a Rhun. Traedme a esos condenados hechiceros. ¡Ya!

El salón más grande de la principal estructura céltico-romana de Forden no era espacioso ni impresionante, pues estaba construido con un yeso basto extendido sobre piedra sin mortero, con tabiques de listones de sauce. Sus superficies desiguales creaban zonas resaltadas que ondeaban y danzaban a la luz irregular de las lámparas de aceite aromático. Vortigern había descubierto que las lámparas estaban rellenas de aceite de pescado nada más llegar a Forden, y su ira ante el hedor había provocado accesos de pánico entre la población de la localidad. Los tenderos más prósperos no habían tardado en encontrar una cantidad suficiente del preciado aceite para endulzar tanto el aire como el mal humor de Vortigern.

Los suelos de aquel modesto salón al menos estaban enlosados, a diferencia de todos los edificios públicos salvo los de influencia romana, porque muchos de los ciudadanos de Forden vivían sobre suelos de tierra prensada, tan endurecida que podría haber sido piedra, a no ser por una persistente pátina de polvo. Vortigern escuchó el sonido de sus botas de punta de hierro sobre las losas mientras caminaba de un lado a otro de la larga estancia. Habían colocado dos bancos de madera delante de una mesa larga y estrecha, cargada de fruta fresca, frutos secos, pan, un queso entero y jarras de cerveza y sidra. Con un gruñido, Vortigern se dejó caer sobre uno de los bancos, se sirvió una cerveza y cortó una cuña de un queso fuerte y amarillo.

Un leve susurro de lana sobre piedra hizo que el rey volviera la cabeza con el queso a medio camino de la boca. Rowena sonrió a su marido con unos labios carnosos que siempre eran blandos y sensuales. Por lo general, su boca captaba la atención plena de su esposo cuando estaban a solas, pero en ese momento Vortigern apartó la mirada y le dio un violento mordisco al trozo de queso que tenía en la mano.

—¡Siéntate, mujer! He ordenado a esos charlatanes que me has encasquetado que vengan a vernos. Mi guardia personal se asegurará de que sean puntuales.

—Te precipitas, marido mío —murmuró la reina—. Apolonio puede leer para ti las entrañas de la oveja apropiada y veremos qué demonios habitan bajo tu torre. Si Apolonio nos falla, mi compatriota leerá las runas y lo sabremos. No temas. ¿Acogería yo a embaucadores y timadores en nuestra corte? ¿Pondría en peligro la fuerza y seguridad del trono de mi marido?

Vortigern apuñaló una manzana con un cuchillo estrecho y fino, cuyo mango de plata estaba exquisitamente trabajado para parecer un pez, escamas incluidas. Con deliberada parsimonia, empezó a pelar la fruta en una larga y continua espiral, centrando toda su atención en sus manos ocupadas.

—¡Basta, Rowena! Hazme el favor de guardar silencio. No me complacen los consejos que debilitan mi posición ante los sirvientes, o sea que recuerda cuál es tu sitio.

Roja de vergüenza y de rabia, Rowena se sentó muy tiesa con un latigazo de sus largas y ornamentadas trenzas. Sin embargo, aunque su boca generosa se estrechaba en una fina línea de humillación, tuvo la sensatez de callarse. El rey diseccionó su manzana pelada en finos gajos que luego masticó hasta reducir a pulpa antes de tragárselos.

De repente, con un gran estrépito de placas de armadura de bronce, tacones reforzados y el ruido inconfundible de las varas de lanza al golpear la piedra, la guardia de Vortigern entró en el salón real provisional. Aunque solo eran veinte guerreros, su tamaño y disciplina sugerían una fuerza mayor. Jóvenes, ardorosos y fieros, se hincaron de rodillas ante su rey.

—Están aquí los hechiceros, mi señor —anunció su capitán, cuyos ojos azul claro y cabello rubio rojizo revelaban su ascendencia sajona.

—¿Dónde está Vortimer? —preguntó Vortigern mientras indicaba a los guardias que se levantaran con un gesto impaciente de la mano—. ¿Dónde está mi hijo?

—Está en el sur con su hermano, mi señor —respondió el capitán con tono neutro.

Una sonrisa astuta asomó a la cara del rey, casi demasiado fugaz para que un testigo la interpretara.

—Mantenme informado de los movimientos de Vortimer, Hengist. Quiero saber en el acto si intenta partir de Gwent hacia las tierras del sur en poder de Ambrosio.

El rey se giró para mirar directamente a Apolonio y Rhun, que habían entrado en silencio y se habían postrado hasta parecer meros charcos de color en el suelo polvoriento.

—Levantaos. Os aviso de que no estoy contento con ninguno de los dos. Me venís con cuentos sobre asesinatos nocturnos y traiciones anónimas cometidas por mi propia sangre. Luego prometéis que puedo evitar mi destino si reconstruyo Dinas Emrys. Así pues, reconstruyo Dinas Emrys… y entonces la maldita torre se cae sobre mi cabeza y por poco me mata. ¿Por qué no previsteis que la torre podría haberme causado la muerte? ¿O acaso os pagan para organizar mi asesinato?

Apolonio era un griego corpulento, que llevaba una ostentosa túnica multicolor decorada con símbolos arcanos. Levantó la cara y Vortigern vio que tenía la frente perlada de sudor. Le temblaba la papada por el nerviosismo. El rey le respondió con una sonrisa sarcástica que debía servir de advertencia a ese necio gordo, porque estaba harto de medias verdades e insinuaciones y de que lo manejaran como a un rey de paja enganchado a un palo.

—Señor de todo Cymru, os juro que las señales estaban claras. ¿Cómo podíamos saber que un señor de las artes oscuras más poderoso esperaba que visitaseis Dinas Emrys? Él cegó nuestros sentidos a su presencia y sus conjuros maléficos hicieron que la tierra derribase vuestra torre.

—¡Plausible, Apolonio! Pero tus palabras no pueden demostrarse, de modo que tu respuesta me inspira dudas.

Se volvió hacia el segundo sirviente.

—¿Tú qué dices, Rhun? —Las cejas negras e inclinadas se juntaron en señal de ironía o astucia—. ¿Suscribes la teoría del maestro hechicero que pretende asesinarme?

Rhun era incapaz de interpretar la cara del rey, de modo que se encogió de hombros, impasible.

—No lo sé, mi señor. ¿Cómo podría saberlo, si me hubieran hechizado? Pero, si lo deseáis, puedo tirar las runas y daros una solución. Ningún nigromante puede controlar las runas.

¡Un hombre peligroso! Vortigern examinó de arriba abajo al norteño que tanta calma demostraba en su presencia. Rhun era alto y muy delgado, casi como si pasara hambre adrede. Los pómulos le sobresalían afilados como cuchillos y su nariz era como un pico. En comparación, los ojos estaban hundidos profundamente en el rostro esquelético y su boca era una raja inexpresiva y cruzada de arrugas, como si un cruel torturador le hubiese cosido los labios.

—¡Lo deseo! —dijo Vortigern lacónico, aunque sintió que un dedo frío le pasaba una uña por la nuca.

—Entonces las tiraré para vos de inmediato.

Las runas eran pequeñas tablillas de hueso de ballena o marfil de morsa marcadas con un hierro caliente, cuya huella habían resaltado y ennegrecido después con carboncillo para formar unos símbolos que Vortigern no entendía. Rhun las lanzó sobre el suelo de losas, donde se esparcieron, rebotaron, repiquetearon y se detuvieron formando dibujos que resultaban incomprensibles para el rey.

Rhun observó las formas resultantes con una especie de horror enfermizo. Suspiró y empezó a murmurar entre dientes. Vortigern perdió la paciencia.

—Bueno, Rhun, ¿qué dicen tus dioses? Habla y dime lo que ves.

—Me da miedo que el mensaje os enfurezca y me ataquéis llevado por la cólera —musitó Rhun con voz débil y aflautada.

—Te atacaré si no hablas. ¡De inmediato!

Rhun recogió las pequeñas tablillas de marfil y las guardó en una bolsa de cuero que se enganchó al cinturón. Después, una vez puestas a salvo sus herramientas, el hechicero se enderezó hasta erguirse en toda su estatura y empezó a hablar.

—Vuestra torre está hechizada y no tengo el poder de retirar el embrujo que hace que las piedras se separen. Solo vos, Vortigern, mi señor, podéis unir las piedras de Dinas Emrys. Solo vos podéis encontrar al hijo de un demonio, sacrificarlo y sellar las piedras con un mortero mezclado con su sangre.

Vortigern se levantó de golpe y derramó su jarra de cerveza sobre el mantel.

—¿Un niño demonio? ¿Dónde voy a encontrar semejante criatura? Me has dado una respuesta que no puede refutarse y así pretendes conservar la cabeza. Ve con cuidado, Rhun, porque no soy tonto… ni un hombre al que convenga contrariar.

Rhun guardó silencio durante un momento, pero después se armó de valor y recurrió a la vieja respuesta del hechicero, mitad charlatán y mitad profeta.

—Solo vos, rey Vortigern, podéis probar la verdad encerrada en las runas. Solo vos podéis buscar al vástago del demonio. Pero tened cuidado, mi rey, pues podéis encontrar la muerte a la vez que a este niño. Si el vástago de demonio vive, se asegurará de que arda todo cuanto habéis construido. En Caer Fyrddin, donde nació según las runas, el engendro demoníaco conjurará un viento que azotará estas tierras y barrerá a los últimos de quienes os amen. Así pues, no me preguntéis más, rey Vortigern. No puedo leer nada más en las runas, porque se han cerrado para mí. Por favor, mi señor, no preguntéis más.

Vortigern se rascó la barbilla con el índice y observó a Rhun con mucha atención; vio un vidrio de lágrimas en los ojos del hechicero. Rhun estaba aterrorizado. Apolonio pareció oler el miedo de su camarada e intentó encoger su corpachón en la medida de lo posible.

—Muy bien, pues, Rhun. Aceptaré este jueguecillo tuyo, pero te doy tres semanas justas.

Con un gesto determinante, Vortigern indicó al capitán de la guardia que diese un paso al frente.

—Despacha a tus hombres. Recorred el norte en busca del hijo de un demonio y, si oís hablar de él, traédmelo, con independencia de quién sea. Volveremos a vernos en Dinas Emrys dentro de tres semanas y, si no hay hijo de demonio, usaré la sangre de Apolonio y Rhun como argamasa para mi torre. Hala, id con los dioses.

Aunque estaban a punto de desmayarse de terror, los hechiceros huyeron de la presencia del rey.

—No te imaginas lo frustrante que es aprender griego a partir del alfabeto —protestó Myrddion mientras se sentaba con las piernas cruzadas delante del fuego de su maestra y llenaba recipientes de arcilla con hierbas y hongos secos. Se le daba especialmente bien secar, cortar y conservar la materia prima del arte de Annwynn. A la vez que se quejaba a su maestra, sus hábiles dedos seleccionaban y recogían las hierbas y después sellaban los tarros con telas y tapones de cera blanda.

Annwynn había derretido grasa de oveja sobre una hoguera delante de su cabaña, y en cuanto hubo reducido los espesos pegotes amarillos a un líquido bastante untuoso, se dedicó a batir y remover la misteriosa sustancia con unas hierbas hasta formar una mixtura olorosa que encendió la imaginación de Myrddion, además de su olfato. El ungüento que era el producto final de los desvelos de la sanadora tenía varias utilidades. Una versión era una excepcional pomada extractora capaz de obligar a la carne inflamada a expulsar espinas, esquirlas de metal y cualquier otro invasor afilado con un chorrito de pus curativa. Otro ungüento, con uno o dos ingredientes añadidos, aliviaba las quemaduras, las escaldaduras y algunas infecciones. Con su arsenal de opio, beleño, raíz de mandrágora, verónica, enebro, tanaceto, celidonia y demás plantas, Annwynn libraba una batalla constante contra la herida, la enfermedad y el accidente.

Sin embargo, el maestro de Annwynn la había instruido de acuerdo con las enseñanzas de Galeno, el sanador de la antigüedad que había revolucionado el conocimiento que tenían los médicos de la anatomía. Una piel impermeabilizada con aceite, que mantenía enrollada en la pared para protegerla, mostraba el interior oculto del cuerpo y atribuía propósitos a cada órgano de acuerdo con el saber de Galeno. Annwynn le contó con un susurro a su aprendiz que el griego había diseccionado un cuerpo humano, una acción que todos los celtas de bien consideraban una blasfemia.

—Todos los cirujanos de campaña han visto esos mismos órganos destrozados por espadas, hachas y lanzas, o sea que el cuerpo humano no tiene misterios para quienes trabajan metidos hasta los codos en la sangre de los heridos, salvo el de dónde reside el alma —explicó Annwynn mientras Myrddion seguía llenando tarros con hierbas e ingredientes básicos—. Siempre he creído que se encuentra en el cerebro.

—Por lo que he leído, no creo que ningún hombre pueda vivir cuando se perfora el cerebro, maestra, aunque uno de los pergaminos egipcios tiene un dibujo de un médico abriendo un agujero a través del cráneo.

—Sí, Myrddion, se llama trepanación —explicó Annwynn tranquilamente mientras mezclaba tinturas de opio—. Nunca lo he visto, aunque mi maestro me contó que la intervención alivia la presión de una herida al permitir la salida del exceso de sangre. Me dijo que se sabía de hombres que habían sobrevivido a la operación.

—Bueno, pues entonces, maestra, dado que todos los órganos mueren cuando se detiene el corazón, ¿no será este la morada del alma?

Annwynn sonrió a su aprendiz mientras sus manos seguían los movimientos de costumbre.

—Los pergaminos recogen las palabras del griego Hipócrates, que sometía a sus aprendices al principio de que ningún sanador debe usar venenos dañinos o hacer nada que perjudique el cuerpo del paciente. Hipócrates me parece razonable, Annwynn. También se pronuncia en contra de sangrar los malos humores de la circulación, lo que según Galeno es una cura saludable. Sé que no le haces sangrías a tus pacientes, maestra, aunque admires y practiques muchas de las ideas de Galeno.

Myrddion parecía tan serio al dirigirse a su maestra que Annwynn rió, encantada.

—Ay, Myrddion, qué serio eres. Sí, en general no apruebo las sangrías porque el paciente se debilita mucho. Y a veces esa debilidad hace que su enfermedad empeore. Sin embargo, vi obrar milagros a mi maestro con un hombre que padecía de cólera. Tenía la cara de un rojo vivo y sufría unos curiosos accesos en los que apenas podía respirar. Cuando mi maestro lo sangraba, mejoraba. —Annwynn casi podía ver el funcionamiento de la cabeza de Myrddion—. ¿Lo ves, chico? Ya me has ayudado ofreciendo las palabras e ideas de otro sanador. Recapacitaré sobre tus palabras, Myrddion.

—Yo también recapacitaré sobre la práctica de la sangría, maestra.

Annwynn le sonrió con afecto.

—El sol todavía calienta, Myrddion, de modo que hoy es un buen día para que pases la tarde jugando. No es sano que un chico de tu edad pierda todas sus horas libres con una vieja.

—Sí, maestra. Ya he acabado con las hierbas secas, de todas formas —replicó Myrddion mientras desenroscaba su largo cuerpo y se ponía en pie. Mirándolo, Annwynn envidió la juvenil flexibilidad y la facilidad de movimientos de su aprendiz.

—Mañana examinaremos las herramientas del médico y el cirujano. Habrá que encargarle un juego para ti al herrero, o sea que ven listo a prestar atención por la mañana. Ay, chico, solo son herramientas de hierro, no te pongas así —añadió cuando vio iluminarse de ilusión la cara de Myrddion—. No están hechas de oro o plata.

—Llegaré temprano, Annwynn, te lo prometo.

Luego, medio andando medio brincando, el chico se fue. Dejó un espacio vacío en la tarde de Annwynn, y hasta el calor del sol parecía más débil en su ausencia.

El optimismo de Myrddion duró todo el trayecto hasta el camino y la calzada romana que llevaba de la cabaña de Annwynn hacia Segontium. Cegado por el placer de la expectación, Myrddion apenas notó el aguijón de finales de otoño en el viento, porque todo su pensamiento estaba volcado en la emoción de aprender por fin a usar bisturíes, taladros y sondas nasales. Vio las aulagas doradas y los espinos, los montes verdes en cuyas laderas pacían las ovejas como pequeñas borlas de nube y, en el pueblo en sí, las gaviotas que graznaban volando en círculo. Hasta la débil luz del sol bastaba para otorgar un resplandor dorado a los toscos adoquines de las calles, donde una llovizna había dejado pequeños charcos. Todo iba bien en el mundo de Myrddion, que creía que nada podría estropear su felicidad.

Una pandilla de niños se perseguían por el mercado cuando Myrddion lo atravesó. Uno de los más grandes tiraba piedras a un perro raquítico que gañó lastimeramente cuando un canto le alcanzó en el flaco costado. Sin pensar, Myrddion levantó al animal tembloroso y se volvió hacia sus torturadores.

—Meteos con alguien de vuestro tamaño —chilló mientras el perro escondía patéticamente la cabeza dentro de su túnica—. Este pobre chucho está casi muerto de hambre.

—¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer, Medio Demonio? —replicó el abusón a gritos, mientras sus amigos le animaban dando voces como una manada de animales peligrosos—. Ven aquí a obligarme. A lo mejor te reviento la nariz.

—¡Eso! —corearon sus amigos—. ¡Medio Demonio! ¡Medio Demonio! ¡Medio Demonio!

Myrddion se acaloró, de tal modo que dos círculos rojos destacaron en su cara pálida.

—La próxima vez que mi maestra me pida que te perfore un forúnculo en el culo, a lo mejor se me resbala la sonda y cantas como un esclavo castrado —replicó, porque ese abusón era propenso a sufrir hinchazones en partes embarazosas del cuerpo.

En ese momento sus amigos se deshicieron en carcajadas a costa del abusón.

—¡Castrado! ¡Castrado! ¡Castrado! —aullaban, y el grandullón se puso rojo de furia.

—Yo te pillaré a ti y te convertiré en una chica —gritó mientras arrancaba a correr hacia Myrddion, que lo esquivó con agilidad.

—No atraparás a nadie con esas piernas tan gordas —replicó con una sonrisa temeraria. Con el perro aún en brazos, se alejó de los chicos y sus gritos burlones corriendo con ligereza.

Desde el cenador de una posada cercana, Demócrito observó la escena. Bajo la sombra escasa de una enredadera retorcida y pelada, los ojos del griego se abrieron con un repentino interés. Hasta que los chicos habían empezado a gritar sus insultos, Demócrito había olvidado las habladurías que habían rodeado el nacimiento de Myrddion unos diez años antes, pero en ese momento se preguntó si no podría sacarle partido a la historia. Quizá todavía podía adueñarse de los pergaminos del chico.

El estudioso estaba más allá de cualquier distinción entre el bien o el mal. La existencia de los pergaminos lo reconcomía, de noche y de día, y sabía que estaba dispuesto a cometer casi cualquier locura con tal de apropiarse de esos preciosos rollos y absorber su antigua sabiduría. Había llegado al extremo de quedarse en Segontium después de que su señor partiera a caballo de vuelta a su palacio, con el pretexto de que estaba enfermo, para buscar un modo de robarlos.

A fin de cuentas, ¿qué importaba el chico?

Demócrito reconocía para sus adentros que Myrddion, su familia y todos y cada uno de los pobladores de Segontium eran menos importantes para él que uno solo de los pergaminos que se pudrían en manos del chico.

En menos de un día, se le ofreció la oportunidad de intervenir cuando tres hombres armados, guardias reales a juzgar por sus torques y brazaletes, entraron cabalgando en Segontium. Su cometido era encontrar al hijo de un demonio, del que se decía que vivía en el norte, y Demócrito corrió a su encuentro en cuanto se enteró de su misión. No solo acabó con tres monedas de oro nuevas en su bolsa, más la promesa de otras más si su información se demostraba correcta, sino que el chico sería separado en el acto de sus posesiones más preciadas. El destino final de Myrddion no interesaba ni lo más mínimo al viejo avaricioso, ni siquiera cuando el capitán de los soldados explicó que el chico sería sacrificado. Demócrito se encogió de hombros. El saber de los antiguos era más importante que el deber hacia su señor o la nobleza deceangla. Melvig era un gallo jactancioso que se pavoneaba en su maloliente estercolero, como si Canovium fuera Roma o Atenas y él, el emperador.

Cuando los guerreros partieron hacia la cabaña de Annwynn, Demócrito se frotó las palmas de las manos como si ya pudiera sentir el papiro rígido entre los dedos. Se dirigió corriendo hacia el sendero de la costa.

Por encima de su cabeza, las gaviotas seguían peleándose mientras esperaban a que tirasen sobras de comida a las alcantarillas abiertas. ¿Qué les importaban a ellas el bien o el mal, el robo o el asesinato? Solo la necesidad de llenar el buche las impulsaba cuando se lanzaban en picado para agarrar el pan podrido con sus picos crueles y afilados.