La torre destruida
En las imponentes montañas color pizarra, el rey Vortigern se mordisqueó el labio con repugnancia mientras contemplaba Dinas Emrys, su fortaleza en ruinas, donde los hombres correteaban sobre las grandes piedras, a las que daban forma y movían con el fin último de reimponer alguna clase de orden en el caos de las murallas derribadas.
—¿Van bien las obras? —preguntó a su capataz sin volver la cabeza.
—Sí, mi señor —respondió el sirviente impasible—. Como exige la profecía, Dinas Emrys volverá a la vida.
—¡La profecía! —exclamó Vortigern con tono vengativo, recordando a su hechicero principal, Apolonio, que había jurado que los dioses le habían manifestado que el rey moriría a manos de sus hijos si Dinas Emrys no volvía a levantarse. Vortigern había maldecido a Apolonio y sus oportunos sueños, pero había ordenado la reconstrucción de la fortaleza de todas formas. Con las profecías, era de sabios ir sobre seguro.
Dinas Emrys se había construido originalmente sobre un gran saliente de roca con vistas al valle que se extendía debajo como una colcha verde. Ese estrecho valle cultivable, y la riqueza que salía de su fértil tierra, obviamente habían merecido protección en épocas pasadas, aunque en los últimos tiempos el firme brazo derecho de Vortigern y la fuerza de los reyes tribales mantenían la paz en el territorio sin necesidad de una fortaleza inexpugnable.
Sin embargo, el rey había decidido pasar a la acción y devolver a Dinas Emrys su fuerza original. Todo súbdito con un mínimo de sentido común obedecía al rey Vortigern sin pensárselo dos veces, ya que era un hombre de temperamento volátil y de una fuerza de voluntad famosa por su inflexibilidad y su obstinación.
De aspecto, Vortigern no era ni alto ni bajo, pues medía un robusto metro setenta. Tenía los hombros muy anchos y un cuello grueso y musculoso, de tal modo que su cabeza se proyectaba hacia delante como la de un toro belicoso. El parecido quedaba acentuado por unas fosas nasales dilatadas y una frente amplia que sobresalía por encima de unas cejas tupidas y negras que casi se encontraban sobre la nariz.
Tenía el pelo muy rizado, de modo que prefería llevarlo muy corto. Antaño negros como el carbón, sus bucles se habían teñido de un gris metálico, aunque seguían tan abundantes como siempre, salvo en la coronilla, donde Vortigern intentaba disimular su calva lo mejor que podía. En realidad, el rey era un hombre muy peludo, al que le brotaban mechones de pelo blanco de las orejas y la nariz, por no hablar de los rizos y remolinos blancos de su ancha espalda y su pecho fornido. Los esclavos dedicados a su cuerpo recortaban a intervalos regulares ese exceso capilar, porque Vortigern también era muy presumido, sobre todo en lo tocante a su piel suave y sus ojos sin patas de gallo, que eran verdes y estaban bastante separados. Aparte de su evidente fuerza, un rasgo advertía incluso a los más inocentes y despistados de que el rey era un hombre peligroso: tenía la boca muy pequeña y unos labios rojos y carnosos como los de una bella mujer, en los que flotaba la sugerencia de una sonrisa que persistía incluso cuando estaba irritado. Cuando lo consumía la rabia, esa boca adquiría un tono carmesí brillante, como si su cólera prestara a los labios una semblanza de seducción. Deslizaba la lengua una y otra vez entre sus dientecillos blancos, como si notase algo agradable cuya dulzura quisiera saborear sin descanso. Sus enemigos comparaban el gesto con el de una serpiente, dando a entender que había algo viperino en la naturaleza de Vortigern. Más de una víctima se había dejado engañar por esa media sonrisa voluptuosa, por esa boca femenina que enmascaraba la crueldad de la justicia del rey.
El gran rey de Cymru estaba de mal humor y echaba de menos su hogar, de modo que sus sirvientes se andaban con mucho ojo en su presencia. Añoraba a Rowena, su reina, y maldecía la profecía de Apolonio que lo había llevado a ese páramo frío de pedernal y granito para supervisar la restauración de su fortaleza.
Las trenzas rubias de Rowena, tan largas y gruesas con sus abundantes cordones de oro, tenían al rey hechizado. Le encantaba soltarlas y pasar los dedos, como un peine, a través de esas espadas de pelo cuando se liberaban de sus prietas ataduras. La melena de Rowena era esplendorosa, una maravilla allí en el oeste de Cymru, donde predominaban los morenos y pelirrojos. Sus ojos azules también eran muy distintos a los de los celtas, en tanto en cuanto no había toques de verde o dorado en sus profundidades celestes, sino tan solo un círculo añil en torno al borde mismo de las pupilas. Los ojos azules de los habitantes de Cymru eran más interesantes, pero los sajones presentaban una palidez y un frío hipnóticos, como de cielos norteños o agua salada.
Con un quejumbroso suspiro, Vortigern dio un cruel tirón a las riendas de su caballo y se dirigió de vuelta al campamento. Con su guardia personal atronando a sus espaldas a lomos de unos musculosos caballos, más apropiados para el arado que para un terreno montañoso, el rey y sus guerreros hicieron volar los guijarros en su estruendoso regreso a terrenos más clementes. Todos y cada uno de los guardias de Vortigern eran sajones enormes que solo sabían montar en corpulentos animales de granja, cuyas riendas agarraban con una fiereza que debía más al terror que les inspiraban los caballos que a su pericia como jinetes. Si les daban a elegir, los sajones no montaban jamás.
Como medida de protección, además de para recalcar su autoridad, Vortigern se había encajado un capacete de hierro sobre los rizos. El casco estaba decorado con un par de alas de bronce que se extendían desde los lados, como si pertenecieran a una gaviota a la que hubiesen convertido en metal rojo. La mayoría de sus paisanos se ofendían al ver ese casco, porque las alas convertían un útil capacete tribal en una pieza de armadura sajona. Bajo su sombra, la cara del rey revelaba una vida de decisiones y autoridad, expresada en las profundas arrugas que separaban los ojos, los largos surcos que le llegaban desde la nariz hasta casi la barbilla y las líneas paralelas que tiraban hacia abajo de las comisuras de la boca. Los iris del rey parecían atrapar la luz de tal modo que no escapaba brillo alguno que les diera una semblanza de genialidad. A la mayoría esos ojos le recordaban a la tierra congelada, atrapada en las primeras heladas del invierno, cuando la vida se ha enterrado profundamente en el suelo para mantenerse a salvo del frío.
—¡Id a buscar a Apolonio y a Rhun! Empiezo a impacientarme y el verano acabará enseguida. En cuanto llegue el invierno, las fortificaciones de Dinas Emrys estarán demasiado húmedas y frías para repararlas. ¡Tenemos que darnos prisa!
Cuando el otoño llegó cruzando las montañas, Segontium se estremeció bajo su manto de hojas rojizas y ámbar. Myrddion todavía era un niño de diez años, de piernas largas y vista aguda, pero ya había presenciado sufrimiento suficiente, y su alegría se veía enturbiada por su conocimiento de los peligros del mundo. Olwyn a menudo lo sorprendía mirando a sus jóvenes hijos con ojos entrecerrados por la cautela y el miedo.
—¿Qué te preocupa, tesoro? —le preguntó en una ocasión en que Myrddion observaba a los dos niños más pequeños que perseguían a unos pollos en el patio de la villa. Le echó hacia atrás la lustrosa melena morena y vio una cantidad creciente de canas sobre la sien derecha. Su mano se detuvo a mitad de la caricia por un instante al reconocer la señal de la «vista lejana», como la llamaban los campesinos, antes de que su amor se impusiera a la superstición.
—¿Por qué tenemos que morir, abuela? Si la Madre y la abuela Ceridwen saben tanto, ¿por qué permiten que todo lo que hay en el mundo nazca solo para morir por nada? ¡Es un desperdicio, abuela!
En vez de reírse de él, como habrían hecho muchas mujeres, Olwyn se tomó en serio los miedos de Myrddion y respondió en consonancia.
—Nadie puede saber lo que piensa la Madre, mi niño, ni siquiera una de las sacerdotisas, y yo no tengo esa clase de sabiduría aunque Ceridwen sea una antepasada lejana. Solo puedo hacer conjeturas sobre sus motivos, pero creo que nada muere; no del todo. Nuestros cuerpos son frágiles cáscaras, y nos apagamos con facilidad. Viste nuestra inconsistencia con tus propios ojos durante el incendio de Segontium, no hace mucho. Pero ¿qué pasa cuando mueren las flores durante el invierno?
—Aparecen como salidas de la nada durante la primavera y el verano —respondió Myrddion poco a poco, con las cejas oscuras muy unidas.
—Eso es. La flor se convierte en un bulbo o una semilla que vive bajo tierra, por mucha nieve que se acumule encima. Después, cuando soplan los vientos cálidos y la nieve desaparece, el bulbo saca brotes y aparece de nuevo la flor. Si las flores pueden vivir, morir y vivir otra vez, nosotros también.
Una lenta sonrisa creció a medida que Myrddion asimilaba ese sencillo concepto. Como de costumbre, llevó la idea de Olwyn a su siguiente paso lógico.
—Si estamos en lo correcto, el bulbo que parece muerto y está oculto en la tierra es nuestra alma, el centro de nuestro ser. A veces me gustaría abrir un cadáver para intentar encontrar esa alma que es la parte más importante de todos nosotros. Algún día lo haré, aunque me da miedo que nuestro espíritu sea como el viento cálido. Creo que es invisible y que puede crecer en otro cuerpo, y así nos permite seguir y seguir, como las flores, los árboles y las hierbas que viven por siempre.
Aunque a Olwyn no le hacía mucha gracia la idea de que su nieto profanara un cadáver, entendía su necesidad de saber, de modo que convenció a Myrddion de que no debía intentar un experimento tan peligroso hasta que fuera algo mayor y estuviese a salvo de las supersticiones de los incultos.
—Recuerda, Myrddion, que te gobiernan el sol y la luna, lo cual es muy extraño y milagroso. Te espera un gran destino, por mucho que desconfíen de ti los necios que creen en los demonios. Algún día quizá conozcas a tu padre y descubras que es un hombre cruel, pero no un ser sobrenatural. De momento, tienes que entender que la maldad es más terrible y terrorífica que mil demonios o una docena de nigromantes. Esos no tienen poder para hacerte daño, porque la magia son solo trucos de charlatán. Camina con la cabeza alta y ten claro que yo siempre te querré.
Myrddion gozaba de una relación maravillosa con la sanadora Annwynn, su maestra y segunda madre. Desde la noche del gran incendio, el joven había sido una fuente de preguntas que ella se había esforzado por contestar. Por desgracia, aunque Annwynn tenía la experiencia necesaria para ser una gran sanadora, su analfabetismo ponía fuera de su alcance para siempre los pergaminos de los antiguos, y ella reconocía esa laguna en su saber. En consecuencia, poco después del décimo aniversario de Myrddion, decidió regalarle su posesión más preciada.
Ese día Myrddion había trabajado duro. Había cosechado las últimas hierbas del huerto, las había atado en ordenados manojos y las había colgado boca abajo de las vigas manchadas de humo de la cabaña. Por la tarde se había adentrado en lo que quedaba del bosque para hacer acopio de las raíces, chirivías, nabos, mandrágoras, setas, musgo y liquen que no hubiesen recogido ya durante los meses de verano.
Había vuelto a la cabaña de Annwynn con varias cestas llenas, la cara y las manos manchadas de tierra y arrastrando los pies de cansancio. Sin embargo, por el brillo de sus expresivos ojos, Annwynn supo que el chico había visto cosas que le habían proporcionado un enorme placer. Estaba ansioso por compartir sus experiencias.
—¡He visto un esmerejón cuando cazaba un conejo, Annwynn! ¡Qué presa tan grande! Casi no podía creerme que lo fuese a levantar, y menos llevárselo volando agarrado con los espolones. Las alas del esmerejón tenían franjas blancas como si el invierno ya hubiese llegado, y sus garras eran especialmente largas y curvadas. Me han parecido increíbles su fuerza y elegancia, sobre todo cuando ha salido volando hacia las montañas.
Annwynn sonrió a su joven aprendiz.
—A estas alturas del año, las aves tienen crías que todavía no están listas para dejar el nido y necesitan engordar para sobrevivir al invierno. La necesidad, Myrddion, mi niño. La hembra del esmerejón debe hacer todo lo posible para que sus crías sobrevivan, de modo que realiza hazañas inauditas porque el instinto y las circunstancias la impulsan. He conocido a mujeres que han desplazado rocas enormes para rescatar a niños heridos cuando, por lo normal, jamás habrían podido soñar con desplazar tanto peso ni un poquito. El amor nos da fuerza a todos, pero no sabemos qué hace posibles esos milagros.
—Sabemos muy poco, maestra, si nos paramos a pensarlo. Cuánta gente muere por culpa de problemas muy sencillos. El hijo del herrero murió de un dolor de muelas la semana pasada, y no podíamos creer que un diente fuese capaz de matar a un joven sano.
Annwynn reconoció el fervor de la intensa curiosidad que encendía los grandes ojos de Myrddion. Sonrió con indulgencia e intentó explicárselo.
—Estabas delante y viste lo que hice para aliviar el dolor de ese chico. Sí, le hice un corte en la encía con un cuchillo afilado y limpio, y el muchacho se desmayó a causa de la impresión y el dolor. Ya vimos los resultados. ¿Qué pasó, Myrddion? ¿Y, por qué?
—De la herida salió muy poca sangre, maestra, pero sí un chorro de pus amarilla y verde.
Annwynn asintió.
—Me fijé bien mientras la limpiabais. Después el paño olía a podrido, como si algo se le hubiera muerto en la boca. La peste casi me hizo vaciar el estómago.
—Esa nariz que tienes es la mejor herramienta del sanador, porque podemos oler la putrefacción. Luego ¿qué?
Myrddion frunció la frente e hizo una mueca cuando le vino el recuerdo.
—Le llenasteis la boca de lino crudo y los venenos siguieron manando. La muela estaba rota cerca de la encía y le apestaba la boca entera. Limpiasteis la herida cada pocas horas, aplicasteis paños calientes para extraer el veneno y le disteis a Rhys jugo de adormidera para que reposara y no se tocase la compresa, pero él seguía revolviéndose de dolor. Justo cuando empezaba a dejar de rezumar pus de la herida, se le empezaron a hinchar la mandíbula y las sienes, y se puso a desvariar en sueños. El cuerpo se le calentó cada vez más, de modo que le humedecimos, una y otra vez, para refrescarle la piel. Pero nada funcionó. Fue como si ardiese desde dentro, hasta que murió de madrugada.
—Eso es —confirmó Annwynn con pesar, porque Rhys había muerto a los quince años y estaba recién casado—. El veneno le llegó al cerebro y lo mató. Un simple dolor de muelas me derrotó. Pese a toda mi experiencia, no pude hacer nada para salvarlo.
Annwynn parecía tan desconsolada que Myrddion le preparó una taza de su infusión de menta favorita. Machacó un poco las hojas en el mortero para que soltasen el aroma y el sabor enseguida, porque sabía que su maestra estaba angustiada. Annwynn dio un trago al líquido caliente, dejó la taza y después juntó las manos como si se concentrase para rezar. Después de tomar una decisión, cruzó la habitación hasta su grueso camastro de lana y retiró una esquina de la parte inferior, para revelar una caja pesada de medio metro de altura y por lo menos uno de largo y de ancho.
Myrddion miró el recipiente sencillo y liso con los ojos como platos. La madera le resultaba extraña, y poseía un aroma agradable que no había olido nunca.
—Mi antiguo maestro me dijo que la madera se llamaba sándalo, y que los insectos evitarían el contenido de una caja así. Yo no había oído nunca ese nombre, pero es cierto que las polillas y demás alimañas nunca tocan nada de lo que guardo dentro, y el perfume ha durado cuarenta años.
Myrddion acarició la superficie y descubrió que la madera era tan lisa como la más fina tela de importación. Inhaló el exótico y embriagador perfume y descubrió que lo animaba con su intensa opulencia.
—¿Y bien? Ábrela —dijo Annwynn, con una orgullosa sonrisa de oreja a oreja—. La caja es tuya, con todo lo que contiene.
—¿Mía? ¿Por qué me regaláis esta preciosa caja, maestra? Os la dejó vuestro maestro y yo no soy familia para merecer un presente tan hermoso.
A pesar de su respuesta instintiva, Myrddion siguió acariciando la madera lisa e inmaculada como si estuviera viva.
—La caja no es importante, Myrddion, pero lo que contiene te será de una inmensa utilidad.
Annwynn abrió el cierre dorado y levantó la tapa para revelar estuches de pergaminos y hojas sueltas de vitela, piel y algo que parecía pulpa de junco entrelazada. En las páginas que se distinguían, Myrddion vio que una letra apretada y pequeña cubría hasta la última pulgada de superficie. El asombro le cortó la respiración por un instante.
—¿Qué? ¿Quién? Esto… no lo entiendo. —Myrddion inhaló el embriagador aroma a pergaminos viejos, polvo y antigüedad, mientras notaba cómo el pasmo y la incredulidad le aceleraban el pulso.
—Mi maestro viajó por todo el Gran Mar Interior y sirvió a muchos personajes importantes con sus habilidades de sanador. Llegó a Portus Lemanis en una época en que ya estaba mayor y cansado. Yo fui su última aprendiza, y me enseñó todo lo que pudo, pero como no sabía leer ni escribir los pergaminos no me servían de nada. Mi maestro sabía que no tenía tiempo de enseñarme, y me pidió que protegiese la caja y su contenido hasta que pudiera dejársela a un sanador digno. También intentaba protegerme, porque se desconfía de las mujeres si nuestro dominio de la medicina es demasiado amplio. —Suspiró—. En el pasado he tenido muchas ocasiones de lamentar que no supiera leer. Bien pudiera ser que la cura de un flemón se encontrase en estos pergaminos y que, si yo hubiera podido entenderla, el hijo del herrero habría sobrevivido a su enfermedad.
Annwynn se miró las manos fijamente y Myrddion captó su profunda e incesante tristeza por lo limitado de sus habilidades.
—Tal vez podría haber aprendido a leer entonces, hace tanto tiempo, aunque tenía veinte años y necesitaba ganarme la vida. Fue más fácil guardar la caja de mi maestro a su muerte y prometerme que aprendería a leer los pergaminos algún día lejano del futuro. Como bien sabes, ese día nunca llegó.
Entonces Annwynn levantó la mirada y, de repente, su cara entera era un dechado de sonrisas y alegría, lo que dejó a su aprendiz perplejo y descolocado.
—Entonces un muchacho precioso con un dedo roto y una mente inquisitiva se convirtió en mi aprendiz. Había trabajado duro para dominar el latín y tomaba notas de todo lo que aprendía de mí. A mi maestro le habría caído bien el joven maese Myrddion, entre otras cosas por los rumores de que era una especie de demonio, porque mi viejo y querido amigo creía que todos los sanadores estaban tocados por los dioses de alguna manera especial. ¡Pues bien! He decidido que los pergaminos ahora son tuyos.
—No podéis dármelos, maestra. Son demasiado valiosos… y antiguos.
—Puedo hacer lo que me plazca, Myrddion. Y es lo que pienso hacer. Aprovecharás los conocimientos de mi maestro y ampliarás los míos, porque espero que me expliques todo lo que descubras en los pergaminos que pueda salvar a algunos de mis pacientes. Los jóvenes como Rhys me hacen sentir una fracasada. O sea que acepta mi regalo y estúdialos bien. ¿Puedes con la caja o mando a por uno de los mozos de granja de mi vecino para que carguen con ella?
Myrddion se vio obligado a reconocer que la caja era demasiado pesada para transportarla solo por los caminos blandos y arenosos que llevaban a la villa, de modo que Annwynn sonrió en señal de que aprobaba su sinceridad e hizo llamar a un mozo de granja que vivía justo a las afueras de Segontium. A cambio de unas monedas de cobre, el hombre accedió a acarrear la caja de sándalo hasta la casa de Myrddion.
Esa noche, a la luz de una lámpara de aceite, Myrddion examinó su inesperado tesoro. La mayoría de los pergaminos estaban en latín y cubrían una serie de asuntos, entre otros la cirugía en el campo de batalla, las enfermedades infecciosas, la peste y las heridas sencillas. Para Myrddion, su potencial era incalculable, y el chico no veía la hora de experimentar con la información escrita con tanta claridad sobre la suave piel de ternera con trazos delgados de tinta negra.
Sin embargo, las auténticas maravillas eran los pergaminos escritos en griego.
Por supuesto, Myrddion era tan ignorante del contenido de esos pergaminos como Annwynn, pues el griego le era tan desconocido como a ella el latín. Sin embargo, cuando lo desenrolló, el primer pergamino ya contenía ilustraciones de extrañas partes del cuerpo con descripciones en griego y su traducción al latín. ¡Qué milagro!
Annwynn había entendido que Myrddion aprovecharía su conocimiento del latín para aprender griego, y bendijo el día en que un pulgar roto llevó al chico a su puerta.
Contra todo pronóstico, Dinas Emrys elevaba su gris e imponente torre sobre sus salones, patios y gruesas murallas. De algún modo, a base de amenazas, promesas y el desembolso de una pequeña fortuna en oro, la fortaleza en ruinas había recuperado una apariencia de vida. Con mucha pompa y fanfarria de cuernos de carnero, y esas largas trompetas que tanto gustaban a las legiones romanas, Vortigern llegó a Dinas Emrys con su séquito de grandes señores y barones sajones, y su extraordinaria esposa Rowena.
El Gran Salón de Dinas Emrys empequeñecía en comparación con muchos de sus fuertes, y las paredes de pedernal y piedra azul no tenían argamasa y dejaban pasar la corriente, además de presentar un aspecto lúgubre. Una gran hoguera mejoraba el ambiente de la sala, llena de guerreros, perros, ruido y carcajadas. La bebida, la comida, las fanfarronadas y los trucos de los principales hechiceros de Vortigern, Apolonio y Rhun, ocuparon las primeras horas de la noche hasta que el rey y la reina se fueron a acostar en una sencilla cama. Sus guerreros borrachos se hicieron un hueco entre la paja con la compañía de sus perros, y pasaron la noche rascándose y murmurando.
Vortigern despertó de un sueño profundo cuando la tierra empezó a temblar. Con los ojos medio cegados por el sueño, vio como aparecía una enorme grieta en la esquina de las paredes. Desnudo, se levantó de un salto del camastro y, arrastrando a Rowena consigo, se pegó al rincón opuesto de la pequeña habitación, de cara a la piedra que se rajaba. El aire se llenó de polvo, mientras el ruido de una avalancha de pedernal y rocas sueltas reverberaba bajo las losas. Después se hizo el silencio.
Al oír los gritos de sus guerreros y los ladridos de los perros aterrorizados, el rey echó mano de su capa carmesí y envolvió a su mujer con una manta de lana. Los soldados irrumpieron en la habitación con las espadas desenvainadas y escoltaron a la real pareja hasta el patio delantero enlosado, por si la tierra volvía a temblar. Los hombres iban de un lado a otro gritando, los caballos relinchaban y otro grupo de guerreros luchaba contra un incendio que había comenzado al caer una lámpara de aceite en el establo. Cubiertos de polvo y manchados de hollín y humo, con el pelo revuelto, los guerreros buscaban enemigos invisibles con las espadas desenvainadas y muchas imprecaciones.
Vortigern alzó la mirada hacia su gran atalaya… ¡y entonces lo supo! Allí donde antes las piedras se elevaban unas sobre otras hasta ocultar las estrellas, una columna de abundante polvo ascendía en el aire nocturno. La torre se había derrumbado al desprenderse del resto de la fortaleza, y sus ruinas yacían esparcidas al pie de los precipicios que rodeaban Dinas Emrys.
—¡A mí! —rugió Vortigern, cuya ira asomaba a su voz como burbujas de lava caliente. Su torre había caído y todos sus esfuerzos en Dinas Emrys se habían ido al traste. Mientras sus guerreros lo rodeaban, juró que descubriría qué había destruido su torre o todos los que habían trabajado en la fortaleza serían ejecutados.
Cuando el amanecer gris asomó por encima de los montes, el sol iluminó las ruinas de la torre que había caído, de tal modo que las paredes resquebrajadas adquirieron el aspecto de una dentadura podrida. Las piedras habían rodado ladera abajo y un lado de la fortaleza quedaba abierto a la luz inmisericorde.
Vortigern se alejó a caballo, seguido por sus guerreros y su mujer. Aunque los cuervos salieron volando de los bosques formando espirales negras, el rey apenas prestó atención al augurio. No aflojó las riendas hasta que su tropa llegó con un atronar de cascos al pueblo de Forden, con los caballos medio muertos de cansancio. Sin embargo nadie, ni siquiera la reina Rowena, alzó la voz para echárselo en cara, porque Vortigern estaba enfadado por la lección de humildad que le había dado la venganza de los dioses.
Y así Dinas Emrys quedó abandonada, con sus piedras desperdigadas y el mobiliario saqueado por los habitantes de los montes, que parecieron brotar de la tierra como espectros de niebla en cuanto la oscuridad sigilosa se adueñó del valle. Los guerreros de Vortigern habían dejado centinelas para vigilar la fortaleza y sus muros llenos de brechas, pero no sirvió de nada. Las piedras pequeñas desaparecieron, los tapices del salón que narraban las campañas de Vortigern fueron arrancados y hasta la paja nueva que se había esparcido para el primer banquete fue pasto de los ladrones durante las noches que siguieron. A pesar de los esfuerzos de los guardias, no quedó nada de Dinas Emrys, y los canteros más supersticiosos susurraban que a lo mejor los dioses estaban furiosos con Vortigern por acoger a bárbaros en tierra celta, acto que le había granjeado las iras de los demonios de la tierra. La bendita Ceridwen se había valido de su saber para arrancar del suelo a esas temidas criaturas, monstruos feroces que había utilizado para derribar el orgullo de Vortigern y reducir sus sueños a barro y cascotes.
Sin embargo, quienes habían trabajado en la fortaleza susurraban entre ellos, pues todos sabían que el barro de Dinas Emrys olía a sangre vieja y los más sabios comprendían que las palabras pronunciadas en voz alta a veces tentaban a los dioses a aplastar a quien se iba de la lengua.
Bajo la lluvia otoñal y los cielos grises, esperaron a que el rey sopesara sus opciones y tomara una decisión.