6

El aprendiz

Pasaron dos años tranquilos, llenos de esos pequeños triunfos y tragedias que experimentan todas las familias en las pruebas diarias que plantea la vida. Olwyn tuvo otro hijo, un tercer varón fornido, pero el parto fue duro y pasó una elevada factura a su cuerpo, tanto que casi murió desangrada después del alumbramiento. Annwynn trabajó con denuedo para salvarle la vida, usando todo su repertorio de hierbas, un vendaje prieto en la barriga flácida y una negativa categórica a aceptar que su paciente muriese. Contra todo pronóstico, Olwyn sobrevivió, aunque quedó muy débil y ya nunca recobraría su fuerza.

Una vez a salvo madre e hijo, Annwynn sacó a Eddius de la habitación del parto para hablar seriamente con él. El calvario de su abuela había aterrorizado a Myrddion, que se había escondido detrás de una columna para escuchar su conversación.

—Tu mujer no debe tener otro hijo —advirtió Annwynn—. No sé decirte por qué, porque no entiendo del todo lo que el cuerpo exige, pero puedo prometerte que la dama Olwyn morirá desangrada si vuelve a ponerse de parto. He visto su problema muchas veces y el resultado siempre es la muerte de la madre, y en general también del niño.

Eddius hizo una mueca de dolor físico y se frotó los ojos llorosos con los nudillos como un niño pequeño.

—Evitaré su cama. Haré todo lo que me digas, no pienso arriesgar la vida de Olwyn. La amo y no puedo imaginar la vida sin ella.

Mientras lloraba sin reparos, Annwynn estiró el brazo para acariciarle la mejilla mal afeitada.

—Puedes jurar que rehuirás el lecho matrimonial, y decirlo en serio, pero los apetitos del cuerpo son poderosos. Es mejor evitar el embarazo. Si Olwyn se queda preñada otra vez, debes informarme en cuanto lo sepa. Tengo una poción que matará a la criatura a la vez que salva la vida de la madre. Es una solución triste, lo sé, pero si tu amor es sincero, es mejor que muera el bebé que la madre.

—¡Sí! Lo que tú decidas. Haré todo lo que me digas.

—¿Cómo anda Myrddion? Debe de estar aterrorizado, porque quiere a su abuela más de lo razonable. A veces me da miedo que se vuelva loco si le pasa algo.

Eddius sonrió entre lágrimas.

—En cuanto Olwyn le prometió que podría aprender parte de tus habilidades en cuanto hubiera dominado el latín, se convirtió en todo un estudioso. Satisface hasta los estrictos criterios de su tutor y, si no tienes objeciones, te enviaremos al chico cinco días por semana para que le enseñes y lo pongas a trabajar. Si estás de acuerdo, Olwyn ofrece pagar dos piezas de oro rojo al año a cambio de su aprendizaje, una vez que cumpla los nueve años. Solo faltan dos meses, de modo que te aviso de que intentará suplicar que le dejemos empezar antes de tiempo, ahora que tanto te debemos.

Annwynn sonrió con gesto enigmático.

—No me debéis nada más allá de mis honorarios, señor Eddius. Y podéis decirle a Myrddion que venga cuando quiera. Estos viejos huesos duelen con más saña en invierno, de modo que un par de ojos agudos y jóvenes y una espalda fuerte serán muy bienvenidos.

Como sucede en las familias mal avenidas, Olwyn no supo nada de su hija hasta que recibió un mensaje breve y más bien seco, traído por un mensajero, en el que se le informaba de que el marido de Branwyn había muerto víctima de una fiebre y de que había sido enterrado, conforme a sus deseos, donde pudiera oír el mar. Como su hijo solo tenía cinco años, Branwyn había hecho llamar al hermano menor de su marido para que ocupara su lugar en la dirección de la casa y sus terrenos.

Como no recibió más mensajes, Olwyn se vio obligada a aceptar que Branwyn no deseaba ayuda de su madre ni tenía interés alguno en la seguridad y la felicidad de Myrddion. Si hubiera sabido la verdad, se habría sentido más alarmada que decepcionada.

El amable y bienintencionado Maelgwn había sucumbido a una fiebre de pulmón en un estado de ánimo muy parecido al alivio. La vida con Branwyn era un mar turbulento de problemas, miedo y amenazas. Más de una vez, Maelgwn se había levantado en plena noche para encontrar a Branwyn desaparecida del lecho matrimonial y acuclillada cerca de él como una fiera al acecho de la presa. En una ocasión, escondía un gran cuchillo de cocina a la espalda.

La joven no había tenido más remedio que aceptar a Maelgwr, el hermano de Maelgwn, en su cama. El segundo hijo no compartía la consideración del primogénito, aunque tampoco se dejaba influir de forma exagerada por su madre. La primera vez que Branwyn lo atacó, le pegó hasta dejarle la cara y los brazos negros de moratones.

En cuanto a sus sentimientos hacia su hijo mayor, la animosidad de Branwyn no había remitido con el paso del tiempo. Todos los niños pequeños, con independencia de su sexo o su relación con ella, estaban en peligro cerca de Branwyn. Sin embargo, a medida que crecían, la perturbada mujer parecía capaz de aceptarlos e incluso de jugar con ellos, como la niña que todavía era. Sin embargo, el odio reconcome el alma, de modo que Branwyn no podía amar a nada ni a nadie, y cada vez se refugiaba más en su obsesión con los viejos agravios.

El día después de su noveno cumpleaños, Myrddion madrugó en su pequeña habitación enlucida, se vistió con mucho cuidado tras lavarse con agua fría y se cepilló la larga melena hasta dejarla reluciente. Usando una ramita mascada y carbón, se lavó los dientes con brío, porque Olwyn seguía los principios romanos de limpieza aunque en todo lo demás fuera una deceangla de los pies a la cabeza. Una vez que Myrddion hubo comprobado su reflejo en un cubo de agua de la cocina, cogió pan, queso, manzanas de la bodega y varias lonchas de carne asada, para tomarlo de camino a casa de Annwynn.

Aprovechando que ya dominaba el latín, tanto escrito como hablado, y era capaz de pasar los sonidos de la lengua común a su propia variedad de transcripción, el chico también metió en su zurrón un trozo liso de pizarra que usaba para tomar notas, varios pedazos toscos de tiza, un preciado pergamino tan desgastado por la escritura y el posterior raspado para borrar que la piel casi resultaba demasiado delgada para usarla, tinta hecha con carbonilla molida y goma, y un estilo fabricado con una recia pluma. Como todos los estudiosos en ciernes, también llevaba un cuchillo afilado para sacar punta a su pluma y borrar rascando cualquier error, además de un trozo de esponja marina para limpiar la pizarra.

Después, listo para una experiencia nueva y muy esperada, Myrddion cogió un trozo de pan y otro de carne, y salió en silencio de la villa, consumiendo su apresurado desayuno sobre la marcha. La mañana era la respuesta a un sueño. Empezaría a aprender el arte de la sanación y descubriría lo que la vida le reservaba.

De algún modo, el sol naciente parecía más luminoso y bello de lo que Myrddion recordaba. La villa resplandecía limpia y blanca bajo la luz creciente, mientras los árboles, con sus brotes nuevos color verde amarillento, casi hacían daño a los ojos con su brillo. El mar reflejaba el sol del amanecer y daba una tonalidad dorada a la espuma, como si los sirvientes de Poseidón se hubieran vestido de azul celeste y perla. Myrddion estaba tan enfrascado en su metáfora que se imaginó cómo vestiría a Poseidón, en caso de que el dios tuviera a bien pedir consejo a un niño. Riéndose de sus pensamientos, recorrió los serpenteantes caminos costeros, pateando terrones y matas de algas mientras caminaba.

Segontium apenas empezaba a desperezarse cuando Myrddion cruzó sus calles a paso ligero. Algunos sirvientes abrían las tiendas y sacudían las esteras para colocarlas en los umbrales, mientras que otros llevaban cestas de mimbre cargadas de frutas y verduras, haces de escobas de abedul y otros artículos para tentar a los transeúntes. De los fuegos de las cocinas salían columnas de humo gris, y según el chico atravesaba la ciudad el sol naciente animaba a los ciudadanos a colgar cuerdas para tender la ropa entre los árboles, y un rumor bajo vibraba en las villas, cabañas y viviendas de piedra y madera de dos plantas a medida que iban cobrando vida. Mientras sus pies sacudían un leve resto de escarcha en la hierba, el corazón de Myrddion se animó al ver la cabaña de Annwynn, su estanque y sus muchos cobertizos al final del polvoriento camino.

Boudicca ya estaba fuera, molestando a las gallinas y revolcándose en espesos macizos de trébol donde zumbaban las abejas madrugadoras. La perra canosa dio un ladrido de bienvenida y volvió a sus entusiasmados retozos entre las matas verde oscuro. Annwynn estaba usando un cucharón corto de madera para remover el contenido humeante de un gran caldero de cobre que había situado sobre una hoguera en el exterior. Bajo la mirada de Myrddion, enrolló un montón de trapos mojados y calientes alrededor del cucharón, sacó la masa empapada del enorme caldero y la metió en una cesta de mimbre. De un hilo de tender atado a sus manzanos ya colgaban como banderolas varias telas puestas a secar al sol, que iba cobrando fuerza.

La sanadora alzó la vista, se secó el sudor de la frente con el antebrazo y reparó en su visitante.

—Saludos, joven Myrddion. ¡Bienvenido! Ya ha pasado casi medio día, o sea que tenemos que darnos prisa. ¿Has comido, muchacho, o eres demasiado tímido para almorzar en la cocina de una bruja? ¿Quieres un poco de agua fresca o una de mis tisanas? ¿Vas bien abrigado o te busco una capa vieja?

Myrddion se rió con timidez.

—¿Pensáis dejarme responder, maestra Annwynn? Ya he comido, pero me encantaría tomar algo más. La abuela dice que estoy en edad de crecer y que por eso tengo siempre hambre. Me vendría de maravilla una de vuestras tis… esto… lo que sea que habéis dicho, y voy bien abrigado, gracias. Yo nunca os llamaría bruja a menos que hubiese decidido llamar así a mi abuela, que es sacerdotisa de la diosa y jura que una de las antepasadas de su madre estaba emparentada con Ceridwen. La abuela también trabaja con hierbas y plantas medicinales, pero no quiere enseñarme, porque opina que, si la gente supiese que estoy aprendiendo esas cosas, me tacharían de maligno por culpa de mi padre. Pero parloteo como un charlatán, señora, os ruego que me disculpéis. Estoy nervioso y quiero causaros buena impresión.

Annwynn entrecerró los ojos para protegerlos de los rayos cada vez más fuertes del sol y se hizo sombra en la cara con un brazo. El joven tenía una postura desenvuelta, con la elegancia natural de un muchacho alto que no tenía nada de desgarbado. Se había dejado melena, que le caía por debajo de los hombros en una cortina recta y lustrosa. A la izquierda de su frente, unas hebras de blanco puro interrumpían el brillo azabache, y Annwynn sintió un estremecimiento de preocupación al ver la huella de la profecía marcada en el chico.

En todo lo demás, Myrddion era un hermoso espécimen de masculinidad juvenil. Aunque era delgado, los ojos agudos de Annwynn se fijaron en los músculos largos que enfundaban los huesos de sus brazos y piernas, como promesas de fuerza y resistencia. Sus cejas se elevaban en los extremos exteriores, lo que confería a su rostro una expresión socarrona y ligeramente diabólica, pero sus ojos oscuros y almendrados anulaban cualquier efecto negativo. Las pestañas, más propias de una mujer y que acentuaban la belleza de esos ojos, contribuían a la suavidad y pureza de su cara, con una boca de forma delicada y presta a la sonrisa. Hasta los dientes de Myrddion eran perfectos, y Annwynn por un momento sintió rabia hacia el chico y la generosidad que había derrochado en él la naturaleza. De pequeña ella había sido rechoncha, torpe y feúcha, de modo que se la había considerado inútil para todo aquello que no fuera la interminable corrosión de un duro trabajo físico como antesala a un futuro vacío.

«¡Ay, Annwynn, estás siendo injusta! El chico no puede evitar ser guapo, tal y como tú no puedes cambiar tus feos rasgos. Lo que cuenta es el interior, y este muchacho arde en deseos de aprender mi arte. ¡De mí! Y habla y actúa como un hombre joven, más que como un niño inmaduro.»

Los pensamientos de Annwynn regresaron a su habitual visión optimista del universo. Tras dejar su cesto de trapos humeantes sobre un tocón cercano, se acercó a Myrddion y le pasó un brazo rollizo por encima del hombro para acompañarlo dentro de la cabaña.

Al echar un vistazo al fascinante surtido de hierbas puestas a secar, frascos de misteriosos objetos y telas cálidas y coloridas, Myrddion reparó en que nada había cambiado en la cabaña de Annwynn desde su última visita. El chico suspiró de alegría.

—Siéntate, Myrddion. ¿Te gusta la menta? ¿Sí? Pues probarás mi tisana de menta. Pero antes tengo que explicarte tus deberes, porque seré tu maestra y debes concederme el respeto debido a una profesora.

Mientras hablaba, trasteó alrededor de la chimenea hasta encontrar dos tazas, echó unas cucharadas de algo seco y extraño en cada una y después vertió agua caliente sobre las hojas picadas y deshidratadas. El vapor enmarcó su cara rechoncha, donde una sonrisa había creado una red de nuevas arrugas en torno a sus ojos centelleantes.

—Os obedeceré en todo, maestra —respondió Myrddion con convicción—. Os agradezco que me consideréis apto para ser vuestro aprendiz.

—Y solo tienes… ocho… nueve años, ¿verdad? Tu abuela te ha enseñado modales, pero solo los dioses saben de dónde has sacado ese cerebro. Hablas como un hombrecillo, Myrddion, pero no hace falta que finjas conmigo.

—Maestra, no finjo, de verdad que no. —Dio un cauteloso sorbo de la taza de infusión de menta mientras sopesaba qué decir—. La gente se ríe de mí con disimulo porque cree que la abuela me ha amaestrado como a un perrillo. Pero la cuestión es que soy así, para bien o para mal. Me sale natural hablar de esta manera. —Observó la taza que aferraba con las manos—. Ojalá no fuera así. Me gustaría ser como todos los demás… Pero no lo soy, y no puedo cambiar las cosas.

El chico parecía tan desconsolado que Annwynn cambió de tema y empezó a explicarle sus deberes. Todos los días llegaría antes del alba y recogería hierbas para secar, herviría los paños que se empleaban para vendar las heridas y limpiaría las herramientas que Annwynn usaba en el desempeño de su oficio. Después recogería los huevos, ordeñaría las vacas, barrería la cabaña y arrancaría las malas hierbas de los huertos. A mediodía comería. Por la tarde, si Annwynn no tenía pacientes, le enseñaría a elaborar las distintas cataplasmas para torceduras, roturas, cortes y forúnculos.

Cuando adquiriese soltura, ayudaría a su maestra con los pacientes y aprendería los problemas más complejos de las enfermedades internas y sus tratamientos. Annwynn veía con buenos ojos que tomara notas y tampoco ponía objeción alguna si Myrddion deseaba recopilar un pergamino sobre su medicina.

Y así empezó el aprendizaje de Myrddion.

Aunque Olwyn se preocupaba por su extrema juventud, los hijos de campesino por lo común empezaban a formarse para una vida de trabajo desde edades más tempranas si cabe. El trabajo duro era el sino natural e inevitable de los pobres, y un bastardo como Myrddion no podía esperar heredar nada de su madre, su abuela o el rey de los deceanglos. Le habían dejado claro desde la cuna que debería ganarse el pan con el sudor de su frente, de modo que acudía alegremente a la cabaña de Annwynn todas las mañanas, salvo en alguna festividad que otra en la que podía relajarse por completo y jugar.

Lo que más le gustaba era la primera hora de la mañana. Disfrutaba buscando raíces de mandrágora, setas comestibles y venenosas, y hongos de colores tan brillantes y texturas tan interesantes que parecían exóticas flores nocturnas. Annwynn era una maestra de la herbolaria y su conocimiento de las propiedades de las plantas era tan extenso que Myrddion suplicó a su abuela que le proporcionase unas pieles finas que pudiera emplear para elaborar pergaminos. El chico tenía el ambicioso plan de inmortalizar la totalidad del inmenso saber de Annwynn. Así, aunque todos los días estaban cargados de trabajo duro, pasaba las noches encorvado sobre una mesita escribiendo en sus pergaminos, a la luz de una lámpara de aceite, hasta el último detalle de herbolaria recién aprendido. Muchos años después, ya muy anciano, el olor a aceite de pescado, intenso y algo rancio, le recordaría a los macizos de vistosos hongos amarillos y rojos que crecían en los bosques a las afueras de Segontium.

—Las diferentes partes del país albergan plantas distintas, dependiendo del tiempo, los árboles que predominen en los bosques y la riqueza del suelo —explicó Annwynn—. En otros países, sobre todo los que tienen un clima cálido, la flora será totalmente distinta a la que tenemos aquí. Ay, chico, a veces desearía poder viajar solo para descubrir todo lo que hay que saber sobre todo lo que crece. Qué maravilla sería encontrar plantas desconocidas y descubrir sus propiedades para la preservación de la salud y la vida.

Los ojos de Annwynn se iluminaban de entusiasmo y el rostro entero se le transformaba cuando fantaseaba con esas posibilidades maravillosas. En esos momentos, Myrddion amaba sinceramente a su maestra, no por su bondad o su generosidad de espíritu, sino por la amplitud y profundidad ávidas de su mente.

Pasaron dieciocho meses felices y productivos, en los que Myrddion creció como la mala hierba y su pensamiento se estiró y extendió con los emocionantes desafíos de su ocupación. Al principio, los aldeanos desconfiaban del toque del niño demonio, pero Annwynn sugirió que su linaje era una ayuda para sus remedios, pues Myrddion había escogido regirse por la mitad humana de su sangre, en vez de por las tentaciones de la maldad. Como incentivo añadido, el niño tenía las manos muy delicadas y rara vez causaba dolor, por horrendas que fuesen las heridas. Y luego llegó la noche del incendio en la posada de la Bruja Azul.

Segontium tenía varias tabernas, pero la Bruja Azul era con diferencia el local más grande de su clase en la ciudad. Aunque el arco de la puerta era de piedra, las dos plantas eran de madera, con varias habitaciones destartaladas sobre una planta baja de construcción más sólida.

El origen del incendio sería siempre objeto de conjeturas, pero sus resultados fueron trágicos y embarcaron a Myrddion en una travesía vital que le llevaría a ser un hombre extraordinario.

El primer aviso del incendio que tuvo Myrddion fue un resplandor rojizo en la distancia, en dirección al pueblo. Eddius señaló la neblina sanguinolenta a su mujer y los demás hijos, mientras que los criados griegos armaban un verdadero escándalo llevados por el miedo y la preocupación.

—¡Basta de gritos, Cruso! —ordenó Eddius tajante—. La villa no arde, o sea que llama a los mozos, que iremos a intentar ayudar.

Olwyn se agarraba la falda con los nudillos blancos.

—¡Ve con cuidado, marido! Siempre me han dado miedo los incendios en las ciudades, las calles enteras pueden quedar destruidas en apenas tiempo. Que la diosa impida que se pierdan demasiadas vidas.

—Tengo que ir con mi maestra —decidió Myrddion, que fue corriendo a buscar su zurrón.

—No, Myrddion, que podrías hacerte daño… —le gritó Olwyn mientras se alejaba, pero el chico ni la oyó. Se volvió de nuevo hacia Eddius—. Si necesitas un sitio al que llevar a los heridos, marido, podemos abrirles las habitaciones de los sirvientes. Ten cuidado, amor mío.

Eddius solo se detuvo para acariciar con afecto la mejilla de su mujer y luego partió hacia el lugar del incendio a grandes zancadas que no tardaron en dejar muy atrás a Myrddion. El chico siguió adelante, con los sentidos agudizados por la oscuridad del anochecer. El otoño acababa de llegar a la región y el aire nocturno había refrescado, pero Myrddion percibía el hedor acre del incendio además de una peste dulzona que le recordaba a la carne asada. Su cerebro infantil se rebelaba, mientras la parte más madura y fría de su conciencia argüía que Annwynn necesitaría ayuda desesperadamente, aunque fuesen los empeños torpes de un niño a medio adiestrar. Siguió corriendo hacia el brillo rojo del fuego.

El foco del incendio, la Bruja Azul, era una pequeña muestra del infierno cristiano. Las llamas se habían apoderado de la planta baja de la posada y en esos momentos tendían sus tentáculos incandescentes hacia los establos y la planta superior del edificio principal. Los agudos relinchos de los caballos confundieron a Myrddion al principio, porque los animales sonaban como mujeres asustadas. Una chica asomada a una ventana abierta del piso de arriba también gritaba, y Myrddion apartó la vista cuando la muchacha saltó hacia abajo con la túnica ya humeando.

—¿Annwynn? ¿Alguien ha visto a la sanadora? —gritó Myrddion, pero los hombres que habían formado una cadena para pasarse los cubos de agua disponibles no hicieron ningún caso al chico de ojos desorbitados. Solo cuando Eddius lo vio, mientras vertía un barreño de agua sobre las fauces rugientes de la posada, Myrddion recibió algo de atención.

—Está calle abajo, delante de la tienda del mercader de lanas —gritó Eddius, que luego se volcó en la tarea desesperada de impedir que el fuego se extendiera. Tras salir disparado en busca de su maestra, Myrddion vio a un mozo de cuadra asustado que intentaba alejar del incendio a los caballos enloquecidos, mientras los demás sirvientes y huéspedes seguían lanzándose desde las ventanas de la primera planta.

—¡Por los dioses! ¡Nada puede sobrevivir a estas llamas! —musitó, y corrió por los adoquines resbaladizos hasta llegar a la zona que Annwynn había improvisado para los heridos.

Las mujeres de la ciudad habían sacado a la calle jergones y esteras de lana para tapar a los supervivientes, que temblaban por la impresión. Myrddion contempló horrorizado la piel cubierta de ampollas, el pelo quemado y la ropa chamuscada que parecía soldada a la carne resplandeciente e hinchada.

—¡Tienes trabajo, chico! He traído ungüento para las quemaduras en mi bolsa pero no durará mucho, necesito más. También necesito al menos un cuchillo bueno y afilado, ya sabes el que uso. Y tráeme todo el zumo de adormidera que haya preparado. ¡En marcha! Ah, sí, también necesitaré más vendas y cabestrillos, y mi caja de peral. También mis reservas de mandrágora y semillas de beleño, y un mortero con su maza. ¡Corre, por el amor de la diosa! Ya sabes cómo abrir la puerta.

Myrddion corrió hacia la casa de Annwynn, espoleado por la urgencia de su misión. Unos segundos le bastaron para sortear las medidas de seguridad que Annwynn tenía en su puerta, y empezó a llenar una cesta con todo lo que le parecía que podía resultar útil, además de lo que le había pedido su maestra. Boudicca lo miraba con nerviosismo, pero Myrddion no quiso perder tiempo ni siquiera para dar unas palmaditas en la cabeza a la vieja perra.

—¡Vigila! —le ordenó, y arrancó a correr para desandar el largo camino hasta el incendio, que ya se había extendido a las casas colindantes. Mientras volaba hacia su maestra con la primera cesta de suministros en brazos, oyó gritar a Eddius.

—¡Olvidad la posada! Está perdida y no hay nada que hacer. ¡Empezad a mojar las casas vecinas! ¡Impedid que se extienda el incendio o la ciudad entera arderá hasta sus cimientos!

La ligera brisa transportaba las ascuas y varios tejados de paja empezaban a humear. Hombres armados con escalerillas improvisadas y mantas de lana intentaban apagar las llamas más pequeñas, pero por cada incendio incipiente que derrotaban, tres o cuatro brotaban para ocupar su puesto. El hedor de las casas en llamas y de la muerte se combinaba con el rugido de las llamas y los gritos de los humanos y los animales aterrorizados. Myrddion se vio obligado a aislarse de todo lo que no fuera su deber de ayudar a su maestra.

—¡Ven aquí, chico! Solo salvaremos a los que puedan tratarse.

Annwynn le puso a trabajar.

Sin detenerse a reparar en las caras de los heridos, Myrddion les extendía ungüento sobre las quemaduras de la cabeza, las extremidades y el torso. En los casos en que había grandes zonas del cuerpo afectadas, Annwynn se limitaba a negar con la cabeza y pedir jugo de adormidera. Tendidos sobre lana limpia y sin un pedazo de ropa sobre sus cuerpos torturados, los heridos más graves se sumían entonces en un sueño profundo del que no habría retorno. Dejaban a los muertos en la calle, mientras que a los que tenían alguna oportunidad de sobrevivir los trasladaban, con jergón y todo, al interior de la tienda, para alejarlos del ruido, el humo y la peste. Annwynn usaba demasiada adormidera como para permitir a los heridos terminales que sobrevivieran, y Myrddion no pudo encontrar palabras para recriminárselo, pues los menos graves no paraban de retorcerse con las extremidades todavía humeantes.

Myrddion aprendió muchas lecciones durante esa noche espantosa; la más importante fue el cuidado necesario para atender tanto a los vivos como a los muertos. Observó a las mujeres que acompañaban a quienes sufrían y, dentro de la tienda de lanas, hablaban con dulzura y optimismo a los heridos. Esas mujeres se aseguraban de proporcionar a sus pacientes detalladas descripciones de sus heridas, mientras explicaban el pronóstico de Annwynn para su recuperación y los calmaban con agua fresca, sentido común y buenas palabras.

En la calle, de rodillas sobre los duros adoquines, las mujeres mayores cantaban nanas, adoptaban el papel de madre, esposa, hija y amante, daban solaz a los asustados y acariciaban la piel libre de ampollas sin mostrar desagrado ante las espantosas quemaduras. Hombres, mujeres y niños morían en paz gracias a unas desconocidas que aliviaban su camino a las sombras con amor y coraje. Presenciando tales acciones con una profunda humildad, Myrddion juró que él también sería un sanador y se ocuparía de la dignidad de los moribundos, además de los afortunados que lograran sobrevivir.

La noche se antojó interminable. Confiaron a Myrddion la aplicación de cabestrillos a las extremidades rotas, porque muchos pobres diablos habían preferido tirarse a las losas que morir abrasados. Había observado como su maestra trataba extremidades fracturadas de todo tipo y, siempre que la piel no estuviera atravesada, Annwynn confiaba en que él colocara el hueso y lo entablillara con fuerza con un trozo recto de madera a cada lado del miembro afectado. Myrddion se acostumbró a hacer mucho daño a sus pacientes mientras los atendía, y no tardó en estar cubierto él también de moratones causados por las patadas y los golpes de los puños y las piernas que sacudían los heridos, a pesar de que le ayudaban aquellos ancianos que eran incapaces de soportar las exigencias físicas de la cadena de cubos de agua. Pese al dolor, trabajó hasta que el fuego dio las primeras señales de morir bajo la fuerza de la lluvia, que había empezado a caer justo antes del amanecer.

Mientras el cielo empezaba a iluminarse e introducían por fin a los últimos heridos en la tienda del mercader de lanas, Myrddion estiró su dolorida espalda y buscó a Annwynn. La encontró rodeada de un grupo de mujeres que escuchaban cariacontecidas su explicación sobre los cuidados que les harían falta a más de veinte pacientes heridos de gravedad. La sanadora necesitaba desesperadamente dormir y reabastecerse, pero por suerte no faltaban esposas e hijas dispuestas a trabajar durante horas para aliviar el dolor de las víctimas. Por primera vez en la que sería una vida muy larga, Myrddion se maravilló ante la generosidad de las mujeres.

Al notar que tenía la vista puesta en ella, Annwynn lo miró y le sonrió maternalmente.

Alguien había barrido deprisa y corriendo la zona de almacenamiento del mercader de lana y había pegado las balas de tela a la pared para despejar una gran zona central, donde habían colocado los camastros en hileras. Entre ellos quedaba espacio suficiente para que las mujeres pudieran desplazarse de un paciente a otro. Hombres y mujeres en diversos estados de desnudez yacían en las camas improvisadas. De una punta a otra de la habitación se extendían miembros entablillados y vendados, quemaduras cubiertas de ungüento, cardenales, hinchazones y toda la horrenda letanía de un desastre de proporciones devastadoras, hasta el extremo de que Myrddion se vio obligado a ver solo lesiones, en vez de a personas que habían reído, amado y disfrutado de la vida. Aceptar su humanidad era dejarse aplastar por el peso de la tristeza de esa noche. En los rincones más oscuros de aquel espacio parecido a un granero, otras mujeres echaban mano de sus agujas para coser imprevistas mortajas sobre los cuerpos retorcidos y lastimosos. Myrddion contó más de treinta cadáveres tendidos en filas ordenadas.

Annwynn acariciaba un hombro aquí o daba una palmadita en la mejilla allá, mientras se desplazaba hacia el lugar que ocupaba Myrddion, que se sentía torpe y perdido, cerca de la entrada del establecimiento.

—Has trabajado duro, Myrddion, y probablemente has salvado muchas extremidades durante esta noche espantosa. Ahora ve a casa y duerme unas horas, porque después te espero en la cabaña, donde necesitaré que preparares más ungüento para quemaduras y hiervas todos los paños que hemos usado. Yo me quedaré aquí durante un rato más y me iré a casa en cuanto pueda. —Echó un vistazo a las hileras de cuerpos que gemían febriles y a sus silenciosas ayudantes—. Muchos morirán, Myrddion, pese a todos nuestros esfuerzos. ¿Entiendes por qué?

Cuando Myrddion negó con la cabeza poco a poco, Annwynn se tomó la molestia de explicárselo, aunque estaba casi rendida de cansancio.

—Ya has visto que los miembros quemados pueden hincharse y rajarse. A veces yo misma corto la piel para aliviar la agonía. Sin embargo, la piel parece protegernos de los malos humores que habitan en el aire y en todos los objetos comunes que nos rodean, y cuando la carne se abre y los humores encuentran una vía directa de entrada en ella y en nuestra sangre, las heridas se pudren. Algunos quemados viven y otros mueren, pero no puedo predecir quiénes perderán la batalla. He descubierto que, si una tercera parte del cuerpo está quemada, la persona no puede sobrevivir, pero hay pacientes que parecen al borde de recuperarse hasta que de repente se eleva su calor corporal y mueren muy deprisa. Ni siquiera me atrevo a conjeturar qué causa su muerte. Dioses, qué poco sabemos de lo que pasa con estas heridas.

Annwynn sacudió la cabeza vigorosamente, le dio una palmadita en la coronilla a Myrddion con entristecido afecto y después le dijo que no hiciera caso de su mal humor y se fuera a casa corriendo.

Myrddion cerró con cuidado la puerta del almacén de lanas después de salir y miró calle abajo hacia el lugar que antes había ocupado la Bruja Azul. Al doblar la esquina pudo ver las ruinas.

Además de la posada, tres edificios más habían ardido hasta sus cimientos, mientras que otros habían quedado medio destruidos por culpa del incendio. Aunque el fuego estaba apagado, todavía surgían columnas de humo de las vigas caídas y los montones de ceniza. Varios guerreros buscaban entre las ruinas, y una ristra de cuerpos yacía sobre los adoquines bajo la llovizna. Por primera vez, Myrddion vio un ser humano abrasado, con los brazos levantados como en ademán de lucha en un rictus causado por las llamas. Mientras caminaba entre los cadáveres, reparó en que muchos de los cráneos habían estallado y, aunque la carne chamuscada y los rasgos faciales fundidos horrorizaban a sus ojos, su cerebro ya estaba buscando respuestas para esas extrañas respuestas físicas a las quemaduras.

—Este osario no es lugar para ti, joven Myrddion —ordenó Eddius, que apareció a través del humo cada vez más disperso como un espantapájaros negro, cubierto de vetas de hollín; la fría lluvia hacía que el tizne del incendio corriera en negros regueros por sus mejillas y brazos. El guerrero presentaba un aspecto ligeramente ebrio, y Myrddion reparó en que el incendio había abrasado a quienes lo habían combatido con tanta bravura. El calor había chamuscado las pestañas y parte de las cejas de Eddius, además de su barba y hasta el vello de sus brazos y piernas.

—Sí, mi señor Eddius. Le diré a la abuela que estás a salvo y que llegará a casa enseguida.

—Volveré cuando esté seguro de que el incendio está apagado de verdad —corroboró Eddius, que dio una palmada en la espalda a su hijo adoptivo—. Te has portado bien, chico. No sé si yo podría mirar tan de cerca esas quemaduras que has tratado esta noche. El fuego es nuestro mejor amigo, pero cuando se vuelve contra nosotros se convierte en nuestro enemigo más destructivo. Nunca volveré a ver fuego abierto sin darle importancia.

Myrddion levantó la mirada mientras juraba de todo corazón:

—¡Ni yo, mi señor! Juro que nunca trataré otra vez al fuego con inconsciencia, ahora que he visto de lo que es capaz.

—¡Buen chico! Y ahora, en marcha. Ve a casa y descansa unas horas, porque sin duda tu maestra tendrá faenas que encargarte una vez que hayas dormido y comido. No hagas esperar a la sanadora.

Myrddion, recorriendo el camino costero sin apenas levantar las sandalias de la húmeda tierra arenosa por el cansancio, contempló las crecidas olas que tenía debajo con una nueva cautela. ¡Agua y fuego! Necesidades para el hombre que deseara sobrevivir, pero los dioses habían dotado a cada una de esas bendiciones de un desagradable aguijón en la cola. Con cada don, los dioses creaban una maldición.

Cuando la villa apareció ante sus ojos por encima de las dunas, limpia y blanca a la luz matizada por la lluvia, el corazón infantil de Myrddion quiso llorar de alegría por la vuelta al hogar. Las viejas y conocidas paredes prometían seguridad y amor, mientras que el paisaje que las rodeaba, con su refrescante viento marino, sus nubes cada vez más oscuras y sus olas lentas y pesadas, amenazaba su comodidad y su existencia.

¿Acaso algo era lo que parecía?

—Ahora estoy demasiado cansado para pensar —dijo Myrddion a la lluvia que azotaba su cuerpo mojado con ráfagas cortas y bruscas—. Ya lo pensaré más tarde.