5

Un niño rechazado

Melvig caminaba de un lado a otro del patio delantero de Olwyn, arrancando chasquidos secos de las baldosas del suelo con sus tacones de cuero. Viva imagen de la furia, su cara había adoptado una máscara huraña e iracunda, y Olwyn trató de no encogerse cuando su padre miró hacia ella con ojos enrojecidos.

—¡Y bien, hija! —gruñó Melvig—. Explícame de dónde sale ese niño. ¿Es tuyo? ¿Has traicionado el buen nombre de tu familia, Olwyn? Me llegaron rumores cuando no llevabas aquí ni una semana.

De un lado a otro, de un lado a otro. Olwyn callaba y seguía con la mirada los movimientos de los pies de su padre mientras cruzaba dando zancadas la habitación. Incluso cuando paró y puso su cara de anciano furioso a apenas unos centímetros de la suya, Olwyn se mantuvo firme y no dijo nada.

—Como viuda, puedes hacer lo que te plazca, pero no vengas pidiéndome ayuda cuando la gente de Segontium te vuelva la cara para no ver a una sucia ramera.

—¡Padre! —exclamó Olwyn, que se llevó las palmas de ambas manos a las mejillas encendidas—. ¡No soy ninguna ramera! Soy una sacerdotisa de Ceridwen y sirvo a la Madre, de modo que no pertenezco a ningún hombre. ¡Ninguno! ¡Ni siquiera a ti! No tienes el menor derecho a acusarme como si tal cosa.

—Si me da por llamarte zorra, ¿quién me llevará la contraria? ¿O es Branwyn la que ha formado la bestia de dos espaldas con un amante? —gritó Melvig, dando rienda suelta a su mal humor a la vez que enrojecía—. No te atrevas a contradecirme nunca, mujer, porque no pienso aguantar tus insultos.

—¿Mis insultos? ¿Los míos? ¿Me llamas zorra y acusas a mi hija de comportarse como una malvada ramera y eres tú el insultado? Te has propasado, padre. Yo nunca he dicho una mala palabra de ti ni te he levantado la mano, pero tú nos avergüenzas a todos con tus salidas de tono.

Melvig torció la boca y soltó una palabrota tremenda. Levantó una mano enorme y manchada por la edad, le cubrió la cara casi entera con los dedos extendidos y la empujó hacia atrás con tanta fuerza que Olwyn tropezó mientras retrocedía. Se golpeó la cabeza contra la pared al caer.

—¡Owlwa! —gritó una vocecilla—. ¡No peves a Owlwa!

Melvig, que se había agachado sobre el cuerpo de su hija llevado por el ardor guerrero, se detuvo en mitad del movimiento. Sintió un pinchazo en la pantorrilla y desvió una manaza enorme para sacudirse la molestia a la vez que se volvía… y se topaba con la cara roja y furiosa de un niño pequeño.

Divertido por la postura combativa del niño e irritado más si cabe por el pequeño cuchillo para comer que le había clavado en la pierna, la expresión de Melvig osciló entre la indignación extrema y la indulgencia entretenida. El niño, Myrddion, se disponía a lanzar su cuerpo rollizo contra el viejo rey greñudo, aunque una criatura tan pequeña apenas pudiese controlar sus funciones corporales. Olwyn sacudió la cabeza aturdida e intentó levantarse.

—¿Myrddion? Ven aquí, cariño. ¡Ven con Olwyn!

Abrió los brazos y el niño pasó al lado de Melvig y se lanzó contra el pecho de su abuela.

—El niño en cuestión, ya veo —dijo Melvig, aunque parecía estar vaciándose de ira como si esta escapara con el lento reguero de sangre que le corría por la pierna desde la pantorrilla herida—. ¿O sea que este es el bastardo? Por lo menos posee un par de huevos, teniendo en cuenta que vive en una casa de mujeres y griegos.

—Aquí tienes a Myrddion Merlinus, que fue presentado al dios del sol tras su nacimiento y aceptado por las serpientes de la Madre antes de que supiera andar. —Olwyn habló con toda la formalidad de la que era capaz, con la esperanza de conferir a Myrddion un estatus ilusorio—. Como ves, es un niño estupendo.

—Pero ¿de quién es? ¿Cuándo piensas responderme, mujer? —Entonces la astucia asomó a los ojos de su padre—. No eres una cobarde ni una mentirosa, y darías la cara con calma, a tu manera, si fuese hijo tuyo. ¡O sea que el niño tiene que ser de Branwyn!

La convicción de la voz de Melvig hizo que a Olwyn se le helara la sangre en las venas. Quizá su padre se contuviera si creía que Myrddion era hijo de ella, pero ¿el bastardo de su nieta? ¡Nunca! Reclamaría su derecho a vengar la ofensa contra su honor.

Al mismo tiempo que empezaba a suplicar a su padre que fuera sensato, él llamó a gritos al sirviente Plautenes, que llegó corriendo de inmediato.

—¡Tú! Ve a buscar a mi nieta y tráemela enseguida ¿entendido? No quiero esperar como un pasmarote a que a esa jovenzuela le venga bien. Tráela a rastras si hace falta.

Cuando Plautenes asintió y dio media vuelta para partir, Melvig pidió a voces vino y comida, y Olwyn vio que un destello de irritación asomaba al joven rostro del criado. Melvig también lo percibió.

—¿Por qué mantienes a estos pederastas asquerosos en tu casa? —murmuró mientras el esclavo salía de la sala—. No me digas que no hay ordovicos suficientes para servirte.

Olwyn levantó un poco la barbilla, apretó a Myrddion contra su cuerpo e intentó responder a su padre sin ponerlo de peor humor. Cuando el rey de los deceanglos se sentía frustrado, a menudo tomaba decisiones que lamentaba después de haber tenido tiempo de reflexionar.

—Por favor, padre, Plautenes no es ningún pederasta. Y Cruso tampoco. No tienen trato con niños, pero se aman el uno al otro como marido y mujer. Falta mucho amor en el mundo, padre, y cuidan muy bien de mí y de los míos.

Olwyn vio que su padre empezaba a formular una réplica contundente cuando Branwyn entró en el atrio desde la columnata, se acercó a su abuelo y agachó la cabeza en señal de respeto. Echó a perder el efecto una sonrisilla irónica que hizo que Melvig frunciera el entrecejo.

—Explícate, Branwyn. ¿De dónde ha salido este bebé? ¿Quién fue tu amante?

—¡No es un bebé! —Branwyn miró a Melvig con expresión de odio y saltaron chispas cuando esas dos voluntades egocéntricas y testarudas chocaron—. Es el hijo de un demonio y está maldito. No pienso tocar a esa criatura, o sea que puedes matarlo si quieres, abuelo. No lo lloraré.

—¡Branwyn! —gritó Olwyn, horrorizada.

—¡Eres antinatural, niña! —le espetó Melvig.

—¿Antinatural? Un demonio disfrazado de hombre joven se coló en mi habitación y me violó. Hablaba una lengua diabólica, de modo que ni siquiera puedo deciros su nombre. Odio a la criatura como odio la semilla que él plantó en mí. Si yo soy antinatural, ¿qué es esa… cosa a la que mi madre ama más que a mí?

«Madre, sálvanos a todos, Branwyn ha perdido la cabeza y el odio la consume.» Un torbellino de pensamientos atenazó a Olwyn; la espantaban la crudeza y el gélido control de su hija, una desconocida que parecía culpar a su madre de una traición que Olwyn jamás entendería.

—¡Un demonio! —repitió Melvig en tono de mofa—. Me sorprende saber que están dotados para reproducirse.

—De sobra, abuelo. El demonio era cruel y estaba decidido a destruirme a través de su hijo. Duda de mí si quieres, pero este niño traerá mala suerte a Segontium.

De repente, Melvig se echó a reír.

—Tu hijo ya ha hecho todo lo posible para matarme. Tiene el brazo fuerte para ser tan pequeño, y es atrevido. Casi podría caerme bien el pequeño bastardo.

—Solo intentaba protegerme, padre —intentó explicar Olwyn mientras rogaba en silencio por que su hija ofreciese algún tipo de ayuda—. Myrddion no tenía ni idea de lo que hacía. Solamente es un bebé, padre, y juro que no hay un ápice de maldad en él.

Su padre soltó una carcajada con gusto, y Branwyn sonrió con frialdad tapándose con la mano. El niño frunció el ceño y se retorció en los brazos de Olwyn para situarse de cara a sus acusadores, y hasta Melvig notó los grandes ojos negros del niño cuando los clavó en él. La mirada del pequeño era tan directa que el rey sintió que lo habían examinado a conciencia y habían encontrado carencias en algún elemento esencial de su naturaleza. Al posarse en Branwyn, la mirada del niño se estrechó con desagrado y algo parecido al desprecio, si una criatura de menos de dos años era capaz de sentir emociones tan complejas.

Una cautelosa llamada a la puerta desde el otro lado de la columnata les avisó de que el sirviente había regresado con vino, cerveza y las pequeñas tartas de miel que tanto gustaban a Melvig. El sensible Plautenes captó el disgusto oculto tras la boca carnosa y los ojos oscuros de su señora, y volvió a toda prisa a la cocina en cuanto hubo dejado la bandeja.

—He oído voces, Cruso, y la señora estaba al borde de las lágrimas. Te juro que la joven ama casi se estaba regodeando en el terror de su madre. ¡Puaj! Esa Branwyn es fría como el hielo. A todos nos iría mejor si hubiese muerto en el parto.

Cruso tapó la boca de su amante con la mano poniendo una mueca de horror.

—¡Por todos los dioses, Plautenes! Ten cuidado. Al rey ya no le hacemos mucha gracia, y si oye tus opiniones ordenará que te estrangulen. Solo espero que mi repostería lo calme.

Cruso era un buen cocinero, de modo que Melvig no tardó en dar buena cuenta de las dulces exquisiteces, que regó con varios vasos del mejor vino de Olwyn. Se relamió con entusiasmo y hasta sonrió a Myrddion cuando pensó que nadie lo miraba.

Después de pasearse un rato más y apurar otro par de vinos, tomó su decisión. Era una sentencia juiciosa que no complacería a nadie más, pero resolvería todos los problemas.

—Bueno, Branwyn, he decidido que me dices la verdad, de modo que me aseguraré de que tu historia de un estupro sobrenatural llegue a todos los rincones donde convenga que se sepa. Dejaremos que el mundo crea que el bastardo es hijo de un demonio, porque así lo has jurado. Y como estás mancillada pero libre de culpa en este asunto, te encontraré un marido apropiado antes del verano. Acatarás mis deseos o te las verás con la muerte, ¿queda claro?

Del rostro de Branwyn se esfumaron el triunfo o el júbilo que la embargó al oír a su abuelo que aceptaba su cuento de haber sido violada por un ser demoníaco, quedando una expresión vacía, como si la idea de su inminente matrimonio la hubiera vaciado. Melvig vio que sus labios empezaban a articular una negativa y se le adelantó.

—Si me contradices, atente a las consecuencias. No te creas que haré que te maten, porque no buscaría un castigo tan leve a tu desobediencia. ¿Qué te parecería una vida entera encarcelada? O, mejor aun, a lo mejor te destierro solo con la ropa que lleves puesta. La violación de un demonio te parecerá un favor en comparación con la vida como mujer pobre y sin amigos.

Con los ojos, Olwyn suplicó a su hija que guardara silencio. Branwyn bajó su rebelde mirada e hizo una reverencia.

—En cuanto a ti, hija, me ha dolido que me ocultaras la verdad. Como viuda, has disfrutado de una vida placentera y libre, pero esos días han terminado. Te ofreceré una selección de maridos apropiados en reconocimiento a tu vida impecable en el pasado, pero te casarás otra vez, te gusten mis candidatos o no.

Olwyn tuvo la prudencia de morderse los labios y no decir nada. Achuchó un poco más a Myrddion y el niño, que, cansado y angustiado, había empezado a chuparse el pulgar, le pasó los bracitos por el cuello.

—En cuanto al bastardo, que viva… pero solo porque demuestra valor, lo que me divierte en un crío. Que todos los hombres y mujeres de esta villa conozcan su ascendencia, para que estén pendientes de cualquier amenaza dirigida a las almas de los píos. Si sale salvaje, obstinado o malicioso, será condenado a muerte por la seguridad del pueblo. Y ahora ¿dónde está ese cocinero tuyo?

Mientras Melvig se alejaba a aterrorizar a los sirvientes de las cocinas, Olwyn sollozó en el hombro de Myrddion. El niño desprendía un perfume dulce y fresco, como la hierba cortada después de una lluvia nocturna, con un rastro de leche tibia. Lo olió como si pudiera esconderlo en su envejecido vientre para mantenerlo a salvo, mientras Branwyn dejaba escapar también una exclamación de dolor.

—¡Ay, Branwyn! —sollozó Olwyn—. No será para tanto, querida. Mi padre puede ser severo y despiadado, pero no es cruel. Encontrará un hombre que te trate bien, y a lo mejor hasta llegas a cogerle cariño, con el tiempo. Yo no había visto nunca a tu padre cuando nos casamos, pero descubrí que era amable y comprensivo. No pude evitar amarlo tanto que, aún ahora, la idea de casarme con otro hombre me entristece profundamente.

Branwyn volvió la cabeza de golpe. Había veneno en sus ojos, y Olwyn se encogió ante el desagrado manifiesto que su hija demostraba en esa mirada.

—Yo no soy tú, madre. ¡No me casaré con ningún hombre!

—No tendrás elección —suspiró Olwyn—. ¿Por qué estás tan enfadada conmigo?

—¿Dónde estabas cuando te necesité? —arrancó Branwyn con una voz baja e implacable que poco a poco creció en volumen y pasión—. ¿Notaste que estaba mal después de que el demonio me violara? ¡No! ¿Y por qué me llevaste a casa de la tía Fillagh? Para salvarte de la ira del abuelo. Después te conviertes en la defensora de ese retorcido producto del demonio, ¡esa cosa! ¡Esa criatura odiosa! ¡Le amas! Te importa más él que yo. Espero que te mate, tal y como me ha asesinado a mí.

Olwyn solo podía contemplar en silencio a su hija. Nunca había entendido a Branwyn, pero la quería con un sentimiento rayano en la ceguera. Casi. Mirando la hermosa y retorcida cara de su hija, le sorprendió comprender lo poco que le gustaba Branwyn bajo la capa de amor que sentía.

«Déjala ir», pensó mientras abrazaba a Myrddion con más fuerza. Sabía que había perdido a su hija de forma irremediable, pero la diosa le había concedido una segunda oportunidad en forma de los ojos tranquilos y cariñosos de su nieto.

—Ay, Branwyn, sufrirás por tu arrogancia y por esa fealdad que anida en tu interior. Ódiame si eso hace que te sientas mejor, maldíceme si tu vida parece más fácil con alguien a quien odiar, pero hasta que no ames a algo o a alguien más que a ti misma, seguirás perteneciendo a tu demonio.

Seis meses más tarde, Melvig miraba en dirección a Mona, al otro lado del estrecho, disfrutando del sol de principios de primavera. Los rayos daban a su rostro un poco de calor, de tal modo que le brillaba la tez y su pelo blanco y gris adquiría un tono rojizo a juego con las vetas de color de su barba. Estaba de buen humor y se sentía un triunfador después de sortear las procelosas aguas de la familia sin derramar sangre.

Branwyn había precisado el uso de la fuerza.

La chica lo había maldecido, empleando reniegos que Melvig nunca hubiese creído que una niña de quince años pudiera conocer. Había escupido y pataleado, pero ni su futuro marido ni su abuelo habían dado el brazo a torcer. El joven guerrero que le había escogido había visto las posibilidades de su situación al instante. Venía de una familia empobrecida, y un hijo que era heredero directo del rey de los deceanglos apuntalaría su fortuna para toda la vida.

—Ya puede despotricar y maldecir todo lo que quiera, la pequeña estúpida —le había dicho a su madre después del primer y desafortunado encuentro con su prometida—. Bien pronto me pertenecerá, y entonces le daré una lección sobre los deberes del matrimonio. Necesitaré tu ayuda, madre, porque la han consentido durante toda su vida.

Su madre se había alegrado tanto como su hijo.

—Recuerda, Maelgwn, que a esta chica la ha violado un demonio, o eso dicen por ahí. Por supuesto, estará contaminada; ¿cómo no iba a estarlo? Te ayudaré a enseñarle el respeto que le debe a un marido en su casa, por supuesto, pero tú tienes que ser firme, hijo, ya me entiendes. Debes tratarla como a un caballo y obligarla a aceptar la brida.

Desde el principio, a pesar de revolverse y escupir o arañar con violencia, Branwyn había estado aterrorizada. En Maelgwn veía algo del hombre que habitaba en sus pesadillas. Desde algunos ángulos, parecía más alto, con los ojos y el cabello más oscuros, de tal modo que Tritón se le acercaba una vez más, con una mano tendida que prometía dolor y tormento. Oía la voz de Maelgwn a través del velo de un melódico recuerdo de terror, de tal modo que la cara ancha y poco agraciada de su prometido se deformaba y desfiguraba hasta adoptar los rasgos de Tritón… para después recuperar los originales, en una vertiginosa, enloquecedora y espeluznante metamorfosis.

Ajeno a la creciente locura de su nieta, Melvig se mostraba muy complacido con el matrimonio acordado. Maelgwn se había casado con Branwyn, aunque hubo que atarla y amordazarla durante la ceremonia, con el permiso de su marido. Más tarde, se la llevaron a Tomen-y-mur, donde Maelgwn tenía una casa bastante destartalada que mantendría ocupada a la nieta del rey durante años. Melvig se frotó las manos, satisfecho, mientras pensaba en cómo le habían impuesto por fin la obediencia a la díscola Branwyn.

Maelgwn no era un monstruo, solo un niño enmadrado que nunca se había desprendido del amor empalagoso de su progenitora. Su noche de bodas fue una farsa grotesca de amor, porque Branwyn había luchado como una posesa. Su madre le había advertido que la chica no sería dócil hasta quedar embarazada, de modo que el lecho nupcial vio una violación tras otra, aunque Maelgwn vomitó la opípara comida del festín de bodas tras verse obligado a atarle los brazos y después separarle las piernas a la fuerza.

De día obligaban a Branwyn a trabajar como una sirvienta de la cocina a las órdenes de su suegra. Pronto el odio quedó grabado de forma indeleble en su naturaleza inflexible. Solo esperaba, consciente de que el demonio y su semilla la habían llevado a ese trance. Sabía, con la certidumbre absoluta de los dementes, que el día de su venganza llegaría.

En cuanto a Olwyn, había aceptado al pretendiente más joven que su padre le había ofrecido. Eddius era el hijo menor de una familia con ascendencia romana, lo que hacía de él peor partido que los demás guerreros. Melvig supuso, erróneamente, que Olwyn lo había escogido porque así ella, por estatus, riqueza y experiencia, tendría el mando.

Sin embargo, su padre se equivocaba. Olwyn había estudiado con detenimiento a todos los candidatos en función de un único criterio: su reacción ante Myrddion. Solo Eddius había sonreído al ver al pequeño y lo había cogido en sus fuertes brazos. Solo Eddius lo había lanzado por los aires hasta que Myrddion se había deshecho en pequeñas carcajadas. Olwyn quedó convencida sin necesidad de una buena palabra o una promesa vacía.

En cuanto a Myrddion, el mundo entero sabía ya la procedencia de ese extraño biznieto. Melvig sonrió complacido. Branwyn y Olwyn habían sido listas con sus mentiras, pues ¿quién se enemistaría con un demonio matando a su hijo? Aunque, ¿quién seguiría al hijo de un demonio, o blandiría una espada en su defensa? Melvig se había asegurado de que Myrddion jamás pudiese inquietar a los reyes legítimos de los deceanglos o los ordovicos, mediante el simple expediente de asegurar que su madre decía la verdad cuando hablaba de su origen.

Branwyn volvía a estar embarazada, igual que su madre, y Melvig se felicitó por su inteligencia.

—De modo que aquí acaba este pequeño drama —dijo en voz alta al viento—. Con un poco de suerte, Olwyn y su progenie no causarán más problemas mientras yo viva.

Una estación sucedió a otra, pasaron los años, y llegó el día en que Myrddion sintió la atracción de la orilla del mar junto a Segontium como otrora le había pasado a Branwyn. Las tormentas cubrían las playas de algas y un tesoro oculto de conchas, peces, maderos extraños y retorcidos y restos de barcos naufragados. Como su madre antes que él, el niño soñaba con grandes fantasías que él mismo protagonizaba y que servían de solaz a su dolorosa soledad. Olwyn había tenido un hijo, al que pronto siguió otro, y con dos niños pequeños que cuidar le quedaba poco tiempo libre para su nieto, aunque nunca dejó de quererle.

Poco escapaba a la mirada avispada y luminosa de Myrddion. Su gran inteligencia levantaba barreras entre él y el mundo, unos muros que en ocasiones se resistían incluso a la enorme capacidad para el amor de Olwyn. Sus constantes preguntas y agudas observaciones dejaban perplejos a ella y a Eddius, a quienes preocupaba que el niño se marchitara sin una compañía que estimulase su creciente intelecto.

Myrddion tampoco podía sumarse a los juegos y las batallas de broma del resto de niños de Segontium. Desde que tuvo uso de razón, tuvo que aceptar que era diferente y que daba miedo. Los niños del pueblo le gritaban insultos hasta que sentía que se le agolpaba la sangre en la cabeza.

—¡Bastardo! ¡Medio Demonio! ¡Bastardo! ¡Demonio!

Cuando se asomaba a los cubos de agua que dejaban para los caballos y veía su faz oscura rodeada de una maraña de pelo negro, se angustiaba tanto que rompía el reflejo con la mano.

¡Feo! ¡Feo y maldito!

Con su habitual sensibilidad, Olwyn reparó en el inusual silencio de Myrddion y en su oscura depresión. Con el corazón en un puño, reconoció los síntomas de una rabia incipiente y recordó la advertencia de Fillagh y su posterior juramento.

«Solo el amor puede derrotarlo y hacerle humano», había exclamado su hermana con una advertencia en la mirada.

Olwyn había jurado que amaría tanto a Myrddion que el abandono de Branwyn no importaría. De repente, al parecer, importaba.

—Myrddion, cariño, ven con Olwyn.

El robusto niño apenas vaciló, pero Olwyn, perceptiva, captó esa duda momentánea. Después abrió mucho los brazos cuando Myrddion corrió hacia ellos y apretó la cara contra sus cálidos pechos.

—¿Qué te preocupa, cariño? Sé que algo pasa, por esas cejas morenas tan fruncidas que traes, mi pequeño. —Lo acarició y notó que su cuerpo empezaba a relajarse.

—¡Soy feo! —respondió Myrddion con voz ahogada, y Olwyn notó sus lágrimas a través del peplo—. La Madre y la abuela Ceridwen me rechazarán, y me perderé para siempre.

Hizo una pausa y luego recayó en su intenso desconsuelo.

—¿Qué es un bastardo, Olwyn? ¿Por qué me odian los demás niños?

Olwyn suspiró y besó el pelo espeso y lustroso de su nieto. Con el corazón encogido, buscó las palabras que demostrasen a ese niño extraño lo mucho que se le quería en realidad.

—No eres feo, Myrddion. Eres precioso. Los niños del pueblo te tienen envidia porque eres más alto que ellos, y mucho más fuerte y bello de lo que serán jamás. ¿Cómo va a rechazarte la Madre cuando nos lleva a todos en el corazón porque le pertenecemos? Y la abuela Ceridwen te ama porque eres su niño. Los críos creen que pueden hacerte daño y por eso te gritan esas mentiras. —Apartó un poco a Myrddion para verle la cara llena de duda y rebeldía—. Un bastardo es alguien a quien no se le conoce padre, cariño. No sabemos quién es tu padre, eso es verdad, Myrddion, pero no cometas la tontería de escuchar los chismorreos. Olwyn siempre te dirá la verdad.

Así que le explicó lo profunda que había sido la herida recibida por Branwyn, y por qué. Con palabras sencillas le describió la violación en la playa, mientras Myrddion le preguntaba por los motivos del poco amor que le tenía su madre natural.

—¿Sabes lo que sientes en el pecho, cariño, cuando los niños del pueblo te gritan cosas crueles? Imagina esa sensación, pero más fuerte, como si te apretaran el pecho a cada momento todos los días. Después imagina que te han hecho mucho daño y que alguien te pide que quieras a otra persona que se parece al malvado que en un principio te hizo tanto daño. Tu madre no podía soportar la idea de pasar miedo siempre, de modo que no quiere verte; y se niega a quererte. Tu pobre madre se ha vuelto un poco loca por culpa de los recuerdos de un hombre muy malo, Myrddion. No puede evitar sentirse así.

Olwyn envolvió a su nieto con los brazos una vez más y oyó el minúsculo suspiro de comodidad y aceptación de Myrddion.

—Conque ya lo ves, cariño, no es culpa tuya. Un hombre malo te hizo, pero yo también, y Branwyn, y el abuelo Melvig, que es rey. Y, al principio de todo, la abuela Ceridwen, que vino con la Madre y sus serpientes para demostrar lo mucho que te querían las dos. Mira en el agua y ve lo que hay de verdad, no lo que otros te dicen que veas. Nunca olvides, mi pequeño, mirar debajo de la superficie y no juzgar a nadie por lo que se dice de él. Lo que hacemos y lo que somos es lo que cuenta.

Así aprendió Myrddion su primera y más importante lección, mientras Olwyn conjuraba las consecuencias más espantosas de la mentira que se escondía en el corazón del nacimiento del niño.

Sin embargo, Myrddion no era solo una víctima del miedo y la soledad. También era un niño cargado de ira, sobre todo cuando lo arrinconaban. Un día, tras meses de gritos y burlas, la criatura enfurecida que coexistía con su parte racional salió disparada de su oscura guarida como un lobo feroz. Con los ojos enrojecidos de furia, Myrddion se abalanzó contra el niño más grande, al que aporreó con ambos puños en todas las superficies de carne desnuda que le quedaron a mano.

Los niños más pequeños gritaron y huyeron corriendo del torbellino en que Myrddion se había convertido. Con los pies, las manos y hasta los dientes, el chico atacó a los más corpulentos de sus torturadores con brutal ferocidad. Por supuesto, los niños más grandes del pueblo le dieron más golpes de los que recibieron, y Myrddion no tardó en estar cubierto de arañazos y sangre. Incluso cuando un patán, cuatro años mayor que su agresor de seis, le rompió el pulgar adrede, el enfurecido Myrddion le asestó un golpe certero con la mano dañada. Aunque no tardó en quedar enterrado bajo un aluvión de patadas y puñetazos, no dio muestras de rendirse hasta que Eddius se adentró en el agitado zafarrancho de críos y lo sacó a la fuerza sujetándolo por la túnica desgarrada.

—¡Qué vergüenza, niños! ¡Qué vergüenza! Cinco contra uno no me parece justo, y más siendo el doble de grandes —les dijo a modo de reprimenda a los chiquillos, que se pusieron en pie como buenamente pudieron con la cabeza gacha, avergonzados por la intervención de un adulto.

—¡Ha empezado él! —farfulló el más grande mientras se secaba de la boca un largo reguero de sangre—. ¡Me ha soltado un diente!

—¿Cuántos años tienes, Brynn? ¿Diez? ¿Once? Este joven gato salvaje solo tiene seis. ¡Qué vergüenza, Brynn! Tu padre tendría que mantenerte ocupado en la forja si no sabes portarte como un buen celta. Y tú, Fyddach, tu padre es un guerrero de Canovium. ¿Qué pensaría si te viera pegando a un niño que ocupa la mitad que tú?

La mayoría de los muchachos abroncados arrastraron los pies y bajaron la cabeza, humillados, pero Fyddach no se amilanaba con tanta facilidad y levantó la barbilla con aire combativo.

—Es hijo de un demonio, mi señor, lo sabe todo el mundo. No tendría que intentar juntarse con quienes son mejores que él, debería dejarnos en paz. No queremos ir con él, no nos gusta. Ya le hemos dicho que no se acerque a nosotros, así que no se queje si le llamamos por lo que es. Un bastardo y el hijo de un demonio. Hasta el rey lo dice.

Eddius suspiró exasperado y agarró con más fuerza la túnica de Myrddion, que tenía los ojos entrecerrados y estaba rojo de furia.

—Escuchad, jóvenes memos. Myrddion es de mejor casa y demuestra el doble de valor que cualquiera de vosotros. ¿Cómo os tratará cuando sea un hombre y se haya ganado su espada? ¿Eso lo habéis pensado, hijos de herreros, pescadores y comerciantes? No, por supuesto que no. Y, si su padre es un demonio, imaginad lo que podría haceros una vez que aprenda a dominar sus poderes. ¡Eso sí que no se os había ocurrido! Hala, marchaos, chicos, y si vuelvo a pillaros pegando a mi hijastro, os curtiré el pellejo con la parte plana de la espada.

Por suerte, los chicos se fueron corriendo, pero la brisa de la mañana todavía llevó algunas palabras de mofa hasta los oídos de Eddius y Myrddion.

—Venga, chico, deja que mire qué te han hecho. Ay, ay, tu abuela me hará pagar caro esos moratones que llevas, so bobo.

Chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza, Eddius llevó a rastras a Myrddion hasta el pozo comunal, lo sentó a la fuerza en un escalón de pizarra y usó un jirón de su túnica para limpiar sus múltiples cortes y cardenales.

—¡Idiota! —murmuró con una sonrisa. Era difícil aguantar enfadado con Myrddion mucho tiempo. La cara del chico tenía algo carismático y atractivo que cautivaba a la gente—. Podrían haberte hecho mucho daño, Myrddion. Voy a tener que llevarte a la sanadora para que enderece ese pulgar. Además, uno de esos chicos a lo mejor llevaba un cuchillo, porque tienes un corte profundo en el brazo. Olwyn se preocupará.

—Lo siento —respondió Myrddion con voz culpable—. Perdí los estribos cuando me gritaron. ¿Qué tiene de malo ser un bastardo, Eddius? La abuela me explicó que mi padre no me hace bueno ni malo, puesto que yo soy el único que puede escoger qué clase de persona seré. Pero ¿cómo puedo estar seguro de que mi padre no fue un demonio? ¡Ay!

—Sí, tienes el pulgar roto. ¡Vamos, Myrddion! Apriétate esta tela contra el brazo e intenta no llorar. Las lágrimas siempre hacen que los abusones se crezcan más todavía.

A Myrddion sin duda le temblaron los labios, pero se mordió la lengua con fuerza y el dolor se tragó sus lágrimas. Levantó la vista hacia Eddius. Parecía tan alto y fuerte… por un momento deseó que fuera su padre.

—Sigues sin decirme la verdad. ¿Por qué no dice la gente la verdad?

—Es más fácil mentir, muchacho. A veces, cuando te pillan haciendo algo malo, que tú sabes que es malo, la tentación de buscar una excusa es muy poderosa, para que nadie se enfade contigo.

Eddius tenía veintinueve años, dos menos que su esposa, y todos los días daba las gracias a los dioses por la afortunada casualidad que la había convertido en su mujer. Su nieto era tan agradable y maduro que resultaba fácil tratarlo como a un pequeño adulto. Eddius se pasó una mano bronceada por el pelo rubio rojizo y miró a Myrddion con afectuosa exasperación. Se arrodilló junto al chico al lado del pozo, sin hacer caso a las miradas de un grupo de mujeres que supuestamente sacaban agua pero que, en realidad, escuchaban como si les fuera la vida en ello.

—Según tu madre, la violó un demonio que se había disfrazado de un hermoso joven. Al cabo de un tiempo le contó a tu abuela el desgraciado episodio y reveló que el engendro apenas hablaba nuestro idioma. ¿Recuerdas lo que he dicho de las excusas? Lo único que Branwyn hizo mal fue desobedecer a su madre e ir sola a la playa cuando sabía que no estaba bien. Pero, por responder a tu pregunta, nunca sabrás seguro que tu padre no es un demonio, porque hay muchos, muchos hombres malvados en el mundo. Todavía hoy tu pobre madre los odia a todos, incluido su marido, y se niega a cuidar de sus dos hijas; todo eso por culpa de un hombre malvado.

Los ojos de Myrddion estaban cargados de lágrimas y tristeza, de modo que Eddius le dio un rápido abrazo para demostrarle que lo quería.

—Dentro de esa funda de oro que llevas al cuello está el anillo de tu padre. Tu madre se lo dio a tu abuela, diciendo que se lo había regalado el demonio. Al parecer, había pertenecido a su madre, a la que él asesinó. Sí, lo sé: si tu madre dijo la verdad, tu padre era un ser de lo más desagradable, aunque no sepa decir si demonio o no. Además del anillo del demonio, dentro de la funda llevas otro anillo especial, muy antiguo. Lo encontraron en los campos de tu tío abuelo Cleto, y te sirvió de bula cuando te consagraron al Señor de la Luz. Cuando seas un hombre, espero que lleves ese anillo romano con su piedra de fuego solar, porque debes tu nombre a Myrddion del Sol. Puede que seas un bastardo, pero tu nacimiento y tus linajes te marcan para la grandeza. —Eddius pasó su macizo brazo por encima de los hombros de Myrddion—. Y te queremos, chico, como todos los que te conocen. ¿Qué importan unos críos de pueblo?

Era casi mediodía. El sol caía sobre el pelo moreno y polvoriento del chico, que conservaba un brillo intenso como de ala de cuervo y al que la luz implacable arrancaba reflejos azulados. Los ojos del chico apelaban sobre todo a la naturaleza comprensiva de Eddius. Se mostraban heridos por lo que le había contado y por el esfuerzo que hacía Myrddion en ese momento por entender la crueldad de aquella violencia antigua. Sabio pese a su juventud, Eddius aceptó que Myrddion comprendiera los conceptos de violación y asesinato, que debían de hacerle sentirse cada vez más mancillado por sus orígenes.

—Como hijo de los dioses, en esta historia no hay nada que deba hacerte sentir culpable por las acciones de tus padres. Quizás, algún día, encuentres por fin a tu padre y descubras tu linaje.

Myrddion asintió con seriedad de adulto.

—De modo que los niños del pueblo no mentían. Soy un medio demonio.

—¿Crees que eres malvado? ¿Podría tu querida abuela amar a una criatura cruel y maligna del Caos? No. Eres Myrddion, y eres querido. —Sonrió a su joven hijastro—. Pero ahora tenemos que ir a ver a la sanadora para que Olwyn no me pegue con la cazuela de hierro hasta que me tiemble la cabeza.

Myrddion se rió educadamente mientras, con pulso tembloroso, asía la mano tendida de Eddius y se ponía en pie con cuidado.

—Hoy has sido muy valiente, Myrddion —añadió Eddius con voz tranquila—. Me he sentido orgulloso de ti.

—He perdido los estribos —susurró Myrddion—. Podría haber hecho daño a alguno de los chicos y eso habría estado mal.

—Tú eres el que aún sangra —replicó Eddius con una sonrisa de oreja a oreja—. Ellos eran más, todo hay que decirlo.

Eddius y Myrddion recorrieron juntos las estrechas calles adoquinadas que llevaban a las afueras del pueblo. Al final de un camino de tierra, una solitaria cabaña cónica estaba separada del resto de viviendas por un estanque salobre rodeado de avellanos y tupidas aulagas en flor. Una fina columna de humo surgía de un agujero en el centro del tejado cubierto de tierra, pero Myrddion no apreció ningún otro indicio de que alguien viviera allí. Delante de la casita, que estaba cerrada a cal y canto con una puerta maciza, había una serie de grandes macetas bien torneadas cargadas de plantas, algunas familiares y otras no, al igual que el jardín bien cuidado que había a un lado de las paredes de pizarra sin mortero. En un secadero se veían varias pieles que se habían curado y endurecido al sol, y el sensible olfato de Myrddion reconoció el aroma del pescado ahumado que surgía de un pequeño cobertizo de barro situado detrás de la casa.

—Mira, Myrddion. La sanadora tiene colmenas de abejas. Le dan su miel a cambio de los resistentes hogares en los que viven.

Eddius señaló hacia dos colmenas cónicas hechas de paja trenzada que estaban colocadas sobre unas mesitas para protegerlas de los depredadores, grandes y pequeños. Los ojos curiosos de Myrddion avistaron más huertos, tinas de geranios que derrochaban escarlata, manzanos, varios árboles de frutos secos y un pequeño cercado donde una vaca con un ternero recién nacido pacía delante de un cobertizo que les ofrecía cobijo. Su nariz inquieta le dijo que, en alguna parte, varios cerdos gruñían y se revolcaban en el barro, mientras que las gallinas cloqueaban y buscaban semillas detrás de la casa. Le llegó hasta el sonido de unos patos desde la laguna, y se quedó más atónito aún cuando alguien de aspecto ocupado salió de un estrecho sendero entre la tupida aulaga y los matorrales.

—Bueno, Eddius, ¿qué te trae a mi puerta?

Solo la cadencia de la voz indicaba que la figura que se acercaba con cuidado hacia ellos era femenina. Era una voz melódica, dulce y ligera, que recordaba a la miel nueva, y el placer de su musicalidad dejó a Myrddion boquiabierto. La melena de la sanadora era muy larga y estaba llena de hojas, ramitas y briznas de paja, tanto que la cara que había debajo casi quedaba oculta. La cabellera alborotada era de un gris plomizo, como las capas de ropa que cubrían el cuerpo rechoncho. La sanadora avanzó tambaleante sobre unos pies de una pequeñez imposible y dio una palmadita a Eddius en el brazo con unos dedos no menos minúsculos y regordetes.

—¡Pasad! ¡Pasad! Veo que el joven ha estado en la guerra, por así decirlo. Lo arreglaremos en un santiamén, ¿verdad, Boudicca?

Myrddion sacudió la cabeza, confundido. ¿Quién sería Boudicca? Como para responder a su pregunta muda, una gran perra sin raza definida salió corriendo de entre las matas y se colocó, jadeando con la lengua fuera, junto a su dueña.

—Boudicca, te presento a Eddius, señor del estrecho de Mona —declaró la sanadora con total seriedad—. Y este joven es, si no me equivoco, el nieto de su mujer, Myrddion, que acude a nosotras para que lo sanemos.

La perra pareció saludar con la cabeza a sus nuevos conocidos y lamió con cautela la mano libre de Myrddion, que se puso colorado y se arriesgó a dar una palmadita en la ancha y plana frente de la gran perra roja. El animal movió la cola, extasiado.

—Le has caído bien a Boudicca. —La sanadora sonrió con alegría y empezó a sacudir un trozo de cuerda a través de un agujero en la puerta hasta que esta se abrió para revelar el oscuro interior de la única habitación de la casa—. ¡Pasad! ¡Pasad!

La sanadora empezó a desprenderse de capas de lana mientras avivaba un fuego central, removía el contenido de un caldero de hierro que colgaba de un trípode sobre las brasas al rojo y señalaba un banquito situado ante la hoguera. Con cada capa de ropa que se quitaba aparecía un poco más de la cara de la sanadora, aunque la cabaña estaba muy oscura después del brillante sol de un mediodía de finales de primavera.

—¡A ver, joven Myrddion, qué te has hecho!

Myrddion debía de tener la misma cara de susto que un cervatillo sorprendido por un cazador.

—Claro, que no me he presentado, ¿verdad? De verdad que perdería la chaveta si no la tuviera a buen recaudo dentro de mi cráneo. Me llamo Annwynn, que es un nombre muy noble para una mujer tan normal. No tengo tesoros ni una olla de la abundancia, ni estoy emparentada con la diosa Ceridwen, aunque cuenta la leyenda que tú sí, joven amo. No, Annwynn es solo una sanadora, que se conforma con ser de utilidad. Y ahora, quítate todo menos el taparrabos, encanto, y acércate al fuego para que te vea bien.

Myrddion miró a Eddius en busca de confirmación, y el guerrero asintió con una leve sonrisa. Mientras el niño se desvestía, Annwynn iba de un lado a otro de la pequeña habitación cogiendo trastos de cerámica y tarros de madera, una cajita de peral, trapos suaves y una taza de algo que olía de maravilla, sobre todo cuando le añadió agua caliente de un extraño recipiente con pitorro que colgaba de un gancho pegado al trípode sobre el fuego.

—Hidromiel dulce y caliente —explicó la sanadora con parquedad, mientras entregaba la taza a Eddius, que le dio un sorbo receloso. La radiante sonrisa que saltó a sus labios al saborear la bebida hizo que Annwynn se echara a reír, encantada—. Hay quien dice que la vieja Annwynn tiene magia en los dedos. Otros la llaman bruja. Pero hace un hidromiel muy rico, ¿o no, bravo señor?

—Está muy bueno —corroboró Eddius, mientras estiraba sus largas piernas ante el fuego.

—Y ahora tú, joven Myrddion. Eres un chico guapo, ya lo veo, pero te has hecho daño. Es una suerte que tenga buena mano para la costura.

Aunque Myrddion era joven, no tenía un pelo de tonto. Ante la idea de que le cosieran el brazo como el dobladillo de su túnica, alzó la vista para mirar a Annwynn y todas sus dudas se disiparon.

Annwynn le miraba desde arriba y Myrddion se imaginó que olía a manzana madura. Tenía la cara redonda bajo una mata de pelo que en esos momentos se recogía con una tira de tela de colores para apartárselo de la cara, las mejillas sonrosadas y circulares bajo unos pómulos caídos, y hasta sus ojos parecían demasiado azules y saltones para ser del todo reales. Sus cejas eran dos gruesos semicírculos de pelo negro que la dotaban de una permanente expresión de sorpresa. La franca bondad de esos ojos tan abiertos desarmaba a cualquiera.

También tenía la nariz corta, chata y rematada por una llamativa pelota de carne que hacía que todo aquel que la miraba disimulase una sonrisa. Por debajo de esa nariz cómica había una boca delicada y carnosa que era húmeda y roja por naturaleza. Hasta sus dientes pequeños y regulares parecían inofensivos, ya que una brecha entre los dos incisivos delanteros contribuía al efecto general de humor y amabilidad inocuos. Un hoyuelo en el centro de su barbilla redonda y otros dos en las comisuras de la boca remataban el atractivo de su rostro. Hacía que la gente sonriera, aunque el dolor y la pena agobiasen su corazón.

Annwynn estaba en la madurez, pues aparentaba algo más de cuarenta años, una edad muy respetable para una mujer; pero ningún ciudadano de Segontium podría contar nada sobre su pasado a los curiosos. Había aparecido en el pueblo unos doce años antes y pronto se había vuelto valiosísima por sus conocimientos como herborista, su alegría de vivir y su habilidad como comadrona.

Extrajo una aguja de un trozo de cuero untado con aceite, la metió en un pequeño cuenco de agua caliente y se puso a buscar otro paquete misterioso en su caja de peral. Con una exclamación de triunfo, sacó un ovillo de hilo muy fino hecho de tripas de animal. Myrddion abrió los ojos más aún cuando la vio extraer de su paquete una estrecha varilla de hierro, menos ancha que el cañón de una pluma, que luego metió en el fuego.

—¿Eres valiente, joven Myrddion? ¿Debo darte jugo de adormidera? ¿O puedes aguantar firme mientras cauterizo este corte? No sé si la cuchilla que te lo ha hecho estaba limpia, pero me temo que, si la tenía un chaval del pueblo, estaría muy sucia. Las heridas se pudren si no están perfectamente limpias, por eso ahora lavo la tuya con agua. —Le sonrió—. ¡Buen chico, no te has movido ni un poquito! Sí, ha sangrado bien, pero tengo que estar segura. Si no, créeme que lo lamentarás, jovencito.

—Puedo ser valiente —susurró Myrddion—, siempre que entienda lo que haces.

Annwynn se rió hasta que le tembló la barriga.

—¡Caramba, es más viejo de lo que le tocaría por edad, maese Eddius! Habla como un pequeño magistrado en vez de como un niño. ¡Ay, es maravilloso!

Y se rió con fuerza; todo su cuerpo se sacudía y le temblaba. Myrddion la observaba hipnotizado y no se dio cuenta de que la sanadora había retirado la varilla de hierro del fuego hasta que sintió una repentina y muy dolorosa quemadura sobre la herida. Habría apartado el brazo, pero Annwynn lo había agarrado con la otra mano de tal modo que el cuerpo del chico quedaba inmovilizado contra sus carnes. La cauterización fue rápida, pero Myrddion la sintió de principio a fin, y la observó de principio a fin, con los ojos pegados al hierro al rojo vivo que le recorría la herida.

—¿Por qué la has cau… cauretizado? —Myrddion se esforzó por repetir la palabra exacta.

Mientras levantaba la varilla de hierro, Annwynn soltó los brazos del chico.

—La palabra es «cauterizar». ¿Sabes leer, hijo?

Myrddion asintió.

—Se hace para quemar todos los humores malignos que puedan causar que la carne se pudra. Muchos sanadores no creen en esos humores, pero yo sí, y mis pacientes casi siempre viven. Mi maestro fue un viejo judío que, según él, había nacido en Damasco, dondequiera que esté eso. Él también sabía leer, pero yo no, allí de donde vengo a las mujeres nunca les enseñaban.

Mientras Annwynn hablaba, mantenía las manos ocupadas, y Myrddion reparó en que le había atravesado la carne con una aguja que llevaba enhebrada la tripa, para unirle los bordes de la herida mediante un pequeño nudo. Aunque le hizo daño estaba fascinado.

—¿De dónde vienes, Annwynn? —preguntó sin apartar la vista de aquellos dedos atareados.

—¿Yo? Uy, de muy lejos al sur, de Portus Lemanis, donde fondean los barcos que vienen de la Galia para comerciar. Es un sitio donde todo el mundo va y viene por el mar. Madre mía, hijo, cómo me tiras de la lengua. ¡Hala! Ya está. Tres puntos de nada, la mar de limpios. Me temo que te quedará una cicatriz muy pequeña, pero eso a ti te da igual.

Annwynn encontró un tarro de madera que contenía una sustancia espesa y marrón de extraño olor. Con la ayuda de un pequeño cucharón de madera, esparció el ungüento sobre la herida con generosidad y después, todavía sin tocar la carne más de lo necesario, envolvió el brazo con una tela vieja pero limpia.

Myrddion echó un vistazo receloso al vendaje improvisado.

—No te creas que los malos humores encontrarán una entrada a tu herida a partir de una tela sucia. Puedes estar tranquilo porque hiervo estos trapos durante medio día en el fuego, y los seco al sol, a la intemperie. ¿Te satisface esa explicación, joven amo?

Myrddion se ruborizó.

Durante media hora, Annwynn extendió su ungüento marrón sobre diversos arañazos y moratones cada vez más grandes, cubrió los cortes que lo requerían y después entablilló el pulgar roto de Myrddion. Le hizo bastante daño a su joven paciente, que por otro lado estaba fascinado con todas sus acciones y se mordía el labio si los cuidados le causaban molestias.

—Pasarás una noche muy incómoda, de modo que voy a entregarle a Eddius un poquito de jugo de adormidera diluido en hidromiel que te ayudará a dormir. —Le dio una palmadita en la mejilla y lo ayudó a vestirse con el impedimento de su dedo entablillado—. Tendrás que volver dentro de dos días, solo para comprobar que tu herida sigue limpia y sanando.

Boudicca los acompañó hasta la puerta y Myrddion hizo una mueca de dolor cuando sus músculos maltratados se quejaron al agacharse para rascarle las orejas. Entre tanto, Annwynn rebuscaba como una loca dentro de un cofre situado en un rincón. Con una exclamación de júbilo, sacó un objeto pequeño, corrió hacia la puerta y se lo puso a Myrddion en la mano.

—¡Esto es por ser tan valiente! Es la lechuza de la diosa, y representa al cazador y la sabiduría. Como hecho a propósito para ti, jovenzuelo.

Myrddion observó la piedra que llenaba la palma de su mano. Alguien se había tomado la molestia de tallar en el objeto dos semicírculos que se tocaban para sugerir la presencia de un pico. Dentro de los dos semicírculos, unos círculos más pequeños representaban unos ojos rudimentarios. El dibujo interior estaba contorneado con pigmento blanco para acentuar el parecido con una lechuza.

—Gracias —dijo—. Lo conservaré siempre.

—No, siempre no. Pero la lechuza te protegerá y no te abandonará nunca —replicó Annwynn con tono enigmático, para luego llamar a su perra y cerrar la puerta de la cabaña.

Mientras seguía a Eddius por el camino que llevaba a la villa, Myrddion luchaba por ordenar sus pensamientos. Estaba cansado y dolorido, y la hierba alta y afilada que crecía encima de la playa se le enredaba en las sandalias y le hizo caer. Eddius vio que el chico lo estaba pasando mal al intentar levantarse, de modo que lo alzó con sus fuertes brazos. En contra de su voluntad, Myrddion sintió que su cabeza empezaba a ceder bajo su propio peso. Mucho antes de que la villa quedara a la vista, se había quedado dormido como un tronco sobre el hombro de Eddius.

El marido de Olwyn sonrió mientras avanzaba a grandes zancadas, cargando con el cuerpo ligero de Myrddion sin ninguna dificultad. Tenía dos hijos propios y los quería con locura, pues así de profundas y viscerales eran sus pasiones, pero Myrddion conectaba de una manera extraña con la mente de Eddius, que reconoció para sus adentros, allí en ese sendero de arena con vistas a la playa, que era probable que el chico eclipsara incluso a su abuelo, el rey de los deceanglos. Algo en él prometía grandeza.

Eddius suspiró.

La bahía era una ancha extensión de arena, olas espumosas y un agua profunda y oscura sobre la que se alzaba la isla de Mona, envuelta en una corona de nubes de lluvia y su propia historia sangrienta. ¿Encontraría Myrddion su camino allí, a la sombra de la tragedia, o viajaría más lejos de lo que Eddius había imaginado jamás?

Se encogió de hombros y zarandeó al chico para despertarlo mientras sus sandalias sonaban como palmadas sobre las losas del patio delantero de la villa.

—Estamos en casa, Myrddion. Es hora de dar explicaciones a Olwyn.

Muy lejos, Ygerne gritó en los últimos instantes agónicos del parto. Entre sangre y mucosa, una niña con la cara cubierta por un trozo de membrana fue expulsada a un mundo cruel e indiferente. Una vez lavada y envuelta en paños, Ygerne alzó los brazos para reclamar a su primogénita con lágrimas de pura alegría.

—¡Morgana! La llamaré Morgana, porque es toda mi felicidad y mi esperanza. —Ygerne sollozaba, con lágrimas que se entremezclaban con el sudor de sus esfuerzos—. Y ahora llevadla ante su padre, ante el rey Gorlois, y decidle que tiene una hija preciosa que traerá distinción a su casa.

Las sirvientas corrieron para cumplir sus órdenes, pero la vieja comadrona se quedó con su paciente y examinó la membrana fetal. Se estremeció ante la extrañeza de esa aberración de la naturaleza. Los niños que nacían con esa marca llevaban el don de la profecía y, de acuerdo con la superstición, no podían ahogarse. A la anciana no le había gustado tocar a una niña tan empapada de magia femenina.

—Cuidad de esa capucha de piel, mi señora —le dijo a Ygerne—. Cuenta la leyenda que si un trozo de membrana cae en las manos equivocadas, su propietario original morirá o, como mínimo, quedará bajo el poder de su poseedor.

Ygerne cogió la fea membrana y la escondió entre sus almohadas.

—Puedes estar bien segura de que la esconderé con cuidado, buena comadrona. Pues juro que nada hará daño a mi hija. Ni en esta vida ni en la otra. Gracias, buena mujer, por tus cuidados y tus consejos.

—No ha sido nada, dama Ygerne, nada —protestó la comadrona, pero cuando dejó el castillo al día siguiente se sintió tan aliviada como si partiera de una prisión. Juró de todo corazón que Tintagel no volvería a sentir el peso de su sombra.