Un nacimiento aciago
En la lejana Tintagel, la dama Ygerne contemplaba las muchas tonalidades de gris que definían el mar, el cielo y la tierra mientras en la lúgubre habitación, a su espalda, los hombres decidían su destino. Su padre había cabalgado desde Lindinis para asistir a esa reunión, pero sus ojos grises reflejaban una manifiesta preocupación por su hija única. Su palidez antinatural y sus largos e intensos silencios anulaban el orgullo que le embargaba pensar que su hija podría llegar a convertirse en la reina de la tribu de los dumnonios, y en un acto reflejo tensó el músculo que le contorneaba la mandíbula mientras examinaba los documentos del compromiso. Ygerne no podía ver lo angustiado que estaba desde la estrecha ventana, pero sí notaba la preocupación que irradiaba.
Junto con Pridenow de Lindinis, Gorlois y su joven sobrino, Bors el Viejo, contemplaban un tosco mapa y un revoltijo de documentos dispuestos sobre un banco e iluminados por una hedionda lámpara de aceite de pescado. El acuerdo final entre las grandes tribus estaba cristalizando y, en un oscuro rincón, el escriba de Gorlois convertía las palabras de unos hombres sencillos en las elocuentes y complejas oraciones de un compromiso matrimonial. Se prometieron y aceptaron formalmente ofrecimientos de tierra, oro, esclavos y ganado. Más allá de la zona iluminada, un niño de cinco años, Bors el Joven, observaba los rituales oficiales del compromiso con infantil asombro. Entre tanto, la joven Ygerne se consolaba pensando que estaba descubriendo su auténtico valor expresado en riquezas mundanas. Gorlois había hecho enormes concesiones para cimentar el acuerdo matrimonial, algo inusual ya que, como novio, el rey de los dumnonios podía pedir una fortuna en oro a cualquier candidato a suegro.
Ygerne había residido en Tintagel durante dos extraños y confusos años. En circunstancias ordinarias, los documentos del compromiso habrían quedado firmados antes de que la chica saliera de casa de su padre, pero Pridenow era un progenitor orgulloso e Ygerne una belleza, aunque no pasara de los diez años de edad. Acompañada por un ama y varias sirvientas, la habían entregado a Gorlois para que Pridenow pudiera convencerse de que su querida niña sería feliz con el Jabalí de Cornualles.
Desde su primer encuentro, Gorlois había quedado embelesado y había redescubierto su juventud en presencia de Ygerne. Había perdonado sus extrañas fantasías pasajeras como parte de su encanto y se había revelado como un enamorado paciente y solícito. La propia Ygerne, por mucho que le asustase una vida que era severa y dura, había hallado seguridad en los fuertes brazos y los ojos castaños y aterciopelados de Gorlois. Aunque seguía pareciéndole más un padre que un amante, la chica descubrió que las partes secretas de su corazón se estaban abriendo a la amable persona que residía dentro de esas hechuras musculosas y enormes. Además, Gorlois no había exigido nada sexual a la niña-mujer, pues reconocía que le asustaba el contacto físico. Hombre considerado, entendía que la paciencia vencería allí donde la imposición de sus derechos habría alejado a Ygerne para siempre.
De modo que allí estaban, y el compromiso había quedado sellado. Ygerne observó a su prometido y, al sentir su mirada, Gorlois alzó la vista y sonrió con tanto cariño y afecto que la chica se sintió abrazada de la cabeza a los pies.
«Me ama. Qué raro, porque apenas me conoce.»
Los pensamientos de Ygerne volaron por encima de un mar cada vez más oscuro, vacío incluso de las gaviotas que tanta gracia le hacían, con sus graznidos cómicos y su naturaleza bulliciosa.
—Se avecina una tormenta, gatita —susurró su padre cuando se le unió para contemplar el paisaje vacío—. ¿Ves esa línea de nubes negras sobre el sol poniente? Sentiremos toda su fuerza dentro de unas horas.
—¿La tormenta es un mal augurio, padre? ¿Están malditos mis esponsales?
—¡Bobadas, gatita! En Tintagel hay tantas tormentas en invierno que no crecen los árboles, porque si no el viento se los llevaría. —Alzó la cara bella y frágil de su hija—. Y ahora sonríe, cariño. Gorlois es el mejor hombre de estas islas, con la excepción de Ambrosio, y ni siquiera yo me atrevo a picar tan alto para buscarte un marido. Serás feliz en tu matrimonio.
Ygerne se estremeció, aunque iba envuelta en un grueso chal de lana. La tormenta avanzaba hacia la fortaleza como un ejército invasor, y el rumor de los truenos en la distancia imitaba el fragor de unos pasos en marcha.
—Ya casi no hay luz, padre. Echo de menos el sol y los días tranquilos.
—Serás muy feliz cuando se consume tu matrimonio dentro de los dos años prescritos, gatita. ¡Te lo prometo! Un buen marido hace que cualquier clima parezca benigno y templado.
Los ojos de su padre brillaron con un fuego tenue y sutil a la luz de la lámpara. Sus ojos grises eran la maravilla de la tribu, pero su mirada podía ser tan fría como el mar sin sol, salvo cuando se posaba en el rostro de su hija.
En ese momento Ygerne se apiadó de él. Su padre estaba desesperado por hacerla feliz, y a ella le preocupaban su delgadez, cada vez más pronunciada, y las arrugas que le surcaban el rostro de la nariz al mentón. Un toque enfermizo dotaba a su piel de un rastro amarillo a la luz nacarada.
—¿Te encuentras bien, padre? ¿Te sucede algo? —preguntó Ygerne, de repente asustada al ver que el centro de su vida se tambaleaba.
La hermosa cara de su padre se iluminó con una sonrisa.
—Por supuesto, gatita, y en los próximos días sonreiré a menudo al pensar que mi niña queda bajo la protección del rey de hierro de los dumnonios.
Sin embargo, sus dedos temblaban entre los de Ygerne, que se obligó a poner cara de pasiva obediencia para que su padre no advirtiese el terror que se le enroscaba en torno al corazón.
En los meses que siguieron a su agotador viaje, Olwyn tuvo motivos para bendecir a su hermana y al bonachón de su marido. Con su risa, su sencillez y su dulzura de espíritu, fueron sacando a Branwyn de los silencios lejanos y fríos que se habían adueñado de ella. Mimada y consentida, la animaban a sentarse al sol o hacer caso a la vieja perra de la granja, que había dejado atrás hacía mucho su juguetona juventud. Branwyn cantaba un poco e incluso hablaba de lo azul que centelleaba el mar desde la ladera de la colina, aunque se negaba a bajar a la playa para respirar el aire salado.
Los vientos no eran muy fuertes, al estar cerca de la entrada del estuario del Sabrina, pero las gaviotas lucían sus pechos blancos y las franjas grises de sus alas con orgullo, y discutían a voces sobre pedacitos de comida y conchas rotas con el mismo vigor que en Segontium. Branwyn sonreía cuando las veía robar el grano a las gallinas, y un día quedó embelesada por una ruidosa batalla verbal entre una gaviota optimista y un viejo ganso con malas pulgas a propósito de un pedazo de pan pasado y mojado en leche. El palmípedo ganó la escaramuza, porque tenía una significativa ventaja de peso.
Durante la primavera, las mujeres veían poco a Cleto y sus hijos adolescentes, aunque los pequeños armaban tanto jaleo como las gaviotas. Los campos llamaban con insistencia al trabajo constante, y Cleto faenaba alegremente de sol a sol antes de volver a la villa por la noche, cubierto de un barro espeso y marrón. Como señor de la casa, no habría tenido necesidad de tocar un terrón o empujar un arado, pero le encantaba el aroma de la tierra y sus sirvientes le adoraban por su devoción a ellos y sus campos. Sin embargo, jamás perdía ni una onza de peso, pese a todo el esfuerzo físico.
Cuando los días se volvieron más cálidos y empezaron a surgir brotes de un verde intenso de los surcos, la paz pareció haberse instalado para siempre. Fillagh puso a Branwyn a trabajar en tareas de poca importancia, pelar guisantes o remover el enorme caldero de estofado que colgaba sobre el fogón, dado su avanzado estado de gestación. Fillagh nunca se refirió, ni una sola vez, al bebé que llevaba en su vientre como a una niña. Cuando le preguntaban por qué estaba tan segura del sexo de la criatura, se encogía de hombros y respondía que su instinto le decía que el niño sería grande y fuerte.
Y entonces Branwyn rompió aguas.
Aterrorizada, la niña no avisó a nadie y, cuando su sirvienta la encontró en su habitación, estaba rígida de dolor y, desesperada, intentaba impedir el nacimiento del niño a toda costa.
La comprensión y simpatía de Fillagh menguaron cuando vio la histeria reflejada en los ojos de su sobrina.
—Es más fácil detener las mareas, Branwyn, que impedir que nazca este bebé. O sea que puedes dejarte de tonterías ahora mismo —ordenó bruscamente—. La criatura exige nacer, y tú no tienes nada que decir.
En su fuero interno, sin embargo, estaba preocupada. Susurró sus miedos a su hermana.
—Se hará daño si no la calmamos, Olwyn. Sé que puede perjudicar al bebé, pero el jugo de adormidera podría relajar a Branwyn para que deje de luchar contra las contracciones. Aun así, te aviso de que la criatura podría morir, de modo que la elección debe recaer en ti. Yo no puedo cargar con esa responsabilidad.
—Branwyn es lo que más me preocupa —replicó Olwyn. Estaba al borde de las lágrimas, pero notaba la sombra de su marido apretada contra su espalda, dándole coraje—. La criatura debe ocupar un segundo lugar, Fillagh. Ojalá supiera cómo hacer bien las cosas. Solo sirvo para rezar y soy una madre inútil por haber permitido que a mi hija le pasara esto. Padre siempre ha tenido razón: tendría que haberme vuelto a casar para cumplir mi deber con nuestra familia.
—¿Te casarías sin amor, Olwyn? ¡Qué vergüenza! Fuiste tú quien me enseñó que el matrimonio trae la auténtica alegría cuando se hace con el corazón. Salvaré a Branwyn, y al niño, aunque solo sea porque debo toda mi preciosa vida a tu ejemplo.
El parto fue largo, difícil y terrorífico. Durante una larga sucesión de horas agónicas, Branwyn sudó, gritó y maldijo, luchando contra su propio cuerpo hasta el punto en que las mujeres creyeron que su frágil y maltrecho espíritu moriría. Olwyn prometió a la diosa que cumpliría cualquier deber que se le exigiera si tan solo permitía que Branwyn viviese. Hasta una optimista como Fillagh estuvo a punto de perder la esperanza de que la fiera y desconsolada voluntad de la chica fuese a permitir nunca que la criatura naciese viva. Sin embargo, al final, cuando una lluvia primaveral empezaba a empapar el cielo nocturno, el bebé se abrió paso hasta liberarse del cuerpo de su madre. Lleno de sangre, angustia y dolor, el niño tomó su primer y ansioso aliento.
Las mujeres se arremolinaron en torno a Branwyn para contener una repentina hemorragia. Apretaron el abdomen para expulsar la placenta y le mojaron la cara con agua fresca mientras Fillagh se ocupaba de la criatura. Cuando tocó con sus manos ensangrentadas las extremidades resbaladizas en movimiento, una descarga le recorrió los dedos y la traspasó hasta el cerebro. Fillagh nunca había sido demasiado religiosa y no creía en la Visión, pero en ese momento descubrió que, ajenas a su voluntad, unas imágenes inconexas invadían su mente.
Visiones de sangre sobre piedras, de niños muertos con los miembros extendidos en una muda súplica de ayuda, y de coronas empapadas en sangre se arremolinaron en su cabeza. De repente, unos brillantes ojos azules se volvieron tan grandes que perdió el equilibrio. Estuvo a punto de dejar caer al bebé, pero Olwyn la sujetó con una mano y, con la otra, asió a la criatura. Como su hermana ya había descubierto, el efecto del bebé fue inmediato.
Ninguna revelación profética agitó el instinto de Olwyn. En su lugar, sintió un acceso de amor tan visceral que casi olvidó respirar. Una parte recelosa de su mente le advirtió de que era imposible que amara a un bebé de forma tan absoluta y con tanta velocidad, pero la auténtica Olwyn era sorda a la razón. Alzó a la criatura y se la acercó al pecho, sin preocuparse por la sangre y las mucosidades que cubrían aquel cuerpecillo rechoncho.
Fillagh tomó el brazo de su hermana.
—¿Lo has notado? ¿Has visto el poder del bebé? Tienes que quererlo, hermana, porque podría convertirse en un monstruo fácilmente. Solo el amor puede derrotarlo y volverlo humano, y me temo que Branwyn nunca lo aceptará.
—No he sentido nada salvo amor por el bebé. —Olwyn sonrió como cualquier madre novata, obsesionada con su primer hijo—. ¡Es un niño precioso! Mira, veo a Godric en su carita. Yo lo querré por Branwyn, hermana. ¿Cómo no iba a hacerlo?
Fillagh miró a su hermana con los ojos entrecerrados y se maravilló ante la magia de la atracción. Un roce había bastado para capturar el corazón cauteloso de Olwyn, y supo que Ceridwen protegía a ese niño extraño y maravilloso.
—Vivirá y sobrevivirá, pese a la hostilidad del mundo —le susurró a Cleto—. Ceridwen lo ha elegido, y la diosa siempre se sale con la suya.
—Entonces que Mitra le ayude —dijo Cleto, ya que la diosa aterrorizaba a todos los hombres sensatos—. Esperemos que ella le dé el saber de su caldero.
Sin embargo, Branwyn se negó a amamantar al niño y volvió la cara cuando se lo enseñaron.
—¡Lleváoslo! Solo de verlo me pongo enferma —aulló angustiada y, como la vio tan débil y agotada, Olwyn se llevó al bebé a la habitación contigua. Después de un baño rápido y una vez envuelto en unos pañales de tela y firmemente acomodado en su brazo, el bebé la miró con unos ojos negros que parecía que ya podían enfocar la vista.
Mientras esperaban a que llegara una nodriza de la aldea cercana, las hermanas examinaron el rostro del bebé, perfecto y hermoso. El niño, que había nacido a término, era rosado y de buen tamaño, aunque inusualmente tranquilo y silencioso. No había lágrimas o indicios de miedo, ni siquiera el habitual movimiento de extremidades constreñidas por el pañal. El niño alzó la vista hacia la cara de Olwyn, que hubiese podido jurar que la veía.
Cuando se lo entregó a la campesina de mejillas sonrosadas a la que Cleto había contratado como nodriza, el bebé protestó hasta que la mujer le ofreció el pecho. Incluso entonces, mamó reflexivamente, sin avaricia ni aspavientos, y cayó dormido antes de terminar. Pese a ello, cuando Olwyn volvió a cogerlo en brazos, sus grandes ojos almendrados se abrieron y la miró satisfecho por la leche. Olwyn creyó que el corazón le iba a estallar de amor.
A la mañana siguiente, todo el cuerpo de Cleto reflejaba preocupación mientras caminaba de un lado a otro de su patio ancho y enlosado.
—El niño debe ser reconocido y recibir su bula. Si no, ¿cómo estará a salvo de la ira de los dioses?
Las hermanas se miraron con afectuosa impaciencia. El hijo bastardo estaba más amenazado por su bisabuelo, que no se lo pensaría dos veces antes de dejarlo a merced de los elementos si se enteraba de que semejante bochorno vivía y crecía.
Como de costumbre, Fillagh sugirió algo práctico.
—¿Por qué no enseñamos el niño al sol, que es el padre de todos nosotros?
Olwyn se sintió algo boba al sacar a su nieto a la luminosa mañana de primavera, cuyo aire endulzaba un olor a retama y lavanda, con un lejano toque de sal marina. Soplaba una brisa apacible, suave y cálida mientras Olwyn desnudaba al bebé y lo levantaba hacia la luz del sol. Esperaba infantiles gemidos de protesta o muestras de angustia, pero el niño se limitó a cerrar los ojos ante el novedoso resplandor deslumbrante y agitó sus extremidades lleno de júbilo. Cuando Fillagh pidió al Señor de la Luz, Myrddion, que aceptase a ese niño que estaba tocado por la oscuridad, el bebé emitió un gritito complacido. Olwyn sintió un repentino fogonazo de inspiración cuando lo bajó y volvió a envolverlo en el pañal.
—¡Le pongo el nombre de Myrddion Merlinus en honor al Señor de la Luz que es nuestro padre! Ceridwen lo protegerá porque así me lo ha dicho, pero el Señor de la Luz siempre formará parte de su espíritu. Que su nombre nos recuerde que no ha nacido solo para la oscuridad.
Fillagh se rió un poco de la seriedad de su hermana, ya que la mujer del granjero estaba hecha para la alegría y no la tristeza. Después se serenó y asió la mano de su marido.
—Myrddion es un buen nombre, hermana, un nombre fuerte y apropiado para un niño tan guapo. Bendito seas por tus ideas, Cleto, pero me temo que el sol no dará una bula al joven Myrddion para protegerlo.
—Que los dioses decidan —dijo Cleto en voz baja—. Si Myrddion lo quiere, enviará una prenda para mantener al niño a salvo.
Las dos mujeres miraron al imperturbable y poco imaginativo granjero, que en apariencia carecía de cualquier atisbo de poesía en su alma, salvo por su amor hacia todo lo que era verde y crecía. A Fillagh no dejaba de sorprenderle la sensibilidad que sobrevivía en el corpachón de su marido.
—¡Sí, Cleto! —suspiró—. De nada nos sirve preocuparnos tanto; ya veremos qué bula se le presenta al niño. Lo que está claro es que Branwyn lo rechazará, de modo que el dios y la Madre deberán ocupar el lugar de sus padres de todas formas.
—¡Yo seré su madre! —afirmó Olwyn, con voz tan inflexible como había sido la de su hija—. A este niño no le faltarán cuidados hasta que sea un hombre. No tengo nada que darle, pero la diosa sin duda le proveerá de lo que necesite.
—¡Sí! —añadió Fillagh con un pequeño escalofrío de aprensión—. Este niño encontrará una manera de crecer y prosperar, porque la diosa le ayudará a encontrar su destino. —No dijo nada sobre sus vislumbres del futuro, pensando que el niño ya llevaba suficiente peso sobre sus hombros de bebé para que ella añadiera sus extraños y supersticiosos presentimientos.
La salud de Branwyn mejoró poco a poco en los meses siguientes. Al principio comía de forma frugal pero, a medida que fue recuperando el apetito, le regresó el color a las mejillas y la carne empezó a vestir su cuerpo menudo. Luego, con indecisión, se aventuró al exterior de la granja, persiguiendo a sus primos cuando corrían entre las hileras de zanahorias y coles hasta dejarse los pies y el vuelo de la falda negros de tierra. Más tarde aún, cuando sintió que la juventud se agitaba de nuevo en su sangre, Branwyn adquirió la costumbre de caminar por la orilla del río buscando guijarros pulidos dejados por las crecidas. Sin embargo, a pesar del rubor de las mejillas y sus sonrisas, evitaba las playas y las olas que acariciaban la arena trayéndole recuerdos de un dolor vergonzoso.
Durante tres meses, el pequeño Myrddion no tuvo ni bula ni amuleto. Como tampoco tenía madre, a decir verdad. Branwyn huía en un remolino de faldas si veía a la nodriza alimentando a su hijo o se cruzaba con Olwyn cantando al bebé al atardecer. Cierto que a la criatura no parecía importarle. Enroscaba el pelo de Olwyn alrededor de sus dedos regordetes y tiraba con tanta suavidad que ella apenas se daba cuenta de que estaba suplicando un beso. Crecía en gracia y belleza, a pesar de la hostilidad profunda e implacable de su madre natural.
Cleto Unaoreja no perdió la esperanza en que los dioses enviasen un presente al bebé. Había flaqueado en varias ocasiones y se había planteado comprarle una bula de oro él mismo para enterrarla en sus campos y crear una intervención divina ficticia, pero siempre decidía esperar un poco más. A lo mejor los dioses sí que actuaban. Y puede que la casualidad sea algo extraño y maravilloso, porque Olwyn, Cleto y Fillagh sabían que a Branwyn jamás se le pasaría por la cabeza buscar un amuleto que protegiera del daño a su odiado hijo.
Fuera cual fuese la respuesta, Branwyn descubrió el regalo de nacimiento de Myrddion cuando levantó un terrón de barro especialmente grande con la intención de fingir que se lo tiraba a Selwyn, uno de los hijos de Fillagh. Cuando apretó la tierra húmeda y dúctil, se deshizo entre sus dedos y la dejó caer con una exclamación de sorpresa.
—¡Mira, Branwyn! —gorjeó Selwyn, señalando con el dedo el oro que asomaba entre el pegote de arcilla blanda—. Hay algo en la tierra.
La chica recogió el trozo de barro en el que resplandecía una veta de oro amarillo. Asombrada, frotó el metal con los dedos y luego intentó limpiarlo con el dobladillo de su falda sucia. Mientras avanzaban hacia la villa, Branwyn siguió rascando la tierra del objeto dorado hasta que llegó a un tosco cubo de agua, en el que sumergió su trofeo.
Cleto se acercó a su sobrina y juntos lavaron el pequeño tesoro hasta que la arcilla incrustada desde hacía mucho liberó por fin el metal puro del interior. Lo que reveló el agua turbia, centelleando suavemente a media luz, hizo que Cleto agarrase su propia bula sorprendido.
Dentro del cubo de madera había un anillo de oro de hombre, creado para un dedo grande y fuerte, y Cleto no pudo evitar sacarlo para examinarlo a la luz del mediodía. Había una gran gema roja engarzada en la montura de oro macizo, en la que habían grabado unas burdas rayas para que parecieran los rayos del sol.
—¡Qué feo! —exclamó Branwyn—. Ojalá no lo hubiera encontrado, porque veo que no traerá más que desdichas.
Cleto pasó los poderosos y anchos pulgares por los macizos contornos del anillo. El oro tenía un tacto mantecoso y un intenso resplandor anaranjado que indicaba la pureza del metal.
—No. Es muy antiguo, a lo mejor de la época de las Siete Colinas, cuando la república aún era joven, pero es un bello ejemplo de artesanía romana temprana.
—¡Bueno, pues a mí no me gusta! ¡Y ni siquiera quiero mirarlo! —Branwyn se metió corriendo en la villa, donde estuvo a punto de tirar a Olwyn al suelo con sus prisas.
Cleto levantó el anillo hasta que el sol primaveral se reflejó en el corazón de su piedra con un brillante resplandor de sangre.
—¿Qué le pasa a Branwyn? —preguntó Olwyn—. Si no hubiese ido con cuidado, me habría tirado al pasar por la puerta. Parece enferma.
—Ha encontrado este anillo entre las verduras, enterrado. No sé por qué le ha cogido tanta manía al instante, pero estoy casi seguro de que es un anillo de los viejos tiempos de Roma, cuando la fortaleza mantenía el valle entero a salvo del peligro. ¿Lo ves? El orfebre grabó el oro para que los rayos de luz irradiaran desde la piedra central. ¿Lo entiendes, Olwyn? Ya tenemos nuestro milagro. Branwyn, precisamente, nos ha encontrado el regalo del dios para el pequeño Myrddion.
Cleto entregó la joya a Olwyn, que se la puso en el índice. Le iba tan grande que un movimiento descuidado la hubiese hecho caer; observó la rudimentaria manufactura y notó que el rubí había sido tallado con confianza, de tal modo que un pequeño fuego ardía en su corazón.
—¡Es perfecto! —murmuró—. Justo lo que necesitábamos para la bula de Myrddion. Tengo una correa ideal y, cuando sea mayor, se lo pondremos al cuello con una cadena, para que no se le caiga. Espero que quiera llevarlo algún día.
—A Branwyn no le hará gracia —advirtió Cleto.
—No. Pero mi niño tendrá su bula que lo proteja. Mañana mandaré a alguien a por el sacerdote y ofreceremos a Myrddion al sol, y a Ceridwen, que es mi antepasada. A lo mejor entre las dos deidades pueden mantenerlo a salvo.
A Cleto le encantaba ofrecer su hospitalidad, de modo que Fillagh no pudo convencer a su marido de que contuviera su generosidad. Al atardecer siguiente, varios amigos acudieron con sus mujeres a la villa color pardo cargados de regalos para el bebé y deseosos de ver como el sacerdote del sol daba la bienvenida a la vida familiar al último niño.
Por necesidad, el sacerdote recibió un pago abultado para dotar a la sencilla ceremonia de una pátina de legitimidad, puesto que Branwyn se negó a asistir. Como Fillagh señaló a su hermana, la ficción de que Olwyn era la madre de Myrddion quedó grabada con mayor firmeza todavía en las vidas de los habitantes de Moridunum. Olwyn, sin embargo, no podía estar contenta con la situación. Su hija seguía insistiendo en que el bebé no existía, cuando no maldecía al niño con toda clase de destinos espantosos. Cleto suspiró aliviado cuando por fin ataron el anillo al cuello de Myrddion con una fina correa.
A Olwyn la asustaba más el hecho de que Branwyn intentara asegurarse de que la criatura, en efecto, desapareciese entre las sombras de la muerte. Una tarde, mientras ella bordaba tranquilamente una minúscula túnica en el atrio, la sobresaltó un grito afrentado y potente de su nieto, que se vio ahogado de inmediato. Se levantó de un salto y corrió tanto como le daban las piernas hasta la habitación que compartía con Branwyn, donde encontró a su hija inclinada sobre la cesta de mimbre de Myrddion. Pegaba una pequeña almohada de lana de cordero a la cara del niño, que en su angustia agitaba las piernas y los brazos rechonchos.
—¿Qué haces, Branwyn? —preguntó con severidad mientras con una mano luchaba por quitarle la almohada.
Su hija la miró con ojos vidriosos.
—Nada. El niño lloraba y quería que parase.
—¿Me veré obligada a vigilarte a todas horas, hija? Puede que el niño te recuerde un momento de dolor y tormento, pero él nunca te ha hecho daño.
El pasmo y un horror creciente ensombrecieron el rostro de Olwyn al percatarse de las dificultades que la esperaban si tenía que mantener a su nieto a salvo de los instintos homicidas de su hija. Los rayos oblicuos del sol del atardecer entraban por las persianas de madera de la habitación y veteaban la cara de Branwyn con franjas de luz y de sombra. En ese rostro había algo furtivo, adormilado y malicioso que casi contuvo la lengua de Olwyn.
Myrddion lloraba con ansiedad, como si entendiera que su mundo estaba erizado de peligros y envenenado por el odio. Olwyn lo cogió en brazos y lo acunó cerca de su pecho, mientras sus ojos oscurecidos intentaban atravesar la calma sonámbula de su hija.
—Tienes que mantenerte alejada del bebé, Branwyn. Hasta puedes considerarlo tu hermano, si esa fantasía apacigua tu corazón; pero el infanticidio es un crimen atroz e imperdonable. Te matarían en el acto y yo no podría salvarte. ¡Por favor, hija mía, no te acerques a él!
Branwyn sonrió de forma distante y se acurrucó en su camastro, donde se tapó con la manta de lana y no tardó en caer dormida.
Olwyn buscó a su hermana. La sensación de un desastre en ciernes la obsesionaba.
—¿Qué voy a hacer, Fillagh? ¿Cómo puedo vigilar al bebé cada momento del día? Tampoco puedo echar a Branwyn, porque la han violado y está un poco loca. A lo mejor Ceridwen la protege nublando la verdad en su cerebro, pero sea cual sea su justificación, debo proteger a mi nieto de su odio.
Siempre bondadoso, Cleto salió disparado para encargarse de que preparasen vino especiado para las mujeres. Fillagh usó el pulgar para secar las lágrimas que asomaron entonces a los ojos de su hermana.
—Después del solsticio, tienes que volver a Segontium, Olwyn. Ya llevas fuera casi un año, y padre irá a verte en cuanto vuelvas.
Olwyn palideció y apretó a Myrddion contra su cuerpo mientras el niño se revolvía para examinarle la cara con sus brillantes ojos negros.
—¿Qué voy a decirle? ¿Cómo mantendré a mi niño a salvo de su ira?
—¡Dile la verdad, tonta! Padre se olerá cualquier mentira como un perro hambriento. Si intentas engañarle, lo sabrá, o sea que conviértelo en tu aliado. Ya sabes cómo le gusta que le consulten por su sabiduría.
Olwyn asintió, pero acarició a Myrddion como si estuviera amenazado.
—Hay que casar a Branwyn. Padre insistirá, por el bien de su honor. Entonces Myrddion estará a salvo, porque se verá obligada a vivir con su marido. A lo mejor lo único que necesita mi hija es dejar atrás el pasado. A lo mejor olvida lo mal que lo ha pasado cuando tenga en brazos a otro bebé.
Cleto volvió, cargando con exagerado cuidado una bandeja en la que vasos y cuencos de dulces guardaban un equilibrio precario.
—Gracias, marido. —Fillagh sonrió con gesto triunfal, como si hubiera resuelto un problema espinoso con un mínimo esfuerzo—. Siempre me recompensas muy bien por mis mejores ideas.
—Pero ¿qué pasa con Myrddion? —susurró Olwyn—. ¡Padre lo matará, seguro!
—Tú mira al bebé, querida —interrumpió Cleto—. ¿Qué hombre no querría a un muchacho tan fuerte en su familia? Myrddion es un niño precioso. —Sonrió con arrobo y la criatura recompensó a su tío con una radiante sonrisa, mientras las dos mujeres miraban al corpulento granjero con apenas disimulada incredulidad—. ¿Qué pasa? ¿He dicho algo raro?
—Solo coincidiste con mi padre una vez, pero sin duda comprendiste, quizá cuando te cortó la oreja, que no es demasiado sentimental. Le dará igual el aspecto del pequeño Myrddion. —Fillagh dio un pequeño tirón a los restos de la oreja de su marido.
—Entonces dile que el niño es hijo de un demonio. Estoy convencido de que Branwyn jurará que eso es verdad aunque Melvig la torture. A lo mejor es supersticioso.
Ambas mujeres suspiraron con fuerza. Como plan no era peor que otros, pero ninguna de las dos tenía mucha fe en la misericordia de su padre.
Un incidente más desbarató las tranquilas semanas previas a que Olwyn y Branwyn dejasen el refugio de Caer Fyrddin. Olwyn sentía que debía mucho a la diosa, de modo que, acompañada por Fillagh, llevó al pequeño Myrddion a un templo romano que originalmente había estado dedicado a ella, para luego convertirse en el templo de la diosa del saber y después de ella de Don, la Madre de los celtas, cuyo nombre no debía pronunciarse.
El edificio era pequeño y el tiempo lo había tratado mal. Varias columnas habían caído y los granjeros previsores se las habían llevado a rastras para darles otro destino. El pórtico estaba medio derruido. El minúsculo edificio blanqueado carecía de ventanas y solo tenía una puerta de madera, ante la que había varios cuencos de leche rancia para las serpientes a las que se permitía vivir en el templo. Como el invierno tenía sometida a la tierra bajo su puño de hierro, los reptiles se mantenían a salvo hibernando.
Al principio, el destartalado y pequeño edificio desanimó a Olwyn, convencida de que Ceridwen y la Madre rechazarían un lugar de culto tan indigno. Sin embargo, después, durante una tanda de sinceras oraciones, Olwyn habría jurado que notaba el contacto de la Madre en su cabeza, de modo que en ese momento encaró con más fe las paredes color de barro y las telarañas plateadas que acechaban en los rincones. Aun así, al tumbar a Myrddion en las losas templadas por el sol de la entrada para que jugase con una pelotita de tela, le dieron ganas de coger una escoba de abedul para barrer y airear el santuario.
Olwyn y Fillagh apenas habían empezado un largo cántico en honor de Ceridwen cuando Myrddion se puso a reír en voz alta. Al principio, las hermanas siguieron con sus plegarias, pero la risa del niño fue a más, con alegres carcajadas que interferían en sus rezos.
Con un suspiro de irritación, Olwyn se puso en pie y dedicó a su hermana una sonrisa de disculpa. Fue de puntillas hasta el patio de entrada y habría cogido al niño en brazos si no la hubiese puesto sobre aviso un siseo que le erizó el vello de los brazos. Se quedó quieta, sin atreverse apenas a respirar.
—¿Qué te pasa, hermana? —preguntó Fillagh con los ojos como platos al ver el cuerpo rígido y aterrorizado de su hermana.
—¡Las serpientes! —susurró Olwyn—. ¡Las serpientes han salido al sol!
Conteniendo el aliento para no espantar a los reptiles, Olwyn bordeó la entrada poco a poco hasta quedar frente al risueño bebé. En algún lugar a su espalda notaba la presencia de su hermana, cuya respiración se cortó al asimilar la escena que estaban presenciando.
Myrddion estaba sentado sobre las losas con la pelota en el regazo, olvidada. Brillantes como monedas de bronce, con el sol centelleando en sus escamas, dos serpientes se enroscaban en torno a sus brazos y siseaban ante su cara de bebé con las lenguas bífidas. El niño se puso a dar palmadas y Olwyn estuvo a punto de desmayarse por el horror. Sin duda las serpientes le atacarían, alarmadas por el repentino movimiento.
—¡Madre, bendícenos! —rogó Fillagh entré dientes, y Olwyn sintió que le cedían las piernas. De rodillas, contempló la escena con lágrimas corriéndole por las mejillas.
Las serpientes notaron la vibración en el enlosado cuando Olwyn cayó de rodillas y volvieron hacia ella sus ojos planos. Con los cuerpos sensualmente enroscados en torno a los brazos del niño, bajaron la cabeza hacia sus piernas, saboreando el aire con la lengua mientras avanzaban. Después, con un beso final a los pies de Myrddion, se alejaron reptando por unos agujeros en el suelo y dejaron al niño y las hermanas a solas ante la entrada del templo. El débil sol desapareció tras un banco de nubes y las mujeres se estremecieron con un frío repentino.
Liberada del horror, Olwyn se puso en pie tambaleándose y alzó en el acto a su nieto, que se retorció en su prieto abrazo y empezó a lloriquear de forma tímida por la pérdida de sus compañeras de juego.
—El niño está bendecido… ¡o maldito! —susurró Fillagh—. ¿Qué mujer puede entender semejantes portentos? —Tenía los ojos desorbitados por la tensión y miraba a Myrddion como si de improviso le hubieran crecido dos cabezas.
—Solo es un bebé, Fillagh, ¿cómo va a estar maldito? —replicó Olwyn con desesperada vehemencia—. El sol lo ha aceptado.
—Pero también las serpientes de la diosa. ¿Qué hombre puede habitar entre el día del guerrero y la noche de la Madre? ¿Cómo puede suceder algo así, a menos que Branwyn tenga razón y su padre sea en verdad un demonio?
—¡Ya basta, Fillagh! No digas nada más que vaya a quedar entre nosotras como una maldición en los años venideros. Deberías dar gracias a Ceridwen por haber salvado a Myrddion de las serpientes, en vez de culparlo a él por salir indemne.
Fillagh contempló el valle silvestre, donde distinguía el río que corría hacia el mar y las ovejas que pastaban en las verdes laderas de las colinas. El sol era un fantasma débil y blanco en la neblina invernal, pero su calor aliviaba la gelidez de la tierra que traspasaba las losas del suelo para entrarle por los pies helados. Notó que su hermana le posaba la mano en el hombro rechoncho, con la suavidad de una caricia maternal.
—Te quiero, Fillagh, y te debo muchísimo por el cobijo y la protección que has brindado a mi familia. No puedo estar enfadada contigo, ni siquiera durante cinco minutos, o sea que perdona si te he insultado. A lo mejor tienes razón… pero el pequeño Myrddion es importante por razones que no comprendo, aunque siento en mi corazón que son ciertas. Y lo quiero, Fillagh, más de lo que he querido nunca a Branwyn.
Así, entre sentidas disculpas y con Fillagh deshecha en un mar de lágrimas, la pequeña familia partió de Moridunum a la vez que otra primavera llegaba poco a poco a la cuenca del río. Cleto Unaoreja estaba desconsolado y abrazó a Branwyn una y otra vez, prometiéndole una cálida bienvenida si regresaba algún día.
Después de que los bueyes cargaran el peso de los carros, hicieran fuerza y luego empezasen a avanzar por el camino lleno de surcos que llevaba al norte, Olwyn y Branwyn se despidieron con la mano hasta que Cleto y Fillagh fueron dos puntos negros en la distancia. Aún entonces, los niños de Fillagh corrieron al lado de las carretas durante una legua hasta que, cansados y sin aliento, pararon, gritaron una despedida final y se volvieron hacia la fea villa y sus infinitos pozos de amor.
Olwyn puso la vista en el cielo septentrional y se desentendió de las quejas enfurruñadas de Branwyn. Jugó con Myrddion, que ya intentaba hablar, y practicó el discurso que utilizaría para aplacar a su padre al volver a casa.