Una broma del destino
Tal es la protección que [los celtas] encuentran para su país
(en realidad [la horda sajona invitada] fue su destrucción)
que esos salvajes sajones, de nombre maldito,
odiados por Dios y los hombres, sean admitidos
en la isla como lobos entre rebaños,
para rechazar a las naciones del norte.
GILDAS,
De excidio et conquestu Britanniae
[De la ruina y la conquista de la Britania]
Las semanas se habían sucedido lúgubres, aunque el sol del verano brillase en todo su esplendor. El mar centelleaba en días azules, y las gaviotas ofrecían un cómico contrapunto, siempre riñendo como niños caprichosos por moluscos, peces muertos y algún que otro resto saqueado de la cocina de la villa. Los árboles del huerto estaban cuajados de fruta y los criados andaban ocupados ahumando pescado y cuidando del sembrado de verduras; el mundo de Segontium era bello, aromático y pacífico.
Aun así, Olwyn no conocía el sosiego, ni de día ni de noche, pues Branwyn ya no deambulaba a sus anchas a todas horas, ni expresaba interés en la playa o en las largas excursiones para ver las maravillas que dejaba la marea. Los oscuros ojos de la niña se mostraban reflexivos y su voz se había apagado. Olwyn añoraba a la chica testaruda y desobediente, tan llena de puro entusiasmo por la vida. La impostora que desde hacía un tiempo se encerraba en su pequeña habitación enyesada rara vez sonreía, jamás reía y se pasaba horas en la cama o mirando a la isla de Mona.
Olwyn se estremecía al pensar en esa isla bendita. Había vivido a su sombra durante años y estaba manchada por tanta sangre que a lo mejor la alegría de vivir de Branwyn había enfurecido a los dioses, que ahora castigaban a la niña por su soberbia. O quizás Olwyn no había sido lo bastante devota en sus plegarias a Ceridwen y los Antiguos pretendían arrebatarle a su hija para intensificar su devoción. Rezaba hasta altas horas de la noche, suplicaba misericordia a la Madre hasta dejarse las rodillas peladas y las manos ensangrentadas de golpear las baldosas en su piedad, pero Branwyn no dejaba traslucir ninguna emoción, petrificada como una estatuilla de madera.
¿Se habría conformado Olwyn con observar a su hija transformada, sin atreverse a resquebrajar la ilusión de calma y paz que evocaba el silencio de Branwyn? Quizá. ¿O le asustaba lo bastante la reciente timidez de la niña como para que, en último término, hubiese preferido las tormentas y broncas a esa obediencia escalofriante?
Lo que pasó fue que la sirvienta de Olwyn le hizo saber que Branwyn estaba enferma.
—No retiene nada en el estómago por las mañanas, mi señora. ¡Nada! Y está tan cansada que apenas puede moverse de la cama. Sé que es imposible, pero el ama Branwyn actúa como mi hija cuando espera. Los mareos casi la matan durante los primeros cuatro meses y luego, cuando el bebé empieza a notarse, se pone bien otra vez. Pero el ama Branwyn apenas tiene doce años y nunca se ha acostado con un hombre.
La sirvienta hizo la antigua señal contra los demonios del caos y Olwyn sintió que perdía el color de las mejillas. ¿Podía estar Branwyn embarazada? Ese estado, sin duda, explicaría su cambio de talante. Pero ¿cómo podía haber pasado? Algo nerviosa, decidió preguntarle directamente, por mala que fuera la noticia que pudiese descubrir.
Cuando entró en la habitación de su hija, Branwyn seguía acostada, con las mantas subidas hasta la barbilla y un cuenco viejo y agrietado a mano por si le entraban náuseas. Olwyn estaba segura de que nunca había visto una cara más angustiada que la que se hundió aún más en las sábanas como si quisiera evitar la mirada perspicaz de su madre.
—No me encuentro bien —gimió Branwyn, aunque las telas apagaban sus palabras.
—Lo sé, hija —replicó Olwyn con voz calmada—. Gerda me lo ha dicho. Cree que esperas un hijo.
Dos intensas manchas rojas resaltaron la palidez del rostro de su hija.
—¡No! ¡No puedo estar embarazada! —Branwyn se enderezó de golpe en respuesta a la franqueza de su madre—. ¡No pienso estar embarazada! ¡Antes me corto las venas y muero!
Olwyn le tendió la mano, pero su hija no hizo caso del gesto.
—¿Has yacido con un hombre, Branwyn? No tengas miedo de contármelo, nadie te culpará. Solo eres una niña.
—¡No! ¡No! ¡No! —La expresión de Branwyn era a la vez de rebeldía y asco. La niña se estaba poniendo histérica y, cuando empezó a devolver en el cuenco, Olwyn le sostuvo la mano con gesto solícito y le secó la frente acalorada—. ¡Tienes que creerme! ¿Cómo iba a acostarme con un hombre cuando aquí solo están el abuelo y nuestros criados? Todos son viejos y feos.
«No puede ser cierto. Algo debe de haberle sentado mal», se dijo Olwyn, aunque espantosas pesadillas alterasen sus sueños y la diosa pareciera apartar la cara al oír sus oraciones.
Con el paso lento de los meses, la salud de Branwyn poco a poco empezó a mejorar, pero Olwyn no podía ser ciega a la hinchazón de la barriga de su hija. Para bien o para mal, Branwyn había mentido y estaba embarazada, una preñez que inflaba de forma tan grotesca su figura menuda que se diría que la criatura nonata era un íncubo que le absorbía la vida. Branwyn no aceptaba preguntas y se empecinaba en negar la evidencia apelando a alguna fantasía descabellada. Olwyn, que no daba más de sí, se vio obligada a replantearse su inacción.
El otoño había volado y el invierno tomaba posesión de la costa septentrional de Gwynedd. Mar y cielo se tiñeron de gris, mientras que el aguanieve caía a diario y cubría el ánimo de Olwyn de un manto sombrío. Se apoyaba en el marco de la puerta y contemplaba el camino del norte, arropada con un grueso chal de lana que se apretaba en torno a los hombros. Melvig ap Melwy llegaría pronto a caballo por ese camino, flanqueado por sus guerreros vestidos con corazas de cuero y bronce, y Branwyn se vería obligada a revelar su pecado. Tanto la nieta como su hijo nonato podían morir si Melvig así lo deseaba, pues el viejo rey no toleraría los silencios y las negativas de Branwyn. Como cabeza de familia, tenía derecho a decretar su muerte.
Un viento helado agitó las últimas hojas muertas que había apiladas contra la pared de la villa, que se desintegraron bajo la lluvia hasta dejar unos esqueletos marrones y sanguinos. Olwyn sintió un escalofrío cuando una ráfaga le tironeó del pelo trenzado y le soltó un par de largos mechones. Su padre no tendría el menor reparo ni haría caso de las súplicas de Olwyn. Seguiría su propio camino, como siempre había hecho, aunque más tarde lamentara la dureza de sus decisiones. Dejarían al bebé al raso nada más nacer para que muriese, y a Branwyn la desterrarían para siempre.
¿A quién podía acudir Olwyn? Su hermano Melvyn era un adulto con un hijo mayor que Branwyn. Él jamás se acogería a la vieja usanza y no condenaría a muerte a su sobrina y el hijo de esta, porque era más blando que su padre, aunque fuera el heredero de los deceanglos. Sin embargo, para llegar a Melvyn, Olwyn tendría que viajar hasta Canovium, y una vez que estuviera en la ciudad de su padre, este no tardaría en enterarse de los detalles del pecado de su nieta.
No, su hermano no podía ayudarla, aunque se atreviera a desafiar a su padre.
El montón de hojas formó un remolino bajo una repentina y feroz racha de aire frío que se llevó los últimos restos del otoño de las paredes de la villa y los dispersó por los huertos de detrás de la casa. Olwyn empezó a temblar sin parar. Su hija no era perfecta ni mucho menos, pero era todo lo que le quedaba de Godric, al que había amado con tanta pasión que su ardor había enfurecido a los Antiguos. Sí, tenía que salvar a Branwyn, aunque el bebé estuviera condenado.
Contempló la casa cálida y cómoda en la que otrora resonaban la risa de Godric y las rabietas y los arrebatos de entusiasmo infantil de Branwyn. Madre e hija debían partir enseguida, antes de que Melvig decidiera hacer otra visita sorpresa; pero el motivo de su partida tenía que ser creíble o su padre supondría que tramaban algo.
¿Cómo? ¿Qué podía hacer?
Entonces, como si la Madre se apiadara y le enseñase el camino, Olwyn recordó a su hermana Fillagh, una chica terca que se había buscado un marido muy inapropiado originario de Caer Fyrddin, muy al sur. Olwyn llevaba trece años distanciada de su hermana, pero Fillagh era sangre de su sangre y la acogería con los brazos abiertos si iba a visitarla. Lo que era más importante: ofrecería asilo a Branwyn.
Melvig no estaría contento, pero tampoco la perseguiría, pues había jurado no volver a contemplar el rostro de su hija descarriada Fillagh. Durante una temporada, Olwyn y Branwyn estarían a salvo.
Sin embargo, la travesía al sur estaba erizada de peligros. Allí reinaba el sanguinario Vortigern, que se proclamaba gran rey de los britanos. Hasta Melvig consideraba que una alianza con Vortigern era la única manera de proteger su reino, puesto que el gran rey había asesinado a su señor para ascender al trono. Un regicida no se lo pensaría dos veces antes de asesinar a unas mujeres que cometieran la imprudencia de cruzarse en su camino.
Hasta el norte habían llegado algunos rumores sobre los sajones de Vortigern, quienes habían sido invitados al sur para actuar de escolta personal del gran rey. Olwyn había escuchado una conversación entre Melvig y un huésped apenas un año atrás, en la que maldijeron al regicida por traicionar a su propio pueblo, una acusación que Olwyn solo entendía a medias.
Viajar al sur presentaba sus peligros, pero Olwyn no tenía elección. Fillagh y su marido romano ofrecían una posibilidad de que Branwyn viviera, siempre que Olwyn tuviera el valor, el ingenio y la fuerza suficientes para engañar a su padre, algo tan ajeno a su naturaleza como la rápida furia que impulsaba a Melvig y su conflictiva nieta.
Animada por haber hallado una solución, Olwyn encargó a su criado Plautenes que encontrase un sirviente de fiar y lo mandara al sur con un caballo veloz. También se le exigiría viajar al norte, a casa de su padre, una vez que hubiera regresado de Caer Fyrddin. Dedicaron varias horas a enseñar al elegido el texto entero de un mensaje para su hermana y otro para su padre, porque el joven no sabía leer. Después, echada ya la suerte de forma irrevocable y con las carretas cargadas, Olwyn informó a Branwyn de que emprendían un viaje a Caer Fyrddin.
El cielo invernal y la lluvia lenta y melancólica palidecieron en comparación con la reacción de su hija, que se negó en redondo a moverse.
—Entonces seguro que morirás, igual que tu hijo —le dijo Olwyn sin medias tintas.
—¡No estoy embarazada! —gritó Branwyn.
—¡Sí que lo estás! La criatura se mueve dentro de ti, como vería hasta el más idiota, y Melvig ap Melwy no es un jovencito atolondrado al que puedas engañar con tus mentiras. Tiene nueve hijos vivos y un sinfín de nietos. Reconocerá tu estado nada más verte.
En los ojos oscuros de Branwyn se agitó un viejo rescoldo de la niña temeraria de antaño. Su boca formó una línea blanca y fina que le hacía aparentar muchos más años que los doce que tenía.
—No tuve ningún amante, lo juro. Llegó una criatura del mar, un demonio o un selkie, no lo sé, y buscó mi dormitorio. Me marcó como suya y me tomó mientras dormía. Soñé que me mataría si me resistía.
Olwyn bufó con exasperación.
—¿Quién te parece que va a creer semejante hatajo de mentiras? Melvig sabe muy bien cómo se engendran los hijos, y los demonios carecen de cuerpo para plantar la semilla. ¡No seas tonta, hija!
—Entonces ¿quién, madre? ¿Qué extraños han pasado por este lugar solitario en el momento en el que concebí? ¿Sospechas del viejo Plautenes? ¿Del propio Melvig? Te lo estoy diciendo, una criatura vil de la oscuridad, disfrazada de hombre hermoso, me profanó mientras dormía. Duda de mí si eso es lo que quieres, pero déjame dormir.
Olwyn estaba harta de ceder a los berrinches y caprichos de su hija. Después de ser una madre indulgente durante años, en ese momento, con los nervios al límite, solo sentía ausencia de empatía hacia su hija; tal vez acrecentada porque, a ella misma, la aterrorizaba la ira de su padre. Con malos modos y a la fuerza, apartó las mantas del cuerpo aovillado de Branwyn y lanzó una túnica limpia a la cara boquiabierta y estupefacta de la niña.
—¡Levántate y ayuda a tu sirvienta a recoger! Partimos rumbo al sur, hacia la casa de mi hermana, de modo que ni se te ocurra refunfuñar o discutir. Si no te levantas sola, ordenaré a los criados que te lleven a la carreta tal y como estés. Grita, llora y haz todos los pucheros que quieras, pero esta vez me obedecerás.
—¡No me crees! —El labio inferior de Branwyn tembló mientras sacaba las piernas delgadas por un lado de la cama. Por primera vez, Olwyn reconoció el cálculo que acechaba bajo el brillo de lágrimas en los ojos de Branwyn. Incluso en esas circunstancias, embarazada y amenazada, intentaba manipular el amor de su madre. Una vez más, las ganas de darle una bofetada hacían que le hormigueara la palma de la mano.
—¿Qué importa mi opinión? A Melvig le dará igual lo que piense, y no tolerará a una nieta preñada y sin casar. La única manera de evitar el desastre es irnos de casa.
A regañadientes, Branwyn obedeció a esa madre nueva y más decidida que la examinaba con ojos duros e indiferentes. Por primera vez, empezó a comprender el peligro que la rondaba.
Muy escarmentada, y enmudecida por la aprensión, Branwyn se unió a su madre en la carreta que usaban para los viajes, un vehículo que solo era un poco más elegante que el pesado carro que iba y venía de la villa transportando grano y leña. Otro vehículo llevaba los pertrechos que Olwyn consideraba esenciales para una visita prolongada lejos del norte. Las enormes ruedas de madera, dotadas todas con una banda de hierro de refuerzo en el borde, parecían encontrar todos los baches de la vieja calzada romana que llevaba a Pennal, pero al menos una manta de cuero las protegía mínimamente de las inclemencias. Con cada sacudida Branwyn sentía más náuseas, y se moría de ganas de quejarse de la dureza del tablón que les servía de asiento y del polvo que levantaba cada zancada de los caballos, pero un vistazo a la cara de su madre bastó para marchitar las palabras en su lengua.
Olwyn estaba rígida por la ansiedad. ¿Las seguiría Melvig? Esa calzada estaba plagada de bandoleros. ¿Bastaban para protegerlas los dos hombres corpulentos que se ocupaban de los bueyes?
El camino costero serpenteaba por colinas y valles, aunque nunca perdía de vista el mar, o por lo menos su olor. Era un terreno en su mayor parte agreste y yermo, porque los vientos soplaban con fuerza y doblaban los árboles hasta reducirlos a formas retorcidas y raquíticas que parecían apartarse asustadas de la orilla. Esos vientos se colaban en el entoldado de cuero de la carreta y, aunque las mujeres no estaban muy mojadas, la arena les irritaba los ojos y tenían los pies helados, a pesar de las capas de pieles que las rodeaban. Dormir resultaba difícil estando tan apretadas, e incluso cuando brillaba el pálido sol y podían retirar el toldo de cuero, el barro hacía que su viaje resultase igual de desagradable.
Al final, después de tres largos días, llegaron a Pennal. Unas cabañas cónicas se apiñaban alrededor de la bahía. El légamo y las algas negras enrarecían el olor del aire, que apestaba a podredumbre marina; el hedor a pescado parecía impregnar la única posada. Olwyn y Branwyn durmieron bajo un techo de juncos y descubrieron los rigores de las camas de paja.
—Hay piojos, madre. Creo que prefiero dormir en la carreta —protestó Branwyn mientras se rascaba los brazos pálidos hasta dejarse arañazos rojos.
—Todos lo estamos pasando mal, hija. Pero mañana partimos tierra adentro, o sea que el aire debería de ser más clemente. No descansaré tranquila hasta que estemos bajo el techo de Fillagh. Envié un mensaje a mi padre para decirle que deseaba pasar la noche del solsticio en Caer Fyrddin, donde encienden una pira especial. En el pasado nunca le he dicho ninguna falsedad, de modo que a lo mejor lo engaño. ¡Reza por que crea mis mentiras! Si no…
Olwyn dejó la frase en el aire, para que su hija imaginara por su cuenta varias desagradables posibilidades. Branwyn, tumbada en su tosca cama, donde todo le picaba, maldijo el regalo del océano y los perjuicios que había causado.
En ese momento tan poco propicio, el niño decidió moverse en su vientre, girando las manos y los pies, empujando y pateando. Branwyn hizo una mueca y cambió de postura de golpe, indiferente a la incomodidad que pudiera sentir el bebé.
—¡Lo odio! ¡Lo odio! Espero que muera nada más nacer —rabió en voz alta—. Ningún hijo de demonio merece vivir. Su padre era un príncipe del mal, o sea que de esta criatura maldita no puede salir nada bueno.
Olwyn se horrorizó y se incorporó en la cama para poder observar la cara furiosa de su hija.
—No tientes a los dioses con tus amenazas absurdas, Branwyn. Si realmente ellos permitieron que un demonio te preñase, tienen un propósito que ninguna de las dos comprendemos. Los Antiguos no pueden tomarse a broma, como tampoco es posible regatear con ellos ni mentirles. Sobre todo, no toleran nuestros patéticos desafíos. Si el niño nace, has de criarlo, lo quieras o no.
Mientras Olwyn se tumbaba de nuevo en su cama infestada, Branwyn se metió el puño en la boca para acallar los sollozos. ¡No! Aunque los mares hirviesen y los dioses golpearan la tierra hasta reducirla a polvo ensangrentado, ni querría ni cuidaría a ese niño. Que lo criase su madre, porque ella ya había aprendido que la diosa era cruel y no sentía amor por las mujeres y los niños. ¿Acaso no tenía reparos en matarlos?
—Ojalá el desconocido me hubiese asesinado allí mismo, porque mató todo lo demás —susurró Branwyn a la capa doblada, que le hacía las veces de almohada en aquel cuartucho mugriento.
De repente Olwyn, que estaba a punto de dormirse, se puso alerta. Al oír las palabras ahogadas de su hija, el corazón se le detuvo por un agónico momento.
«¡Que los dioses nos protejan! ¡La violaron!»
Escuchó atenta; poco a poco se sosegó la respiración de su hija, que cayó en un sueño poco profundo y perturbado por unas pesadillas que sacudían su cuerpo menudo y frágil. Olwyn juró que haría cualquier cosa, y perdonaría cualquier cosa, con tal de que su hija aprendiera a reír otra vez.
Por primera vez, se preguntó si quizá no sería mejor para todos que el hijo bastardo de Branwyn muriera en el parto. Después, arrepentida, suplicó a Ceridwen y la Madre que perdonaran sus pensamientos impíos. Los dioses decidirían.
El camino a Llanio era difícil para caballos, sirvientes y viajeros. Nada más dejar atrás el mar, los montes, poblados con algún que otro árbol y peligrosos a causa de los pedregales y el hielo negro, se elevaban abruptamente. El viento aullaba sin cesar y solo la fuerza de voluntad de Olwyn impulsaba al pequeño grupo hacia delante, hacia su destino. La travesía no era larga a vuelo de pájaro, pero pasaron cuatro días eternos antes de que Llanio quedase a la vista.
La tribu de los démetas era muy distinta a los pueblos ordovico y deceanglo. La madre del gran rey era démeta, y el monarca pasaba la mitad del año en el sur, donde el aire era más suave, las playas estaban cubiertas por un grueso manto de arena blanca y los valles proporcionaban con sus ríos un rico limo que propiciaba el cultivo. Con tales recursos, los démetas deberían de haber estado bien alimentados, satisfechos y contentos con su suerte.
El motivo de las caras de circunstancias y una sensación generalizada de pesadumbre, incluso en un lugar tan apartado como Llanio, provenía de las acciones del rey Vortigern. Hombre de puño de hierro y mente aun más dura, Vortigern había gobernado Gwynedd, Powys, Deheubarth y otras regiones más pequeñas desde su juventud. Hasta había hecho incursiones en las tierras de los cornovios y los dobunios, y había sido hasta hacía poco el gran rey indiscutido de las tribus unidas del sur. Entonces había regresado Ambrosio el Sabio y había aplastado cualquier rescoldo de rebelión dentro de sus tierras.
Ambrosio y su hermano menor habían cruzado desde la Britania, donde habían buscado cobijo después de que Vortigern asesinara a su hermano Constante, el gran rey en aquel tiempo. Durante años habían deambulado por el mundo romano, pero en ese momento Ambrosio había regresado a Venta Belgarum y había encendido una hoguera en el sur. En Llanio, Olwyn oyó la noticia del regreso del rey legítimo, que volaba llevada por el viento como una nube de tormenta, una amenaza potencial que le heló el corazón.
Vortigern no renunciaría a su posición fortificada en Cymru, con independencia de las ambiciones de Ambrosio, ya que el oeste seguía siendo la sede de su poder. Tampoco Ambrosio se expondría al destierro por segunda vez azuzando a sus seguidores contra el regicida antes de tiempo. Los rumores apuntaban a que Ambrosio creía que el tiempo estaba de su parte y cedía el oeste a Vortigern hasta que las circunstancias y la edad pusieran a su enemigo al alcance de su espada. De modo que el pequeño mundo de los britanos pendía de un hilo sobre un espejismo de paz y prosperidad.
Los démetas y los siluros tendrían que estar disfrutando de su buena fortuna, pues vivían en una época de seguridad bajo la mano firme de un rey que había cumplido los cuarenta años pero se mantenía sano y vigoroso. Vortigern tenía dos hijos jóvenes para sucederle, y ningún enemigo amenazaba su reino. Aun así, desoyendo la razón y la costumbre de su pueblo, había tomado como esposa a una sajona, Rowena. Su pelo rubio, sus ojos celestes y su piel suave y dorada le inflamaban la sangre y le embotaban la cordura.
Al principio, la pasión de su rey divirtió a los señores de los démetas, que miraban las largas piernas de la reina Rowena y, disimuladamente, se reían de Vortigern, imaginándolo en pleno arrebato de pasión aprisionado entre esas extremidades lisas y doradas. Por desgracia, Vortigern temía la creciente fuerza e inteligencia de sus hijos mayores, y Rowena dio alas a ese miedo insinuando posibles amenazas y traiciones. Cuando le suplicó que adoptara como escolta a su gente, Vortigern, cegado por la lujuria e inquieto ante las ambiciones de sus hijos, aceptó.
Así fue como empezaron a llegar los sajones a Dyfed, donde fueron recibidos por su nuevo señor; pero los súbditos de Vortigern recordaban las bárbaras incursiones del pasado, las iglesias demolidas y las aldeas incendiadas de la costa oriental, y la rabia los consumía.
Sin embargo, cuando un rey da una orden, ¿quién osa discutir? Cada día llegaban más familias sajonas a Dyfed, donde usaban su estatura y el favor del que contaban para abusar de la población nativa, que se veía obligada a esperar tiempos mejores. Muchos ojos rencorosos observaban al rey y su peligrosa mujer con envidia y furia disimulada. Cuando Rowena tuvo un hijo varón y volvió a quedarse embarazada, los démetas empezaron a temer una nueva amenaza: un rey medio sajón que cambiase sus costumbres para siempre. Depositaron sus esperanzas en el joven Vortimer, el hijo del rey con la romana Severa, que de repente parecía la mejor de una nefasta elección de esposas.
Olwyn ni se había enterado de lo profundos que eran los sentimientos antisajones en Llanio. No pudo evitar fijarse, sin embargo, en los restos de un edificio romano: alguien había demolido las paredes, y desperdigado los sillares por los campos cercanos, para erigir encima una construcción de troncos sin desbastar. Cuando preguntó a su sirviente qué era esa estructura, él le contó que había llegado un sajón con su gente y habían levantado una casa comunal en el punto más alto de la zona, donde antes se alzaba el centro administrativo romano.
—¿Qué necio echaría abajo un edificio de piedra para erigir una estructura de madera tan tosca? —preguntó ella.
El hombre se encogió de hombros, expresivamente.
—Los sajones. Desconfían de todo lo romano y destruirán cualquier cosa que les recuerde a las legiones antes que aprovecharla. En el pasado los derrotaron demasiadas veces en batallas encarnizadas. Por mucho que el rey Vortigern les favorezca y actúen como su guardia personal, en el fondo esos sajones son bestias, unos bárbaros con unos dioses crueles y furiosos, y unas costumbres extrañas y poco civilizadas.
Olwyn contempló el extraño y amenazador edificio a través de la portezuela del entoldado de cuero mientras la carreta seguía avanzando por el camino que bajaba a la aldea.
—Resulta intimidante; allí en lo alto, esa casa comunal lo domina todo. Solo el fuego podría destruirla. Aun así, es posible que Vortigern acabe lamentando sus decisiones, sobre todo si se hace el remolón con su obediencia a la diosa. Es más antigua y poderosa que los dioses sajones.
—Sí, mi señora —respondió el sirviente, pero él temía las largas espadas de hierro de los sajones, que podían matar a las serpientes de la diosa con la misma facilidad con que las legiones romanas habían exterminado a los druidas en Mona. Era un hombre reflexivo, que sabía que el mundo estaba cambiando y que los cambios no eran a mejor. Temía asimismo a los guerreros sajones, que les sacaban una cabeza a la mayoría de combatientes de las tribus.
El camino de Llanio a Moridunum, también conocido como Caer Fyrddin en la lengua común, estaba en buen estado y bastante transitado. Guerreros a caballo, algún que otro granjero cargado de productos para el comercio, un sacerdote y varios sajones compartían el trayecto con la carreta de Olwyn. El camino era muy empinado en algunos puntos, lo que obligaba a madre e hija a caminar junto a los carros para que los bueyes pudieran remontar la peligrosa pendiente. El viaje no resultaba menos incómodo que en el norte, porque una lluvia fría seguía cayendo sin descanso y el espeso barro obstaculizaba su avance.
Muertos de cansancio y de frío, los viajeros llegaron a Moridunum. El nombre romano traía a la mente imágenes de perdición y locura, pero Olwyn tenía entendido que la localidad estaba situada a cierta distancia de la costa a orillas de un río ancho y apacible, y que era un lugar agradable. Por encima y más allá de las casas, la vieja fortaleza romana que había dado nombre al pueblo seguía dominando una elevada colina, parte de la pequeña sierra que cercaba la cuenca del río. Aunque las gaviotas sobrevolaban las casas oscuras como una nube gris y bulliciosa, el mar en sí quedaba a varios kilómetros de distancia, y sus playas de arena lamían la desembocadura del río.
Olwyn pensó en su hermana. Fillagh se había descarriado tanto, o se había dejado deslumbrar tanto por el amor, que se había fugado con un granjero romanocelta que prosperaba en las vegas donde la tierra era oscura y fértil. Hombre apegado al campo, con la naturaleza guerrera de ambas razas aletargada en su sangre, nada hacía más feliz a Cleto Unaoreja que supervisar la arada o contar sus ovejas de cola gruesa. Cleto el Viejo, su padre, había sido un mercader de vinos, como generaciones de romanos antes que él, pero su hijo odiaba el negocio que le había proporcionado el oro tinto con el que comprar sus tierras junto al río. A la muerte del viejo, Cleto el Joven decidió que el negocio familiar debía pasar a manos de un hermano pequeño, mientras que él, el mayor, optaba por «chapotear en el barro como un campesino».
Sin embargo, al final resultó que la cáustica opinión de Cleto el Viejo respecto a las ambiciones de su hijo era infundada. En Dyfed la tierra cultivable era de buena calidad y, si bien las crecidas convertían constantemente sus campos en marismas, Cleto Unaoreja tenía buena mano para las plantas. Las verduras, los árboles frutales y hasta los cereales en las tierras más secas hacían de él un hombre feliz y satisfecho, con una esposa extranjera no menos satisfecha, aunque algo excéntrica.
Entrada la tarde, la carreta llegó a las puertas de la villa romana construida en un altozano pegado al camino que iba a Caer Fyrddin. A Olwyn se le cayó el alma a los pies. Había que reconocer que, mientras que el pueblo en sí se tambaleaba colina arriba como un pastor borracho, esa edificación en concreto estaba en buen estado, pero en vez de tejas tenía un tosco techado de paja, y Cleto no había enjalbegado las paredes, de manera que se mostraban al mundo con el color del estiércol. Las gallinas y algunos patos se habían apropiado del patio delantero y, aunque los huertos de la villa estaban dispuestos en eficaces hileras, no había a la vista una sola flor o un arbusto ornamental. Las verduras de invierno, las cañas de zarzamoras y los árboles frutales y de frutos secos dominaban el paisaje de la villa en falanges bien desmalezadas y protegidas con paja.
Olwyn apenas había tenido tiempo de pisar el enlosado irregular de la entrada de la villa cuando un hombre alto y corpulento de cara rubicunda, sonrisa amplia y mellada, y calva reluciente la envolvió en un abrazo de oso. Aupada por ese aparente loco, a Olwyn se le había cortado por completo la respiración para cuando, después de estrujarla con fuerza, el gigantón le plantó un beso en cada mejilla y la depositó de nuevo en el suelo.
—¡Bienvenida, hermana Olwyn! ¡Bienvenida! Vaya, vaya, pero si eres diminuta. Estás en los huesos. Bueno, mi cocinero pronto lo remediará. Y esta pequeña doncella debe de ser Branwyn. Bienvenida, niña, y ponte a resguardo del viento. Las jóvenes en tu delicado estado deben estar calentitas y cómodas, con un rico vino especiado y un buen cuenco de estofado recién hecho para templar esos dedos helados.
Un par de brazos rechonchos y dos manos del tamaño de jamones pequeños arrastraron a Olwyn hasta el interior de la villa. No pudo por menos que suponer que ese tornado era el marido de su hermana, Cleto Unaoreja. La constatación de que le faltaba el lóbulo de la oreja izquierda, junto con la mayor parte del cartílago lateral, pareció verificar su conjetura. Branwyn, que había dominado la resistencia pasiva durante el largo viaje hacia el sur, miró boquiabierta y consternada a ese hombre enorme y comprendió que, sin duda, la habría llevado adentro en volandas si no hubiera decidido entrar por su propio pie.
—¡Olwyn! ¡Branwyn! —chilló una voz estridente y encantada, y Olwyn se vio envuelta una vez más, en esa ocasión por los brazos rollizos y matroniles de su hermana pequeña, Fillagh.
En esos trece años, Fillagh había cambiado mucho. Aunque era un año más joven que Olwyn, cualquiera hubiera dicho que le sacaba una década. La abundante melena morena empezaba a estar salpimentada de gris, los múltiples partos le habían engrosado la cintura, antes minúscula, y ensanchado las caderas. Su figura menuda y rolliza, la sonrisa jovial y radiante y los brazos abiertos recordaron a Olwyn a su madre, muerta hacía mucho tiempo.
—Deja que te eche un vistazo, preciosa —dijo su hermana con tono de arrullo mientras soltaba a Olwyn e inspeccionaba su figura delgada y fibrosa de la cabeza a los pies—. ¿No comes bien? Pronto lo arreglaremos, ¿o no, Cleto?
—Sin duda, cariño —respondió su marido mientras besaba una de sus toscas manos de trabajadora.
—¡Gracias, Fillagh! —susurró Olwyn—. No sé cómo compensarte por la amabilidad de dejar que te visitáramos. Tenía que apartar a mi hija del alcance de padre y, si no nos hubieses ofrecido refugio, no sé cómo nos las habríamos apañado.
Olwyn había hablado de corrido, recurriendo a las habituales formas de cortesía, aunque tenía la cabeza ocupada en otra cosa. Fillagh era una niña de doce años delgada y morena, con los ojos vivaces, los pechos respingones y un carácter impredecible cuando conoció al hijo del comerciante de vinos Cleto el Viejo, y reconoció en él algo que ni siquiera su padre había visto nunca. Vio su valor y la alegría irrefrenable que le inspiraban las experiencias ordinarias, además de su apasionada comprensión de todo lo que crecía en la tierra. Cleto podía convertir el ciclo vital de una flor en una inmensa y emocionante epopeya de creación. Fillagh descubrió que los piropos ociosos y la devoción servil de los jóvenes parecían superficiales cuando se comparaban con los sinceros sueños que albergaba el torpón de Cleto. Quizá fuese el milagro de la atracción de los polos opuestos, pero Fillagh descubrió que no quería a ningún otro hombre.
Así, una suave noche de primavera, dejó la casa de su padre en Canovium y siguió a Cleto el Joven por el camino hacia el sur. Melvig los alcanzó no muy lejos de Segontium y el joven perdió parte de su oreja defendiendo a Fillagh de la ira de su padre y señor. Cuando ella juró que no se casaría con nadie que no fuese Cleto y maldijo a su padre por herir a su amante, Melvig la repudió. Ese día aciago había comenzado la existencia jubilosa de Fillagh.
Ahora, en su ruidosa y poco elegante villa a las afueras de Moridunum, Fillagh se veía a través de los ojos de su hermana. Como carecía de todo artificio o vanidad, se deshizo en unas carcajadas bonachonas que hicieron temblar su papada.
—¡Bendita seas, Olwyn! Sé que no soy un saco de huesos como antes. El amor me ha dado curvas y bien contenta que estoy. Padre jamás habría aceptado a un granjero como yerno, pero ya ves lo bien que ha salido. Él prefiere no hablar de mí, lo sé, pero he sobrevivido a su rechazo. Sí… y hemos florecido. —Sacudió sus anchas caderas para enfatizar sus palabras.
—¿Tienes hijos, Fillagh? —logró murmurar Olwyn mientras la llevaban casi a la fuerza a una cocina enorme y la sentaban en un banco de madera. Un gran cuenco de cerámica con estofado se materializó en las manos rechonchas de su hermana, que luego le tendió con una floritura una enorme y estropeada cuchara de plata.
—¡Sí, tenemos siete hijos varones! Mi hombre me dice que he enriquecido la granja con cada parto. El mayor ha aprendido a escribir y ahora está descubriendo cómo trabajar nuestras tierras bajo la tutela de nuestro capataz. Dos hijos se crían con buenas familias en Venta Silurum, donde aprenderán habilidades útiles para la granja. Los demás corretean a sus anchas como pequeños salvajes, menos Elric, que solo tiene seis meses. —Fillagh examinó la cintura de Olwyn con aire crítico—. ¿No te volviste a casar, preciosa? En fin, el amor verdadero es difícil de encontrar, eso es cierto. Aun así, debes de haberte sentido sola criando a tu Branwyn.
La crítica no intencionada hizo que Olwyn se ruborizase, y Branwyn palideció un poco. Los ojos veloces de Fillagh vieron que la niña no podía comerse el sabroso estofado que Olwyn había devorado sin darse cuenta siquiera.
—El bebé te agota, pequeña —dijo apretando la barriga de Branwyn con una de sus manos mientras con la otra acariciaba la dolorida espalda de la joven—. Sí, es un niño grande y fuerte que está decidido a engordar a costa de la energía de su madre, bendito sea.
Branwyn palideció más aún, hasta que sus ojos parecieron dos oscuros agujeros en una tela de lino blanco.
—Me chupa la sangre y desearía que estuviese muerto. Causará desunión durante toda su vida, la pobre criatura engendrada por un demonio —susurró con un hilo de voz.
—¿Qué dices, tesoro? —preguntó Fillag, que era todo sentido común—. Ningún niño es malo… y los demonios no pueden reproducirse.
—Un demonio con forma de joven hermoso me violó en sueños —susurró la niña a través de unos labios secos y pálidos como el hueso—. ¡Lo juro! Amenazó con matarme si emitía algún sonido.
Branwyn registró con mano temblorosa un bolsillo cosido sobre la hinchazón de su barriga, donde palpó entre sus tesoros ocultos hasta encontrar lo que buscaba y retirar su puño pequeño y cerrado.
—La criatura me dejó este anillo, tomado del dedo de la madre a la que envenenó. —Branwyn abrió la mano con gesto vacilante, y las dos hermanas vieron las facetas de un gran ámbar engastado en un delicado anillo de oro. Dentro de la lujosa piedra había una araña atrapada, perfecta y frágil, detenida en un momento que se había vuelto eterno—. El demonio se rió y me prometió que me haría lo mismo si se lo contaba a alguien.
Las hermanas cruzaron una mirada, mientras Olwyn cogía el anillo de los dedos insensibles de Branwyn.
—No conviene que lleves esto encima, hija. Es malicioso y feo, y no es un regalo que se haya entregado con buenas intenciones.
—¡No, bella Branwyn! Tu demonio es una criatura cruel si te ha hecho tanto daño y te ha dejado un recuerdo tan despreciable —añadió Fillagh, que estrechó a Branwyn entre sus cálidos brazos. Apretó la cansada cabeza de la niña contra sus grandes pechos y le acarició la tupida melena castaña—. Sí, niña, era un monstruo, de eso no cabe duda, porque solo un demonio haría daño a una niña. Era fuerte, ¿verdad?
Branwyn asintió y rompió a llorar en respuesta a la amabilidad de su tía. Sacudió sus hombros delgados y Olwyn sintió un acceso de celos. Su hija estaba débil, mancillada y había perdido su característica alegría y temeridad, pero podía acudir a Fillagh cuando rechazaba a su propia madre.
—Cleto, mueve ese gordo trasero y lleva a esta pobre criatura a la habitación de invitados. No, querida, nada de discutir, porque tus pies no tocarán el suelo mientras yo tenga a un marido fuerte para levantarte. —Se volvió y sonrió con cariño a su esposo—. ¿Puedes enviar a mis sirvientas a que la desvistan y la pongan cómoda, cielo? Ya que están, que dispongan también la cama de Olwyn, y le preparen una de mis reconstituyentes tisanas a mi sobrina. ¡Lleva una carga pesada!
Cleto quizá fuera el señor de la casa, pero su esposa era la auténtica ama de la villa; en un santiamén sus órdenes habían sido obedecidas. Entonces, con la promesa de que hablarían por la mañana, Olwyn también recibió el mandato de irse a la cama, donde se encontró que Branwyn ya dormía, despeinada y con algo más de color en las mejillas.
Un hipocausto calentaba el suelo de la habitación. Olwyn, tendida en el jergón relleno de lana de cordero, cobijada bajo las mantas de tela basta escuchó los ruidos de la villa, que iban disminuyendo a medida que decaía la actividad. Apenas había anochecido, pero la casa seguía los horarios de las granjas y las lámparas de aceite no tardaron en apagarse. Fuera soplaba un ligero viento procedente de la cuenca del río, que hacía que un sonido, casi como el suspiro de una mujer, intentara colarse en la cálida habitación. Un búho ululó, y un temor supersticioso heló la sangre de Olwyn. Mil criaturas despertaban para cazar en la oscuridad, y Olwyn respondió con manifiesta sensibilidad a la pequeña lucha contra un miedo que parecía muy cercano a los seguros muros de la villa.
Una cosa había segura en ese loco mundo de cambio y peligro: ningún demonio perturbaría el sueño de su hija esa noche, y tampoco ningún intruso amenazaría la paz que envolvía a la niña como una de las mantas bordadas de Fillagh. Olwyn había encontrado un refugio para ambas; la diosa por fin había decidido sonreír a dos de sus afligidas hijas.