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Con la marea

Antes de que encendieran los fuegos de la cocina, antes de que Olwyn se levantara de su estrecho camastro y antes incluso de que su abuelo abriera un ojo para disfrutar de la salida de un flamante nuevo sol, Branwyn estaba despierta, vestida y al aire libre. Conocedora de la furia de las tormentas, sabía que la marea habría dejado un rico tesoro en forma de conchas rotas y enteras, guijarros pulidos por el mar, semillas y la madera gris y esquelética que las olas depositaban en la línea de pleamar. Con la curiosidad morbosa de los niños, disfrutaba examinando los peces muertos que habían sido arrancados de unas profundidades inimaginables y eran más extraños que la captura de cualquier pescador. Medusas iridiscentes temblaban en la franja blanca de arena depositada que ablandaba los montones de algas arrancadas, limo negro y piedras grises y brillantes.

Nada podía mantener a Branwyn alejada de semejantes maravillas.

El cielo apenas estaba iluminado con el primer rubor del alba cuando la chica tiró sus toscas sandalias de cuero a la dura hierba de la playa, se ató los faldones entre las piernas hasta formar unos improvisados pantalones y bajó hasta la línea de la marea.

Su pañuelo pronto recibió un nuevo uso como bolsa de muestras. Las conchas, enteras y hermosas, fueron cayendo en la tela. Unos cuernos en espiral, como el arma feroz de un centauro, encontraron su sitio entre los pliegues de lino. Un cono extraño y traslúcido, con forma de sombrero fantasioso, siguió al resto de sus tesoros, un botín al que no tardaron en sumarse una cornamenta de madera traída por la corriente, dos guijarros del color de los albaricoques maduros y un pedazo de alga que era firme pero dúctil y sedujo la imaginación de Branwyn con su extraña belleza.

En poco tiempo, ya había doblado el cabo y se abría paso entre un laberinto de rocas grises oscuras, contemplando, a través de la primera luz de la mañana, los charcos que habían quedado atrás entre las rocas, donde pequeñas bolas de espinas trataban de esconderse en las grietas. Unos tentaculillos minúsculos se apartaron bailando de sus dedos curiosos cuando agitó el agua salada y cristalina formando diminutos remolinos.

Entonces un sonido fuera de lugar, un gruñido, detuvo sus movimientos e hizo esfumarse su paz interior. Arrancado de unos pulmones quemados por la sal y una garganta abrasada, el sonido era áspero como el graznido de un cuervo en comparación con la perfección de un amanecer idílico. Como una criatura salvaje, Branwyn se agachó y examinó las rocas mojadas que la rodeaban a la orilla del agua.

¡Allí!

Por encima del reflujo de las olas, una figura encogida estaba encajonada entre dos colmillos de piedra grisácea. Fuera lo que fuese, el bulto informe era grande, negro y amenazador.

Branwyn casi lo abandonó a su suerte. ¡Qué poco faltó! Como un animal asustado, estaba preparada para salir corriendo por donde había llegado. Tal es la facilidad con que se crean, se pierden y vuelven a crearse los reinos, al arbitrio de la valentía de una chica sin sensatez suficiente para entender la textura del miedo.

Branwyn se acercó cautelosamente a la forma encogida. Cuando se encontraba a una distancia de una lanza del cuerpo, vio la mano abierta, extendida, blanca como un hueso nuevo contra la tosca roca gris. Los dedos eran largos, con las uñas tan limpias y cuidadas que Branwyn se preguntó si era una mujer la que yacía boca abajo donde el mar había arrojado su cuerpo.

Con cuidado y atención, se arrodilló junto a la forma encogida, que parecía envuelta en una pesada y mojada lana. Con todos los sentidos aguzados, retiró una esquina de la tela todavía empapada que cubría la cabeza. Se le escapó un grito ahogado.

El cuerpo era masculino y el rostro, bello. El hombre tenía la nariz larga, estrecha y recta, con unas fosas nasales que se dilataron cuando, mientras Branwyn lo miraba, luchó por respirar. Sus cejas eran dos semicírculos perfectos y negros sobre unos ojos cerrados y contorneados por unas pestañas largas y rizadas. Los párpados parecían amoratados y delicados, tanto que a Branwyn le dio un vuelco el corazón, como si algo le oprimiera el pecho.

«¡Es la cara de un demonio!», sostenía su mente racional, pues Branwyn conocía las leyendas que hablaban de hermosas focas con forma humana, los selkies, que a veces salían de noche para robar el alma a las chicas desprevenidas.

—¡Es un regalo que me hace Poseidón! —dijo en voz alta—. La tormenta me ha traído un presente, porque nadie tan bello podría desearme mal alguno.

De repente estaba decidida a salvar al herido, y se dispuso a convertir su deseo en realidad sin tardar. Después de muchos tirones y gruñidos, retiró la pesada capa pegada al cuerpo inerte, con lo que también sacó al hombre de la oquedad en que estaba encajado. Su túnica desgarrada reveló un largo corte en el costado y otra herida no menos espeluznante que malograba la perfección de su frente blanca. El movimiento provocó que las heridas sangrasen lentamente, y Branwyn sintió una punzada de alarma al pensar que podría estar causándole más daño.

—Si lo dejo aquí, el mar se lo volverá a llevar —se dijo en voz alta para llenar de confianza sus palabras—. ¡Esta vez, seguro que se ahoga! —Branwyn hablaba sola a menudo, pues se había criado sin otros niños que le hicieran compañía—. Además, es mío y puedo hacer con él lo que quiera —murmuró con tono infantil.

El desconocido empezó a farfullar en una lengua extraña. Abrió poco a poco los ojos y Branwyn descubrió que eran negros y parecían del todo inconscientes. El hombre se encogió ante su contacto y le habría pegado si Branwyn no se hubiese retirado como haría ante cualquier animal herido.

Era testaruda, pero no tonta. El desconocido deliraba, estaba herido y con toda probabilidad moriría si no le encontraba cobijo, pero ¿adónde podía llevarlo? ¿Y cómo?

Justo por encima de la orilla, avistó una cabaña en ruinas que, en su mayor parte, estaba a la intemperie. Salvo por una esquina, el tejado de paja se había caído, y dos paredes de pizarra habían sucumbido al doble embate del viento y los gélidos inviernos. Sin embargo, una parte de la estructura todavía ofrecería resguardo de las inclemencias, si encontraba una manera de llevar a su trofeo hasta aquel refugio precario.

Se dio cuenta de que el extraño la estaba mirando atentamente, aunque no tenía ni idea de lo que veía. Adaptando su voz al tono del cocinero cuando se mostraba más despótico, empezó a dar órdenes.

—Estáis herido, señor. Venga, nada de discutir ni hacer tonterías. Tenéis que levantaros para que pueda llevaros a un sitio seguro.

Los ojos desenfocados del herido la contemplaron inexpresivos, a la vez que su frente marmórea se fruncía en un intento de concentrarse.

—Poneos en pie —ordenó Branwyn, aunque obligó a su boca a sonreír con dulzura—. Os ayudaré, si tan solo me hacéis el favor de levantaros.

Como un niño obedece a la voz de un adulto, aunque esté nervioso o enfermo, el joven se movió y poco a poco intentó ponerse de rodillas. Branwyn le prestó su escasa fuerza para que se apoyara.

—Muy bien, Tritón —musitó, cuando por fin el hombre se apoyó pesadamente en sus delgados hombros con un brazo tembloroso—. Ahora intentaremos que camines.

Entre sibilantes inhalaciones de dolor, el regalo del mar obedeció sus órdenes. Juntos se movieron con dificultad sobre las afiladas y ásperas algas, hasta que las rodillas del herido cedieron como astillas rotas y tiraron a Branwyn al suelo con él. Un codazo seco la alcanzó en el estómago y le cortó la respiración, por lo que tanto ella como el hombre acabaron de bruces bajo el sol naciente hasta que Branwyn logró ponerse en pie y continuar con la ardua tarea de azuzar a su protegido. Lentos pero seguros, remontaron la pendiente que llevaba a la cabaña en ruinas.

Había pasado más de una hora para cuando soltó a su tesoro y por fin le permitió derrumbarse a la sombra de los muros de roca. Por encima de él, quedaba suficiente paja en el tejado para cobijar de la lluvia a su cuerpo tumbado boca arriba. Con cuidado, Branwyn extendió la capa del náufrago para que se secara y la afianzó con piedras de modo que no ondeara al viento y llamara la atención de algún campesino de paso. La chica no quería que hubiese testigos de su aventura. Ese hombre era suyo.

Con delicadeza, le acarició la frente y descubrió que su piel ardía con un principio de fiebre. Tenía los labios cortados por la sed y Branwyn lamentó no llevar encima un pellejo de agua.

—No pasa nada. Creo que iré a casa y mendigaré algo de comida a Plautenes. Siempre me da lo que quiero.

Un resplandor pícaro asomó a sus oscuros ojos de gata. Plautenes tal vez proclamara su amor por el rechoncho cocinero griego, Cruso, pero Branwyn sabía que su sirviente no era inmune al sexo femenino. Nunca había osado ponerle un dedo encima, pero la chica entendía, mirando a sus cálidos ojos pardos, que albergaba pensamientos ilícitos hacia ella. No estaba del todo segura de lo que esos pensamientos conllevaban porque Olwyn, en su imprudencia, había descuidado esa parte de la educación de su hija. Poco comprendía su madre la curiosidad con que la imaginación de su hija se detenía en los misterios del sexo.

Sí, Plautenes le birlaría pan, queso y leche de cabra de las cocinas, decidió mientras regresaba a la villa, donde su madre acogió con incrédulo placer su inesperado regreso.

—¿Ya vuelves, Branwyn? ¡Buena chica! Tu abuelo no se iría nunca si creyera que andas deambulando otra vez después de sus quejas. Ya ha desayunado y está de buen humor, de modo que sé amable con él y a lo mejor podemos volver a nuestra rutina de siempre cuando se haya marchado.

Olwyn pellizcó las mejillas de su hija para dotar de algo de color a su palidez y después domó los alborotados rizos caoba de la chica con su propio peine de hueso y le alisó la túnica arrugada.

—¡En marcha, cielo! Tu abuelo te quiere, pero está acostumbrado a que se haga todo como él quiere y no tiene paciencia con los intereses de sus mujeres. —Olwyn no apreciaba lo irónico de sus palabras, porque no reconocía que tanto ella como Branwyn se parecían mucho a su arrogante padre, cada una a su manera, a cuál más excéntrica.

Branwyn soportó varias homilías y lecciones de su abuelo, se sentó en su rodilla y besó su mejilla entre risitas encantadoras y juveniles. Hizo muchas promesas que no tenía la menor intención de cumplir. Aunque se deshizo en sonrisas irresistibles y aseguró a Melvig que era el mejor hombre del mundo entero, su pensamiento permanecía fijo en la casucha en ruinas y los padecimientos de su ocupante herido. La última visión de su trofeo, tumbado, consumido por la fiebre, tosiendo y hecho un ovillo sobre el suelo fresco y arenoso, añadió un toque de urgencia al brillo de su risa.

En cuanto se quedó libre y hubo saqueado la cocina para aprovisionarse de comida y paños limpios, se dirigió a los establos. Sabía que su madre le haría preguntas si pedía bálsamo para las heridas del desconocido, y no le apetecía despertar la curiosidad de Olwyn. Por suerte, sabía que los establos le proporcionarían un ungüento hediondo que se empleaba para tratar las inflamaciones de los corvejones o curar cortes y rozaduras en las patas de los caballos. El mozo de establo de su abuelo era demasiado tonto para cuestionar a la nieta de su señor, de modo que se llevó una gruesa compresa de musgo y un poco de misterioso aceite de olor acre envuelto en un mugriento pellejo impermeable. Melvig habría partido mucho antes de descubrir que su nieta le había birlado bálsamo para caballos, si es que alguna vez lo descubría.

A pesar de sus esfuerzos, el mediodía había llegado y pasado para cuando regresó a la cabaña destartalada. El cielo estaba milagrosamente despejado y parecía recién lavado por las tormentas de la noche. Unas pocas nubes se acercaban desde el mar y las gaviotas revoloteaban cerca de la orilla como si anduvieran a la caza de peces muertos y moluscos arrancados de la seguridad de sus rocas. Con el tacto de la hierba arenosa bajo los pies descalzos, Branwyn sintió que su vida apacible temblaba al borde del cambio.

Dentro de las sombras violáceas de la cabaña, el desconocido seguía durmiendo agitado. Se revolvió irritado cuando Branwyn le metió a la fuerza algo de leche entre los labios y cuando, sin querer, se arrodilló sobre su brazo derecho al aplicarle el bálsamo para caballos en las sienes y las costillas. El ungüento manchó su delicada piel de un tono sanguíneo enfermizo, pero la chica sabía que esa porquería apestosa no le causaría ningún daño duradero. Después, con tiras de tela, pegó la compresa robada a la herida del costado y la aseguró con varias vueltas.

Su torso definido y sin vello le provocaba una sensación extraña en el estómago. Poco acostumbrada a las costumbres de los epicúreos, Branwyn no podía saber que le habían depilado el vello corporal. Presa de su primera experiencia lujuriosa, la hipnotizaba una belleza masculina muy diferente a la tez grasienta de los criados de la villa o la masculinidad tosca y ya anciana de su abuelo.

Pasó la tarde entera sentada a su lado, viéndole retorcerse y removerse llevado por la fiebre, e intentó entender las extrañas palabras que salían como explosiones de su boca en espasmos de delirio.

Se conformó con observarlo mientras respiraba.

Cuando cayó la tarde, Branwyn le dejó el pellejo de agua al alcance de la mano, junto con la comida que le había llevado envuelta en un trapo. La capa de lana del desconocido, ya seca, hizo las veces de manta con la que ella arropó su forma delgada, y se ruborizó sin querer cuando le tocó el muslo. Después, muy a su pesar, volvió a la casa de su madre.

La noche se eternizó, Branwyn ansiaba la llegada de la mañana. ¿Se lo habría enviado Poseidón solo por un día? ¿La amaría como los dioses habían decidido que debía? Todas las ñoñas historias de amor que contaban las sirvientas se le aparecieron en sueños, hasta que su imaginación de niña de doce años hubo convertido al desconocido en un héroe, arrojado a la tormenta por los celos de la reina de los cielos, a la que él había rechazado. Branwyn se incluyó en su maravillosa fantasía: ella, el amor verdadero por el que ese hombre desafiaría a los dioses para llevársela a su palacio de oro y marfil.

Solo una niña mimada y protegida habría sido tan inocente. Branwyn siempre había sido el centro de su pequeño mundo y no podía imaginarse que alguien quisiera hacerle daño.

Al rayar el alba, la emoción dio alas a sus pies cuando recorrió el kilómetro aproximado que había hasta la cabaña. Los nervios dotaban a sus mejillas de un bello rubor y hacían que los ojos le centellearan de alegría. Si el extraño hubiese abierto los ojos, habría visto revelada con claridad a la mujer que la niña llevaba dentro, detrás de su trémula vulnerabilidad. Sin embargo, seguía durmiendo.

Llevado por su fiebre, se había quitado la capa de encima y su pelo se había librado de la cinta de cuero que impedía que se le metiera en los ojos. No lo tenía muy largo, pero era de un negro lustroso y excepcionalmente fino, con unas primeras vetas blancas en el lado derecho de su frente.

Branwyn se estremeció.

La palidez del convaleciente se había templado durante la noche, y su mejilla, apoyada contra las manos, presentaba un tono rosado. Con cuidado, para no despertarlo, Branwyn fue bajando hasta tumbarse en el suelo pegada a su larga y desnuda columna vertebral.

Él no se movió. Sus hombros subían y bajaban suavemente con su respiración regular, y Branwyn anheló apoyar la mano en su pecho para sentir el largo y lento latido de su corazón. Con la mirada perdida en las nubes que veía pasar por el agujero del techo, se entregó a sus ensoñaciones, alimentadas por sus inocentes deseos. Debió de quedarse dormida, porque la despertó, de repente y con brusquedad, un gran peso sobre los muslos y una mano rugosa que le sujetaba la garganta.

Branwyn gimoteó sorprendida y miró a los ojos negros y rasgados del desconocido, que la examinaba con el desinterés indiferente de un rey… o un dios.

—¿Dónde estoy? ¿Y quién eres tú? —preguntó en un remedo muy malo de la lengua común—. Como grites te romperé ese pescuezo tan bonito, o sea que di que sí con la cabeza si me entiendes.

Branwyn asintió, borrados todos sus sueños de amor, heroísmo y romance por un fogonazo de algo atávico y cruel en la mirada glacial del extraño, que en ese momento aflojó la presión sobre su dolorida garganta.

—Soy Branwyn, hija de Godric de Segontium y nieta de Melvig ap Melwy, rey de los deceanglos. —Intentó transmitir parte de su arrogancia habitual, pero el miedo incipiente le quebró la voz.

—Otro salvaje con aires de grandeza que cacarea sobre su ridícula pila de estiércol. —El desconocido puso los ojos en blanco, desdeñoso—. O sea que estoy en Segontium, supongo.

Branwyn asintió.

—¿Y tú eres la responsable de esto? —Señaló la cataplasma arrugando la nariz—. Si no me equivoco, tu bálsamo huele a linimento para caballos.

El mal genio de Branwyn pudo más que su miedo cuando le oyó mofarse de ella y su familia. Le escupió.

—Estás hecha toda una fierecilla… —dijo él. Le sonrió—. Aun así, me salvaste del mar, de modo que supongo que estoy en deuda contigo.

El peso que sentía sobre las caderas desapareció cuando el desconocido se sentó y empezó a quitarse las botas.

—Por los dioses, están destrozadas —murmuró para sus adentros, asqueado, mientras con mucho cuidado las colocaba boca abajo sobre su capa. Cayeron dos bolsas de cuero blando en las que Branwyn oyó el delicado e inconfundible tintineo de las monedas de oro—. O sea que hasta una salvaje sabe lo que es el oro. Menos mal que no se te ocurrió robarme cuando tuviste la oportunidad.

—¡Eres un hijo de mala madre! —le espetó Branwyn con crudeza, echando mano del insulto más fuerte que pudo imaginar—. ¡No soy una ladrona!

El extraño le dio un displicente bofetón con el dorso de su grácil mano, pero la fuerza del golpe dejó claro que no había sido tan desganado. Por un momento, Branwyn quedó aturdida.

—¿Qué delicias ocultas debajo de esos harapos? —murmuró el extraño en tono meditabundo mientras empezaba a desnudarla y registrarla. Acarició sus pechos inmaduros con aprecio antes de agacharse para lamerme una línea de sudor de la mejilla.

Branwyn se encogió sintiendo repugnancia, mientras él le cogía el talismán de nacimiento con un dedo fino y largo.

—No tienes nada de valor, querida, salvo este amuleto. Es bonito, pero no tanto como para que valga la pena confiscarlo. A lo mejor podría dejar que te quedases tu bonito juguete como recompensa por mantenerme a salvo cuando no era del todo… ¿yo mismo?

Sus dedos juguetearon con la cadena de oro de la que colgaba el único regalo que le había hecho su padre, una estatuilla de oro y marfil de la diosa Ceridwen que pendía entre sus pechos junto con la punta de flecha de hierro.

—¡Ojalá te hubiera dejado morir! —siseó Branwyn, que después chilló cuando él le retorció cruelmente un pezón.

—Sé amable conmigo, pequeña. Sería una pena que me obligaras a cortarte las tetas.

El desconocido le enseñó un cuchillo delgado y mortal que sacó de una funda oculta en el interior de su bota. Sin apartar la mirada de Branwyn, que abría los ojos atemorizada, le retorció otra vez el pezón, con más fuerza todavía, hasta hacerle saltar las lágrimas.

—¿Por favor? —Le sonrió con dulzura mientras se daba golpecitos en la frente con un dedo—. El golpe contra las rocas debe de haberme dejado atontado, preciosa. ¿Vendrá alguien a buscarte si nos quedamos aquí hasta que esté listo para seguir mi travesía?

—Si no he vuelto a casa para el almuerzo, mi madre enviará a sus criados a buscarme. Te atraparán… y lamentarás haber sido tan cruel conmigo.

—Creo que mientes, cariñito. Has traído pan y queso para los dos, o sea que esperabas pasar muchas horas aquí. Creo que llevaré mucha ventaja antes de que nadie te eche de menos.

Branwyn dejó caer unas lágrimas, pero se negó a sollozar o suplicar como una cría. Sus dulces sueños de amor y devoción se habían esfumado y la habían dejado asustada, furiosa y avergonzada. El desorden de sus emociones halló expresión en el desprecio de sus ojos, que el desconocido reconoció de inmediato. La abofeteó otra vez, en esta ocasión con la fuerza suficiente para dejarle huella en la piel aterciopelada.

—Había olvidado lo aburridas que pueden ser las niñas —dijo, aunque sonrió, como si le ofreciera un valioso cumplido—. Las lágrimas virginales y la timidez son la deprimente contrapartida de unas caras bonitas y unos cuerpos flexibles.

—Pues déjame ir y no le contaré a nadie dónde estás —replicó Branwyn con toda la persuasión que pudo. Su coraje innato hizo que no le fallara la voz, pero los dos comprendían que la bravuconería de sus palabras era falsa.

—No lo creo, pequeña —dijo él—. ¡Abre la boca!

Branwyn cerró los labios con fuerza cuando el desconocido acercó un trozo de tela a su boca.

Despiadado, el hombre se movió con la velocidad de una serpiente e inmovilizó las manos de Branwyn con las rodillas, de modo que las suyas quedaron libres para pellizcarle la nariz.

—¡Que abras la boca, perra!

Para no asfixiarse, Branwyn se vio obligada a abrir la boca para coger aire, momento que el desconocido aprovechó para encajarle el trapo mugriento entre los dientes. Aunque tuvo una arcada, Branwyn se las ingenió para morderle el índice hasta hacerle sangrar.

—¡Arpía! ¡Ese mordisco me dejará cicatriz! —le espetó él, mientras usaba la propia túnica de Branwyn para sujetarle las manos.

Atada con tanta fuerza que apenas podía moverse, la chica albergaba la esperanza de que el desconocido la dejase y huyera mientras aún era de día. Sin embargo, su captor era un sádico y ella estaba a su merced… Tal y como un gato juega con un pájaro indefenso por pura diversión, él parecía regodearse con el terror que Branwyn no podía desterrar de sus ojos. Su resistencia había irritado al desconocido, que estaba decidido a hacerle pagar muy cara su oposición.

Branwyn nunca había conocido semejante violencia o desdén. Jamás había imaginado que un hombre se podría plantear violar a una mujer de la familia del rey. Su madre había consagrado su vida a la adoración de la diosa tras el fallecimiento de su marido, de modo que la hija estaba acostumbrada a la reverencia que merecía semejante sacrificio. Nada en su experiencia la había preparado para las ásperas manos masculinas que le separaron las rodillas a la fuerza y le arrancaron la tela que cubría sus genitales. Después, el desconocido empezó a violentar su cuerpo inmaduro, haciéndole sangrar y causando una vergüenza creciente que le empañó de horror los ojos negros.

El extraño se tomó su tiempo, y a Branwyn no le quedó más remedio que mirar ciegamente las esponjosas nubes blancas que tan cercanas y dolorosamente puras parecían. Las gaviotas sobrevolaban en círculo la cabaña en ruinas, y Branwyn se esforzó por perderse en las bullangueras y estridentes maldiciones que intercambiaban cuando luchaban por un buen sitio en la orilla, donde la marea empezaba a subir. En realidad, quería separarse de la cara sudorosa e inmóvil que tenía encima, deseosa de estar en cualquier otra parte mientras él la profanaba con su cuerpo y un caudal constante de palabrotas. Branwyn no sabía nada de los hombres y en ese momento deseó vivir apartada de ese sexo maldito hasta que muriera.

Al cabo de un rato, él se agotó dentro de ella, que notó cómo le subía una arcada detrás de la mordaza improvisada. El rostro ensimismado del extraño la ponía enferma y se mofaba de todas sus fantasías. ¿Cómo podía su madre haber amado a un hombre en cuerpo y alma? A Branwyn ya no le sorprendía que Olwyn se hubiera entregado al celibato tras la muerte de su padre. Si había sido la mitad de bruto que ese animal, sin duda su muerte debía de haber resultado una bendición para Olwyn. No era de extrañar que hubiese optado por no volver a casarse.

«Ahora podrá matarme, para asegurarse de que escapa indemne», pensó, con más calma de la que habría imaginado posible. Al mismo tiempo, vio que la idea, y el placer aparejado a ella, pasaba fugazmente por los ojos de su agresor y se instalaba en sus labios sonrientes.

«¡Piensa, Branwyn, piensa!»

—Gracias, mi señor —murmuró a través de la mordaza, que apagó y distorsionó las palabras, aunque intentó pronunciarlas con claridad—. ¡Gracias!

Eso despertó su curiosidad. Los violadores rara vez reciben agradecimientos por sus atenciones.

Branwyn notaba que era un hombre vanidoso, acostumbrado a los cumplidos y las alabanzas. Se afanó por sonreír a pesar de la mordaza e intentó que sus ojos parecieran húmedos y arrobados. Para recalcar su capitulación, alzó las manos atadas e insensibles para apartarle el pelo de la frente con una caricia.

La extrañeza del violador se intensificó. De un modo instintivo, Branwyn distinguió que era un hombre que necesitaba entenderlo todo y que su salvación podría estribar en ser impredecible.

El agresor le quitó la mordaza de la boca y la observó con suspicacia, sin dejar de apretarla dolorosamente con su cuerpo contra la hierba y el suelo arenoso.

—¿Qué trucos son estos, mi osita? —Su voz no reflejaba ni un atisbo de comprensión o disculpa, de modo que Branwyn dedujo que ese hombre jamás calculaba el coste de la satisfacción de sus deseos.

—No es un truco, mi señor. Me habéis salvado de una vida de entrega a Ceridwen y del sino de dedicar mis días a la contemplación y oración solitarias. El celibato es lo único que mi madre siempre ha deseado para mí.

El desconocido la miró con atención en busca de cualquier indicio de doblez en sus ojos infantiles y reverentes. Branwyn era una mentirosa consumada, había practicado el arte a diario para disfrutar de la vida a su antojo, sin las limitaciones impuestas por ayas, preguntas constantes y toques de queda, de modo que el extraño fue incapaz de traspasar su máscara de engaño. De todos modos, no iba a permitirse confiar en ella.

—Gracias, mi señor —repitió Branwyn—. No me esperaba que me iniciase en los ritos sagrados un hombre adulto, y mucho menos un desconocido distinguido procedente de una tierra lejana. Nos habéis insultado a mí y a los míos, pero sé que el mar os envió a mí para que me salvarais de los planes de mi madre, de modo que puedo perdonar vuestra arrogancia.

Él la pellizcó en la mejilla como castigo, y el repentino dolor la hizo estremecerse, pero obligó a sus ojos traidores a permanecer abiertos y cargados de admiración.

—No te has portado como una niña agradecida. Has peleado y escupido como una puta cualquiera. ¿Cómo sé que me estás diciendo la verdad?

—Me habéis pillado por sorpresa, mi señor. Os habría entregado de buena gana todo lo que me pidierais, pero habéis preferido usar la mano. No soy una esclava o una campesina a la que pueda tomarse por la fuerza. ¿Qué queréis que haga?

El desconocido se echó a reír, pero no le desató las manos. A pesar de su voz agradable y sus rasgos atractivos, había sobrevivido hasta la edad adulta porque desconfiaba del prójimo y era capaz de ocultar su sadismo tras unas facciones insulsas.

—Unas palabras muy bonitas, Branwyn, hija de Godric y nieta de Melvig ap Melwy. No me fío ni un pelo de ti, pero al menos me ahorras el clásico ataque de histeria de las doncellas. Sí, eres una chica poco corriente. Si te perdono la vida, no me cabe duda de que dejarás huella en el mundo. Pero ¿por qué iba a permitirte sobrevivir cuando puedes delatarme?

A pesar del miedo, Branwyn recogió el claro desafío que con tanto desenfado le habían lanzado. Como a menudo lamentaba Olwyn, era digna nieta de Melvig. Hasta la última palabra que pronunció fue astuta, escogida con cuidado para desarmarlo, adular su ego y ganarse su admiración.

—Solo soy una niña, mi señor, y estoy razonablemente segura de que no podría haceros daño de ninguna manera, aunque tuviera las manos desatadas. Tampoco podría liberarme con facilidad si lo intentara. Además, no sé cómo os llamáis, de dónde venís ni el motivo que os ha traído a estas costas. ¿Qué daño puedo haceros? A decir verdad, quizá llegue un día en el que podamos ser aliados, pues me considero en deuda con vos. No soy ninguna amenaza. —Le sonrió—. Ahora que habéis despertado mi cuerpo a los misterios, ¿por qué iba a escoger compensaros con peligros y una persecución? Me habéis liberado de la desagradable perspectiva de la consagración a la diosa, un papel que hubiese odiado. En realidad, mi señor, agradecería que me instruyerais más antes de dejarme.

Aunque sus acciones repugnaban a una parte de su alma, Branwyn se retorció hasta apretar la entrepierna contra el muslo desnudo del extraño. Se frotó contra él de forma sugerente, a pesar de que estaba demasiado aterrorizada.

—Tus palabras son bonitas, pequeña arpía, pero guardo un entrañable recuerdo de tus dientes. —Se chupó la herida del índice.

—Como he dicho, me habéis cogido desprevenida, amo. Cuando el mar os dejó en mi orilla, os tomé por un regalo especial de los dioses. ¡Tal vez lo sois! Os pido que no me matéis… prometo no contarle ni a un alma que habéis estado aquí.

El desconocido se rió y le acarició la mejilla algo hinchada con un gesto displicente de la mano.

—Eres una mentirosa, pero divertida y muy avispada para tu edad. Ahora cuéntame cómo puedo salir de este sitio con seguridad. ¿Cómo puedo llegar a Glevum y a los caminos que llevan al sur? Quién sabe, quizá te deje aquí sana y salva si me respondes con sinceridad.

Branwyn pensó frenéticamente.

A diferencia de la mayoría de las mujeres de su entorno, la curiosidad la había empujado a examinar los pergaminos y mapas de su padre. No había recibido la educación suficiente para saber leer y había sido incapaz de explorar las maravillas del scriptorium paterno, pero los mapas la habían llamado con el canto de sirena de los viajes, y los había estudiado a fondo. Se sentía bajo la protección de la diosa, y dio gracias a su padre por los pergaminos que tal vez le salvaran la vida.

—Hay un sendero que lleva al sur al otro lado de las dunas —dijo con voz tranquila mientras miraba a los ojos al extraño sin pestañear—. En un principio lo usaban los romanos, pero ahora está abandonado y cubierto de hierba. Si estáis decidido, podéis seguirlo a lo largo de la costa hasta llegar a una aldea de pescadores llamada Pennal. El camino que sale del pueblo os llevará al otro lado de las colinas, hasta Y Gaer y luego a Burrium, Venta Silurum y, por último, el puerto de debajo de Glevum. Desde allí podéis zarpar rumbo a cualquier lugar del mundo.

El desconocido la miró con los ojos entrecerrados y una expresión que de pronto a ella le recordó a un armiño: fría, calculadora, depredadora.

—Podrías enviar jinetes tras mis pasos antes del anochecer.

—Podría, si alguien hiciera caso a una niña, pero tendría que explicar a mi madre que he perdido mi doncellez. Entonces ella me encerraría sin dudarlo en nuestra villa, por mi propio bien. Quiere mantenerme como niña para siempre, de modo que intenta protegerme de todas las amenazas. En cuanto a mi abuelo, él ordenaría que me estrangularan, por haber echado a perder mi precio de novia. Sabéis que digo la verdad, del mismo modo que sabéis que guardaré silencio.

El desconocido rodó para quitarse de encima y recogió su capa, el paquete de comida y el pellejo de agua. Después la miró desde arriba con aire caviloso y le puso una gran mano en torno a la esbelta garganta. Branwyn cerró los ojos con sumisión, aunque el corazón le latiera desbocado. Lo había intentado… y había fallado.

El extraño le apretó la laringe con el pulgar y le provocó un dolor repentino e intenso. El cuerpo de Branwyn se sacudió de forma instintiva, pero ella apretó los labios para no emitir ruido alguno. No era de la clase de hombres que se dejaban convencer por lágrimas o súplicas. Tal vez el coraje lo convencería. O tal vez no.

—Esto ha sido solo un aperitivo, pequeña, porque te encontraré y te mataré lentamente si tus guerreros me persiguen. —Le dedicó una última mirada calculadora—. Dejaré que te quites tú sola las ataduras —susurró—. Quédate aquí, calladita, hasta que oscurezca, si sabes lo que te conviene, y después puedes hacer lo que quieras. Para cuando se ponga el sol ya estaré bien lejos.

Branwyn contempló a toda velocidad una serie de opciones ideadas para hacerle perder tiempo. Tras sopesarlas una a una, decidió mostrarse ante él como una niña avariciosa, ansiosa de aprovecharse de lo sucedido esa mañana, con la esperanza de desarmarlo actuando como una impredecible mezcla de niña y ramera.

—¿Os puedo suplicar una prenda, mi señor, algo que me sirva para recordaros? —Logró sonreír—. Quisiera tener algún detalle que probase que no he soñado este encuentro.

El extraño soltó un bufido de diversión. A Branwyn le aterrorizaba pensar que aún podía cambiar de idea o sentirse ofendido por una petición que era, a primera vista, una reacción inconcebible a una violación. La astucia se disfrazó de codicia en su mohín.

—A lo mejor quiero algo que odiar. No lo sé, pero quisiera tener un regalo, cualquier cosa. Me gustan las cosas bonitas.

—¿Por qué? —preguntó él directamente, como si sus dudas acerca de la sinceridad de Branwyn hubiesen rebrotado centuplicadas.

—A lo mejor tengo un hijo —respondió ella, camuflando un escalofrío de repugnancia. Intentó sonreír pero no lo consiguió y se quedó en una mera mueca de los labios. Por un momento, el extraño frunció el ceño, confundido, pero luego su arrogancia retomó las riendas y se quitó del pulgar un pequeño anillo de ámbar, que le lanzó.

—Este anillo perteneció a mi madre. Era una dama con un encanto, una vivacidad y una hipocresía traicionera considerables. Se lo arranqué de la mano después de envenenarla. El nuestro ha sido un encuentro afortunado, Branwyn, hija de Godric, pues nos parecemos mucho, pero que no te quepa la menor duda de que nuestros caminos jamás volverán a cruzarse. —Y salió de la choza.

Branwyn se quedó tumbada en el suelo con la túnica subida hasta la cintura. Solo cuando tuvo la certeza de que él estaba lejos, se permitió sollozar discretamente. Había sufrido mucho para ocultar su terror y convencerle de que ella no suponía amenaza alguna, de modo que no había tenido tiempo para hacer caso a la infinidad de dolores distintos que sentía. En ese momento, llegada la conclusión del drama, la sensación de humillación inundó su cuerpo maltratado y casi apabulló su cerebro calculador.

—¡Espero que muera lentamente y con una terrible agonía! Los dioses no me hicieron ningún regalo al mandar a un demonio para que me asesinara. Pero no estoy muerta ni pienso morir, pase lo que pase.

Una parte de la ágil mente de Branwyn aceptaba la idea de que se había buscado la violación. A todas las niñas les llega el final de la infancia, pero su propia imprudencia y su arrogancia egoísta eran como un latigazo que aumentaba su sensación de culpabilidad. Royó los trapos que la maniataban y desgarró carne tierna además de tela. De repente, se sentía tan mancillada que apenas soportaba pensar en la asquerosa huella que él había dejado en ella, tanto dentro como fuera.

Pese a la saña con que atacó los nudos con sus jóvenes y afilados dientes, tardó una hora en quedar libre. Se puso en pie con apuros y se esforzó por devolver la circulación a sus dedos hinchados antes de cubrirse con la túnica rota. Por último, recogió el anillo de ámbar y se lo puso en el índice, donde encajó a la perfección.

Bajo el cielo de un atardecer especialmente brillante, corrió ciega hacia la orilla como si el torturador le pisara los talones, sin prestar atención a las irregularidades del terreno, tropezando cayendo y levantándose, ajena a la adquisición de arañazos y moratones nuevos, hasta lanzarse al mar y sumergir el cuerpo entero en el agua salada. Sentada entre las olas bajas, dejó que las lágrimas le corrieran por el rostro y se mezclaran con el salitre que perlaba su pálida piel.

Durante mucho tiempo se meció y se limpió en el mar que lavaba de su cuerpo el olor, la sangre y el sudor del desconocido. Solo el graznido de las gaviotas repetía el gemido que le resonaba en el cráneo.

En realidad, Branwyn no pensaba en nada: ni en la violación ni en el desconocido, ni siquiera en su familia. En cierta parte secreta y ancestral de su conciencia, sabía que su perdición estaba consumada y que el sol jamás volvería a brillar sobre ella.