1

Desde Mona

¿Por qué el gusano invade el brote virgen?

¿O el vil cuclillo incuba en nido ajeno?

¿O infecta el sapo fuentes con orines?

¿O entra el furor tirano en pechos buenos?

¿O violan reyes sus propios decretos?

No hay perfección que sea tan cabal

que nada no la pueda emponzoñar.

SHAKERPEARE
la violación de Lucrecia

—¿Hija? —Una voz masculina y furiosa resonó en el patio de la vieja villa en Segontium. Las aves de corral cacarearon asustadas mientras huían a toda velocidad de los enormes caballos—. ¡Olwyn! ¡Sal enseguida! ¡Explícate!

Los relinchos de los caballos nerviosos y los gritos de las órdenes, impartidas con voz estentórea e impaciente, obligaron a Olwyn a dejar su huso, alisarse el pelo y la túnica de lana, y salir con paso presuroso de las habitaciones de las mujeres al atrio de una casa antigua, donde un hombre alto y entrado en años se estaba quitando los guantes de fino cuero y la capa de lana, que tiró con desdén en el banco de roble más cercano.

Vestía de forma descuidada, pero sus cueros, las pieles bien cuidadas y los repujados de halcones en su fina túnica denotaban riqueza y poder. La despreocupada naturalidad con la que llevaba al cuello una maciza torques de oro indicadora de su posición, además de un surtido de brazaletes, pulseras y broches para la capa en bronce, oro y plata, hacía que Melvig irradiase la autoridad de un rey. Más reveladoras aún eran las cejas desdeñosas, las marcadas arrugas de autoindulgencia que tiraban hacia abajo de sus labios estrechos, y cierta franqueza brusca en la mirada que era la marca de una naturaleza acostumbrada a dar órdenes. Esa tarde en concreto, sobre una barba entrecana, sus ojos anunciaban una tormenta cuyos chubascos no tardarían en llegar a la puerta de Olwyn.

—¡Padre! Cómo me alegro de verte. Sé bienvenido y siéntate, por favor. ¿Pido que traigan ese vino que tanto te gusta?

Melvig ap Melwy hizo un gesto huraño de asentimiento y se dejó caer en la silla con los hombros encorvados, las largas piernas, todavía musculosas, estiradas y los dedos tamborileando en el brazo del asiento con mal disimulada irritación. Olwyn se volvió hacia Plautenes, el criado principal de la casa, que esperaba nervioso detrás de su señora.

—Trae la última botella de vino de Falerno que llegó de Roma. Y unos dulces. Creo que mi padre tiene hambre.

—¿Hambre? ¡Y un cuerno, mujer! Estoy enfadado. Y es tu mocosa infernal la que me ha puesto de mal humor. Un hombre tendría que poder cabalgar con su guardia para ver a su hija sin arriesgarse a que lo asesinen.

Olwyn frunció el ceño. Su padre siempre había sido un tirano y un bravucón, pero lo quería a pesar de sus defectos. Como rey de la tribu de los deceanglos, a menudo se jugaba la vida a manos de aspirantes al trono impacientes e invasores ambiciosos; pero, por el momento, había demostrado que era un blanco esquivo y un superviviente vengativo.

—¡No seas idiota, mujer! Es esa hija tuya. Créeme que tiene más pelo que cerebro, y es desconsiderada a más no poder. Ha cruzado el camino corriendo justo por debajo de los cascos de mi caballo. Ha sido pura suerte que no me cayera… y soy demasiado viejo para arriesgar mis huesos.

Olwyn sonrió aliviada, sin dejar de observar que su padre no mostraba ninguna preocupación por la salud de su nieta. Melvig era un completo egoísta.

—No eres muy viejo, padre. Solo tienes cincuenta y dos años, si no me fallan los cálculos, y eres demasiado fuerte como para que te haga daño una niña de doce años.

—¡Hum! —bufó Melvig.

Pero estaba complacido, pese a todo, y aceptó la magnífica copa de vino y se comió todos los dulces del plato que le ofreció el nervioso y torpe criado de Olwyn. Cuando hubo relamido las últimas gotitas de miel de su enorme bigote y tras apurar el último trago de vino de su copa, clavó los saltones ojos verdes en su hija.

—Olwyn, mi nieta es casi tan alta como tu criado, pero todavía corre asilvestrada y con las piernas al aire por las dunas, donde puede verla cualquier campesino que se moleste en mirar. ¿Cuándo fue la última vez que se cepilló el pelo? ¿Y que se bañó? ¡Es casi una salvaje!

—Exageras, padre. Es muy vital y demasiado joven para tenerla encerrada en casa. ¿Me la quieres quitar? Es todo lo que tengo.

—¿Y de quién es la culpa?

Sin embargo, la mirada de Melvig se ablandó un poco, en la medida en que ese hombre adusto era capaz de expresar comprensión. Recordó que Olwyn había perdido a su marido a manos de una banda forastera de merodeadores en su segundo año de matrimonio. Desde la muerte de Godric, se había negado en redondo a casarse otra vez, y prefería vivir con sus sirvientes y su hija en el tramo de costa salvaje que se extendía por debajo de Segontium. En opinión de Melvig, su hija, con veinticinco veranos, era demasiado joven para haber dado la espalda a la vida. Todavía conservaba todos los dientes, no tenía arrugas en la piel y había demostrado que era fértil. Si hubiese tenido la más mínima lealtad al clan, pensó con otro acceso de mal genio, le habría dado otro nieto hacía mucho.

Sin embargo, los ojos castaños de Olwyn presentaban una pátina de lágrimas contenidas, de modo que Melvig se apiadó y le dio una torpe palmadita en el brazo para demostrar que entendía sus temores. Aunque era un padre impaciente, esa hija en particular siempre había sido su favorita, pues en todos los detalles que importaban Olwyn se había mostrado obediente y circunspecta.

—No te la quitaré, hija, o sea que no te pongas así. Pero tienes que saber que es salvaje como una potranca e insensata como el conejo imprudente que provoca al halcón. ¿Quieres que te la roben y la violen? ¿No? Pues ocúpate de su educación, Olwyn, porque a finales del invierno voy a buscarle un marido.

A Olwyn se le cayó el alma a los pies, y una lágrima solitaria se derramó de sus largas y espesas pestañas y resbaló por su pálida mejilla. Melvig usó su gran pulgar encallecido para secar el rastro salado con afectuosa impaciencia.

—Que los dioses te lleven, mujer —susurró bajito—. No me mires como si te robara tu último mendrugo de pan. Todavía no te la quitaré, pero el día llegará pronto, Olwyn, o sea que harías bien en plantearte cómo quieres pasar el resto de tus días. Y ahora, ¿dónde están mis alforjas?

Demasiado sensata para perder el tiempo con una discusión vana, Olwyn se ocupó en primer lugar de que su padre estuviera cómodo, y después mandó a la doncella a por su lunática hija.

Segontium no era una gran ciudad, pero llevaba el sello de la ocupación romana en su pequeño foro, en los edificios de piedra y ladrillo, y en su recia muralla. En un tiempo, más de mil soldados romanos habían estado acuartelados en los campos circundantes, lo que permitió a Paulino y, después de él, a Agrícola, aplastar toda la resistencia de las tribus ordovicas. Ubicada sobre una costa cubierta de guijarros, Segontium estaba orientada hacia la isla de Mona, donde todos los celtas de bien recordarían por siempre la vergonzosa matanza de los druidas, jóvenes y mayores, hombres y mujeres, cuando se enfrentaron a su implacable enemigo en la antigua isla de venerable memoria. Las depredadoras legiones de Roma sabían que los druidas dominaban a los reyes tribales. Durante la rebelión, Paulino había dejado a Boudicca haciendo estragos alrededor de Londinium y había corrido hacia el norte para arrancar el corazón vivo y palpitante de los celtas de Mona, en vez de someter a la reina icena. Su plan desesperado había funcionado, pues pocos druidas habían escapado de las sanguinarias masacres, y después Paulino había aplastado a los supersticiosos celtas, que se habían visto desarraigados de forma inesperada. A modo de insulto final, los sacerdotes cristianos habían decidido instalarse en Ynys Gybi, una minúscula isla resguardada junto a la de Mona.

Segontium llevaba esa mancha de sangre, a la vez que su nombre latino conservaba un peso que hacía que hasta los menos supersticiosos fruncieran el ceño e hicieran la señal para ahuyentar el mal. Las orillas oscuras en invierno, los chillidos de las gaviotas y el aire, tocado por el mar y suavizado por la tierra y los árboles de Mona, advertían a sus vecinos de que tuvieran cuidado.

Olwyn se había mudado a la casa de Godric llena de alegría, plenamente consciente de que a su hombre no le corría ni una gota de sangre romana por las venas. Su antiguo hogar lo habían construido aprovechando unas ruinas y empleando piedras extraídas de villas romanas y de las casas cónicas de los celtas, pero Olwyn no sentía contaminación alguna en los vientos limpios que barrían de los pasillos las hojas caídas y la arena que las tormentas depositaban en los rincones. Situada un poco al sur de la sombra de Mona, su acogedora casa padecía los fieros embates de los vientos hibérnicos, pero Olwyn estaba satisfecha. Ni siquiera las gastadas baldosas del suelo, con sus extraños dibujos de soles, estrellas, lunas y constelaciones, la asustaban. El viento, el claro sol, la lluvia torrencial y la gélida nieve se combinaban para expulsar de la casa cualquier humor agrio y purificarla del veneno romano.

Pero Godric había partido un día a caballo para proteger de incursiones tribales los campos de su tío, y cuando volvió iba amarrado sobre los flancos de su montura, envuelto en pieles grasientas y con la palidez de los muertos. Olwyn se había quedado demasiado aturdida para llorar, ni siquiera pudo hacerlo cuando desató el cadáver de su marido y dejó a la vista las muchas heridas que habían dejado las flechas en su piel fría y marmórea. Un trozo de astil sobresalía de la herida mortal encima de su corazón, y Olwyn perdió hasta tal punto el sentido del decoro que hizo fuerza para arrancarlo.

Al final, después de usar un cuchillo afilado para rajar la carne que sujetaba la cruel punta de la flecha, el pequeño fragmento de astil saltó del pecho de Godric con un desagradable sonido de succión. Trastornada, había lavado la carne de su marido, le había untado aceite en el pelo y se lo había trenzado con primor, antes de vestirlo con sus mejores pieles y una túnica de lana. Por último, se había agachado para besarle la boca, aunque el sofocante y nauseabundo olor de la muerte casi le hizo vomitar. Solo entonces empezó a derramar las benditas lágrimas.

Se observaron todas las exequias de rigor, pero un solo deber consumía los momentos de vigilia de Olwyn. Separó la punta de la flecha de su astil y trabajó durante muchas horas para practicar un estrecho agujero a través del vil pedazo de hierro. Después, tras meses de esfuerzos, colgó la punta de flecha del cuello de su hija mediante una suave trencilla de cuero.

Melvig, su padre, quedó horrorizado por el gesto, pero Olwyn era una criatura extraña y obsesiva que carecía de su recio pragmatismo, de modo que no dijo nada. Si hubiera sido sincero, habría reconocido que su testaruda y reservada hija lo asustaba un poco con su pasión. Como todo su linaje, Olwyn era salvaje y extraña. Melvig a menudo se preguntaba por qué había escogido como segunda esposa a una mujer morena de las colinas, aunque sin duda su descarada sexualidad había despertado algo en su interior. Los dioses eran conscientes de cuánto le había frustrado que ella no le diera ningún hijo, solo niñas… ¡y todas raras!

Melvig comía con aire enfurruñado y reflexivo, y desdeñaba los viejos klinai romanos, a los que anteponía la solidez de un banco y una mesa hechos de roble tallado con azuela. Su hija le sirvió hidromiel con sus propias manos, aunque en su fuero interno deseara que las tribus de los deceanglos y los ordovicos siguiesen en guerra para que su padre se viera obligado a permanecer en su fortaleza de Canovium, al norte. Aun así, sonrió de esa manera distante que siempre sacaba de quicio a su padre, quien, a la vez que aceptaba su excelente vino, tuvo que reprimir el deseo de arrearle un sopapo o un bofetón en las pálidas mejillas para quitarle esa impasibilidad y hacerla llorar y maldecirlo. «Cualquier cosa antes que esa cara inexpresiva», pensó el viejo con impotencia, pero logró reservar su irritación para la aparición tardía de su nieta.

Consciente del abismo que los separaba, Olwyn intentó limar asperezas sin tocarle, porque sabía que el viejo e irascible rey no lo consideraría aceptable.

—¿Cómo van tus fronteras, padre? Sé que tu amistad con el rey Bryn ap Synnel sigue tan sólida como siempre, pero los pictos aún hacen incursiones en nuestras tierras en primavera. —Sabía que estaba farfullando, pero ese abismo… Lo sorteaba de la única manera que podía, con palabras atropelladas y la esperanza de desviar las críticas de su descarriada hija—. Sé que estás aliado con el rey de los cornovios, pero los brigantes no se portan muy bien, ¿verdad? Ojalá tuvieras tiempo para ocupaciones más pacíficas.

Melvig frunció el entrecejo. Le incomodaba el «parloteo mujeril», como lo llamaba él, y era reacio a comentar los asuntos de política con nadie, ni siquiera con su hijo Melvyn.

Se pasó la mano por la barba y se rascó la barbilla para ocultar su incomodidad. Como padre afectuoso pero distante, nunca había sabido cómo hablar de nada importante con sus hijas; se le daba mejor dictar órdenes perentorias con voz bronca. Dio unas torpes palmaditas en la cabeza a su hija e intentó eludir cualquier revelación personal.

—No hace falta que te preocupes por los pictos o esos cabrones de los brigantes. Tienen un nuevo rey que se atiene más a razones que su antecesor. Es en el sur donde acechan los auténticos peligros, pero siempre habrá alguien que te mantenga a salvo, niña. No debes tener miedo.

—No tengo miedo, padre. Lo que tenga que ser, será. Todos estamos en el hueco de la mano de la Madre.

Melvig carraspeó. Olwyn sabía que le incomodaba cualquier referencia a la Madre, a la que todos los hombres sensatos temían hasta la médula. Apesadumbrada, Olwyn le dio una palmadita en el hombro mientras se dirigía a la puerta a esperar a su hija.

Cuando por fin llegó, la niña se acercó a la carrera, sin preocuparse de su melena alborotada por el viento y sus faldas manchadas por la hierba. Melvig reparó en que llevaba los pies descalzos y sucios, y en que sostenía las sandalias a la espalda con la mano quemada por el sol.

¡Como si él no fuera a darse cuenta!

—Y bien, mi joven bárbara, has decidido honrarnos por fin con tu presencia. ¿Qué tienes que decir en tu defensa, eh? ¿No comprendes lo insensato que es cruzarse corriendo en el camino de unos caballos al galope? Los dioses deben de habernos protegidos a los dos, porque tú no has muerto pisoteada y yo no me he caído.

Branwyn se plantó decidida ante él, con los pies sucios ligeramente separados. Tenía la cabeza gacha como mandaba el recato, pero no engañaba a Melvig.

—¿Estás tonta, niña? Dame una respuesta cabal o te juro que haré que te encierren en tu cuarto. Y te quedarás allí seis meses, aunque tenga que dejar un guardia para hacer que se cumplan mis deseos.

—¡La estás asustando, padre!

—¿A esta? —Melvig soltó un bufido desdeñoso y agitó un muslo de pollo en dirección a su nieta—. Deberían asustarla más cosas, por su propio bien.

El objeto de su desaprobación era una chica alta y esbelta que empezaba a parecer una mujer pero aún poseía el aire desgarbado de un animal joven. Su piel era sorprendentemente pálida, ya que tanto Olwyn como Melvig se bronceaban con facilidad y siempre tenían la tez de un cálido tono dorado. Había heredado los ojos de Godric, pues eran castaños y lustrosos, pero más duros y obstinados que los de su noble padre. Tenía la boca generosa y de un rojo natural, pero su nariz era demasiado larga y estrecha para el canon femenino de belleza, y siempre parecía sonreír por algo vagamente desagradable. Su pelo castaño caoba con brillos de bronce era un extraño marco para su pálida tez y sus ojos oscuros, y con esa nariz insolente, unida a unas cejas que se elevaban en los bordes exteriores, la chica poseía una sexualidad extraña y desconcertante. Melvig sintió un hormigueo en las palmas de las manos por el deseo de darle una bofetada en esa cara pálida. La indiferencia de la niña a las opiniones de sus mayores desagradaba un poco incluso a Olwyn, que tanto la mimaba.

—Pido perdón si te he asustado, abuelo —replicó con docilidad—, pero me gustan la arena y las gaviotas; y la verdad es que, cuando me quedo libre de las clases, no me fijo en nada que no sea adónde voy.

—Señorita, si vuelves a pasar por debajo de los cascos de mi semental, descubrirás exactamente lo asustado que estoy —le espetó Melvig, que aun así curvó su boca en un gesto de aprecio a regañadientes. Era una víbora con garra, aunque lo sacara de sus casillas—. ¡Te daré un sopapo!

—¡Padre! —protestó Olwyn, cuyos ojos por fin expresaron preocupación.

—Vete a la cama, niña. Sin cenar —ordenó el rey, con la mirada perdida en la distancia para indicar que había tomado una decisión irrevocable—. A lo mejor un rato de ayuno te recordará que vayas con más cuidado en el futuro.

—Se avecina una tormenta, o sea que todas las personas sensatas buscarán cobijo para pasar la noche —añadió Olwyn—. Podrías haber quedado fácilmente a merced de los elementos de los dioses por culpa de tu insensatez, Branwyn. Las nubes de tormenta vienen de Mona, donde los druidas cuidaban de las arboledas sagradas. Nos dicen que los espíritus están furiosos cuando los vientos soplan con fuerza desde la isla, de manera que cualquiera con sentido común se pone a rezar a los dioses de su casa y agacha la cabeza.

La chica hizo una reverencia a su abuelo, con una solemnidad totalmente falsa. Olwyn vio que a su hija le temblaban los labios de desdén y sintió un escalofrío de temor por su arrogancia. Después la joven se fue y dejó al marcharse un olor a sol y algas, además de unos cuantos granos de arena.

—Hazme caso, Olwyn, esa pequeña arpía traerá problemas a tu casa. Tu Godric era un hombre bueno y decente y, aparte del perjuicio que haces a tu familia por no volver a casarte, tú siempre has sido una hija obediente. Pero ¿qué pasará con Branwyn? Es terca, desobediente y no está nada preparada para el matrimonio. ¡Eso es culpa tuya, hija! Ni siquiera es especialmente guapa —añadió el viejo, mientras, irritado, se atusaba la barba con los dedos. Por primera vez, había notado la descarada e inconsciente sexualidad de la chica, y su salvaje potencia le inquietaba—. ¿Qué va a ser de esta niña fea, rebelde y rara?

Después de expresar su opinión, dio la conversación por terminada. Ajeno al gesto ofendido de su hija, se fue a su habitación pisando fuerte y de mucho mejor humor, mientras Olwyn rabiaba al verlo partir. Lamentaba ser mujer y su naturaleza tan introvertida, que le privaba de la capacidad de exponer ningún argumento o queja. Siempre que su padre invadía su tranquilo mundo, se sentía impotente, frágil y sola. Aceptaba que su hija era imprudente e incluso desconsiderada con los demás, pero Branwyn también se parecía tanto a su abuelo que a veces era demasiado para su madre.

El retumbar lejano de un trueno se coló en los pensamientos turbulentos de Olwyn, que se dirigió a la pesada puerta de madera de la villa. Su criado esperaba para echar el pasador para la noche, y Olwyn sintió una punzada de culpabilidad por haber retrasado la hora de acostarse de ese buen hombre. Después de ordenarle que se retirase, hizo algo desacostumbrado y se quedó en la entrada de su casa, porque, igual que su madre antes que ella, Olwyn no podía resistirse al atractivo de la tormenta que se acercaba. Los temporales le fascinaban; le hacían creer que por sus venas tranquilas corría auténtica sangre.

La tormenta fue apagando las últimas luces del largo atardecer. Las nubes negras que cruzaban el cielo adelantándose a la tempestad estaban surcadas de violetas y verdes amoratados como si los dioses hubieran golpeado el firmamento en un arrebato de furia celosa. Tras la cabeza de revueltos nubarrones se acercaba una negrura ominosa que parecía más palpable que el aire. A intervalos periódicos, un relámpago salía disparado de la oscuridad y golpeaba el mar o la isla como un cayado retorcido de energía incandescente. El aire olía a ozono, a sal y al sudor agobiante de una tarde muerta.

Olwyn se abrazó el cuerpo y tembló. Algo se había enfadado: no los dioses, exactamente, sino algo más antiguo y primario que por lo general apenas se dignaba a reparar en los pequeños fastidios de la humanidad. Ese «algo» inefable había despertado y, en su berrinche repentino, estaba dejando el mar hecho jirones de espuma y eliminando las estrellas que antes llenaban el cielo.

Supersticiosa, Olwyn atravesó las puertas de madera caminando hacia atrás y las cerró de golpe. Mientras colocaba la pesada barra, suspiró de alivio al pensar que la villa estaba cerrada a cal y canto contra lo que fuera que pretendía reducirla a pedazos de ladrillo, madera y baldosa.

—Cuando Poseidón golpea con su tridente y Zeus lanza sus rayos, la gente sensata se cubre la cabeza y reza por ver la mañana siguiente —dijo el sirviente, Plautenes al cocinero, otro inmigrante griego que se estremecía de miedo en la estrecha cama que compartían—. No te asustes, Cruso. Los dioses no se interesan por hombres como nosotros. Como dice el viejo proverbio, tienen cosas mejores que hacer.

Quizá Plautenes tenía razón, porque una sucesión interminable de ensordecedores truenos sacudió la villa hasta sus firmes cimientos. Las ráfagas violentas de viento hicieron saltar algunas baldosas y arrancaron de la tierra varios árboles del huerto.

A lo largo de esa noche terrorífica, solo dos personas de la villa disfrutaron de una paz absoluta. Melvig durmió profundamente, pues era un pragmático realista que se negaba a temer a los demonios del aire que existían solo en la imaginación de los necios. Bajo las finas sábanas de lino de su camastro, durmió sin sueños para despertar al amanecer sin recuerdo alguno de la tormenta o el peligro que había supuesto.

Después de las plegarias a la Madre y una invocación a la abuela Ceridwen para que salvara su hogar, Olwyn cayó en el sueño tranquilo y profundo de los verdaderos inocentes, confiada en que sus señoras la salvarían del terror de la oscuridad.

En su pequeña habitación, ante una ventana estrecha y con postigos, Branwyn disfrutó del caos que se desarrollaba ante sus ojos asombrados. En presencia de semejante poder elemental, se descubrió incapaz de sentirse asustada cuando la pirotecnia del aguacero y los relámpagos en zigzag pintaban de colores chillones su estrecha y limitada vista de Mona.

—¡Es maravilloso! —susurró a la tormenta con júbilo infantil—. Mañana podría pasar cualquier cosa, porque los dioses han creado de nuevo el mar y el aire. ¡Qué emocionante!

Cuando por fin cayó dormida en una revuelta maraña de largas extremidades y pelo despeinado, la quietud que se adueñó de la villa no le causó miedo alguno. Branwyn, hija de Olwyn y nieta de Melvig ap Melwy, aún tenía que descubrir el olor y el sabor del terror.