Lejos de Dinas Emrys y el apresurado entierro de Vortigern con los huesos fragmentados de su esposa que habían podido recogerse, un viento sombrío, mordiente como el hielo, soplaba desde el océano. Dentro de la fortaleza de piedra de Tintagel, Ygerne y sus hijas disfrutaban de la reconfortante comodidad de un buen fuego y unas cálidas alfombras que cubrían suelo y paredes. Juntas y acurrucadas, la madre y las hijas ofrecían una estampa de idílica belleza cuando Gorlois entró en la habitación de la torre, se sacudió la nieve de la capa de viaje y se quitó las botas mojadas.
Como dríades delgadas y oscuras, sus hijas se encaramaron por su cuerpo fornido cuando se agachó para besar a su mujer. El Jabalí de Cornualles era motivo de chanzas en todas las tierras occidentales, porque amaba a su esposa con una pasión y profundidad que solían reservarse para las amantes. En cuanto a sus hijas gráciles y morenas, estaba obsesionado por completo. Ni siquiera un hijo las habría eclipsado en su corazón.
Mientras el agua nieve azotaba las persianas de madera, Gorlois alzó la cara de su mujer, frágil como una flor, y le besó la punta de la nariz. Ygerne sonrió y recostó la cabeza en su hombro.
—Me alegro de que estés en casa —susurró—. Tintagel es deprimente sin ti.
—Estaría contento en cualquier parte siempre que estuviese con mis tres mujeres. —Gorlois se mordió el labio—. La guerra ha terminado y se avecinan cambios. Ambrosio ha limpiado el tablero, ahora que Vortigern ha muerto y sus hijos pequeños han huido. Ha enviado espías para cazar a los chicos, o sea que rezo por que no los encuentren. Úter también recorre las calzadas romanas, pues busca a los niños para sus propios fines.
—¿Por qué? —preguntó Ygerne, seria.
Gorlois se encogió de hombros. Úter no respondía ante nadie, y ningún hombre cuerdo podía figurarse sus motivaciones.
—Me encanta tu inocencia, pequeña. Ambrosio no tolerará ninguna amenaza a su posición como gran rey, de modo que debe matar a todos los vástagos de Vortigern. Sé que es una práctica deplorable, y desearía que el mundo fuese un lugar más amable, pero hace miles de años que los hijos de los gobernantes mueren después que sus padres. En cualquier caso, según los rumores, los chicos han huido hacia el norte, con Hengist y sus parientes sajones. Allí estarán a salvo.
—No tendremos que ir a Venta Belgarum, ¿verdad? —susurró Ygerne, con la cara escondida en el hombro de su marido—. No me cae bien nuestro nuevo gran rey, y su hermano Úter parece cruel y severo. Quiero que nuestras hijas estén contentas y a salvo, lejos de cortes y reyes.
Levantó el rostro de tal modo que su boca y sus ojos parecieron enormes. Como siempre, Gorlois se perdió en sus enormes pupilas y sintió como si cayera dentro del alma de su amada. En los brazos de Ygerne conocía la auténtica felicidad y, como cualquier hombre sensato, estaba decidido a estrechar ese gozo contra su pecho con toda la fuerza posible. A veces temía que los dioses se pusieran celosos de su alegría y se llevasen a Ygerne.
—No tienes que ir a ninguna parte que te ponga nerviosa, querida. Si deseas evitar al gran rey y a su hermano pequeño, puedes quedarte lejos de los dos. Yo soy el Jabalí de Cornualles y mi palabra es la ley en estas tierras, de modo que mi reina puede ir adonde le plazca, sin obstáculos ni cortapisas.
Aliviada, Ygerne suspiró de satisfacción, pues la historia de los hijos de Vortigern había calado en su corazón.
Mientras la familia de Gorlois disfrutaba de la seguridad de unos muros y un amor fuertes, Myrddion y sus ayudantes se las veían con el viento, la nieve y la lluvia heladora del camino abierto. Habían dejado la villa junto al mar cuando las tormentas empezaban a formarse sobre Mona, y el temporal los había perseguido desde entonces.
Tras la muerte de Vortigern, habían llevado a Eddius de vuelta para dejarlo con sus hijos al cuidado de Plautenes. Myrddion le había vendado las heridas y había constatado que el hombre llevaría las cicatrices de Dinas Emrys en el cuerpo, y en el alma, durante el resto de su vida.
—¿Por qué, Eddius? Siempre has sido un hombre pacífico y sensato en tus acciones. ¿Cómo podías estar seguro de que no morirían hombres y mujeres inocentes a consecuencia de tus actos? La venganza es un empeño absurdo, y a Olwyn le hubiese horrorizado que dejaras solos en el mundo a sus hijos en caso de perecer en el incendio.
Aturdido y atormentado por las quemaduras, Eddius había estado lo bastante despierto para bajar los ojos avergonzado. Al cabo de un rato, alzó el rostro torturado para afrontar esa mirada clara y perpleja.
—Enloquecí, supongo. En Canovium, rodeado de todos los familiares de Olwyn, sentí tanto su pérdida que imaginé que la oía hablarme sobre la vida que le habían arrebatado. No puedo explicar cómo creció en mí esa sensación, junto con la necesidad de ver la cara de Vortigern y entender qué clase de hombre me había despojado de alguien a quien tanto amaba. Pero la cuestión es que creció, como una úlcera en el corazón. No podía quedarme en Canovium ni volver a encerrarme en Segontium con los recuerdos del pasado. Ir a Dinas Emrys me parecía la única manera de recuperar la paz.
Myrddion trató de comprenderlo, pero nunca había experimentado la pérdida de una amante o de esa satisfacción que se halla en la confianza total en una pareja de por vida.
—¿No te preguntó Vortigern por qué entrabas a trabajar para él? Era famoso por sospechar de todo y de todos, en especial si eran desconocidos.
Eddius se rió con sorna, pero Myrddion solo captó una burla de sí mismo en su jovialidad.
—Pues no. O al menos su desconfianza no se extendía a los sirvientes, porque a sus ojos eran meras herramientas. Necesitaba más siervos, de modo que fue a buscarlos a la aldea en la que yo había empezado a trabajar de peón. Los lugareños sospechaban de mí, pero no tenían motivos para amar a Vortigern, y además, si se me llevaban a mí para trabajar como esclavo sin sueldo en la fortaleza, dejarían a uno de sus hijos en paz. En consecuencia, no me costó mucho convertirme en sirviente del rey.
»Tenía práctica en ser invisible y era un trabajador diligente. Ninguna tarea era demasiado humillante para mí. Observé a Vortigern, día y noche, y me di cuenta de que no amaba nada, ni siquiera a su mujer o a sus hijos, que eran meras posesiones útiles. Cuanto más lo vigilaba, más lo odiaba, y veía la cara de mi amada dondequiera que mirase, tan pálida y dañada por su puño cruel. Al final, tuve que pararle los pies antes de que me reconocieras, de modo que tendí un reguero de aceite por las salas y el pasillo. Quería verlo arder y necesitaba oírle suplicar por su vida. Pero al final me descubriste y no llegué a presenciar su último estertor.
—Da gracias por esa suerte, Eddius. Ni siquiera Vortigern habría imaginado una muerte así, aunque tenía un refinado gusto para la crueldad. Tardó en morir.
Myrddion vio que la culpa transformaba la cara de Eddius. Lejos del ambiente emponzoñado de Dinas Emrys, volvía a ser el hombre de antes, pero Myrddion seguía sin entender la vena violenta que la fortaleza había sacado a relucir en la naturaleza de su viejo amigo.
Pasado un tiempo, Myrddion no pudo soportar los silencios que ocupaban el corazón de la villa junto al mar. Algo había volado de su amado hogar y temía que jamás volvería a encontrarlo. Tal vez solo fuera que se había vuelto demasiado mayor para la vida tranquila de los placeres domésticos. El eco de su conversación final con Vortigern también resonaba a lo largo de sus horas de sueño y de vigilia, de tal modo que su deseo de encontrar a su padre, vivo o muerto, iba creciendo en su interior como un picor que no pudiera rascarse. Además, por si necesitaba otra tentación, el sanador anhelaba ver, con sus propios ojos, las tierras en las que habían escrito sus pergaminos, y aprender las sofisticadas habilidades médicas que todavía se le escapaban.
Esa fiebre fue apoderándose de él, y decidió su curso de acción cuando visitó la tumba de Olwyn en el cabo azotado por el viento. Sintió su presencia, tan cariñosa y comprensiva como había sido en vida, y sus planes por fin se pusieron en marcha. Como nunca había sido de los que marean las decisiones, había informado a sus familiares y ayudantes de que planeaba viajar y había ofrecido a Cadoc, Finn y las viudas la oportunidad de despedirse de él. En la cálida villa, las propuestas de Myrddion habían sonado como un reto emocionante, de modo que las viudas no habían vacilado ni por un instante, pues sus vidas fuera de las tiendas del sanador probablemente estarían erizadas de peligros y amenazadas por la pobreza.
En cuanto a Cadoc y Finn, su fidelidad a Myrddion era tan profunda que si su señor les hubiese propuesto viajar al Tártaro, el séptimo anillo del Hades, habrían accedido de buena gana. Y así habían llegado a encontrarse todos en ese momento bajo el azote de una ventisca, siguiendo la calzada romana más allá de Aquae Sulis, rumbo a Londinium y la costa. Los carros chirriaban y no había escapatoria del tiempo inclemente y de un viento que se colaba dentro de los entoldados de cuero que los cobijaban.
—¡Vaya calamidad, maestro! —Cadoc temblaba bajo una capucha forrada de piel que no lograba calentar su nariz enrojecida y sus ojos llorosos—. Sea lo que sea lo que buscáis, ¿no podíamos esperar a la primavera? Londinium seguirá allí, y estaremos más calentitos.
Estornudó explosivamente, pero sus diestras manos mantuvieron a raya a las apuradas bestias. Con la calzada cubierta de hielo, los caballos tenían poca sujeción y las ruedas de madera de los carros resbalaban sobre el terreno desigual, de modo que Cadoc necesitaba emplear toda su pericia. En pocas palabras, Myrddion y sus ayudantes estaban incómodos, helados y de mal humor.
—¿No quieres ver el mundo, Cadoc? Pronto entrarás en calor si piensas en las mujeres que cortejarás y el oro que puedes ganar. Estas islas están en la punta más lejana de la civilización, ¿no ansías ver tierras más ricas y antiguas, lejos de estos vientos gélidos? Allá adonde vamos existe una gran necesidad de nuestras habilidades en particular, mientras que el tiempo es mucho más cálido durante todo el año. ¿Dónde está tu espíritu aventurero?
—¡Perdido en la última tormenta! Rezo a los dioses todos los días para que no podamos embarcar hasta la primavera. Nunca he ido en barco y preferiría no estrenarme con las galernas de invierno.
A Myrddion le pareció gracioso a pesar de su irritación, y sonrió arrebujado en sus muchas mantas y capas, que dejaban a la vista su nariz aguileña, algo enrojecida por el frío.
—Y venga a quejarse. Yo tampoco he ido nunca en barco, Cadoc, o sea que considéralo un desafío.
—¡Hum!
Mientras los carros chirriaban y sus compañeros intentaban encontrar una esquina templada a resguardo del viento y los elementos, Myrddion tenía la cabeza puesta en el futuro. La verdad era que el mundo era muy ancho y extraño, y que encontrar a un hombre entre el sinfín de millones que vivían alrededor del mar Intermedio era prácticamente imposible, pero algo en su sentido extra le decía que Flavio estaba vivo y podía encontrarlo. Un hombre llamado Pájaro de Tormenta, con querencia por el dramatismo y unos hábitos letales, dejaría huellas que su hijo podría seguir. Myrddion sabía que su decisión de dejar atrás todo cuanto había conseguido era ilógica, pero anhelaba saber la verdad sobre su origen. Como muchos antes que él, estaba más que dispuesto a jugarse la seguridad de sus sirvientes y amigos sin más fundamento que un sueño.
«Después de tanto tiempo, por fin tengo una oportunidad de encontrarlo», decidió, aunque le inspiraba cierta aprensión el barco de madera con el que cruzarían el Litus Saxonicum. Sin embargo, se consoló pensando en los nuevos pergaminos que podría leer y los conocimientos que acumularía. La emoción encendió una chispa en sus ojos negros y puso a Vulcano a hacer piruetas en la resbaladiza calzada.
Contempló los remolinos blancos que desdibujaban los límites entre el día y la noche. Ahí fuera, a lo lejos, lo esperaba su destino. Más allá de un mar que no había visto nunca, la aventura lo llamaba. Rezó a la Madre para que guiara sus pasos en las tierras extrañas y peligrosas que recorrería.
—Esperadme —susurró—. ¡Ya voy!
Pero el viento se llevó de un soplo las palabras de Myrddion y le llenó la boca de nieve.