Lucy ha estado escondiendo más de un engaño en su casita del campo, y le recuerdo a Marino que un perro es un problema si no se cuida constantemente.
—Yo ya he visto mi cuota de animales de compañía abandonados —digo, mientras sofrío el ajo picado en aceite de oliva—. Tener un perro es como tener un hijo. —Ojalá hubiera empezado la salsa antes.
Pero antes no ha habido tiempo de hacer nada civilizado. Los dos últimos días han sido un calvario que no incluía cocinar ni dormir ni comer comida decente. Me pregunto qué habría sucedido si Lucy no hubiera insistido en instalar rastreadores GPS en todos los vehículos del CFC, si ella no hubiera seguido mi todoterreno. Una parte de mí está obsesionada con lo que pudo haber sido.
—Los perros precisan mucha atención —le digo a Marino, mientras revuelvo la albahaca y el orégano en la salsa—. Ésa es la razón por la que Bryce y Ethan siempre han tenido gatos.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Todos sabemos por qué demonios la extraña pareja tiene gatos. A los gays les encantan los mininos.
—Eso es un estereotipo horrible, por no decir ridículo. —Una pizca de azúcar moreno estaría bien, y algunos granos de pimienta roja.
—¿Sabes? El mismo tipo que hacía de Félix Unger también hacía de Quincy. ¿Te has parado a pensar en eso y cuánto tiempo hace de eso?
—Jack Klugman hacía de Quincy. No Tony Randall —le respondo—. Un perro supone mucho trabajo, Marino.
—No sé. Es muy raro, doctora. Dónde se va el tiempo. Recuerdo haber visto ese programa antes de saber lo suficiente como para darme cuenta de lo estúpido que era, como aquel episodio en que el cáncer mutaba y comenzaba a matar a todo el mundo. O el del tipo al que le volvían a coser un brazo y luego el otro brazo se volvía malo. Dios mío, por lo menos hace treinta años de eso, y yo todavía boxeaba, acababa de empezar con el Departamento de Policía de Nueva York, nunca había conocido a un verdadero Quincy, y aquí estoy trabajando contigo. La gente piensa que lo de hacerse viejo le sucede a todo el mundo menos a ellos. A continuación, uno cumple los cincuenta y dice: «¡¡¿Qué cojones…?!!».
Quito el paño húmedo de un cuenco de cerámica y compruebo la masa, y Marino está sentado en el suelo. Sus grandes piernas extendidas, la espalda apoyada en la pared, en mi cocina, con un alto y flaco cachorro de pastor alemán, uno que Lucy ha rescatado de una granja de cerdos que ella y Janet cerraron el otro día, acurrucado en su regazo, todo patas y enormes ojos marrones y orejas planas, de tal vez cuatro meses de edad. Mi galgo, Sock, está en su alfombrilla junto a ellos.
—Cambridge estaba a favor de aprobar un centro de adiestramiento canino K-9, pero luego no se pusieron de acuerdo con el presupuesto. —Marino le da un sorbo a su cerveza, y parece distinto con el cachorro.
Marino está tranquilo. Incluso su voz es diferente.
—El problema es pagar las horas extras al cuidador del perro, pero en mi caso yo podría hacerlo gratis y no habría problemas con el sindicato ni nada por el estilo, porque no trabajo para ellos. ¿Quieres que te adiestremos para convertirte en un perro busca-cadáveres? —le pregunta a su cachorro.
—¡Qué ambición!
Divido la masa en tres bolas.
—Y entonces podrías venir a trabajar conmigo. Eso te gustaría, ¿no es así? Venir a mi gran edificio elegante todos los días —le dice al cachorro en un tono de voz que no puede ser descrito sino como atontado, y el cachorro le lame la mano—. Eso estaría bien, ¿verdad, doctora? Lo voy a entrenar, lo llevaré a escenas de crímenes, le enseñaré a alertar sobre toda clase de cosas. Eso sería genial, ¿no te parece?
No me importa. Que duerma en una cama hinchable AeroBed, que meta un perro en la oficina, nada de eso parece importante ahora. Lo he pensado muchas veces y no puedo responder a la pregunta fundamental. ¿Le habría dado un tajo lo bastante certero para salvarme? No es que no lo hubiera intentado, porque no tengo ninguna duda de que iba a ir a por su cara, pero una hoja de bisturí es muy corta y estrecha, y puede desprenderse del mango.
Tuve una pequeña oportunidad que al final no fue necesaria, pero no puedo dejar de pensar en ello, porque es solo un recordatorio más de que las herramientas de mi profesión no salvan a nadie. A pesar de que no dejo de darle vueltas sé también que no es del todo cierto, y necesito quitarme de encima este maldito estado de ánimo.
—Me estoy volviendo loco tratando de ponerle nombre —comenta Marino—. Tal vez Quincy. ¿Qué tal si te llamo Quincy? —le dice al cachorro, y lo odio cuando estoy tan negativa.
Ciertamente, se puede argumentar que si ayudo a detener a un asesino estoy salvando una vida o tal vez más de una vida. Que aquello a lo que me dedico mañana, tarde y noche evita más violencia, y que Al Galbraith hubiera seguido asesinando. Benton dice que eso era solo el principio, que su anciana madre, María Galbraith, quien lleva años en la residencia Fayth House, sufrió un derrame cerebral hace unos diez meses y ya no recuperó las funciones cognitivas. Y eso parece haber sido el desencadenante, siempre teniendo en cuenta que no es posible explicar del todo lo que no se puede explicar.
Galbraith es el hijo pequeño de una familia filantrópica de Pennsylvania que posee granjas y caballos y bodegas. Se graduó por Yale, jamás se ha casado y odia a su madre con todas sus fuerzas. Ella era una mujer erudita, miembro de la Sociedad de Historiadores de la Guerra Civil y bibliotecaria de las Girl Scouts, y él no podía matarla suficientes veces.
—¿Qué vino ponemos?
Lucy entra con varias botellas. Janet ya se ha servido una copa, y yo me limpio las manos en el delantal y reviso las etiquetas.
—No. —Vuelvo a la masa que estoy trabajando, la enharino, la presiono suavemente y la extiendo en un círculo—. Los Pinot de Oregon. —Extiendo la masa usando los nudillos para no hacer agujeros—. Esa caja tan buena que me regalaste por mi cumpleaños, el Domaine Drouhin que está en el sótano.
Janet dice que ella se encarga, y aparto los nudillos y giro la masa, estirándola para la primera pizza, con champiñones, salsa de queso extra, extra de cebolla, doble tocino ahumado y jalapeños en vinagre. La pizza de Marino. Y le pido a Lucy que me traiga el Parmigiano-Reggiano recién rallado y la mozzarella de leche entera de la segunda nevera, y le sugiero a Marino que saque a los dos perros al patio trasero.
—¿Lo ves? —le digo a Lucy, una vez que ha salido—. Tengo que decírselo yo. Eso me preocupa. Debería ocurrírsele a él, que ya es hora de sacar a pasear a su cachorro.
—Va a salir bien, tía Kay. Ama a ese perro.
—Con amar no basta. Hay que saber cuidarlo. —Empiezo a extender la masa de la siguiente pizza.
—Tal vez sea eso lo que va a acabar aprendiendo. Cómo cuidar de algo y cómo cuidarse a sí mismo. Tal vez ya sea hora. —Lucy deja los cuencos de queso en la encimera—. Tal vez necesite una razón para molestarse en hacerlo. Tal vez una razón que haga que tenga que querer algo tanto que al final esté dispuesto a ser un poco menos egoísta.
—Me alegro de que lo veas así. —Lanzo la masa al aire y luego la poso en una bandeja engrasada y enharinada, y sé que Lucy está hablando de sí misma y de lo que está sucediendo en su vida—. Simplemente no entiendo por qué pensabas que no podías contármelo. Y, por cierto, saca las cebollas y las setas de la primera nevera, vamos a saltearlas y escurrirlas para quitarles toda el agua.
—Tenía miedo de ser gafe —dice ella—. Necesitaba ver si podía funcionar, y la mayoría de las veces no funciona si una intenta volver a alguien con quien solía estar. —Encuentra una tabla para cortar y un cuchillo—. Sé que piensas que debería contártelo absolutamente todo, pero a veces tengo que estar sola en mi vida, debo sentir las cosas por mí misma.
—Yo ciertamente no pienso que debas contármelo todo. —Pongo la tercera masa en la bandeja—. Si realmente sintiera eso, no tendría un matrimonio como el que tengo.
No he visto a Benton desde ayer, cuando vino conmigo a mi oficina. Me hice cargo de Douglas Burke porque no creí que nadie más lo haría, y Benton no se ocupó porque estuvo en la sala de autopsias todo el rato. Sobre todo quería saber si ella se había resistido, si había hecho el menor intento por defenderse. Burke estaba armada con una pistola de nueve milímetros, y Benton no entendía lo que podía haber ocurrido, por qué no opuso resistencia.
«Todo lo que hizo fue disparar a la maldita puerta y para colmo mal», dijo en varias ocasiones.
A juzgar por las abolladuras y los agujeros en el marco de la puerta y en la misma puerta, ella estaba apuntando a la cerradura.
«¿Por qué demonios no le disparaste?». Benton se debe de haber preguntado eso una docena de veces, y he intentado explicarle algo que le parece obvio al resto del mundo.
Burke estaba tan obsesionada con Channing Lott, se sentía tan segura de estar en lo cierto que no reconoció lo que tenía delante. Ella no se dio cuenta de quién era el asesino hasta que él la llevó a esa estancia sin ventanas, que Al Galbraith había convertido en una cámara mortuoria: un área de almacenamiento vacío con cámaras frigoríficas con cerraduras de seguridad y un panel en la pared de ladrillo, fijado con una boca de manguera. El generador de hielo seco estaba al otro lado de esa misma pared, y ahí es donde Galbraith lo ponía en marcha, creando así una máquina agresiva de alta resistencia, con una tolva que podía arrojar tantos granos de hielo seco como para lanzar un chorro de CO2 helado durante horas.
Galbraith había ajustado la configuración tan baja como le fue posible. El propósito de este equipo en particular no era limpiar el moho, ni el lodo, ni la grasa, ni la pintura vieja, ni el barniz, ni la corrosión. No usaba esta máquina monstruosa para limpiar el interior de barriles de vino, sino para matar a seres humanos. La hacía funcionar a una baja presión de casi cuarenta kilos por pulgada cuadrada, con un consumo de treinta kilos de hielo seco por hora, para que el nivel de dióxido de carbono aumentara lentamente a medida que descendía la temperatura ambiente, y el estruendo, el ruido del aire comprimido habría sido horrible de veras.
Douglas Burke no opuso resistencia, no tuvo oportunidad. Sospecho que él la engañó para meterla en esa habitación y luego cerró la puerta con llave. Lo mejor que podía hacer ella era intentar disparar a la cerradura, vaciando el cargador, pero no logró abrir la puerta, y probablemente tampoco tuvo mucho tiempo para intentarlo.
En realidad no me es posible saber cuánto tiempo se mantuvo con vida, pero en el instante en que llegamos ella estaba empezando a congelarse en seco. Se congeló parcialmente dentro de esa frígida cámara sin aire, donde había una silla en el centro del suelo de cemento cubierto de fibras rojizas. Allí sentó a Peggy Stanton para abusar verbalmente de ella, o al menos eso sospecha Benton. Allí sentó a Mildred Lott, a quien no conocía socialmente y que lo trató como un «liliputiense», según confesó Galbraith al FBI.
Cuando llega Benton son casi las diez de la noche, y Sock se levanta perezosamente y trota hasta la puerta lateral, y Quincy va detrás, y me alegro de que ambos perros se hayan hecho amigos. La luna está distante y menuda sobre los tejados detrás de nuestra casa de Cambridge, y afuera, en el patio trasero, donde Benton y yo hemos decidido sentarnos, la vidriera francesa luce iluminada sobre la escalera, con sus escenas de vida silvestre brillando como joyas. El muro de piedra alrededor del magnolio está frío, y me doy cuenta de que ya es invierno.
—Ni siquiera es Halloween y ya hace frío como para nevar —le digo a Benton en la oscuridad. Me ha echado su brazo alrededor y tira de mí—. Trata de no ser tan pesimista —le digo después de que me haya contado su vida, y de lo mal que cree que va a ir el caso—. Me he estado diciendo lo mismo toda la noche. No sermonees a Marino. No sermonees a Lucy. No seas tan condenadamente dura contigo misma y no pienses que lo que haces no marcará la diferencia.
—Me gustaría que siguiera adelante y se suicidase en la cárcel. —Benton bebe un sorbo de escocés sin hielo—. Ya está. Ya lo he dicho. Ahórrale un juicio al gobierno. Pero los mierdas como él no se suicidan. Es el mismo carnaval una y otra vez. No puedo creer que Donoghue lo vaya a representar, y será probablemente de nuevo ante el juez Conry, y a ti te arrastrarán a ello otra vez.
—No me llamará esta vez —afirmo, pues no va a ser Jill Donoghue quien me cite en esta ocasión—. Este caso es de la fiscalía. Lo van a ganar.
—Dan Steward es tonto del culo.
Le recuerdo que en esta ocasión las pruebas son convincentes. Galbraith las mató a todas, dejó huellas parciales en las cajas de bolsas de basura, en una litrona de cerveza y en una bolsa de golosinas para gatos, y las fibras de madera que llevó encima desde lo que la policía ahora denomina la «casa del estruendo» se hallaron también en el cadáver de Peggy Stanton y en el interior de su coche, donde había además una huella digital de él en el espejo retrovisor, y sus huellas se encontraron también en los cheques que falsificó para pagar sus facturas.
Tratando de animarlo un poco le recuerdo a Benton que las mismas fibras de madera de roble americano estaban en el interior de un viejo barco de langosta que Galbraith tenía amarrado en un puerto deportivo. La policía encontró la ropa de Peggy Stanton y el camisón de Mildred Lott en un cajón en su casa frente al mar, en Cohasset Harbor, donde guardaba las pertenencias personales de esa madre que alguna vez fue tan imponente. Incluso un tonto de remate podría ganar un caso como éste, le digo a Benton.
—Estoy segura de que vamos a obtener el ADN —le aseguro—. Las muestras de pintura del barco de langosta coinciden con el rastro de pintura de la caña de bambú, el mismo residuo que encontramos en el percebe que arranqué de la tortuga laúd. Y eso ubica ese barco en la zona donde se recuperó el cadáver de Peggy Stanton, donde se encontró con la tortuga, y no hay que olvidar que él tenía su teléfono móvil y los cheques. Tenía también el teléfono móvil de Emma Shubert, y en su almacén había colocado un Range Extender para ampliar el alcance de su red inalámbrica y poder iniciar sesión en la del aeropuerto Logan. Y luego está el detalle bastante evidente del cadáver de Mildred Lott.
Le comento que incluso Jill Donoghue tendría dificultades para explicar por qué el cadáver de Mildred Lott se encontró congelado, duro como una roca, en el interior de uno de los congeladores de Al Galbraith.
—Donoghue dirá que Channing Lott tuvo algo que ver con él o que tiene la culpa, y lo que es exasperante de todo esto es que en cualquier caso no puede ser juzgado de nuevo.
La voz de Benton suena sombría; tiene la barbilla apoyada en mi cabeza.
—Bueno, eso sí que sería un buen argumento. —Siento los latidos de su corazón a través de la chaqueta, y me estiro para darle un beso—. Y me alegro de que no seas el abogado en este caso. Anda, vamos a comer.