Ella aparece entre luces brillantes y centelleantes y oscuridad, sale de detrás de mi todoterreno, donde ahora veo que hay un Maserati negro aparcado, con el motor encendido, que ruge ronco. Me pregunta si estoy bien, y yo le digo que estoy bien, y no la conozco y sí que la conozco.
—Tal vez lo mate. Vale, Marino. Ya basta. Y no es que yo le culpe. —Ella está mirando en la dirección del almacén, y yo la miro a ella—. ¿Estás segura de que estás bien? Vamos a montarte en ese coche y voy a encontrar algo para tus pies.
Lleva el pelo muy corto, más rubio que castaño, y sigue siendo muy guapa aunque ahora es un poco mayor, tiene treinta y tantos, la edad de Lucy. Cuando la vi por última vez apenas tenía veinte años. Me echa un brazo alrededor de los hombros y me lleva hasta el Crown Vic de Sil Machado mientras este sale de él a toda prisa. Monto en el asiento trasero y dejo la puerta abierta y me froto los pies.
—Supongo que alguien me va a explicar qué ha pasado —le comento a Janet.
La última vez que la vi debe de haber sido hace quince años, cuando ella y Lucy compartían piso en Washington, DC; Lucy estaba en la ATF y Janet en el FBI. Siempre me gustó. Se las veía bien juntas, y desde entonces nada ha sido tan bueno para Lucy.
—Veo que no llevas arma ni pareces estar a punto de arrestar a nadie —añado—. Oye, lo siento si estoy un poco ida. Ojalá me arrancaran la cabeza. Tal vez entonces dejaría de dolerme.
—Ya no estoy en el FBI, ni siquiera soy policía —me explica Janet—. Soy abogada, una de esas personas horribles, solo que peor, porque me especializo en derecho ambiental, así que todos me odian.
—Eso sí, no adoptes un cerdo. Lucy me ha estado amenazando con hacerlo. Y seré yo quien tenga que cuidarlo cuando ella esté fuera de la ciudad, lo que sucede a menudo.
—Supongo que no sabes dónde metió ese tipo tus zapatos.
—Debe de haber una caja de calzas cubrebotas por algún lado. —Apunto al todoterreno donde me ha traído como rehén, y se me ocurre que todos los vehículos del CFC están equipados con localizadores por satélite—. De las que tienen suelas de PVC, así que te las puedes poner sin nada —le digo—. ¿Me habéis seguido hasta aquí? Pero ¿por qué?
—Le enviaste un mensaje a Lucy de que la llamarías en cuanto montaras en el coche —dice ella—. Y no lo hiciste.
—¿Y eso fue suficiente para que iniciara el seguimiento?
—Lo hace con más frecuencia de lo que piensas. Te sigue a ti, a mí, a casi todo el mundo. Y podía ver que estabas en Fayth House y que luego te dirigías hacia Boston en vez de ir a tu casa. Además, le habías dejado algunos mensajes bastante urgentes a Benton.
Me explica que de todos modos estaban muy cerca de Fayth House, porque llevaban a Marino de regreso a su casa de Cambridge, y estaban hablando sobre la importancia del detalle de la salida de Mildred Lott en medio de la noche.
—Ella creyó oír a Jasmine en el patio trasero —dice Janet—. Estaba gritando el nombre de su perra.
Soy consciente de que Lucy ha estado trabajando con investigadores británicos y alemanes en un equipo basado en tecnología de lectura de labios, y Janet dice que el software es ahora lo bastante bueno como para usarse cuando las personas se giran hasta ciento sesenta grados hacia un lado u otro. En otras palabras, uno apenas puede ver la boca en movimiento, pero el equipo sí.
—Le daba la espalda a la cámara, miraba hacia donde había escuchado lo que sea que escuchó —dice Janet—. La cámara de seguridad la atrapó solamente de lado, y desde esa perspectiva da la impresión, o al menos un poco, de que estaba diciendo el nombre de su marido.
Estoy buscando a Benton, preguntándome si él está aquí. Tiene que haber alertado a los agentes, a la policía, y si es así, sé lo que eso significa. Se dio cuenta de que mis sospechas eran fundadas. Douglas Burke vino aquí para enfrentarse a Channing Lott, pues la sede de su compañía de transportes se cierne en la distancia, más allá del dique seco del buque hospital: es un enorme edificio blanco de antes de la guerra con cientos de ventanas, la mayoría de ellas a oscuras a estas horas de la noche.
—Ya podía ver a alguien como un fiscal pensándolo o deseando pensarlo —dice Janet—. Pero ella no dijo «Channing» sino «Jasmine». Estaba llamando a su perra y se la veía muy contenta, emocionada y excitada aunque frenética, y ahora sabemos por qué.
Mis pies ya no están dormidos, pero ahora tengo picores.
—No exactamente —le respondo—. ¿Por qué pensó que su perra estaba ahí fuera?
—O bien él se había llevado a la perra con él, o bien, y esto es más probable, llevaba una grabación —me responde ella—. Lo más seguro es que unos días antes robara al pobre animal y grabara sus ladridos.
Sigo frotándome los pies y Janet se acerca al todoterreno y abre el portón trasero.
—Prueba con uno de esos maletines naranjas —le digo, y la policía está por todas partes, y han esposado a Al Galbraith y lo montan en el asiento de un sedán del FBI.
Miro a mi alrededor, veo a los policías y a los agentes de Boston y a Machado, y luego veo a Benton con unos agentes uniformados que están rompiendo la cerradura de la puerta del almacén. No veo a Douglas Burke por ninguna parte. Le dan tres fuertes golpes con un ariete y la puerta cede y se abre, y hay luces en el interior de un espacio cavernoso donde puedo ver hileras de máquinas de acero brillante sobre ruedas, rollos de mangueras y cientos de barriles de madera apilados contra una pared.
Benton y los demás se acercan a una puerta de metal cerrada, y puedo distinguir el tinte rojizo del suelo y escucho algo que suena como un chorro de vapor. Recuerdo los comentarios acusatorios de Burke acerca de Crystal Carbon-Two, una forma ecológica y respetuosa con el medio ambiente de hacer la limpieza industrial. Ella habló de un chorro de dióxido de carbono sólido: granos de hielo seco propulsados por aire comprimido a velocidades supersónicas, y el dióxido de carbono es uno de los asfixiantes más simples y comunes de todos cuantos se conocen.
Es incoloro, es inodoro y una vez y media más pesado que el aire, por lo que fluye hacia abajo y se instala desplazando el oxígeno. En un espacio confinado y a una concentración del diez por ciento, una persona pierde la consciencia en menos de un minuto y se asfixia, y Al Galbraith tenía razón.
Nada se verá en la autopsia, no habrá un maldito rastro ni ninguna indicación, a menos que la persona sea quemada. A menos de −73℃ el hielo seco causa congelación, es tan frío que también puede quemar, y pienso en las extrañas áreas duras y marrones en los brazos y los pies de Peggy Stanton y en sus uñas rotas y sus medias rasgadas.
Él la encerró en la cámara que había convertido en una máquina, y ella sabía que si no lograba apagarla iba a morir. Ella se acercó a la niebla blanca que manaba de la manguera, se puso cerca, le dio una patada y se quemó. Me la imagino yendo de un lado a otro, golpeando la puerta, arañando las medias de nailon que no le pertenecían, tal vez envolviéndose las manos en trozos de medias para protegerse la piel cuando lo intentó otra vez, mientras subía la concentración de CO2.
Janet regresa con unas calzas cubrebotas y me las pongo, frustrada por no tener el móvil a mano. Salgo del coche y troto torpemente, los pies todavía no me responden del todo. Me dirijo hacia el almacén donde están aparcados los camiones, y el estruendo del chorro de aire comprimido proviene de detrás de la puerta de metal cerrada, pero la puerta debe de estar bloqueada porque de nuevo la policía echa mano del ariete.
Como una fina capa de tierra o de suciedad, las fibras de madera rojiza se han posado en los estantes de metal atestados de accesorios. Veo mangueras, boquillas y guantes aislantes, y esa fina capa de residuo rojo cubre las superficies de acero inoxidable de las máquinas de chorro y las decenas de neveras aislantes y de contenedores en los que seguramente se guardan y envían los granos de hielo seco.
—Vas a tener que tomar serias precauciones, las personas pierden la consciencia increíblemente rápido, ni siquiera lo ven venir —le digo a Benton, y le pongo una mano en el brazo—. Hay que asegurarse de que se ha ventilado todo el CCK.
—Lo sé —dice, y lo veo en sus ojos.
Teme que Burke Douglas esté en esa cámara.
—Vino aquí —dice Benton.
—Él debió de venir aquí y luego se fue a Fayth House para ver a su madre, para dejarle flores por su cumpleaños. Su madre está en la residencia, y entonces él me ha visto aparcando el coche.
—¡Todo el mundo atrás!
Un policía se prepara y blande el ariete.
—Una secretaria le dijo a Doug que Channing Lott se había ido y la puso en contacto con su jefe de operaciones. Que la trajo a este lugar. Eso sucedió alrededor de las cinco y media —me cuenta Benton.
El ariete de hierro golpea la puerta.
—No mucho tiempo después de que yo me la encontrara —le respondo—. Cuando me siguió y te dejé esos mensajes.
—¿Por qué llevas un bisturí en la mano? —me pregunta Benton, y me doy cuenta de que él no lo sabe.
Él no tiene ni idea de lo que me ha pasado.
—Me dieron un paseo hasta aquí sin que yo lo pidiera —le respondo, mientras el ariete cae de nuevo y golpea la puerta, astillando la madera.
La cerradura se desprende de la estructura de madera y la puerta de metal se abre, y el estruendo es aún mucho mayor. El vapor de dióxido de carbono congelado condensa la humedad del aire, y quedamos envueltos en una nube blanca y fría.