Me acaban de secuestrar unos piratas.
El barco en el que estoy tiene el suelo de metal con moqueta. Se mueve rápido en medio de un fuerte oleaje. Hace frío y esto es claustrofóbico, y yo me siento mareada y dolorida. Quiero dormir.
«No te duermas».
Me voy a marear, me enferma este traqueteo, siento vértigo. Mi estómago se tambalea y me suben las arcadas hasta la garganta, y me pregunto si me golpeó en la cabeza, cómo he llegado hasta aquí, cómo me ha traído hasta el área de carga de un viejo barco. Tengo una red de pesca a mi alrededor y estoy asqueada, a punto de vomitar. No tengo nada en el estómago y no quiero que me den arcadas, no debo ponerme a vomitar incontroladamente. No puede saber que estoy consciente, y me concentro en cada parte de mí, y no estoy segura de si estoy lesionada o no. No siento dolor, solo la cabeza que me da vueltas.
—¿Estás despierta? —Una voz de hombre me lo pregunta en voz alta.
He oído esa voz antes.
No respondo, y mi cabeza se aclara un poco. Estoy en un coche, en la zona de carga, en la parte trasera. Las luces de tráfico de los vehículos que se aproximan lo iluminan de forma intermitente. Estoy rodeada de formas cuadradas apiladas detrás de los asientos delanteros, y hago todo lo que puedo pasa asumir la oscuridad a mi alrededor. Para ocultarme en ella.
«Hazle creer que estás muerta».
—Deberías estar despierta —dice el hombre al volante de lo que yo pensé que sería una buena idea para el CFC, un pequeño todoterreno crossover.
Me esfuerzo por recordar su nombre y rememoro su absoluta falta de empatía cuando se sentó frente a mí. Sin alma. Vacío. Sin emociones.
—No finjas —dice.
«Hazte la muerta».
—Fingir no va a serte de ayuda.
Reconozco el tacto de la ropa que me he puesto esta mañana, creo que fue esta mañana. Los pantalones de pana, el suéter de punto y una chaqueta de plumas, porque hacía frío y había helado.
Me froto los pies el uno contra el otro, ahora están descalzos y muy fríos, y los empujo contra la red y se encuentran con la resistencia de algo duro y cuadrado. Estoy completamente a oscuras, y oigo el tráfico. Aunque no recuerdo qué ha sucedido, estoy empezando a tener la certeza de lo que sé. Y entonces pienso que estoy soñando.
«Se trata de una pesadilla. Tienes que despertar. Es un sueño terrible, y tú estás bien».
Tomo aire con fuerza y ahogo la bilis mientras me estalla la cabeza, respiro profundamente y me doy cuenta de que estoy despierta. Realmente lo estoy, y esto está sucediendo de verdad. No debo ser presa del pánico. Empujo la forma cuadrada y dura con los pies descalzos ahora trabados por la red, y eso, que aún no sé qué es, se mueve muy poco y parece como de plástico.
«Un maletín de escena del crimen».
Habla en voz alta desde el asiento del conductor, me pregunta si estoy despierta, y de nuevo no contesto, y sé quién es.
—Ahora ya no tendrás que averiguar nada más —dice Al Galbraith, y a juzgar por el sonido y las fluctuaciones de volumen en su voz sé que se está girando en su asiento, que mira hacia donde estoy.
Me muevo muy poco para que no me pueda ver. Toda la parte posterior del todoterreno está transformada en una zona de carga y los asientos traseros están abatidos permanentemente, y trato de imaginar qué hay aquí. Me cuesta pensar, me cuesta respirar. Tengo las manos libres. No me ha atado, pero me ha envuelto en una red y es bastante estrecha, y pienso en criaturas enredadas, en la enorme tortuga laúd, y lo que me contaron sobre ellas. En cómo chocan con algo como una línea vertical y son presas del pánico y giran sobre sí mismas tanto que cada vez se enredan más y más, y luego se ahogan.
«No te asustes. Toma aire, respira lenta y profundamente».
Mi teléfono ha desaparecido. Él tiene mi móvil. Él tiene mi bolso, a menos que mi teléfono siga en el suelo del aparcamiento de la residencia Fayth House y él lo haya dejado allí.
«Él no lo dejaría».
Tengo las manos pegadas contra el pecho, y las muevo, meto los dedos entre los huecos de la red, pues ahora sé que es la red de carga que utilizamos para proteger nuestro equipo, y siento la presencia de un nudo y trato de aflojarlo, pero no puedo. Tengo los dedos rígidos y fríos y estoy temblando, y van a empezar a castañetearme los dientes, y hago lo posible por calmarme.
—Deberías estar despierta —afirma—. No te di tanto. Siempre me he preguntado si lo podían oler cuando me acercaba. El dulce olor de la muerte que se avecina.
No me acuerdo de nada, pero sé lo que hizo, probablemente guarda una botella de eso en su coche, en ese Jeep Cherokee plateado, por si debe echar mano de ella en caso de urgencia. Es su kit de asesino.
«Eres un hijo de puta».
—Por supuesto, todo el mundo reacciona de manera diferente —dice—. Ése es el peligro y el arte. Te pasas de la raya y el show termina antes de tiempo, que es lo que le sucedió a la señora en Canadá, que tuve que dejarla grogui una y otra vez porque estaba conduciendo.
A juzgar por el sonido de la calzada debajo de mí y el cambio en el tono del motor, estamos pasando por un túnel.
—Le había puesto la cabeza sobre mi regazo, y yo sabía que si no tenía la tela a mano ella iba a intentar algo. Y entonces ya no despertó más. No tuve oportunidad de decirle lo que necesitaba oír. Menuda mema, mira qué desperdicio. Nunca oyó una palabra. Ni una sola.
Muevo los dedos a través de la red y siento el tacto de plástico áspero de otro maletín.
—Ella no tenía ni idea. Acababa de sacar las llaves, iba a abrir una puerta en medio de un aguacero y entonces ya no se enteró de nada más, y eso sí que es un desperdicio. Un verdadero desperdicio, después de todo el esfuerzo que me había costado, así que tuve que hacer algo con ella. Quiero decir que no iba a permitir que fuera un completo desperdicio. De modo que hice que la situación pareciera interesante, por lo menos. Todo es cuestión de saber esperar tu oportunidad, y yo sé esperar. Pero hay cosas que no se pueden evitar. ¿Ves lo que sucede cuando la gente mete las narices donde no le llaman?
No puedo imaginar qué maletín de escena del crimen es éste.
—¿Cómo supiste que era el cumpleaños de mi querida madre? Tal vez no lo sabías. ¿Fuiste a verla? Probablemente, no. No importa. Ella no puede hablar.
Estoy tratando de recordar exactamente cuál es la distribución exacta de los maletines en la parte trasera.
—Tienes que admitir que lo puse interesante, con el envío que te hice. Hay que ver todo lo que ha causado. —Lo dice con amargura—. Probablemente es mejor que el jefe no esté en la cárcel, a menos que sea uno mismo quien lo ha puesto ahí. Pero el resultado final no ha sido el planeado. Debes saberlo, porque es tu culpa, en parte. Nunca tuve la intención de que saliera libre. Debería pudrirse entre rejas. Era el momento realmente perfecto para llamar la atención de todos, y es una lástima que no se pudra en una celda apestosa que no pueda acondicionar cómodamente con todo su dinero.
Él habrá movido las cosas para hacerme sitio aquí dentro.
—Confieso que al principio me sentía un poco aprensivo. Y no estoy hablando de esa vieja momia por la que te sacaron en las noticias. Ya era una momia cuando estaba con vida, una santurrona que enseñaba a mi madre a hacer collages y otros pasatiempos sin ningún sentido y no me mostraba el menor respeto cuando yo aparecía por allí. Ella fue la primera, vino antes que la de los huesos, y no fui tan atrevido porque en realidad no tenía por qué serlo. Tenía todo el tiempo del mundo para nuestra pequeña charla, para que se diera cuenta de lo equivocada que estaba. Estoy hablando de la otra, la que fue un desperdicio. Un maldito desperdicio.
No estoy segura de qué maletín de plástico es el que busco. Algunos son de color naranja y otros de color negro, pero aquí está demasiado oscuro para distinguir colores.
—En realidad se me revolvió el estómago, aún oigo el sonido del cuchillo atravesando el cartílago. Y yo pensando que si con esto no se despertaba, es que estaba muerta de veras.
Se ríe. Es una risa silenciosa que no encierra la menor alegría.
—«Te entra por una oreja…». «Te van a dar las dos orejas…». Piensa en todos los malditos dichos con la palabra «oreja». Y tú no escuchabas. Ojalá hubieras escuchado. ¿Por qué Dios da orejas a quien no quiere oír?
No quiero abrir el maletín equivocado.
—Bueno, pues ahora tendrás que escuchar. Eso es todo lo que puedes hacer. ¿No te asombra cómo salen las cosas?
«Por favor, no me dejes abrir el maletín equivocado».
—¡¿Estás ya despierta?! —grita—. Cuando llegue la mejor parte no olerás nada. Vale, tal vez algo parecido al ozono. ¿Alguna vez has oído decir que alguien ha robado todo el aire de la habitación? Pues estás a punto de descubrir que es verdad.
Estoy bastante segura de que lo que busco estará en un maletín de escena del crimen Pelican, lo que Marino llama un 16-30.
—¿Me estás escuchando? ¡Despierta!
Siento el tacto de un asa plegable, lo que podría ser una buena señal, pero me cuesta recordar.
—¡Mira si he sido bueno contigo, y así es como me lo pagas! Te traigo flores y te sostengo esa mano asquerosa. —Él me sigue hablando, pero está hablando con otra persona.
Muy, muy lentamente abro un cierre de plástico, moviendo los dedos a lo largo del borde del maletín hasta que encuentro otro cierre y luego otro.
—Soy obediente, soy en verdad perfecto, y te pongo en el mejor lugar del mundo, cuando lo que debería haber hecho realmente es escupirte a la cara. ¿Sabes por todo lo que he pasado durante tantos años, solo porque me tuviste tarde y fui criado por una vieja bruja repugnante? Por la gracia de nadie más que yo. Te meto en Fayth House y ni siquiera me lo agradeces. Eres una maldita hipócrita, es hora de que lo admitas. Lo harás. Tarde o temprano, acabarás pidiéndome perdón.
«Por favor, no permitas que aquí solo haya guantes y ropa protectora».
Sin embargo, el tamaño parece el correcto. Un maletín Pelican como una gran caja de herramientas. Los maletines donde llevamos la ropa desechable y las sábanas plastificadas se parecen más a contenedores de plástico con pestillos de acero. Creo estar bastante segura. Estoy tratando de pensar con claridad. Mi corazón está volando como un pájaro asustado.
—Eres una zorra insensible y yo podría haberte dejado morir, que es lo que realmente querías. Y por eso no lo hice. Con el cerebro frito, como una fruta o un vegetal, tirada o sentada en una silla, mirando al infinito. Ya no puedes hablar más, ya no tienes ese pico de oro, ya no puedes hacerte la santurrona. Te he dejado vivir porque me gusta verte así. Por primera vez en la vida me gusta venir a verte. Ver cómo te meas encima, cómo te cagas en la cama. Cómo cada vez te pones más y más fea, más maloliente, más repugnante. ¿Quién es el héroe ahora?
Tiento la tapa y la muevo varios centímetros, palpo lo que hay dentro sin tener que abrir el maletín del todo porque es pesado y no quiero hacer ruido. Palpo su interior de espuma entrelazada.
—¡Sé que estás despierta! —grita—. ¡Dame el pin de tu teléfono!
Poco a poco, suavemente, muevo los dedos dentro de la caja y palpo los rotuladores y una grapadora. Son suministros de embalaje de pruebas, y sé que he encontrado el maletín que buscaba. Palpo las asas de acero curvado de unas tijeras pequeñas y tiro de ellas hacia fuera y empiezo a cortar la malla, y ahora el todoterreno avanza mucho más lentamente. Veo farolas altas y ventanas rotas y paredes de aluminio ondulado que fluyen ante el cristal oscuro tintado de las ventanillas, y algunos de los edificios ante los que pasamos están tapiados.
Palmo a palmo, muy poco a poco, saco los brazos y la cabeza fuera de la red, y entonces mis pies quedan libres, pero los noto congelados, como si se hubieran vuelto de piedra. Deslizo una mano dentro del maletín, buscando un asa de metal.
—¡Despierta!
Plástico, vidrio… reconozco cajas de medicinas y viales, y el asa de acero de un bisturí. Él avanza muy lentamente por una calzada con el pavimento en mal estado, estamos en un área oscura y desierta con viejos almacenes abandonados.
—Sé que estás despierta. No te he dado mucho —repite—. Voy a parar en un minuto y te voy a sacar de ahí, y más te vale no intentar nada. Otra pequeña siesta y luego te voy a mostrar algo que nunca has visto antes. Creo que quedarás fascinada.
Encuentro la bolsa de aluminio plastificado llena de hojas desechables para el bisturí.
—El crimen perfecto —afirma—. Y se me ocurrió a mí, no a ti.
Muy despacio, sin hacer ruido, abro la bolsa.
—Una forma de mandar a alguien al otro barrio que no puede detectarse. Por nadie. Una forma verde, ecológica. Te voy a mandar al otro barrio respetando el medio ambiente. —Oigo de nuevo esa risa sin alegría—. Todas mueren respetando el medio ambiente. Excepto la de los huesos, ésa no. Una verdadera pena. Sinceramente, no me siento bien con lo que pasó. Eso no tendría que suceder, ya sabes. Todo es culpa tuya. Tenías que aparecer y meter la nariz en asuntos que no eran de tu incumbencia. Siempre hay que esperar la oportunidad y la tuya acaba de llegar.
Bloqueo una hoja en el mango y el choque del acero contra el acero hace un suave clic, y me preocupa que lo haya oído.
—Vale, vale, ¿qué tenemos aquí?
El coche se detiene de repente. La puerta se abre.
—No sé qué crees que estás haciendo —dice, mientras sale.
Me ha oído bloqueando la hoja en el bisturí, y de repente pienso que no sé qué puerta va a abrir, y de nuevo soy presa del pánico. No sé si va a abrir una de las puertas traseras o el portón del maletero, y voy a tener que moverme muy rápido porque va a ver que ya no estoy atrapada en la red.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Voy a lanzarme a la cabeza, al cuello, al rostro, a los ojos, pero será difícil verlo. Estamos en algún lugar muy oscuro y la luz interior del coche está apagada. Él la ha apagado para meterme y sacarme del vehículo sin que nadie lo viera, y pienso que no ha apagado el motor, y debe de haber dejado su puerta abierta porque el coche emite un pitido de advertencia. El motor está retumbando con fuerza, y suena diferente, como si tuviera el pie en el acelerador, pero no es así tampoco, y no está dentro del coche. No entiendo lo que estoy oyendo, y me aferró al asa de acero con fuerza, como jamás antes he asido un bisturí.
Como si fuera algo con lo que apuñalar y dar tajos.
—Esto es propiedad privada —dice, y me doy cuenta de que no me habla a mí.
Me siento en el suelo y tengo listo el bisturí, y advierto la presencia de una gran cantidad de camiones, camiones blancos de diferentes tamaños con la leyenda «Crystal Carbon-Two» y un logotipo pintado, y en la distancia se ven las luces de la pista de aterrizaje y la torre de control de tráfico aéreo de Logan.
Nos hallamos en un muelle, justo enfrente desde el aeropuerto, en una península del Parque Marino Industrial donde el buque Comfort, un buque hospital naval de Estados Unidos está en dique seco, pintado de blanco y con una orgullosa cruz roja contra el cielo oscuro. Y luego le veo a él iluminado por los faros, cegado por el resplandor, frunciendo el ceño, enfurecido. Sostiene una botella pequeña y un trapo que es tan grande como un pañal, y se aleja del vehículo y echa a correr y arroja la botella contra el pavimento, y el trapo flota en el aire como si fuera un fantasma mientras él corre.
Abro la puerta de atrás y salgo con paso inseguro, con los pies descalzos y entumecidos, y en un abrir y cerrar de ojos la pista donde hemos aparcado se convierte en una confusión de luces de emergencia estroboscópica, coches de la policía, sirenas, y él corre hacia un viejo depósito de ladrillo cerca del agua y Marino y Lucy se le echan encima.
Cae, cae de cabeza, como si estuviera buceando en el asfalto, o tal vez Lucy le ha puesto la zancadilla, no lo puedo decir con seguridad. Pero Marino se le ha lanzado encima, lo golpea y le grita, y luego una joven se me aparece como por arte de magia. Por un instante, me pregunto si estoy soñando otra vez.