Quiero pasta o pizza. Cuando salíamos del CFC por separado le he pedido a Benton que haga un alto en el camino a casa, algo que no sucederá pronto, según me ha advertido.
Cada uno por su lado. Predispuestos y preocupados. De camino a donde tenemos que ir, y ésa es la suma de nosotros, individualmente y en conjunto. Sé muy bien cuando algo no es importante para nadie más que para mí.
—Comida —le dije a mi marido, cuando estaba saliendo sola de mi plaza de aparcamiento—. Dios, tengo hambre. Me muero de hambre —le dije, de camino a enfrentarme a algo en lo que nadie más parece interesado, y puedo comprobar por el espejo retrovisor que un Ford LTD azul oscuro viene siguiéndome.
Sigo el cauce del río Charles mientras se dobla y serpentea, curvándose como los pasillos de mi edificio, llevándome allá donde he comenzado y donde he terminado, de donde vengo y adonde voy, otra vez más allá de la Boathouse DeWolfe, más allá del patio de la escuela Morse, de nuevo hacia el barrio de Howard Roth, de camino hacia la residencia Fayth House. El Ford azul oscuro está pegado a mi parachoques, y veo el rostro con gafas oscuras de quien lo conduce en mi espejo retrovisor.
Mirándome, desafiándome. Me sigue descaradamente.
—Comida y vino —le dije a Benton por teléfono hace un rato, cuando no sabía que esto iba a pasar, y estoy sorprendida.
Estoy indignada e incrédula, y al mismo tiempo, no sé por qué me sorprende.
—Vamos a comer juntos, estar juntos, todos nosotros —le dije, sola y hambrienta, cuando empezaba a sentirme agotada de veras, con una sola pregunta ardiendo en el tenebroso horizonte de mis pensamientos oscuros.
Veo el coche detrás de mí, mi corazón late con fuerza, como si algo vital se estuviera muriendo y petrificándose en mi pecho, en mi propio lecho óseo de emociones que ahora yacen como en una cama de huesos. «Ahora has ido demasiado lejos», pienso. «Realmente has ido demasiado lejos», y me imagino cenando con Lucy, con Benton, con Marino. Estoy hambrienta y enojada y quiero pasar tiempo con la gente que me importa, y ya he tenido bastante, porque ahora ya es demasiado. Giro a la derecha en River y Douglas Burke gira también, mirándome tras sus gafas oscuras.
Aparco en el aparcamiento del Rite Aid en la intersección de las calles Blackstone y River, haciéndole saber que soy consciente de que ella me ha estado siguiendo durante los últimos diez minutos y que no voy a permitir que me acose. Ella no me asusta. Bajo la ventanilla de mi todoterreno y quedamos puerta con puerta, como dos policías, como dos compañeras, lo que sin duda no somos.
Somos enemigas, y ella me lo hace saber con claridad.
—¿Qué pasa, Douglas? —Nunca he sido capaz de llamarla ni «Doug» ni «Dougie».
Es todo lo que puedo hacer para llamarle algo.
—Yo no quería decir esto delante de ellos. —Sus gafas son de color verde oscuro o negro, y el sol está bajo, y los antiguos edificios de Cambridge proyectan largas sombras sobre el suelo, en este atardecer camino de la estación más dura del año por aquí, el brutal invierno de Nueva Inglaterra—. Por respeto profesional, no quise comentarlo estando ellos presentes, en la sala —dice.
—¿Estando ellos presentes…? —le pregunto, y ella no muestra el menor respeto profesional por nadie, y mucho menos por mí.
Sus gafas oscuras me miran.
—Quieres decir «estando Benton presente», ¿verdad? —replico.
—Sé lo de tu sobrina. —Ella profiere estas palabras como si fueran animales que agolpa y empuja hacia el matadero.
Yo no respondo.
—Explotación de vulnerabilidades en sitios web y recolección de información —dice con sarcasmo, como si estuviera convencida de que sabe cómo hacerme daño—. Me encanta la forma en que los hackers describen lo que hacen. Que en el caso de tu sobrina no es nada menos que un ataque de fuerza bruta sobre cualquier servidor en el que esté interesada, con el expreso propósito de obstruir la acción de la justicia.
—¿Un ataque de fuerza bruta? Me pregunto quién está realmente haciendo algo así —replico, y la miro.
Ella se lleva dos dedos a sus ojos oscuros y enmascarados y luego me apunta con ellos.
—Te estoy vigilando —comenta, de forma algo melodramática—. Dile a Lucy que después de todo no es tan inteligente, y tú eres cómplice de sus acrobacias, y ¿para qué? ¿Para que pueda encontrar algo cinco minutos antes que nosotros? ¿Antes de que lo haga el FBI? Porque está celosa.
—Lucy no es de las que se ponen celosas. —Intento sonar perfectamente razonable—. Pero creo que tú sí.
—Estoy segura de que debe de ser horrible que te expulsen de aquello que te rodea en todo momento.
—Sí, eso debe de ser horrible —contesto aposta, porque Douglas Burke está constantemente rodeada de Benton y de todo lo que le recuerda a él, y está despedida.
Benton la ha despedido como compañera y quiere que la transfieran a un lugar apartado, y tal vez esté sugiriendo algo más, bajo mano. La agente especial Douglas Burke no es apta para el servicio activo. Ella no debe llevar un arma ni detener a nadie, y yo le aconsejo tan diplomáticamente como me es posible que no sería prudente que intentase ir a por Lucy. No sería prudente dejarse caer en la propiedad de mi sobrina ni aparecer sin avisar ni seguirla tal como acaba de hacer conmigo.
—Conoces su historia, así que creo que entiendes lo que te quiero decir —le digo a Burke, quien seguramente está al tanto de cada arma de fuego que Lucy posee, de cada pistola y cada arma de gran calibre que ha registrado en Massachusetts y tiene licencia para llevar.
—¿Me estás amenazando?
Me sonríe, y es cuando me doy cuenta de que está mal, de que es profundamente inestable y posiblemente violenta.
—No es mi estilo amenazar a la gente —le digo, y ahora sí que estoy muy preocupada.
—Yo no tengo miedo de resolver este caso, ya lo sabes —dice entonces—. A diferencia de otros, por lo que parece. No tengo miedo, no se me puede sobornar.
Me preocupa ella, su seguridad. También estoy preocupada por los demás.
—No estoy intimidada ni influenciada por las conexiones políticas de nadie, ni por dinero —dice—, ni me acuesto con jueces federales, ni con fiscales de Estados Unidos, ni soy tan tonta como para creer que alguien que está en la cárcel no tiene a gente fuera cumpliendo sus órdenes. Un pequeño precio a pagar. Medio año entre rejas a cambio de librarse de la mujer que había llegado a odiar.
—¿Es que acaso lo sabes? ¿Sabes a ciencia cierta si él la odiaba? ¿De dónde lo has sacado? —Me freno, para no discutir con alguien que no puede ser lógico.
—Solo quiero saber por qué le estás protegiendo. Es obvio por qué te gustaría proteger a tu sobrina, pero ¿a Channing Lott?
—Hay que detener esto —le respondo, porque está ida y no se puede razonar con ella.
—¿Qué es lo que te ha prometido?
—Hay que parar esto antes de que vaya a más.
—Él se ha pasado a verte —me dice ella—. Y para colmo, ahora, ¿no es simplemente perfecto? ¿Qué más te dijo, Kay? ¿Te habló de su perra perdida? ¿De cómo su esposa estaba asustada y todo eso, intentando salvar su caso, mientras tu sobrina se cuela en todos los servidores de seguridad que se le antojan y tú tratas de alejarme de la ciudad e intentas arruinarme? ¿Y crees que puedes hacerlo?
—Yo no quiero que te arruines.
Le advierto que va a tener un problema serio si continúa siguiéndome, si sigue haciendo declaraciones incendiarias y acusatorias, y que soy yo la que se siente amenazada.
—Debes volver a la oficina de campo —le digo, porque tengo una corazonada sobre lo que piensa hacer, y recuerdo cada palabra que Benton me contó sobre ella y la forma en que solía actuar en torno a Lucy, y ahora sé lo que está pasando aquí.
No se trata solo de la pseudoefedrina, o de cualquier droga que esté tomando. Sino de lo que Douglas Burke siente que tiene que probar, y ella no va a escucharme porque no puede.
—Está mucho mejor conmigo.
Se refiere a Benton.
El último caso que Douglas Burke debe resolver en su vida no es el atraco a un banco o una serie de asesinatos, sino el crimen de su propia existencia. No sé qué le pasó, pero algo le pasó, probablemente cuando era aún una niña. Y tampoco me importa.
—Él también lo sabe —me dice, a través de la ventanilla abierta de su coche—. Es una pena que no desees lo mejor para él. Tratar de sabotearme no va a serte de ayuda en tu patético simulacro de matrimonio, Kay.
—Vuelve a tu oficina y habla con alguien. —Tengo cuidado de no sonar agresiva—. Cuéntale a alguien lo que me acabas de decir, comparte la información, tal vez con tu SAC, con Jim. —Lo digo clínicamente, sin pasión, casi con amabilidad—. Debes hablar con alguien.
Necesita ayuda, y no la va a pedir, y tengo una corazonada sobre lo que va a hacer, y un segundo después, mientras conduzco por Cambridge, informo a Benton.
—Creo que tiene la intención de enfrentarse a Channing Lott. —Le dejo un mensaje de voz porque no contesta al teléfono—. Está pasada de vueltas, y alguien tiene que intervenir. Alguien tiene que detenerla inmediatamente para protegerla de sí misma.
Entro en un Starbucks a tomar un café, un expreso doble, solo, como si eso me fuera a ayudar a ordenar mis pensamientos, como si la cafeína me fuera a calmar, y me siento en el coche durante unos minutos e intento de nuevo hablar con Benton. A continuación le envío un SMS para cerciorarme de que le llega el mensaje de que tiene que intervenir sin demora antes de que Douglas Burke cometa una estupidez, algo peligroso y posiblemente irreparable. Es inestable, está obsesionada y va armada. Dejo caer el café sin terminar en el cubo de la basura y arranco preguntándome si debería advertir a Lucy y decido que es mejor que no. No estoy segura de lo que podría hacer.
Está oscuro, el sol ya se ha ocultado tras un horizonte ennegrecido cuando llego a la residencia Fayth House, un complejo de ladrillo, limpio y relativamente moderno, con macizos de flores y árboles plantados de manera escrupulosa. Un todoterreno plateado está saliendo del aparcamiento mientras yo accedo, y al entrar veo muy pocos coches, y sospecho que la mayoría de las personas que viven en la residencia no conducen. Accedo a un vestíbulo con una alfombra azul y muebles de color azul y flores de seda, y grabados y carteles en las paredes de folklore americano que me recuerdan a los cheques de Peggy Stanton.
La recepcionista es una mujer robusta, con el pelo muy rizado de color castaño y gafas gruesas, y pregunto quién está al cargo.
—¿A qué residente ha venido a ver? —me dice esbozando una alegre sonrisa.
Le pregunto si está el director. Me doy cuenta de que ya es tarde, pero ¿hay alguien de administración con quien podría hablar? Es muy importante, le digo.
—No creo que la señora Hoyt se haya ido. Tenía una reunión hasta tarde. —La recepcionista toma el teléfono para asegurarse, y veo un ramo de flores frescas en una mesa detrás de ella, lirios asiáticos de color burdeos, lisianthus morados, rosas naranjas y hojas de roble amarillas.
Una entrega floral sin tarjeta. Alguien, posiblemente la recepcionista, le ha pegado al florero una hoja de un bloc de notas de Fayth House con un nombre y un número de habitación escritos en él, que no puedo descifrar desde donde me encuentro. Pero alcanzo a leer «¡Es su cumpleaños!», escrito en mayúsculas y subrayado.
—¿Cindy? Sí, hay alguien que quiere verte. Lo siento —me dice la recepcionista—. ¿Cómo se llama?
Me indica cómo llegar hasta una oficina al final de un largo pasillo que conduce más allá de un comedor brillantemente decorado, donde los residentes están terminando de cenar, algunos de ellos en sillas de ruedas, y veo una gran cantidad de andadores y bastones apoyados en las mesas. El salón de belleza está cerrado por la noche, un anciano está tocando el piano en la sala de música y un carrito de limpieza está estacionado fuera de la biblioteca. Veo un montón de cajas de bolsas de basura industrial, cajas de cien, de la misma marca que las que encontré en la casa de Howard Roth.
Entro en las instalaciones administrativas y llamo a la puerta abierta de la oficina donde la señora Hoyt, joven y muy embarazada, está poniéndose el abrigo. Me presento y le estrecho la mano y ella parece desconcertada.
—Sí, reconocí el nombre cuando Betty me lo dijo —comenta ella—. ¿Tiene familia aquí? La vi en las noticias de ayer. Esa tortuga enorme en la lancha y luego aquella pobre mujer. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Tiene familia aquí? —me pregunta de nuevo—. De tenerla, yo lo sabría, creo. —Se sienta en el escritorio con el abrigo puesto—. ¿O tal vez está pensando en traer a alguien a Fayth House?
Tomo una silla y me siento frente a ella, y le respondo que mi madre vive en Miami y es reacia a salir de casa, a pesar de que probablemente no debería estar sola nunca más. Qué lugar tan hermoso tienen aquí, añado.
—Me pregunto si conoce usted a un tal Howard Roth —digo luego—. Era un vecino de aquí y vivía a pocas manzanas. Hacía chapuzas por las casas, era un manitas.
—Sí. —Ella abre una botella de agua y vierte un poco en una taza de café—. Era bastante agradable, con algunos problemas, sí, y ya me enteré de lo que le pasó. Se cayó por las escaleras. Qué triste, qué vida más trágica —comenta, y me mira como diciendo que no entiende nada.
No puede imaginar por qué he venido a hablar de él.
Le pregunto por los voluntarios y si entre ellos podría contarse a una mujer llamada Peggy Stanton de Cambridge.
—No sé lo que pasó —responde la señora Hoyt—. De repente dejó de venir. ¿Por qué me lo pregunta?
—Entonces, ¿no sabe lo que le ha ocurrido?
Me mira desconcertada, y por supuesto no tiene ninguna razón para suponer que Peggy Stanton ha muerto.
—Está bien —dice, y está empezando a sentirse molesta—. Por favor, no me diga que… —Por un momento, parece que va a echarse a llorar—. Bueno, menuda mujer, encantadora de veras. Y usted no estaría aquí si no fuera algo serio —apunta.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —pregunto.
—No lo recuerdo. —Teclea en su ordenador, muy nerviosa—. Pero lo puedo comprobar. Es bastante fácil, basta con echar un vistazo a nuestro calendario de voluntarios. Tenemos un maravilloso grupo de personas que hacen que la vida de los residentes sea mucho mejor, gente que ofrece alegría y esperanza en lugares en los que sin ellos no habría nada de nada. Lo siento. Estoy hablando por los codos. Es que estoy un poco aturullada.
Me pregunta qué ha pasado, y yo le digo que Peggy Stanton ha fallecido. Tenemos la intención de divulgar la información a los medios de comunicación a primera hora de la mañana, pero su cadáver ya ha sido identificado, es ella.
—¡Dios mío, qué tragedia! Ay, Señor —dice ella—. Dios Santo. Qué horror. Bueno, pensé que había sucedido algo en primavera, y tenía razón. Esto es terriblemente desagradable. Cuando los residentes se enteren se les va a romper el corazón. La querían tanto, llevaba años y años echando una mano.
La última vez que Peggy Stanton estuvo aquí fue la noche en que desapareció, el 27 de abril, viernes, cuando cenó con un grupo de residentes con los que estaba trabajando en un collage, según me explica la administradora de la residencia.
—Sentía verdadera pasión por lo que hacía —afirma—. Artes y oficios, trabajar con las manos. Peggy estaba muy concienciada de cómo mejorar la autoestima y cómo reducir la ansiedad y la depresión en los ancianos, y cómo cambia uno cuando da forma a algo con sus propias manos y lo ve evolucionar hasta convertirlo en una obra de arte. Simplemente no hay mejor terapia —añade ella, y describe a Peggy Stanton como una buena mujer, destrozada por una catástrofe personal, por una pérdida inimaginable.
—Tenía un toque curativo, se podría decir así. Tal vez a causa de lo que había sufrido en su vida. Estaba empezando a interesar a los residentes en la cerámica —me explica—. Y entonces dejó de venir.
Ella supuso que Peggy Stanton había regresado a Florida, quizás a su cabaña del lago en el área de Chicago.
—Yo no estaba preocupada, aunque sí un poco decepcionada, ya que habíamos estado estudiando el tema de los hornos —dice, y pienso en el sótano de Peggy Stanton, en las obras realizadas recientemente y en las herramientas tan raras que encontramos en la mesa allá abajo.
No era para hornear galletas sino para hacer cerámica, y le pregunto si Peggy Stanton podría haber estado pensando en instalar un horno en el sótano de su casa, si ella podría haber contratado a Howard Roth en alguna ocasión para hacer alguna chapuza doméstica. Es muy posible que sí, admite, pero no puede estar segura, y se ofrece a enseñarme Fayth House.
—Ya la he retenido demasiado tiempo —le respondo, y le doy las gracias mientras suena un aviso en mi teléfono.
Es un mensaje de texto de Lucy.
«¿Quién es Jasmine?», leo, mientras salgo de allí.
«La perra perdida de Mildred Lott que apareció más tarde», le contesto por SMS en la oscuridad, volviendo a mi todoterreno, que está al lado de otro que no estaba aparcado allí antes.
Hay un Jeep Cherokee plateado con rejilla de malla junto a mi coche, cuando resulta que todo el maldito aparcamiento está prácticamente vacío, y eso me provoca una sensación extraña, un mal palpito.
«¿Perdida? ¿Entonces por qué está afuera y de noche llamándola?».
«A punto de montar en el coche, ahora te llamo», le respondo.
Se me ocurre que es el mismo Jeep Cherokee plateado que me crucé hace poco cuando llegué aquí. El mismo que vi antes en mi propio aparcamiento, o uno igual. Saco la llave para abrir el coche mientras una parte de mí quiere echar a correr, y entonces suena el anuncio de otro mensaje de texto.
«¡Jasmine! ¡Jasmine! ¿Dónde estás? ¡Ven!».