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Valerie Hahn, de la división cibernética del FBI, describe los días de verano en la Grande Prairie como interminables, con un amanecer temprano y un anochecer que no se da antes de las diez de la noche, debido a la latitud de la región.

—La noche del 23 de agosto —le dice a la imagen del general Briggs en streaming— llovía a cántaros y hacía tanto frío que uno se veía el aliento. Cuando Emma volvió a su remolque desde el comedor, después de cenar con sus colegas, ya era noche cerrada en el campamento.

Los mosquitos no daban un solo respiro y había advertencias por la presencia de osos, añade Hahn, y a los paleontólogos se les recordó por medio de una nota enviada por correo electrónico que no dejasen que el mal tiempo los disuadiera de llevar la basura hasta los contenedores.

—«A los osos hambrientos no les importa mojarse», decía el correo electrónico —sigue contándonos Hahn—. La noche anterior un oso había encontrado unas bolsas de basura dejadas sobre una mesa de picnic y había tratado de colarse en un remolque. Según sus colegas, a Emma le daban miedo los osos. Escuchaba atentamente cualquier ruido y cualquier movimiento, cualquier indicio que pudiera indicar la presencia de un oso en las inmediaciones. No se habría acercado a su remolque ni hubiera seguido caminando de haber oído o notado algo fuera de lo común.

—Obviamente alguien sigiloso —dice Douglas Burke, como si tuviese un sospechoso determinado en mente—. Sigiloso como un fantasma. Una persona con las habilidades de un asesino a sueldo.

—El camping y el tiempo esa noche —dice Benton, como si Burke no hubiera metido baza— eran ideales para un delincuente violento que quiere ser invisible y silencioso, que desea pasar desapercibido. Uno podría esperar el ataque de un oso, pero no el de un depredador humano.

—Eso suponiendo que conozca el terreno. —Briggs se pone las gafas de nuevo y está mirando hacia abajo, observa algo en su escritorio—. Si uno es de ciudad se encontrará desubicado. A menos que te guste ir de camping, me parece.

—Tenemos que asumir que él lo conocía. Sí, señor, estoy de acuerdo —responde Hahn—. Cuando los paleontólogos se enfrentan a las peores condiciones climáticas, trabajan mucho y comen tarde. ¿Podemos pensar que el asesino también sabía eso? Yo creo que sí. Considero que tenía que estar al tanto de su rutina.

Hahn nos sigue brindando una semblanza de la vida cotidiana de Emma Shubert, cuando pasaba los veranos en la región de Paz de Alberta, un nombre que ahora no podría parecer más irónico. Cuando llovía mucho o soplaba el viento, ella y sus colegas normalmente permanecían en los remolques del campamento, que los que trabajaban en los lechos óseos denominaban su cuartel temporal, pequeño, con pocos muebles y electricidad suministrada por generadores a gasolina. Temprano por la mañana los científicos se reunían en el comedor para el desayuno, y luego cruzaban un puente peatonal hasta Pipestone Creek y sudaban tinta a través de bosques y zonas pantanosas hasta llegar al lugar de los Pachyrhinosaurus.

Da igual que sea un monzón, nos explica Hahn, los científicos van a cavar mientras sean físicamente capaces de tener acceso a un lugar de excavación, y siempre pueden acceder al más cercano.

Embarrado y tan escurridizo como el infierno, pero no queda en una ribera o en una escarpada ladera, ni se requiere para llegar hasta allí un largo viaje en coche o en motora, o un equipo de escalada en roca. Van a excavar en alguna parte, van a quitar lodo sedimentario y esquisto, desenterrando lo que para el ojo no entrenado no parece ser nada más que rocas, en una parte del mundo donde los meses en que se puede trabajar en el exterior son pocos, porque no es posible hacerlo una vez que se congela el suelo. A finales de otoño, durante el invierno y a principios de primavera, los paleontólogos están en los laboratorios. Enseñan, dan clases y, al igual que Emma Shubert, muchos de ellos regresan al lugar del que proceden.

—Según las entrevistas realizadas de las que disponemos, y otras investigaciones que he hecho —dice Hahn—, el 23 de agosto los paleontólogos habían estado excavando en un mar de lodo en la zona de Pipestone Creek, un lecho óseo de Pachyrhinosaurus descubierto hace dos décadas, lo que se cree que es una fosa común donde cientos de dinosaurios se ahogaron, exterminados por algún desastre natural. La lluvia hacía imposible el acceso a la ladera montañosa del yacimiento de Wapiti, donde Emma generalmente excavaba. Incluso en un día bueno se necesitan cuerdas para llegar hasta allí, así que si llovía a raudales era mejor olvidarse de intentarlo.

—Y ése era el lugar donde ella quería estar —dice Benton—. Un yacimiento relativamente nuevo, que ella consideraba su propio territorio. El yacimiento de Pipestone Creek llevaba abierto mucho más tiempo, creo que ya lo ha dicho Val.

—Ya estaba demasiado estudiado, o al menos así era como Emma lo veía, en opinión de sus colegas —dice Hahn, y Briggs está mirando otra cosa, posiblemente un correo electrónico.

—Lo importante —añade Benton— es que el tiempo dictaba la rutina de Emma. Si viajaba una hora en motora o en coche hasta el lecho óseo de Wapiti, entonces no solía quedarse en el campamento. Los tráileres que ella y algunos de los paleontólogos visitantes habitaban se empleaban sobre todo por estar cerca del lecho óseo de Pipestone Creek, si ahí era donde estaban trabajando, pues como digo quedaban a muy corta distancia del campamento. Por el contrario, el lecho óseo de Wapiti, donde Emma hizo un importante descubrimiento al hallar un diente de Pachyrhinos dos días antes de su desaparición, queda a unos treinta kilómetros al norte de Grande Prairie. Y después de haber estado trabajando allí, Emma, a menudo se quedaba en el pueblo, en un estudio que alquilaba en College Park.

—Es decir, si no hubiera llovido —comenta Briggs—, ella podría haber ido por el río a su lugar habitual de excavación y se habría quedado en el pueblo y tal vez aún estaría viva.

—Si no hubiera llovido, habría excavado en su lecho óseo habitual —confirma Benton—. Podría haber salvado la vida, aunque es difícil de saber. Tal vez imposible.

—A mí me parece que estaba siendo acechada. —Briggs está mirando hacia abajo, a su escritorio otra vez, y aunque no puedo ver lo que hay en él, le conozco.

Está haciendo varias cosas a la vez. Si el FBI está dispuesto a revisar los detalles de la investigación, él lo escuchará todo. Él va a escuchar los pequeños detalles, los más nimios incluso, mientras se encarga al mismo tiempo de todo lo que tiene delante, que siempre es algo.

—Espiada en todo caso, sí —admite Benton—. Lo bastante como para que el asesino supiera sus rutinas, a menos que él tuviera la maldita suerte de que justo cuando decidió atacarla, ella pasara la noche en aquel campamento lleno de barro y negro como el carbón.

—Me pregunto si no es alguien de la zona. —Briggs estira la mano y alcanza algo que no logro ver.

—O que ha estado entrando y saliendo de la zona. —Burke tiene su propia teoría.

La miro y sé que tiene algo que demostrar, probablemente a Benton, que quiere que la trasladen a otra oficina de campo, tal vez a una en Kentucky. Yo no sé si ya se lo ha dicho, pero sospecho que sí, a juzgar por cómo se muestra de arisca y terca y seductora. Puedo sentir su ira latente mientras ella sigue soltando sus opiniones y exhibiéndose.

—Alguien que conocía el terreno —añade—, que tenía acceso a detalles sobre Emma y que sabía que los paleontólogos no excavaban en el yacimiento de Wapiti con mal tiempo.

—Argilita sedimentaria —nos dice Benton a nosotros y no a ella—, o arcilla de río. Los aborígenes hacían pipas de tabaco con ella, y se pega al calzado y a las prendas de vestir como el cemento. Después de excavar en el lecho óseo el último día en que Emma fue vista con vida, nadie se había limpiado, incluida ella. Habían ido caminando hasta el comedor. De modo que cuando por fin ella regresó a su caravana estaba llena de barro, vestida para la ocasión, lo que incluía el impermeable con capucha azul que parece ser el que se ha encontrado junto al cuerpo.

—Por la noche —nos dice Hahn—, el camping está tan oscuro que la gente usa linternas para orientarse, porque no se puede ver nada a menos que sea luna llena, lo que ciertamente no sucedió esa noche. Solo había una oscuridad espesa, descrita por sus colegas como ruidosa, con la lluvia cayendo a todo volumen.

—Habría sido muy fácil aparcar un vehículo cerca —dice Benton—. Y agarrarla.

—Especialmente si primero la había inutilizado —señalo.

—A menos que estés hablando de una persona con la que ella iría de buena gana —sugiere Briggs, y parece que está leyendo algún informe al que pone sus iniciales.

—Dudo que hubiera sido posible sin que sus colegas se enterasen —le responde Benton—, sin que ella hubiera mencionado algo a alguien; y en base a las entrevistas que nos han sido transmitidas, en base a sus correos electrónicos y sus mensajes de voz, Emma se centraba por completo en su profesión. No salía con nadie de forma romántica, solo tenía contactos profesionales, mientras trabajaba en lechos óseos o en el laboratorio. Cuando se fue del comedor esa noche, dijo que estaba cansada; que se iba a dormir, que les vería por la mañana y que tal vez habría suerte y entonces la lluvia habría amainado. Caminó sola de regreso a la zona de acampada.

—¿Hay huellas de neumáticos o huellas de su caravana? —pregunta Briggs.

—No, únicamente un mar de barro lleno de profundos charcos a causa de la lluvia —dice Benton.

—¿Así que creemos que el asesino la forzó a abrir la puerta de su caravana? —dice Briggs, y luego toma un sorbo de café, no hay duda, y si nadie más estuviera aquí le diría lo que suelo decirle.

Briggs bebe café durante todo el día y toda la noche y luego se queja de que sufre de insomnio. Durante mis seis meses de beca de patología forense radiológica en el depósito de cadáveres del puerto de Dover, me las arreglé para conseguir que tomara descafeinado por la tarde y diera largos paseos y tomara baños calientes. «Los viejos malos hábitos tardan en morir y los nuevos y buenos no duran, Kay», me diría, sin duda, que es lo que siempre me soltaba cuando yo le reprendía.

—La idea es que él la aprisionó antes de que ella pudiera acceder al interior —contesta Benton—. No hay pruebas de que ella regresara a su tráiler, de que en realidad volviera a entrar. No se encontraron botas llenas de barro ni ropa mojada, y la puerta estaba entreabierta, como si la hubiera estado abriendo cuando alguien se le acercó por detrás.

—¿No encontraron sus llaves, su linterna?

Briggs nos está mirando de nuevo.

Hahn responde que la policía las encontró en medio de un charco de barro al pie de la escalera de aluminio del remolque, lo que aumenta las sospechas de que ella estuviera abriendo la puerta cuando fue abducida.

—Lo que estamos explorando desde el punto de vista toxicológico —le digo a mi comandante en jefe— es la posibilidad de que usara un compuesto orgánico volátil, como el cloroformo. Posiblemente algún inhalante que rápidamente haría que la persona quedara inconsciente. Así podría llevar a sus víctimas a donde quisiera, con cualquier propósito.

—Vas a hacer que nuestros amigos de Edmonton analicen esto y todo lo demás que haya en su diferencial.

Briggs mira más allá de la cámara, como si alguien le hablase desde la puerta.

—Una pregunta importante —dice Burke— es si llevó primero a Emma Shubert a algún lugar.

—Si no vivía cerca de allí —responde Briggs, y está distraído— parecería arriesgado hacerlo. Solo podía haberla llevado a un motel o a una posada para camioneros, y ella podría haberse puesto a gritar.

—Lo más probable es que la retuviera en su propio vehículo o en alguno que hubiera alquilado —dice Benton—. Una furgoneta, un todoterreno, un vehículo recreativo que pudiera aparcar en un área remota.

—Estamos revisando todos los alquileres y las compras de vehículos en un radio de varios cientos de kilómetros a la redonda en el marco de tiempo en cuestión —le comenta Burke a Briggs, quien apenas la escucha—. Desde vehículos de clase A como Airstreams hasta remolques de cinco ruedas, o todo tipo de remolcables, por decirlo claro. Algo que él pudiera haber aparcado sin llamar la atención en el mismo campamento donde ella se alojaba, en una noche oscura y lluviosa.

—Dejarla inconsciente le habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza —me dice Benton—, sin tener que pegarle en la cabeza u obligarla a punta de pistola. En casos así no hay garantías, y las cosas pueden torcerse en un abrir y cerrar de ojos. Mucho mejor dejarla grogui con un producto químico y meterla en el interior de su vehículo y conducir lejos para hacer lo que sea que hace y representar sus fantasías.

—Lo que también parece incluir cortarle una oreja —añade Burke—. Demostrando una descompensación, un deterioro del autocontrol, una compulsión que está ganando fuerza como un huracán. Si Emma es la víctima más reciente, es que ahora le va la mutilación y se está volviendo cada vez más violento. Cada vez le cuesta más aliviar lo que se acumula en su interior —dice ella, y ahora se nos ha convertido en una generadora de perfiles, y Benton no dice nada al respecto.

—No sabemos si le cortó una oreja —le respondo—. Todo lo que queda de la cabeza es el cráneo. A menos que haya una marca de corte en el hueso, no vamos a ser capaces de decir si se la cortó o no.

—Es necesario señalar que Channing Lott tiene importantes vínculos profesionales y filantrópicos con esta parte de Canadá. —Burke habla de forma más acelerada y agresiva—. En concreto, su compañía de transportes lleva petróleo y gases licuados de petróleo, que llegan por ferrocarril desde Fort McMurray, el epicentro del auge de los campos petrolíferos de Alberta, y también desde distintos puertos marítimos.

Benton la mira con el rostro inexpresivo.

—Ha hecho numerosos viajes a algunas de las refinerías de petróleo —prosigue Burke, casi a voz en grito—. Y el año pasado una de sus empresas subsidiarias hizo una considerable contribución al museo de dinosaurios que se construye en la Grande Prairie.

—¿Qué subsidiaria? —Hahn frunce el ceño, como si se tratara de una información que Burke no ha compartido.

—Una llamada Crystal Carbon-Two —le dice Burke a Briggs.

Él está otra vez mirando algo en su escritorio, y siempre me doy cuenta de cuándo da por finalizada una conversación.

—Equipos de limpieza ecológica utilizados en el procesamiento de alimentos, en el decapado, en la limpieza de impresoras y máquinas utilizadas en la industria papelera —añade Burke—. Nada de emisiones nocivas ni productos químicos tóxicos. Usan dióxido de carbono sólido, que también se está convirtiendo en una técnica cada vez más popular en las refinerías de petróleo.

—Ayer fue un mal día para nuestros infantes de marina —dice Briggs, y Burke no tiene ninguna intención de ser silenciada.

Ella nos dice que Channing Lott ha estado comercializando su equipo en el noroeste de Alberta, y que los planes de vuelo presentados a la FAA indican que él ha volado con su jet Gulfstream a Edmonton y Calgary al menos media docena de veces en los últimos dos años. Emma Shubert era una ecologista convencida, y lo que estaba excavando en los lechos óseos iba a terminar en el mismo museo que él estaba ayudando a financiar.

—He encontrado varios artículos sobre el tema —dice Hahn, que ha empezado a buscar información—. Anuncios sobre sus donaciones, de cinco millones de dólares al año pasado. Y sin duda viajó a la Grande Prairie.

Briggs asiente con la cabeza a alguien que no podemos ver, señalando que ahora mismo va.

—«El señor Channing Lott y su esposa asistieron al banquete Dino, donde fueron los invitados de honor y se les presentó de manera formal. Se anunció el regalo de Crystal Carbon-Two». —Hahn lee lo que encuentra en su ordenador—. Esto fue hace un año, el pasado mes de julio.

—Tengo gran cantidad de casos que atender; ha sido un mal día. —El general Briggs ya ha oído suficiente—. Otro maldito helicóptero, un Chinook que se estrelló ayer en el este de Afganistán. El C-17 que lleva a esos doce héroes caídos está a punto de aterrizar. Le he pedido al doctor López que te llame en cuanto sepa algo más, Kay —me dice Briggs, y se levanta y la pantalla LCD se llena con su ropa quirúrgica de verde azulado—. De este modo podrás ver si existe alguna coincidencia.

Luego desaparece, su cámara web queda desactivada.

—¿Qué hay de los efectos personales? Ropa, joyas, cualquier cosa hallada con el cadáver —le pregunto a Benton—. ¿Nada, además de la ropa, del impermeable? ¿Qué pasa con su móvil?

—No hay teléfono —responde.

No menciono lo que Lucy tiene que contar acerca del iPhone de primera generación de Emma Shubert y las falsas cuentas de correo electrónico y los servidores proxy.

—No puedo entender qué significa esto —le dice Hahn a Benton, y ella lo sabe.

Tal vez Benton ha encontrado una manera discreta para sugerirle lo que Lucy descubrió casi al instante de forma ilegal, pero lo cierto es que Hahn ha descubierto lo que necesita saber. Ella ahora sabe que las imágenes de vídeo del paseo en motora de Emma Shubert se grabaron con su propio iPhone. Sospecho que fueron grabadas por un colega mientras los paleontólogos se dirigían al lecho óseo de Wapiti en una mañana soleada. Un archivo inocentemente registrado y guardado y más tarde descubierto por un monstruo, que probablemente revisó todos los archivos guardados en el móvil, el mismo teléfono que utilizó para tomar una fotografía de una oreja cortada, y que creemos que era la oreja de ella.

El mismo teléfono desde el que me envió por correo electrónico el vídeo y el jpg.

—Ya tiene lo que quería. —Douglas Burke empuja su silla hacia atrás, y nadie le responde—. Está fuera, es un hombre libre, ¿no? —Parece indignada—. Channing Lott se ha beneficiado de lo que está pasando, y de hecho es la única persona que se ha beneficiado de ello.

Se levanta y camina hacia la puerta de la sala de conferencias cerrada. Parece lo bastante encolerizada como para hacerle daño a alguien.

—Él estaba en la cárcel cuando desapareció Peggy Stanton. —Benton la mira con calma, y ella, desafiante, le devuelve la mirada—. Él estaba en la cárcel cuando desapareció Emma Shubert. Desde luego, mientras estaba encerrado en la cárcel no las mató, ni a ellas ni a nadie.

—Son crímenes muy elaborados, y nosotros estamos pensando en asesinatos en serie. ¿Por qué? —Burke le está diciendo esto a Benton, como si Val Hahn y yo no estuviéramos presentes—. Para encubrirle, para ocultar el objetivo final, que era deshacerse de su mujer y salirse con la suya.

—Estaba entre rejas. Eso es incuestionable —comenta Benton.

—Así que le hace una oferta a alguien —le responde Burke—. Y ese alguien se asegura de que el cadáver de Peggy Stanton aparezca exactamente justo cuando lo hizo y todo queda filmado y él sale absuelto. Es un genio, hay que admitirlo. Es asombroso lo que se puede comprar con dinero.

—Este asesino actúa solo —dice Benton—. ¿Algo elaborado?, sí. Pero no debemos pensar que tal vez sean asesinatos en serie. Porque de hecho lo son: son asesinatos en serie.

—¿Sabes qué, Benton? —Ella abre la puerta de la sala de conferencias—. No siempre tienes razón.