Son casi las cuatro de la tarde cuando entro en la sala de guerra, que es como llamamos a esta estancia donde expertos e investigadores, incluyendo científicos y médicos de las Fuerzas Armadas, pueden departir cara a cara, tanto en persona como a distancia. Aquí, tras una puerta cerrada, se libra la batalla contra el enemigo con vídeos de alta definición y audio con calidad de CD. Reconozco la voz de quien está hablando.
Oigo la voz profunda y segura del general en jefe John Briggs, que dice algo sobre el transporte en un avión de las Fuerzas Aéreas en el estado de Washington. Un C-130, dice, y está hablando de alguien que conozco.
—Acaba de despegar de McChord, aterrizará dentro de una hora. —El jefe de los médicos examinadores de las Fuerzas Armadas, mi jefe, ocupa la pantalla LCD integrada en torno a una mesa de conferencias computerizada de forma geométrica.
—No va a supervisar, por supuesto. Va a estar allí para observar —comenta Briggs, y en las paredes tapizadas con pantallas de un azul intenso aparecen ahora fotografías de una escena que me resulta desconocida: una calavera, huesos esparcidos y cabello humano.
Tomo asiento al lado de Benton y enfrente de Val Hahn, quien viste un traje color caqui y parece seria, y ella me hace un gesto con la cabeza. A su lado está Douglas Burke, de negro, y ella no me da ni un solo vistazo. Enciendo la pantalla de alta definición que tengo enfrente y miro la cara austera de Briggs en mi monitor mientras él explica lo que la oficina del médico forense en Edmonton, Alberta, nos brinda como cortesía, porque no tenemos jurisdicción allí.
—Podríamos discutir eso, pero no lo vamos a hacer. —Briggs siempre encuentra el modo de asumir la autoridad y hacer que la gente le crea—. No vamos a montar un concurso para ver quién mea más lejos en un caso en el que contamos con un aliado capaz de llevar a cabo una investigación forense competente. Esto no es Jonestown, ni se trata de misioneros americanos asesinados en Sudán. Será un esfuerzo plenamente coordinado con nuestros amigos canadienses.
A juzgar por el sello militar y el monumento a la bandera que veo en los estantes a su espalda, está sentado ante el escritorio de su oficina en la Base de las Fuerzas Aéreas de Dover. Sigue vestido con ropa quirúrgica porque su trabajo no se ha acabado: un avión cargado de féretros envueltos en banderas tiene prevista la llegada al final del día, lo sé por las noticias. Un helicóptero derribado. Otro más.
—Su papel es observar, ser un canal de comunicación entre ellos y nosotros —afirma Briggs sobre el patólogo forense de la AFME con base en Seattle.
—Lo siento, llego tarde —le hablo a mi monitor, y Briggs me mira.
—Deja que te informe, Kay. Me dice que Emma Shubert está muerta.
Sus restos descompuestos se han encontrado a apenas ocho kilómetros de la zona de acampada de Pipestone Creek, donde fue vista por última vez por sus colegas en la noche del 23 de agosto. El doctor Ramón López está siendo trasladado en avión a Edmonton, y el consultor de la AFME, el jefe jubilado de Seattle, un amigo mío, se pondrá en contacto conmigo tan pronto como tenga más información.
—La encontraron unos niños que buscaban huesos de dinosaurios. —Briggs me cuenta lo que ya les ha explicado a todos—. Al parecer, estaban explorando una zona boscosa cerca de la autopista 43 y vieron varios huesos pequeños. En un principio pensaron que habían descubierto otro lecho óseo, y en cierto sentido así era. Solo que estos huesos no estaban petrificados ni eran arcaicos. Eran pequeños huesos humanos de manos y pies, seguramente dispersados por animales. Unos pasos más allá vieron un cráneo humano, cerca de una pila de rocas, que emitía un olor nauseabundo.
—¿Cuándo fue eso?
Vuelvo a pedir disculpas porque tenga que repetirlo de nuevo.
—Ayer por la tarde. La mayor parte del cuerpo estaba debajo de las piedras que alguien obviamente había apilado encima. Así que como puedes ver ella no está completamente esqueletizada.
Briggs hace clic en una serie de fotos de grandes dimensiones en la pantalla plana de la pared. Pequeños huesos humanos, carpos, metacarpos y falanges, lo que parecen ser piedras blancas y grises en un arroyo seco lleno de árboles, y un cráneo encajado bajo un arbusto como si hubiera rodado hasta allí, o quizá lo empujó un animal.
Un pedazo de piel ahora grisácea, un mechón de pelo castaño al borde de unas rocas amontonadas y luego una tumba poco profunda, ahora expuesta, dejando al descubierto los restos in situ, un cadáver con un impermeable azul y unos pantalones grises al lado. Las partes no protegidas por la ropa, la cabeza, las manos y los pies, probablemente roídas por los insectos y la vida silvestre, desarticuladas y dispersas.
—¿Qué hay de botas o zapatos? —le pregunto.
—No hay nada en el inventario de ropa que he recibido. —Briggs escribe algo en un teclado que no puedo ver y se pone las gafas—. Un impermeable azul, un par de pantalones grises, un sujetador, unas bragas, un reloj metálico con una correa de velcro azul, que, lo creas o no, todavía funciona.
—Nada de zapatos ni calcetines —comento—. Interesante, porque en algún momento antes de morir, Peggy Stanton estaba descalza.
—Cojera psicológica —dice Benton, y me pregunto cuánto tiempo hace que lo sabe—. La representación de la víctima sumisa y dominada.
—Y también porque así es más fácil manejarla —le dice Douglas Burke a él y a nadie más. Su mirada de ojos desorbitados me recuerda la de un animal salvaje y rabioso.
—En el noroeste de Alberta han tenido un verano fresco y lluvioso —dice Briggs, y así el patólogo forense más poderoso de Estados Unidos me sigue poniendo al día—. Y por supuesto ha hecho bastante frío durante el mes de octubre. Han pasado ya dos meses y la mayor parte del cuerpo sigue razonablemente intacto debido a las temperaturas, que casi imitan condiciones de refrigeración, y por haber quedado también algo protegido por la ropa y las rocas. Si murió de una puñalada o por un disparo, o por un golpe con un objeto contundente, o tal vez incluso por estrangulación, creo que puede haber suficiente tejido blando para que lo descubramos. La identificación de los registros dentales ya se ha confirmado, y estamos a la espera del ADN, pero no parece haber duda de que es ella.
—¿Alguna lesión aparente? —pregunto.
—No que yo sepa —contesta—. Sabemos que no recibió un disparo en la cabeza. No hay fracturas en el cráneo. —Está mirando un ordenador en su escritorio, obviamente revisa un archivo electrónico—. No hay proyectiles, no hay fracturas en la radiografía. Aún no le han practicado la autopsia, sin embargo, están esperando al doctor López.
—Las autoridades canadienses entienden que creemos que no es un caso aislado —me dice Benton, y cuando estábamos antes en el ascensor y le dije que Emma Shubert estaba muerta, él sabía que era verdad.
Él lo sabía a ciencia cierta. Fue él quien pidió esta reunión.
—Ellos entienden que está vinculado a al menos otro homicidio aquí, probablemente a dos, posiblemente más —me informa Benton, y no tengo ninguna duda de que los detectives de la Grande Prairie y la Real Policía Montada del Canadá que se ocupaban de la desaparición de Emma Shubert contactaron con el FBI en el instante mismo en que se dieron cuenta de que los restos eran de ella.
Shubert era ciudadana americana. Hace dos días me enviaron de forma anónima y por correo electrónico una imagen perturbadora en formato jpg y un archivo de vídeo que posiblemente guardaban relación con ella, y la policía local y la Real Policía Montada del Canadá son conscientes de ello. Sospecho que se lo notificaron a Benton, que se puso en contacto con el general Briggs, quien a su vez entró en contacto con el Departamento de Medicina Forense de Edmonton y también con el doctor López. La AFME querría estar al tanto del caso de Emma Shubert porque en última instancia el Departamento de Defensa quiere saber qué sucede. Si mi oficina está envuelta en la investigación de un asesinato en serie que es jurisdicción federal y que se vincula a un homicidio en Canadá, el general John Briggs tiene que estar informado. Y exigirá que le demos todos los detalles y constantes actualizaciones.
—El momento elegido. ¿Soy la única que opina que el hecho de que todo suceda a la vez nos lanza un mensaje tan claro como el de una valla publicitaria? —dice Burke, y tiene los ojos vidriosos.
Es por la pseudoefedrina, o tal vez esté alterada por algo mucho más peligroso. Viste un traje con una falda muy corta y un suéter con cuello de pico rojo tan pegado que parece que se lo han pintado encima. Está sentada justo enfrente de Benton, y se ha colocado de tal forma que le muestra todo lo que puede quedar a la vista, y también, posiblemente, a Briggs, en función del ángulo de la cámara y lo que aparece en la pantalla de su escritorio.
—¿Ambos cadáveres se encuentran el mismo día? —Ella se muestra enfática con Briggs, casi argumentativa—. El cadáver de Peggy Stanton aparece aquí en la bahía de Massachusetts el mismo día en que el de Emma Shubert se encuentra en Canadá. ¿No es un poco demasiado casual, John?
—Es exactamente eso, una coincidencia —responde Briggs, de manera tranquila, imperturbable, y los atributos femeninos que se le muestran no le pasan desapercibidos, aunque los desestime por completo—. Es lógico pensar que si el asesino apiló rocas encima del cadáver y lo dejó en medio del bosque no tenía ningún control sobre el momento en que lo descubrirían unos niños que iban en busca de fósiles y huesos de dinosaurio.
—Es diferente —añade Benton, aunque no se lo está diciendo a Burke—. El asesino quería que el cadáver de Peggy Stanton se encontrase justo cuando fue hallado: buscaba desconcertar a quien tratara de rescatarlo de la bahía, anhelaba que sucediera exactamente lo que pasó, que se convirtiera en un espectáculo muy publicitado. Su obra salió en todas las noticias. Por el contrario, cuando asesinó a Emma Shubert él no tenía intención de dejar atónito a quien hallara sus restos, porque de hecho no quería que los encontraran en absoluto. Probablemente llevó o arrastró el cadáver desde la carretera hasta el bosque y lo cubrió con piedras.
Es entonces cuando menciono a Mildred Lott. Describo el paralelismo entre las dos mascotas que desaparecieron y que luego volvieron a aparecer, su temor a ser secuestrada y la afirmación de su marido de que sería extremadamente difícil que alguien lo lograra. Les explico que, según me contó Lott, su esposa preferiría ser asesinada en el acto antes que obedecer a su atacante, y que quienes la conocían la encontraban sumamente condescendiente y arrogante.
No trataba a nadie con amabilidad. Por su parte, Peggy Stanton parecía haberse retirado del mundo para habitar en el reducido espacio de su propio duelo privado, y no se aventuraba a salir de él salvo para realizar actos de caridad. En cuanto a Emma Shubert, el caso tiene su propio enfoque singular: era una apasionada de los restos duros y fríos de un pasado prehistórico, con muy pocas evidencias de ser capaz de conectar con nadie.
—Estas tres mujeres eran candidatas probables para el secuestro y asesinato —le sugiero—. Las tres, cuando desaparecieron, estaban en su propiedad, trabajando o llevando a cabo sus rutinas habituales. Las tres eran singulares y no eran necesariamente accesibles ni sociables, y no se caracterizaban por confiar en los desconocidos. De hecho, tengo la impresión de que no confiaban en absoluto.
—Estás muy segura de que hay un solo autor, Kay. —Briggs no pide sino concreciones.
—Creo que eso es lo que vamos a descubrir y hay que tenerlo en mente.
—Es una sola persona. —Benton está de acuerdo conmigo—. Y Emma Shubert fue una víctima de la oportunidad. Yo no creo que su asesinato estuviera planeado con mucha antelación, o por lo menos que lo que le pasó fuera premeditado en la medida en que lo fueron los otros dos. Sospecho que estaba fuera de su hábitat normal, se encontraba en la Grande Prairie por una razón.
—Algo que la ataba al noroeste de Alberta y también a Cambridge —afirma Burke, como si estuviera respondiendo a una pregunta que nadie ha formulado.
—Tal vez se conocieron. Tal vez no. Sin embargo, de alguna manera se encontraron el uno al otro —le dice Benton a Briggs como si se tratara de un hecho probado, como si no pudiera haber pasado de otro modo.
Emma Shubert recibió la atención del asesino, se convirtió en un objetivo y probablemente no tenía conciencia de ello. Puede que él la acechara y la siguiera, y es probable que la esperara en el remoto campamento boscoso donde fue vista por última vez con vida.
—No hay iluminación. Solo el resplandor ambiental de pequeños remolques ampliamente espaciados por el bosque —dice Benton—. Y aquella noche estaba nublado y llovía mucho.