No entiendo por qué un asesino que ha creado fantasías tan elaboradas y premeditadas y parece tan meticuloso hace tan poco esfuerzo por ocultar pruebas relevantes. De hecho, estoy desconcertada, y así se lo digo a Benton.
—Hay que centrarse en sus prioridades —contesta, mientras conduce por Cambridge—. Hay que colarse dentro de su cabeza y saber lo que valora. La pulcritud, el orden, que todo esté exactamente como a él le gusta. Restaurar el orden después de matar. Demostrar que él es un buen hombre, un tipo decente, una persona civilizada. Sospecho que las flores que encontraste en la casa de Peggy Stanton eran de él. Cuando devolvió el coche y entró en la casa, dejó un ramo de flores para demostrar que es todo un caballero.
—¿Ha habido suerte, ha aparecido la factura de las flores?
—No es de ninguna de las floristerías de la zona. Se ha comprobado. —Mira su teléfono, lo ha estado mirando todo el tiempo—. Creo que no había ninguna tarjeta porque nunca la hubo, que compró el ramo como cualquier hijo atento que va a ver a su madre. Es muy importante para esta persona que la imagen que tiene de sí misma quede reafirmada después de cada asesinato. Que se vea a sí mismo como un gran tipo. Un caballero. Alguien capaz de mantener relaciones verdaderas.
—Lo que le hizo a Howard Roth no era precisamente caballeroso, y no le dejó flores.
—Howard Roth no tenía ningún valor. —Benton ve que le ha entrado otro mensaje de texto, y me pregunto si es Douglas Burke quien le está escribiendo a cada minuto—. Era solo un objeto, no mejor que la basura donde rebuscaba, y el asesino supuso que tú tampoco le prestarías ninguna atención. Supuso que sería un caso que no merecería tu atención.
—¿Yo, específicamente?
—Lo que me dice esto es que él no te conoce en persona. Me retracto de lo que te dije antes acerca de mi preocupación porque te conociera, o porque conociera a Marino. Sabe algo de ti, de tu oficina, pero no te conoce —comenta Benton, como si no pudiera haber ninguna duda al respecto—. Lo está haciendo mal. Está cometiendo errores. Tal vez deberías enviarle un mensaje a Bryce para hacerle saber que estaremos allí en quince minutos.
Son casi las tres de la tarde, y vamos a llegar con retraso a una reunión programada por Benton en mi sala de conferencias TelePresence, y no me gusta mucho que hayan invitado a Douglas Burke. Pensé que Benton había dejado perfectamente claro que no podrían trabajar juntos nunca más.
—¿De modo que escenifica sus crímenes de una manera premeditada y precisa, y está obsesionado con juegos que incluyen implicar a inocentes, y luego resulta que no le importa lo más mínimo dejar huellas y sangre?
Me preocupa que entre Benton y Burke pueda haber algo.
—Él tiene razones para creer que esas pruebas no le incriminarán —comenta, mientras volvemos al CFC por el mismo camino que tomamos para venir aquí, siguiendo el río, y ahora las aguas lucen oscuras y el cielo está brumoso y de un azul pálido—. Por un lado, probablemente supuso que no lo encontraríamos. Que no te molestarías en mirar ahí. Ésta es la parte importante, Kay. No supuso que te molestarías en hacer todo lo que estás haciendo. Él no te conoce, en absoluto —comenta de nuevo.
Douglas Burke estará esperando en mi sala de conferencias, y no estoy segura de lo que voy a hacer cuando la vea.
—Hay detalles de huellas dactilares por toda la botella —le respondo—. Ni siquiera necesito usar polvo fino o ALS para ver que hay detalles suficientes de cresta papilar para lograr una identificación.
—Pero no sé de quién será la identificación. —Benton mira el teléfono en su regazo, y otro mensaje acaba de llegarle—. Podría ser del mismo Roth. Lo más probable es que él comprara esa litrona y se la bebiera.
—Lo importante es que el asesino ni siquiera se molestó en limpiar la botella, que es realmente descuidado —repito—. Lo más inteligente habría sido llevársela y lanzarla en algún lugar donde nunca se encontrara.
—La eliminación del arma en una bolsa llena de botellas y latas que Roth guardaba demuestra el total desprecio del asesino hacia su víctima, su total indiferencia. —Benton comprueba su móvil una vez más—. Roth no era nada para él, solo una molestia, y el asesino asume que todo el mundo lo siente así, porque no sabe cómo sentir de otra manera. No puede proyectar ni en ti ni en nadie valores de los que carece.
—¿En mí, específicamente?
—Sí, en ti, Kay. Él no te conoce —repite Benton—. No puede imaginar lo que vas a hacer o cómo te sientes, porque es incapaz de mostrar empatía. Por lo tanto, lee mal a la gente.
—Vamos a cotejar la huella en el espejo retrovisor de Peggy Stanton con las que haya en la botella. —Pienso en voz alta mientras me preocupo, y no quiero preocuparme.
Quiero confiar en Benton. Quiero creer cada palabra que me ha dicho.
—Tal vez dejó una huella en el espejo, pero no aparecerá en el AFIS. —Benton revisa de nuevo sus mensajes—. No está en el sistema. Es alguien de quien nadie sospecharía jamás. Nunca lo han arrestado y no tiene motivos para que sus huellas se encuentren en una base de datos. Se siente seguro de que nunca va a ser sospechoso, y ahora tú le has causado un problema que no se esperaba. La pregunta es si él lo sabe.
—Me gustaría que no mirases esa cosa cuando conduces. —Le quito el teléfono—. Si lo haces cuando estoy presente, ¿qué harás cuando no estoy?
—No tienes nada de qué preocuparte, Kay. —Me tiende la mano—. Cuando no estás conmigo no hago nada de lo que debas preocuparte.
—Pensé que hablabas con ella. —Le devuelvo el teléfono.
—No quiere dejar en paz a Marino. Probablemente, ésta es la razón de que tengamos esta reunión.
—Pero ella debería olvidarse de él en cuanto oiga lo que sabemos —supongo, porque Burke ciertamente debería hacerlo.
—Es ridículo —comenta Benton—. Las huellas de Marino, como las tuyas, como las mías, se encuentran archivadas con fines de exclusión, y no es su huella la que está en el espejo retrovisor de Peggy Stanton. Y estoy totalmente seguro de que no asesinó a Howard Roth. Marino estaba en Tampa cuando Roth fue asesinado. La reunión pondrá fin a todo esto.
—Probablemente todavía piensa que creemos que fue un accidente.
No estoy pensando en Marino, sino en la persona que Burke debería estar buscando. Estoy pensando en el asesino.
—A menos que nos haya estado siguiendo —añado—. En ese caso, podría saber lo que hacemos. Si está por ahí, escrutándonos.
—Lo dudo.
—¿Por qué?
—No está nervioso —dice Benton—. Esta persona se siente confiada y no se imagina que está cometiendo errores. Nunca se imaginó que lo rociarías todo con productos químicos, que encontrarías sangre que él no se molestó en limpiar.
—Tampoco podría haberlo limpiado —le respondo—. No del todo.
No era evidente a simple vista: un salpicón de impacto de velocidad media que yo asocio con el empleo de una fuerza contundente. Gotas alargadas de diferentes tamaños en el lado izquierdo del sillón, en el reposabrazos de vinilo marrón y en el panel de la pared de color marrón oscuro, a la izquierda de donde estimo que se hallaba la cabeza de Howard Roth cuando se la golpeó con la fuerza necesaria para lacerarle el cuero cabelludo y fracturarle el cráneo.
El patrón de manchas de sangre que brillaban en tonos de color violeta me contó una historia: la historia cruel de él, dormido frente al televisor, o ya inconsciente de puro borracho, cuando un asesino entró por una puerta que aparentemente no estaba cerrada con llave. Roth fue golpeado solo una vez en la parte posterior de la cabeza con una litrona de cerveza barata que el asesino dejó dentro de una bolsa de basura y cerró con una lazada.
Rayas y manchas de sangre sobre la moqueta sucia. Manchas oscuras y sangrientas de arrastre que se observan desde el salón hasta la puerta del sótano, y luego la sangre ya claramente visible, allá donde uno esperaría encontrársela en el caso de una muerte accidental. Gotas y manchas en los seis escalones de cemento que dan al sótano, su cuerpo inconsciente empujado por las escaleras y luego pateado y pisoteado allá donde aterrizó. El asesino se aseguró de que Roth no sobreviviría y supuso que nadie contemplaría la posibilidad de que se tratase de un homicidio, que algo así nunca se nos pasaría por la cabeza.
—Se esforzó en disimular lo que había hecho —señala Benton, al pasar de nuevo junto al cobertizo de lanchas y el antiguo edificio de Polaroid—. Podría haberse presentado de madrugada y dispararle, apuñalarlo o estrangularlo, pero eso habría sido evidente. Hizo algo bien, pero no todo, porque es incapaz de anticipar lo que hace la gente normal.
—No puede imaginar que cualquiera de nosotros se preocupara por algo así.
—Eso es correcto. Se trata de alguien vacío, hueco. Probablemente lo han visto por aquí.
Benton sospecha que el asesino le había echado el ojo a Roth en Cambridge, le había seguido la pista durante meses, observando cómo iba en busca de trabajo y rebuscaba en los cubos de basura y los contenedores de reciclaje, a veces empujando un carrito de supermercado. Cuando está acechando a su próxima víctima, dice Benton, este asesino se fija en todo el mundo.
Acecha, aguarda, investiga, observa los movimientos habituales de la gente y hace sus cálculos. Hace simulacros, alimentando sus fantasías crueles.
Pero eso no significa que conociera a Howard Roth por su nombre. El asesino falsificó un cheque de cien dólares que probablemente había enviado por correo, igual que siguió pagando las cuentas de Peggy Stanton mucho tiempo después de que ella hubiera muerto. Pero eso no significa que tuviese la menor idea de que el Howard Roth cuyo cheque había echado al correo era el mismo tipo con aspecto de vagabundo que había visto hurgando en las basuras en Cambridge.
—De lo que estoy seguro es de que mató a Roth cuando lo hizo por alguna razón —dice Benton—. Fue un homicidio carente de cualquier emoción.
—Dar patadas parece más bien algo emocional.
—No era nada personal —responde Benton—. No sintió nada.
—Podría interpretarse como un acto de rabia. En la mayoría de los casos en los que se dan patadas hay rabia —le respondo.
—Sentía que tenía que hacerlo. Para él fue como matar a un insecto. Me pregunto si Roth había estado en casa de ella hacía poco. —Benton mira el móvil de nuevo—. Tal vez quería cobrar su dinero, y se pasó en un mal momento.
—Si el asesino estaba robando la correspondencia del buzón de Peggy Stanton justo en el mismo instante en que apareció Roth, eso habría sido un mal momento, no podría haber sido un momento peor. —Llegamos, el edificio está ahora ante nuestros ojos—. Pero no me lo imagino haciéndolo durante el día.
—No sabemos si Roth solo salía durante el día. Hay tiendas abiertas toda la noche, sobre todo alrededor de donde vivía Peggy Stanton, muchas en la calle Cambridge. Hay un Quik Shop abierto las veinticuatro horas y todos los días del año, que queda justo a la vuelta de la esquina de donde vivía ella —afirma Benton.
—Iba a salir, no importa a qué hora, sobre todo si se le había acabado la cerveza, y podría haber frecuentado el barrio porque quería que le pagaran su dinero.
—¿Al caer la noche, en una calle mal iluminada? —le respondo—. Es probable que Roth no hubiera conseguido verlo bien, incluso si estuvieron cara a cara.
—Él sentía que tenía razones para actuar así, que debía ir a lo seguro —dice Benton del asesino—. Tenía motivos suficientes para arriesgarse a seguirlo hasta su casa con la intención de asesinarlo.
Torcemos en Memorial Drive, y me imagino a Howard Roth yendo o viniendo del Quik Shop. Si hubiera visto a alguien recoger el correo de Peggy Stanton podría haber hablado con esa persona, podría haberle preguntado dónde se encontraba ella o cuándo podría estar en casa, e incluso explicarle por qué se lo preguntaba. Un veterano discapacitado, un alcohólico que rebusca en los cubos de la basura, un manitas a tiempo parcial que a todas luces parece inofensivo. Aunque hubiera mirado al asesino a la cara, ¿por qué iba eso a convertirse en un motivo de peso para asesinar a Roth?
Me pregunto si el asesino tendría alguna otra razón para estar familiarizado con Howard Roth, si lo habría visto antes. Es posible que no le conociera de nombre, sino solo de haberlo visto por ahí, por su aspecto.
—Y el resto fue fácil —dice Benton, mientras nos detenemos en la puerta del CFC, y mi teléfono empieza a sonar.
Bryce.
—Seguir a un borracho que no cierra la puerta con llave.
Benton avanza hasta pulsar el control remoto de la pared.
¿Qué quiere Bryce que no puede esperar hasta que estemos dentro? Sabe que estoy aquí. Puede verlo en la pantalla de su escritorio, en casi cualquier monitor de cualquier área del edificio, y toco el botón de «Responder».
—Observa y espera —dice Benton— a que el otro se ponga a empinar el codo hasta quedar inconsciente en el sofá. Probablemente Roth nunca supo qué lo golpeó.
—Estoy entrando ahora —le digo a mi jefe de personal.
—Ay, Dios mío, tengo noticias.
Está tan alterado que tengo que bajar el volumen del móvil.
—Debería haber unas personas esperando… —le digo.
—¿Les estabas esperando? Ay, Señor. Les hice esperar en el vestíbulo.
—¿Qué?
—Me encanta, me encanta la gata. La pequeña Shaw tiene una salud gatuna perfecta. —Dice purrfecta, como si ronroneara—. Está bien, espera, voy a llamar a Ron ahora, va a ponerse al móvil, lo siento. Sería de gran ayuda si me hicieras saber cosas como ésta, por el amor de Dios. ¿Ron? Sí, puedes acompañarlos, sí, de inmediato. No sabía que les esperábamos, nadie me cuenta nada.
—Desde luego, te pido disculpas, pero ¿qué acabas de decirme?
—No tenía ni idea —replica Bryce, y no consigo colar una sola palabra—. Bueno, Shaw ha sacado sobresaliente en salud. Tal vez tenga la piel seca y esté un poco anémica, pero el veterinario dice que lo mejor es que no se quede sola todo el tiempo, ya que solía estar siempre con alguien hasta que pasó lo que pasó, y eso por no hablar de que estará traumatizada. Y como Ethan trabaja en casa tres días a la semana, pues creo que deberíamos quedárnosla, especialmente después del susto con Indy, que por cierto está muy bien, gracias por preguntar.
—¡Bryce! —lo interrumpo por tercera vez.
—¿Qué?
—¿Por qué haces esperar al FBI en el lobby? —pregunto—. ¿Y por qué los harías escoltar por seguridad?
—No. Oh, no, ¿a las dos agentes? No, a ellas no. Ay, Señor, no me di cuenta. Ya están en la sala de guerra, y no quería decir, ay, mierda. —Suena sorprendido—. Espera, espera, déjame ver si todavía puedo… ¡Ron! No les traigas arriba. ¿Estás con ellos ahora? Ay, mierda —dice.