Toby está en el pasillo, lleva unas bolsas rojas de riesgo biológico destinadas al autoclave, y le digo a Lucy que la veré en Identificación. Él se excusa de inmediato diciendo que acaba de salir de la zona de pruebas, y yo reconozco una conciencia culpable en cuanto la veo.
—Supongo que estás al tanto de lo que acaba de suceder en los tribunales —le digo, y no hay nadie alrededor que pueda escucharnos; Ron, el guardia de seguridad, está en su garita, tras un cristal y a cierta distancia.
—¿En los tribunales? —Toby viste ropa quirúrgica y guantes de nitrilo, y sus tatuajes y su cabeza afeitada podrían hacerle parecer siniestro, si no fuera por sus ojos.
—Sí, una absolución que se me antoja como un motivo de preocupación por las violaciones de la seguridad que tenemos aquí —le digo, y su respuesta es hacerse el tonto—. Estoy segura de que te das cuenta de que las comunicaciones en el servidor de CFC no son privadas, y que incluso cuando las borras aún siguen ahí.
—¿Como qué? —Mira a su alrededor, mira a todas partes salvo a mis ojos—. ¿Qué comunicaciones?
—En otras palabras, los correos electrónicos del CFC ni desaparecen ni se consideran puramente personales. Por lo tanto, no son asuntos privados de un empleado. No, si estos correos electrónicos podrían ser usados como pruebas en una investigación disciplinaria que implique el uso inadecuado de recursos públicos o la violación de la confidencialidad y de la política interna del CFC. —Lo miro directamente a los ojos, pero él me evita—. En tales casos, las comunicaciones personales están sujetas a divulgación bajo la ley de archivos públicos.
—No sé de qué me estás hablando.
Pero se ha puesto rojo como un tomate.
—¿Por qué? —le pregunto, y él sabe lo que le estoy preguntando en realidad.
—¿Por qué ese tipo rico ha salido libre? —Frunce el ceño, y se asusta y hace como que no me entiende.
—Te habría dado una buena recomendación, Toby. No soy de las que retienen a alguien contra su voluntad. Todo lo que tenías que hacer era decirme que no eras feliz aquí, o que sentías que no se te apreciaba, o que ibas en pos de lo que entendías como una oportunidad de mejorar.
Ha advertido que estoy hablando de su empleo en tiempo pasado. Se pasa las bolsas rojas de una mano a otra, con la mirada asombrada.
—Pero al menos la señorita Donoghue sabe exactamente lo que está reclutando —añado—. Aunque voy a señalar el hecho bastante obvio de que si tú me haces esto a mí, se lo harás a ella también. O por lo menos ella pensará que así va a ser. De hecho, seguro que ya lo ha pensado.
—No es como si yo hubiera estado durmiendo la mona en el trabajo porque ni siquiera puedo conducir hasta casa.
Él se escuda en Marino, y es la última oportunidad que va a tener de excusarse.
—No, has estado durmiendo con el enemigo, y eso es aún peor —le respondo—. Te deseo lo mejor en tu próxima aventura, sea la que sea. Será mejor que recojas tus cosas de inmediato.
—Por supuesto.
No va a discutir. Incluso podría sentirse aliviado.
—Necesito tu tarjeta de entrada. —Extiendo la mano, y se quita el cordel que lleva alrededor del cuello con la llave—. Mientras este asunto esté siendo investigado, es obvio que no podrás estar aquí. —Me aseguro de que eso ha quedado bien claro.
—Iba a dejarlo, de todos modos.
Le acompaño hasta la zona de recepción y le pido a Ron que me ayude.
—Sí, señora jefa. —Se levanta de la mesa y sale al pasillo, y a juzgar por su mirada puedo decir que sabe lo que ha sucedido, y tal vez incluso lleve tiempo sospechando esto que Lucy acaba de descubrir.
—Toby ya no trabaja en el CFC —le hago saber a Ron—. Asegúrate de que devuelve el equipo y se reúne con Bryce para una entrevista de despido. Él se ocupará de los detalles habituales. Ya conoces la rutina.
Le doy la llave de tarjeta y le pido que acompañe a Toby a la sala de eliminación de residuos para que pueda dejar las bolsas en el autoclave, y me alejo enviándole un mensaje de texto a Bryce, poniéndole al tanto de lo que acaba de ocurrir, mientas me pregunto lo mismo que siempre me pregunto cuando alguien se comporta de esta manera: ¿Qué puedo haber hecho para inspirar tamaña deslealtad, tan poco respeto?
Toby era un asistente médico sin formación alguna en investigación médico-legal forense, aunque ése era su sueño, tal como me lo describió cuando lo entrevisté para el trabajo varios años atrás. Me arriesgué al contratarle. Lo envié a academias forenses de formación y perfeccionamiento en Nueva York y Baltimore, y personalmente lo instruí en escenas de crimen con muerte y pasé mucho tiempo explicándole la dinámica a seguir en una autopsia y cómo debía actuar en ellas.
—El dinero y la falta de expectativas —dice Lucy cuando entro en la antesala, donde ella se ha cambiado y ahora está cubierta de blanco. Sabe cuál es mi estado de ánimo y añade—: La gente es gilipollas.
—Siempre parece que hay algo más, no es que sean gilipollas. —Saco ropa de los estantes—. Me siento como si hubiera hecho algo mal.
—No es algo personal, tía Kay.
—Entonces, ¿por qué me siento así?
—Para ti es personal todo lo que le sucede aquí a todo el mundo. —Lucy no se caracteriza precisamente por el tacto a la hora de expresar sus opiniones—. Pero lo que sientes nunca es correspondido, ni jamás lo ha sido.
—Bueno, eso es deprimente de veras. Sobre todo si lo que me estás sugiriendo es que todo aquél que trabaja para mí, ahora o en el pasado, no se preocupa por nada más que por sus ambiciones y su propia persona.
—Nunca es tan personal para ellos como para ti, porque la mayoría de las personas que andan por ahí solo se preocupan de lo suyo y no dan una mierda por nadie más.
—No creo que todo el mundo sea así.
—Yo no he dicho «todo el mundo». Yo no soy así.
—Claro que no. Ni siquiera te pago. —Encuentro guantes, una máscara.
—No podrían pagarme lo que valgo.
—Nadie podría.
—Hay un límite a lo que Toby puede ganar en el sector público en comparación con lo que podría ganar como investigador para las Jill Donoghues del mundo —dice Lucy, y por supuesto tiene razón—. Está a punto de casarse, quiere tener hijos y se ha metido en deudas comprándose esa camioneta. Creo que eso es lo que originó sus problemas. Se ha estado quejando mucho, al parecer aún debe más de lo que vale. Y eso por no hablar de lo que se ha gastado en tatuajes.
—Sí que es deprimente. Traicionar al mundo por unos tatuajes y un todoterreno.
—Es el sueño americano. Compra todo a crédito y conduce hacia la puesta de sol con body art y piercings que más tarde lamentarás haberte hecho.
—Lo que ha hecho no tiene excusa. —Abro la puerta de la sala de pruebas—. Y la culpa es de Jill Donoghue.
—En realidad es bastante brillante —añade Lucy.
—Luke debería haber enviado un correo electrónico con fotos, y estoy esperando más de Machado. ¿Puedes comprobarlo?
No quiero oír ahora lo brillante que es Donoghue.
—Es como es. Una abogada defensora hábil que usa todos los recursos a su alcance. —Con sus manos enguantadas, Lucy escribe en un teclado bioseguro y accede a mi correo electrónico—. Y resulta que su cliente cuenta con pilotos en nómina y un helicóptero que puede hacer filmaciones aéreas.
—Me duele que el juez Conry no sepa lo que ella ha hecho.
—¿Y por qué habría de importarle?
Es una buena pregunta. A decir verdad, el juez permitió que se proyectaran en el juicio las imágenes de una cadena de televisión, y no tomas grabadas desde un helicóptero propiedad de la parte demandada, que como juez habría considerado inadmisibles. Pero en su momento la fuente de las imágenes no era conocida ni se puso en duda, y ahora ya es demasiado tarde.
—No hay nada ilegal en ello —dice Lucy—. Ni siquiera es impropio desde un punto de vista legal.
—Suena como si lo estuvieras aplaudiendo.
—Tal vez yo habría hecho lo mismo.
—No tengo ninguna duda de que es así —comento, y yo no quiero entrar a discutir lo que hace o lo que podría hacer.
La ropa que llevaba Howard Roth se ve sucia y sin forma y parece mustia, extendida sobre un papel impermeable blanco: una camiseta negra, un par de bóxers de algodón de cuadros rojos y unos calcetines blancos salpicados de sangre de color oscuro, casi negro. En otra mesa, contra la pared del fondo, quedan el cajón del perro, las bolsas de basura empapadas con el cable amarillo y las viejas artes de pesca y la defensa amarilla de barco, que ahora advierto que está ligeramente rayada, un detalle que no vi cuando estaba mojada.
—No hay nada malo en que ella dejara saber a Toby que cualquier cosa que él oyera por casualidad en el trabajo podría ser útil. —Lucy me avanza lo que piensa que sucedió—. Porque, como es natural, él querrá que se haga justicia, ¿verdad que sí? Y ya que estamos, ¿le gusta trabajar en el CFC? ¿Está pensando en su futuro?
Continúa describiendo cómo imagina que Donoghue atrapó a Toby, y mientras tanto yo busco una cinta métrica.
—Así que ella está con su cliente justo antes del juicio, en la sesión de ayer por la mañana, o tal vez ya sentada a la mesa de la defensa, y recibe una comunicación electrónica de Toby. En la bahía se ha descubierto el cadáver de una mujer. Tal vez incluso se añaden ciertos detalles, como que el cadáver tiene esmalte de uñas y el pelo largo de color blanco o rubio. Un regalo de cojones.
—¿Es eso lo que adivinas que sucedió, o acaso lo sabes a ciencia cierta?
Abro un cajón y encuentro lo que estoy buscando, una cinta métrica de bolsillo, del tipo que llevamos en nuestros maletines de escena del crimen.
—Sé lo que los pilotos del Sikorsky le contaron a la ATC —responde Lucy—. Yo acababa de despegar de Hanscom y estaba monitoreando la comunicación de la torre de control de Logan cuando el Sikorsky S-76, que más tarde supe que pertenecía a Channing Lott, se puso en contacto Approach, comunicando que estaban fuera de Beverly y que tenían una solicitud: querían rodar algo en el puerto exterior.
Limpio la regla de metal con un desinfectante en aerosol, y me aseguro de que queda bien desinfectada.
—Vaya, tiene una gran herida en la parte posterior de la cabeza —dice Lucy—. Es muy evidente ahora que tiene el pelo rapado.
—¿A qué hora escuchaste a los pilotos en la radio? —Echo un vistazo a las fotos de la autopsia de la pantalla de su ordenador.
—Aproximadamente, dos horas después de que tú recibieras la llamada del cadáver de la bahía —dice ella.
—Definitivamente aquí se ejerció la fuerza bruta. La fuerza no es nítida —observo—. Se puede ver en las roturas del tejido, y en la profundidad de la herida. —Señalo nervios, vasos sanguíneos y otros tejidos blandos que se extienden como hilos a través de la herida abierta—. Su cabeza impactó con una superficie que no tenía un borde romo.
—Así que el golpe en la base del cráneo no lo causó el borde de un escalón de hormigón.
—Lo dudo.
—No veo cómo esa parte de la cabeza podría dar contra el suelo.
Lucy se toca la nuca, justo donde el cráneo se une con el cuello.
—Es preocupante —digo, pues estoy de acuerdo.
Me inclino sobre ella, mientras abre nuevas fotografías de la autopsia.
—Una fractura conminuta abierta ligeramente deprimida —señalo—. Hemorragia intracraneal e intracerebral.
Miro más fotos, apoyo la mano sobre el hombro de Lucy y siempre me sorprende lo fuerte que está.
—Hematoma subdural, contusiones, hemorragias suprayacentes. Un golpe significativo en la parte posterior de la cabeza, pero con muy poca hinchazón. No vivió mucho tiempo. —Vuelvo a la defensa del barco y la empiezo a medir—. ¿Tiene alguna idea Marino de lo que ha hecho Toby?
—Lo mejor será que sus caminos no se crucen durante los próximos cien años.
La defensa es de vinilo resistente, mide cincuenta y ocho pulgadas por dieciocho, y le pregunto a Lucy si el tamaño es importante, y ella teclea mientras lo comprueba en Internet.
—En el mundo marino, eso es extragrande —dice ella—. Son defensas para yates.
—Y no es inflable —señalo—. Así que si estas defensas extragrandes estaban almacenadas en un barco, tendría que ser uno muy grande. Al principio supuse que la habría comprado, que era nueva. Al igual que el cajón para transportar perros y los sacos de arena para gatos. Supuse que esta persona buscaba todas estas cosas nuevas para que nadie las pudiera localizar.
Limpio la cinta métrica, la devuelvo a un cajón, y me cambio los guantes.
—Pero se puede ver que esta defensa tiene rayones y marcas, lo que sugiere que no es nueva —explico—. Tiene uso previo. Posiblemente la quitaron de un navío.
—Alguien con dinero —dice Lucy—. Channing Lott tiene una embarcación de cuarenta y cinco metros de eslora que suele fondear en Boston. Parte del tiempo se encuentra en Gloucester, es un yate conocido por todo el mundo.
—¿Por qué el aeropuerto de Beverly? —Le pregunto si hay una razón especial para mantener un helicóptero allí.
—Tiene un hangar en Beverly, tiene hangares en muchos lugares —dice Lucy—. Beverly queda cerca de Gloucester, donde está su mansión frente al mar, donde desapareció su esposa.
Abro una gran caja de plástico negro y saco una lámpara de mano de escena del crimen y unas gafas, y Lucy atenúa la luz en la habitación. Empiezo con la longitud de onda para el azul, iluminando la camiseta negra, y aparece toda una galaxia de fibras y residuos fluorescentes de diferentes colores e intensidades. Los que se ven naranjas y multicolores son probablemente sintéticos, y los asocio con la alfombra. La parte delantera y trasera de la ropa está sucia, con polvo de cemento y escombros y restos de pintura y vidrio, y pelo animal y humano, en gran parte por el contacto con el suelo, sospecho.
Siento la rigidez espesa de la sangre seca y apenas puedo ver en el tejido negro huecos oscuros donde probablemente la sangre goteó de la cabeza de Howard Roth, y le pido a Lucy que encienda de nuevo las luces. La mayor parte de la sangre se concentra en la parte posterior del cuello y los hombros, como si hubiera sangrado por la nuca mientras estaba acostado boca arriba y la sangre se hubiese filtrado por debajo. Me puedo imaginar por qué Luke supuso que la lesión fue causada cuando el cuerpo cayó en el suelo del sótano, al pie de las escaleras, pero no me lo creo.
—Estoy segura de que se te ha pasado por la mente que lo que le sucedió a su esposa es similar a lo de las otras.
Lucy sigue hablando de Channing Lott.
—Necesito imágenes de la escena de Roth: el modo en que quedó el cuerpo, tal y como fue encontrado. Comprueba que Machado las haya enviado.
—Su esposa pertenecía al mismo grupo de edad, y a su manera también era distinguida, una mujer formidable. —Lucy regresa al ordenador—. Ella ciertamente no parecía estar en una categoría de alto riesgo; de hecho era lo contrario. Han llegado las fotos de la escena. Las estoy abriendo ahora.
—¿Está de espaldas, de lado, boca abajo? —Abro un armario, busco peróxido de hidrógeno al tres por ciento.
—De espaldas y con la cadera torcida hacia la izquierda —responde ella.
Voy al ordenador y echo un vistazo. El cadáver de Howard Roth cayó de lado en el sótano, al pie de las escaleras. Quedó mirando hacia arriba, con las rodillas dobladas y los brazos en los costados, y tiene sangre coagulada y seca en la parte posterior del cuello, que se extiende en una mancha que desaparece debajo de los hombros. Una vez que aterrizó en esta posición, estoy bastante segura de que ya no se movió.
—Me huele a chamusquina eso de que la única razón para que Channing Lott se convirtiera en sospechoso fuese un intercambio de correos electrónicos entre él y aquél al que supuestamente estaba tratando de contratar —comenta Lucy—. Eres consciente de ello, ¿verdad?
—No conozco los detalles. —Vuelvo a la caja y saco botes de acetato de sodio y ácido 5-sulfosalicílico.
—Voy a ver qué encuentro —dice ella, y teclea en su ordenador—. Así que todo empezó el pasado 4 de marzo, domingo. El caso es que a la cuenta personal de Channing Lott llegó un correo electrónico de un usuario que él no reconoció, aunque supuso que se trataba de alguien de una de sus múltiples oficinas. Lott admitió en una declaración directa que no conoce los nombres de todos los que trabajan para él en el mundo. —Lucy me lee lo que ha aparecido de la historia.
«Me doy cuenta de lo inapropiado que resulta ponerme directamente en contacto con usted por correo electrónico, pero debo tener la verificación de la colaboración y el intercambio posterior antes de proceder con la solución».
—¿Y qué respuesta dio Channing Lott?
Disuelvo el ácido sulfosalicílico en peróxido de hidrógeno.
—Escribió: «¿Seguimos comprometidos con el premio de cien mil dólares?».
—Ciertamente suena incriminatorio. —Compruebo el reactivo Leuco Crystal Violet, o LCV a secas, asegurándome de que no se ha vuelto amarillo y aún se ve blanco y fresco.
—Afirma que supuso que el intercambio de correos electrónicos se trataba en realidad de un premio monetario que ofrecía su compañía naviera —me informa—. A menudo se asocia con otras compañías de transporte marítimo para premiar a científicos que encuentran soluciones viables para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Vierto en el LCV un colorante de triarilmetano catiónico y lo mezclo con un agitador magnético.
—El importe de cien mil dólares fue satisfecho —dice Lucy.
—Suena como un argumento que se le habría ocurrido a Jill Donoghue.
Traspaso parte de la solución a un bote con pulverizador.
—Sí, a menos que el premio Mildred Vivían Cipriano haya venido existiendo durante más de una década —dice Lucy—. Así que no solo fue esgrimido por la defensa para explicar los correos electrónicos. Y puesto que de momento nadie ha sido detenido ni identificado, concluyo que el correo electrónico que le enviaron a Lott no era detectable. Suena familiar, ¿verdad?
—Si pudieras ir a ese armario y sacar una D-70… —Le indico que quiero una lente determinada—. Vamos a usar los infrarrojos para ver si hay algunas impresiones sangrientas que de otro modo no aparecerían sobre el algodón negro.
Empezamos a sacar fotografías con diferentes filtros y velocidades de obturación y distancias. Primero lo intentamos sin realce químico, y en la parte delantera y trasera de la camiseta y los calzoncillos a cuadros hay zonas borrosas donde el residuo sangriento fue transferido a la tela por algo que entró en contacto con ella. Luego lo rocío con LCV y reacciona con la hemoglobina en la sangre, y produce formas discernibles, sorprendentes.
Imágenes de calzado: la suela, el talón, un dedo del pie, resplandores de un violeta intenso, formas sangrientas superpuestas unas sobre otras de alguien que repetidamente pisoteaba y pateaba a Howard Roth en el pecho, los costados, el abdomen, las ingles, mientras él estaba de espaldas, probablemente ya caído, tirado en el suelo del sótano. Le sangraba una herida en la cabeza y le sangraban la nariz y la boca, y la sangre manaba espumosa de las costillas rotas que le perforaban los pulmones, y trato de imaginar lo que sucedió.
Un hombre borracho y apenas vestido, y no creo que estuviera en la cama cuando se presentó el asesino. La mayoría de las personas no usan calcetines en la cama, especialmente en climas cálidos, y reviso de nuevo las fotografías de la escena y de la autopsia, y no estoy satisfecha.
Llamo a Sil Machado.
—Ha salido libre como un pájaro —son las primeras palabras que pronuncia—. Y Donoghue afirma que todo el mérito es tuyo.
—Fantástico.
—Ella comenta que le recordó al jurado, y con razón, que no se puede probar que Mildred Lott haya muerto, ni mucho menos que lo hiciera su marido.
—¿Dónde estás ahora?
—¿Qué es lo que quieres?
Mientras me quito la ropa protectora en la antesala le pido que se reúna conmigo en la casa de Howard Roth, y abro la puerta que da al pasillo. Benton está aquí.
—Dame unos veinte minutos —le digo a Machado—. Si llegas primero sería útil que esperases fuera —miro a Benton a los ojos—. Al parecer, Howard Roth tuvo visita justo antes de morir. Por cierto, ¿qué hay del cheque que había en la caja de herramientas? ¿Lo has enviado para que cotejen las huellas?
—Lo tienen en el laboratorio —dice Machado—. Y, por cierto, cuando ahumaron el coche sacaron una huella del espejo retrovisor. Y no es de Peggy Stanton.