27

Me despierto sin recurrir a la alarma y por un instante no sé dónde estoy ni quién está conmigo en la cama. Muevo la mano bajo las mantas y siento la caliente y delgada muñeca de Benton y sus afilados dedos, y me siento vacía por dentro al sentir lo que sentía en mi sueño. Era con Luke con quien estaba.

Ha sido un sueño vivido y sus sensaciones aún persisten, las de sus manos y su boca. Nervios despiertos y llenos de deseo. Y me deslizo cerca de Benton y le acaricio los músculos magros de su pecho desnudo, y el vientre, y cuando lo he puesto a tono hacemos lo que queremos y no hablamos.

Cuando no queda nada nos duchamos y volvemos a empezar, el agua caliente cae con fuerza, y él se muestra duro, casi enojado, nuestra lujuria igual a la que sentíamos cuando engañábamos y mentíamos, desesperados por satisfacer lo que rugía por debajo de nuestra calma exterior, y el alivio casi no duraba. No podíamos estar lejos el uno del otro y no nos cansábamos, y lo quiero conmigo.

—¿Dónde has estado? —le digo a la boca, y él me pone contra la pared de azulejos mojados, y el agua cae con fuerza, y yo se lo pregunto de nuevo.

Me dice que está aquí sin decirlo, y yo estoy aquí y le pertenezco, y no puede haber forma alguna de negarlo. Hacemos el amor como cuando estaba mal, cuando él tenía esposa y no estaba contento con unas hijas que no tenían nada que ver con él, y luego, durante mucho tiempo, él desapareció.

Él no estaba en ninguna parte y luego volvió, pero no conmigo, y Marino lo puso todo aún peor, y después de eso cada vez que nos tocábamos, algo se sentía diferente. Nada fue lo mismo hasta que la traición y los celos nos recuperaron el uno para el otro, como un hueso que está soldando mal y que debe romperse de nuevo. Hemos tenido que sufrir para llegar hasta aquí.

—Quédate esta vez —le digo a la boca, el agua humeante cae sobre nosotros—. Quédate esta vez, Benton.

Cuando nos vestimos me pregunta qué estaba soñando.

—¿Qué te hace pensar que soñaba? —Miro los trajes colgados en el armario, y pienso en cómo revisé la ropa de Peggy Stanton.

—No importa. —Se pone de pie frente al espejo de cuerpo entero para atarse el nudo de la corbata.

—Importa, o no me lo preguntarías.

—Los sueños son sueños a menos que se conviertan en algo más —responde, y mira mi reflejo en el espejo. Me decido por unos pantalones muy poco glamurosos, un suéter y unos botines prácticos y cálidos.

Va a ser un día muy largo, aunque espero que no tan largo como ayer, pero quiero estar cómoda con mis pantalones de pana y mi chaqueta de punto, y hace mucho frío, estamos bajo cero.

Se ha formado hielo en los árboles desnudos y en los de hoja perenne, como si los hubieran pintado o glaseado con azúcar, y mientras muevo la cortina para ver la calle e imaginar cómo va a ser conducir ahí afuera, Benton pisa la madera dura del suelo y la alfombra y me echa los brazos alrededor y me besa en el cuello.

Sus manos redescubren lo que momentos atrás han poseído, y se cuelan por debajo de la ropa que acabo de ponerme.

—No lo olvides —me dice.

—Nunca lo he olvidado.

—Últimamente lo has olvidado. Ayer lo hiciste.

—Adelante, dilo. —Quiero que me diga lo que vio, quiero que lo suelte de una vez.

Sus manos están donde él quiere.

—¿Y tú…? —me pregunta.

—Y yo, ¿qué? —No se lo voy a poner fácil—. Tienes que preguntarme lo que quieras saber.

—¿Le dijiste que lo harías? ¿Le hiciste creer que estabas dispuesta a hacerlo?

—Le dije que no lo haría.

—Él te estaba tocando —dice Benton mientras me toca—. Él creía que estabas dispuesta a hacerlo. Que lo deseabas.

—Yo le dije que no lo haría, y no hay más que hablar —le contesto, y me lleva hasta la cama.

—¿Eso es todo, de verdad? ¿Ha habido algo más?

—No hay nada más. —Le desabrocho el cinturón.

—Porque si hay algo más tendré que matarlo. Lo haré, de hecho, y me saldré con la mía.

—No lo harás. —Le bajo la cremallera—. Y no podrías salirte con la tuya.

—Quería matarlo en Viena porque ya lo sabía entonces.

—No hay nada que saber. No hay nada más que lo que ya sabes —le respondo, y le pregunto por ella—. Vas a arrugarte la camisa. —Le pregunto sobre Douglas Burke—. Te voy a arrugar la camisa. Te la voy a dejar hecha un asco.

Siento la suavidad del algodón blanco y la seda negra contra mi piel desnuda, y le pregunto de nuevo, y después ya no le pregunto nada más hasta que nos encontramos en la cocina y yo estoy dando de comer al perro y a la gata.

—Shaw ciertamente parece haberse hecho a la casa —digo, y echo una cucharada de comida en un plato y se lo pongo sobre una alfombra cerca de la puerta de la despensa—. Es como si hubiera vivido siempre aquí, pero debemos encerrarla en la habitación de invitados, en un espacio cerrado, hasta que esté familiarizada con el entorno. Aunque tengo la sensación de que Bryce va a adoptarla. Bastará con que le eche una mirada.

—Debemos llevarla al veterinario para que la examine. —Benton se echa café. Es alto y erguido, viste un traje oscuro, tiene el cabello húmedo y plateado y peinado hacia atrás.

Y no me responde sobre Douglas Burke.

—Voy a hacer que Bryce la lleve hoy, y que la examine a conciencia. —Abro una lata de comida para perros—. ¿Vas a venir a mi oficina para ver si encontramos algo en el coche?

—Tengo que lidiar con el problema de Marino.

—¿Vas a hablar con él?

—Hablar con él no ayuda. Ya le han hablado lo suficiente, y no hay nada que hacer. Y no pasó nada, Kay —dice entonces Benton, y se está refiriendo a algo completamente distinto—. No pasó nada, pero no porque ella no quisiera. Fui yo el que no quise.

Me está contando que Douglas Burke se siente atraída por él y que ha tratado de hacer algo al respecto. Ella podría estar enamorada de él, y cuando me dice esto sé que ella lo está. Y lo está hasta los huesos.

—Esto podría ser parte del problema. —Le da un sorbo al café y observa cómo le pongo el tazón a Sock en su alfombrilla, que está a una distancia segura de la alfombra de Shaw, aunque los dos parecen en paz, como si ambos supieran por lo que ha pasado el otro y no estuvieran dispuestos a negar el auxilio a ninguna criatura.

—¿Qué quieres decir con «podría ser»?

—Cuando empezamos a trabajar juntos, yo realmente pensaba que ella era lesbiana. Así que todo ha sido muy confuso.

Me pasa un café.

—¿Cómo es que te has vuelto de repente tan obtuso? ¿Qué es lo que haces para ganarte la vida? ¿Es que de repente eres tonto de remate?

Él sonríe.

—Tal vez no sea tan astuto cuando se trata de mí. Siempre soy el último en enterarme.

—Y una mierda, Benton.

—Tal vez yo no quería darme cuenta.

—Ésa es la historia más probable.

—Yo me habría apostado algo a que era lesbiana.

—Sea lo que sea, lo cierto es que no debería haber hecho lo que hizo anoche.

—Ella lo sabe, Kay. Y aun siendo malo para ti, para un agente del FBI es bastante terrible perder el control de esa manera. Perdió el control. Es así. De mala manera. Y eso se lo van a tener en cuenta con independencia de la bronca que yo le pueda echar.

—No la deseas. —Le estoy dando otra oportunidad para que confiese.

—Yo no la deseo, y de hecho estaba seguro de que le interesaba Lucy. Se ponía increíblemente nerviosa cerca de Lucy —dice.

—Lucy podría hacer enrojecer a la madre Teresa de Calcuta.

—No, lo digo en serio. —Benton abre el refrigerador y saca una jarra de zumo de naranja sanguina y sirve un vaso para cada uno—. Estoy tratando de pensar en la última vez, cuando fue tan obvio que casi daba vergüenza ajena. Doug me había llevado en coche hasta Hanscom, donde Lucy se iba a reunir conmigo. Acababa de apagar el helicóptero e iba caminando por la pista, y Doug estaba tan en las nubes que pensé que íbamos a chocar contra un avión.

—¿Eso sucedió cuando Lucy te llevó a Nueva York en junio pasado, justo antes de mi cumpleaños? —pregunto—. ¿O sea que no ha sido hasta hace nada que te has dado cuenta de lo que estaba pasando?

—Se puso toda roja, le temblaban las manos, estaba agitada y tenía los ojos como platos.

—Suena como si hubiera estado hasta las cejas de Sudafed o de cualquier otra cosa.

—Ahora me lo planteo —dice—. Ahora sí que me lo estoy preguntando.

—O podría ser Lucy. Podría haber estado reaccionando así por Lucy —comento, mientras saco unos huevos de la nevera y empiezo a batirlos en un bol—. La gente no siempre es una sola cosa. Casi nunca, si son sinceros. No sabía que realmente se conocieran, dado que Lucy hace lo posible por evitarla, a ella y a todos los agentes del FBI, si le es posible.

—Podría ser algo conflictivo. —Benton vuelve a llenarse la taza y comprueba la mía—. Ella me preguntó por Lucy.

—¿Ella te preguntó por Lucy?

—Sentía curiosidad sobre el pasado de Lucy en el FBI. Por qué lo dejó. Por qué se fue de la ATF.

—¿Qué le dijiste?

Enciendo el fuego.

—Nada.

—¿Sentía curiosidad o eran sus preguntas un intento de mostrarse crítica? Tal vez quiera obtener información que pueda hacerla creerse superior a Lucy.

—Doug es competitiva.

—No tienes ni idea de cuánto lo es. —Abro un armario, decido qué cacerola usar.

—Yo no le hablo de nosotros, no confío en ella, nunca lo he hecho y jamás lo haré.

—No me sorprende. Apenas confías en mí.

—Sé que Doug toma todo tipo de cosas y tiene verdaderos problemas con las alergias, pero nunca me lo había planteado.

—¿Has visto esos síntomas y ese comportamiento desde hace tiempo? —Una vez batidos los huevos, derrito la mantequilla en la cacerola—. ¿Desde que empezaste a trabajar con ella codo con codo?

—Va y vuelve. ¿Solo en los últimos meses? No, todo el tiempo. Parece un motor pasado de revoluciones. —Pone unos panecillos en la tostadora—. Pensé que tenía esos estados de ánimo, que era su problema.

—Su problema eres tú. Debe de haber espárragos picados y albahaca fresca en el estante superior de la nevera. La mermelada de higo está en la puerta de esa otra nevera. —Me gusta tener bien ordenado el montón de comida que almaceno en la casa.

Si tengo una compulsión, es la de cerciorarme de que no me falta nada de lo que pueda necesitar para cocinar, especialmente si el tiempo está empeorando.

—Cuando finalmente me di cuenta de lo que ella sentía por mí, la cosa ya no tenía arreglo, y yo lo atribuía a que estaba ansiosa, estresada cuando estaba cerca de mí. —Saca el tarro de mermelada, la albahaca y los espárragos, y los pone en la encimera cerca de mí—. ¿Quieres queso?

—El parmesano ya está rallado. Y tú estás a cargo de la mermelada. —Deslizo el tarro en su dirección—. Estará rica untada en estos panecillos.

Tengo que ir a la tienda hoy. Probablemente no habrá tiempo. Saco el Parmigiano-Reggiano que rallé anoche y los espárragos que corté mientras esperaba que Benton volviera a casa. Echo sal y pimienta a los huevos.

—La pseudoefedrina es estructuralmente similar a la anfetamina y se ha utilizado para mejorar el rendimiento. —Rompo las hojas de albahaca y lo mezclo todo—. Por lo general la consumen deportistas, por ejemplo. Provoca euforia, da energía ilimitada y puede crear dependencia si se consume tres o cuatro veces al día, o incluso más. Algunos la utilizan para bajar de peso, porque es un supresor del apetito.

—Ella ciertamente no necesita perder peso.

—Tal vez sea por eso.

—Voy a sugerirle que solicite que la transfieran a otra oficina.

—¿Ya se lo has sugerido o se lo vas a proponer? —le pregunto, mientras pongo el fuego muy bajo—. ¿Y cómo fue que tuviste un momento de iluminación después de haber estado todo este tiempo pensando que era lesbiana?

—Cuando fuimos a Quantico juntos en agosto. —Revisa los panecillos y mueve la palanca de la tostadora—. Quería venir a mi habitación, y parecía bastante evidente para qué, y le dejé muy claro que yo no estaba por la labor.

—¿Y anoche? —pregunto, mientras abro la puerta del horno para asegurarme de que la parrilla está encendida—. Cuando te llevó a recoger tu coche y no llegaste a casa hasta unas dos horas más tarde. Para entonces yo ya me había bebido media botella de vino sola y la cena se había echado a perder.

—Nos sentamos en el aparcamiento a hablar —dice, y yo le creo—. Ella no podía quitárselo de la cabeza.

—A quien no puede quitarse de la cabeza es a ti.

—Supongo que no. No.

—Creo que incluso un agente del FBI puede tener un trastorno de personalidad. ¿Es narcisista? ¿Borderline? ¿Sociópata, o un poco de cada? ¿Qué es? Porque yo sé que tú lo sabes.

—No espero que te sientas mal por ella, Kay.

—Bien. —Agarro las asas—. Porque no pienso hacerlo.

Levanto la cacerola de acero inoxidable de la estufa de inducción y la coloco en el estante superior del horno.

—Esto va a estar listo en solo diez segundos, y estoy bastante segura de que los panecillos están ya —le digo—. De modo que intenta seducir a mi marido, quiere que Marino vaya a la cárcel y, básicamente, me acusa de ser una mentirosa y recurre a métodos de interrogatorio que recuerdan a estrategias de tortura.

—Probablemente necesita pedir la baja.

—Su intención es degradar, cuando no aniquilar a la competencia.

—Probablemente tendrá que ver a alguien. —Aparece rápidamente con los panecillos y los deja en un plato y los unta con mantequilla—. Tiene que irse lejos de Boston y, francamente, lejos de mí. La necesito lejos de mí.

Ligeramente marrón en la parte superior, la frittata ya está hecha, y la saco de la sartén, la echo en un plato y la corto como una pizza mientras Benton sigue hablándome de su preocupación por Douglas Burke.

—El problema es que acudir a un profesional, especialmente si tienes que tomar medicación, no es un asunto privado. —Lleva nuestros cafés y los cubiertos a la mesa de desayuno junto a la ventana—. Si estás en el FBI no es solo asunto tuyo. Así que ella no quiere ayuda, a pesar de que la necesita.

—¿Te preocupa que pueda ser un peligro para sí misma?

—No lo sé.

—Si no lo sabes, eso es lo mismo que decir que sí. —Saco una silla, y más allá de la ventana la mañana parece hacerse más luminosa, y un coche que va por la calle se mueve lentamente, con cuidado, por culpa del hielo—. Si no sabes si ella puede suponer un peligro para sí misma o tal vez para otros, entonces debes pensar que lo será. ¿Qué vas a hacer al respecto?

—Me temo que voy a tener que hablar con Jim.

Jim Demar es el agente especial a cargo de la Oficina de Campo de Boston.

—Desafortunadamente, eso tendrá consecuencias. —Extiende mermelada de higo en un panecillo y me lo ofrece—. Podrían darle la baja administrativa con derecho a sueldo, lo cual no sería lo peor que le puede pasar, sobre todo si le da tiempo para solucionar lo que tenga que solucionar, tal vez en otro lugar donde pueda empezar de nuevo.

—¿Dónde?

—Voy a recomendar que la transfieran a Louisville, Kentucky, su patria chica. Una nueva oficina, buenas instalaciones y un montón de oportunidades. Tal vez en las Fuerzas sobre Terrorismo o en el Centro de Fusión de Inteligencia, o en asuntos de contrainteligencia extranjera o de corrupción pública.

—Lo que sea necesario para que se olvide de ti —le respondo.

—Estoy seguro de que va a estar bien. Es solo que no le conviene andar por aquí.

Pienso en ello mientras conduzco hasta el CFC, en cómo «no le conviene», y, sin embargo, el problema de Douglas Burke no tiene nada que ver con Boston y sí con Benton. Está siendo un ingenuo, y me preocupa, y pienso en lo extraño que puede parecer a casi todo el mundo que mi marido, el especialista, pueda ser tan poco avispado para ciertas cosas. Nunca he estado en una situación como ésta. Nunca he tenido que lidiar con alguien obsesionado con mi marido hasta este punto, y él no lo ve como yo. Douglas Burke es un peligro para sí misma y no estoy segura de para quién más.