26

La lluvia ha cesado y la noche es fría y húmeda mientras conduzco a casa sola, con la gata.

Benton le ha pedido a Burke que lo acerque hasta el CFC para recuperar su coche, pero no creo que esta sea la verdadera razón. Le va a cantar las cuarenta. Le va a hacer saber lo que piensa de ponerse ciega de pseudoefedrina, de ponerse ciega de speed y luego mostrarse agresiva conmigo, y al diablo con sus alergias. Lo que ha hecho estaba fuera de lugar. Me importa una mierda la razón que esgrima para obrar así, y a él le pasará lo mismo: está furioso por lo que ha escuchado, y en verdad debería estarlo.

No es que yo no entienda por qué Burke necesita saber más cosas sobre Marino, pero de ser yo la investigadora jamás me habría comportado así. Fue un error. Era acoso. Era intimidación. Solo puede haber una explicación para que ella supiera esas cosas y me las echara en cara de ese modo, y me imagino que antes había hablado con Benton y no me cabe duda de que él se sintió obligado a revelar lo que sabía. No podía mentir ni esquivar la pregunta, por supuesto que no. Me digo que no se le puede culpar por ser sincero, y él no podía decir que Marino nunca ha demostrado tener potencial para la violencia, y específicamente para la violencia sexual, porque no es así.

Pero Burke no necesitaba detalles truculentos, y me ha interrogado como si quisiera saber lo que había ocurrido, como si tuviera intención de humillarme y dominarme, de hacerme exactamente lo que Marino me hizo, y eso es lo que me preocupa. Me preocupa cuál es su verdadera motivación, y estoy sorprendida por la forma en que eventos que vienen de tan lejos vuelven a presentarse ahora en nuestras vidas y nos damos de bruces con ellos. Lo que Marino hizo cinco años atrás me golpea de cerca, de tan cerca que se puede tocar: puedo escuchar lo que sucedió, puedo olerlo, es como un flashback postraumático. Los nervios que estaban entumecidos han cobrado vida, y mientras conduzco siento un hormigueo y un escozor, y aunque sé que voy a superarlo, no voy a perdonar a Douglas Burke. La culpo de infligir intencionalmente daño cuando no era necesario ni justificado, y en verdad no lo necesitaba para demostrarme que tenía razón.

Sigo Massachusetts Avenue hasta Harvard Square. La gata va acurrucada en mi regazo, sobre una toalla, y me molesta no saber su nombre. La necesidad de saberlo me obsesiona, porque ella ha tenido un nombre desde hace bastante tiempo, probablemente desde que era una gatita, y no quiero llamarla algo diferente, algo erróneo. Ya ha sufrido bastante.

Estaba fuera, sometida a las inclemencias del tiempo y Dios sabe lo que ha sufrido, lo sola y hambrienta que ha estado, y me imagino a Peggy Stanton poniéndole comida y agua en sus cuencos en la cocina. La imagino recogiendo su bolso y las llaves, saliendo a dar una vuelta, con la intención de regresar a casa. Pero la siguiente vez que se abrió la puerta, no fue ella quien entró.

Era un extraño que usaba su llave de la casa, y probablemente entró por la puerta de la cocina para no ser visto por los vecinos o por cualquier persona en la calle. Esta persona que de alguna manera la secuestró y mató sabía el código de la alarma y fue de habitación en habitación, dejando luces encendidas en algunas, y esas flores, y quién las pudo enviar me despierta sospechas. Estoy preocupada por la llave del coche hallada en el cuenco de Lauque, que es donde la dejó esta persona a propósito.

¿Para quién la dejó?

Un ramo de flores sin tarjeta. Flores frescas que nunca se arrojaron a la basura. En la cocina desaparecieron todos los alimentos perecederos, pero no las flores, y yo sigo pensando en eso, al igual que pienso en la llave dejada en la entrada cerca de una puerta que dudo que el asesino usara.

¿Para quién dejó esas cosas, en realidad?

Desbloqueo el móvil y llamo a Sil Machado, porque no puedo llamar a Marino.

—Soy la doctora Scarpetta.

—Qué casualidad.

—¿Por qué casualidad?

—¿Qué pasa, doctora?

—Estoy pensando en su coche dentro del garaje. Me dirijo al norte de Porter Square.

—Ya se ha llevado sano y salvo al laboratorio. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—¿Y qué hay de la llave que encontramos dentro de la casa? —le digo—. ¿Estamos seguros de que es la llave de ese coche?

—Sí. Abrí la puerta del conductor para echar un vistazo rápido, pero no toqué nada ni traté de ponerlo en marcha.

—Eso es bueno. ¿Y la llave?

—Tengo la llave y el llavero. Sí.

—Me gustaría verlos en algún momento.

—Solo es una llave y un llavero en dos piezas y una vieja brújula negra que estoy pensando que pudo haber pertenecido a una de las niñas —dice—. Una brújula de girl scout. Tal vez sus niñas eran scouts. O brownies, supongo. ¿A qué edad pasa una chica de ser brownie a ser girl scouts?

—No sabemos si sus hijas fueron brownies o girl scouts.

—La brújula. Sin duda es una brújula de explorador.

—Creo que es posible que él condujera su coche hasta la casa, lo devolviera al garaje y dejara la llave donde lo hizo, porque no sabía dónde se guardaban las llaves —le digo—. Es probable que no la conociera bien. Pero lo más importante es que tal vez dejó ahí la llave por alguna razón, posiblemente de carácter simbólico.

—Esto es interesante.

—Puede que él nunca antes hubiera estado dentro de la casa y caminara por allí cuando ella ya estaba muerta —continúo—. Pero tenemos que tener cuidado para no dejar que se sepa. Quería asegurarme de decírtelo, porque tengo la corazonada de que él no se da cuenta de que alguien podría descubrir esto.

—¿Quieres decir que no cree que nadie sepa que regresó a la casa?

—Quiero decir que no cree que nadie sepa que estuvo allí. Aunque fuera solo una vez.

—Esto es interesante, porque acabo de recibir el registro de alarmas. ¿Y qué vemos, aparte de los bomberos, que se colaron por la puerta del sótano con el hooligan? —Se refiere a una barra para hacer palanca, una herramienta llamada Halligan—. La última vez que se desarmó el sistema de alarma fue el 29 de abril, domingo, a las 23:50 horas. Alguien estuvo dentro de la casa durante aproximadamente una hora, y luego reinició la alarma. Obviamente esta persona se fue y nunca regresó. Y no ha habido más actividad de alarma hasta esta noche, como te he dicho.

—¿Ni siquiera falsas alarmas?

—Todo lo que hay son contactos en puertas. No hay sensores de movimiento ni roturas de vidrios, nada de la mierda habitual que suele hacer saltar las alarmas.

—¿Y antes del 29 de abril?

—Ese viernes, el día 27 —afirma—. Un par de entradas y salidas, y luego alguien salió alrededor de las seis de la tarde, restableció la alarma y ésta no se apagó otra vez hasta el domingo día 29 en el momento que te acabo de decir, ya casi a la medianoche.

—Es posible que en la noche del viernes fuera ella la que salió. Ella fue a algún lugar, posiblemente en su coche. Y quien regresó a última hora del domingo fue otra persona.

—Vale, te entiendo.

—¿Te has fijado si había algo en los cubos de basura? —le pregunto.

—Estaban totalmente vacíos —responde.

—El camión de la basura pasa los lunes —comento—. Me pregunto si esta persona vació el frigorífico de productos perecederos, sacó la basura y la puso en la acera.

—¿Y luego metió el cubo de nuevo bajo el porche?

—Sí. Y es posible que al mismo tiempo esa persona vaciara el buzón y suspendiera su servicio de prensa.

—Dios mío. ¿Quién hace algo así? No es un extraño cualquiera.

—Ella tal vez no era una extraña para él, pero eso no significa que él no fuera un extraño para ella. No estoy diciendo que sus caminos no se cruzaran, solo sugiero que eso no implica que ella tuviera alguna relación personal con él, tal vez ni siquiera era consciente de su existencia. —Mientras hablo pienso en todo lo que Benton me dijo sobre la persona a la que estamos buscando—. Lo que me gustaría hacer es obtener impresiones, huellas latentes y rastros en el coche a primera hora de la mañana. En otras palabras, un examen completo. No solo una comprobación del kilometraje y el GPS sino comprobarlo todo. ¿Podrás estar presente?

—Cuenta conmigo.

—Y si te topas con registros o facturas del veterinario, tal vez veas algo con el nombre de la gata.

—Podría llevar uno de esos chips.

—Voy a pedir que la examinen en el veterinario —le respondo—. Tal vez Bryce puede llevarla mañana. Vamos a ver si hay un número de identificación que podemos cotejar con el registro nacional de mascotas.

Cuelgo el teléfono, giro a la derecha en White Street, y me siento terriblemente mal porque no tengo ni idea de cómo llamarla.

—Lo siento mucho, pero no puedo llamarte «gata» a secas —le digo, y ella ronronea con fuerza—. Si pudieras hablar podrías contarme qué hacías fuera de la casa, lo que hizo esa mala persona. No solamente era una persona poco agradable, sino malvada, y sospecho que tenías miedo de él porque sentías que realmente era malo. Un hombre en el que nadie repara. Pero que es cruel. Y tú te diste cuenta, ¿verdad? Justo cuando entró en la casa, ¿verdad? Y no te acercaste a él hasta que te engañó con esas golosinas que vi sobre la encimera. —Acaricio sus orejas planas, su cabecita, y ella frota el morro contra la palma de mi mano—. O tal vez saliste corriendo por la puerta. Tal vez huiste. Voy a comprarte una bolsa de esas chucherías, las mismas, Greenies de salmón, porque sé que es lo que tu ama te compraba, las he visto a montones en un armario. Y de pavo integral, que también las vi en la cocina, y en abundancia. Ella se aseguró de que estuvieras bien alimentada, tenías un montón de cosas saludables para comer, ¿verdad? No pareces tener pulgas, pero te voy a dar un baño y a lavarte, por lo que probablemente te vas a enfadar conmigo.

Es casi medianoche cuando llego al aparcamiento del supermercado Shaw, iluminado con altas farolas y bordeado por árboles desnudos que ahora se mecen al viento. La noche se ha calmado considerablemente.

—Supongo que podría llamarte Shaw, ya que ésta es nuestra primera salida juntas —le digo, mientras aparco cerca de la entrada de ladrillo con columnas—. Me disculpo por no saber quién eres exactamente, y no quiero que te preocupes, pero voy a tener que dejarte en el coche durante unos minutos porque en casa no tengo nada para gatos. Solo cosas para perros, y el mío tiene una dieta de pescado muy aburrida, y también golosinas de boniato. Se trata de un viejo galgo llamado Sock, que es muy tímido y que probablemente te tenga miedo.

La dejo envuelta en la toalla sobre el asiento del conductor, cierro la puerta y estoy apuntando el mando a distancia para bloquear el vehículo cuando otro coche entra y sus faros me ciegan. Por un instante no puedo ver nada, y luego se baja una ventanilla y es Sil Machado, sonriéndome.

—Oye, ¿qué estás haciendo, doctora?

—Compras para la gata —digo, y me acerco a su Crown Vic—. ¿Me estás siguiendo?

—¿Estamos seguros de que era realmente su gata? —Maniobra el coche en el parking y saca un brazo por la ventanilla—. Y sí. Te estoy siguiendo. Alguien tiene que hacerlo.

—La lógica te diría que sí que es su gata. Pero yo no lo sé a ciencia cierta. Parece perdida y sin hogar. —Miro a mi alrededor en el aparcamiento casi vacío; alguien tira de un carro de la compra en el otro extremo—. ¿Vas a entrar?

—No necesito nada de la tienda —responde—. Solo me aseguro de que llegues a casa sana y salva. —Parece extraño que diga algo así—. Sé que estás acostumbrada a ir donde se te antoje a cualquier hora. Pero solo me estoy cerciorando de que estás bien —repite.

—¿Sabes algo que yo no sepa? —Veo bolsas de pruebas en el asiento trasero, incluidas las que he recogido yo misma.

—Se trata de alguien que está familiarizado con Cambridge, ¿verdad?

—Alguien que está familiarizado con la casa, con el barrio. Alguien que de todos modos se ha hecho familiar. —Doy un paso atrás para mirar por la ventanilla de mi todoterreno, asegurándome de que la gata está bien.

Está sentada sobre la toalla.

—Ha sacado la correspondencia del buzón, ¿no? Tal vez ha vaciado también la basura y la ha dejado en la calle para que la recojan, ¿verdad? —Machado me mira, y parece tan serio e inflexible como el granito—. Así que estoy pensando que este tipo se siente cómodo por aquí. Sabe cuándo sacar el correo del buzón, probablemente por lo menos una vez a la semana. Sabe cuándo pasa el camión de la basura. Odio lo que ha sucedido allí dentro. Vamos, que Burke se ha pasado cuatro pueblos.

—No sé si lleva mucho tiempo recogiendo su correo —digo, y no voy a hablar de lo que acaba de suceder.

—Marino y yo salimos a dar vueltas con las Harleys. Y así es como estamos de juntos. —Machado mira al infinito—. A veces trae una pizza, a veces viene a tomar café, a veces nos encontramos en el gimnasio… Es un buen tipo, un tipo legal que jamás te faltaría al respeto. No tenía ni idea. Vamos, que no sé qué decir, salvo que sé lo que siente por ti. Yo sé que él daría la vida por ti.

—Estoy suponiendo que esta persona recogía el correo una vez a la semana o un par de veces al mes, a una hora en que no es probable que nadie la viera. Es obvio que no quería levantar sospechas y que la gente se pusiera a buscarla, mientras él todavía tenía el cadáver almacenado en algún lugar durante meses. —No pienso hablar con él de Marino—. ¿Tienes el llavero ahí?

—Vale, sí. —Busca en el asiento trasero y encuentra la bolsa de papel marrón. La abre y saca una bolsa más pequeña que tiene la llave del coche dentro, y me la pasa por la ventanilla—. Nunca he visto un caso con alguien tan retorcido. Esto no es normal, doctora.

—¿Y cuándo es normal un asesinato? Sostengo la bolsa transparente y la ilumino con la luz de mi teléfono.

—Así que crees que es un psicópata que vive en un mundo de fantasía, aunque en la calle se comporte como un tipo normal y corriente.

—¿Qué te parece? —La llave del coche es por infrarrojos, con una pila, y lleva unida una brújula con un mecanismo de desenganche rápido y una arandela a cada lado.

—Sí, no hay duda de ello. Es alguien que pasa desapercibido. Alguien en el que nadie repara.

—Ese llavero se ve bastante nuevo —comento, mientras se lo devuelvo—. Contiene la llave de un Mercedes de dieciocho años y una brújula que es una antigualla.

—¿Una antigualla? ¿Quieres decir que es tan antigua como el coche? —Vuelve a meter la bolsita de plástico en la bolsa de papel marrón.

—Lo que quiero decir es que verás cómo las girl scouts no han utilizado brújulas como ésta en mucho tiempo. Yo diría que por lo menos tiene cincuenta años.

—¿Estás de broma? Así que tal vez fuera de Peggy Stanton.

—Ella tenía cuarenta y nueve años, por lo que también es anterior a ella y todo depende de dónde sacó la brújula, o de quién la puso ahí. —Observo a la gata—. Una vieja brújula, un anillo con una moneda antigua, y botones antiguos cosidos en la chaqueta que llevaba… Se trata de alguien interesado en la historia y en objetos de coleccionista, pero ¿quién?

—Entra ya —me dice Machado—. Voy a esperarte y te seguiré hasta casa, solo para estar seguro. Así me sentiré mejor.

Camino hacia el toldo verde de la entrada y entro en el supermercado, tomo un carro y me dirijo al pasillo de alimentos para mascotas, donde encuentro una caja de arena y una pala, y también comida, golosinas y varios juguetes. Busco champú antipulgas, harina de avena y un cortaúñas, y cuando vuelvo a mi todoterreno y abro la puerta de atrás, Shaw está sentada en el asiento con sus patas traseras hacia afuera, tal y como un fold escocés acostumbra a hacer, lo que es diferente al modo en que se sientan los demás gatos.

—Vamos. —La recojo, consciente de que Machado está estacionado cerca y con los faros encendidos—. Vamos a volver a la toalla y a mi regazo, ¿de acuerdo?

Ella no lucha ni se resiste lo más mínimo mientras conduzco a casa con Machado justo detrás de mí, y me pregunto por qué está preocupado. No puedo dejar de sospechar que tal vez sabe algo que no me está contando, algo relacionado con Marino, pero parece imposible que Machado pueda pensar ni por un minuto que Marino tiene algo que ver con la muerte de Peggy Stanton o con la paleontóloga desaparecida. Pero eso depende de qué le han contado, especialmente si ha sido Burke quien se ha ocupado de hacerlo.

Conduzco hacia el sur, cortando por Garfield y por Oxford hacia la escuela de teología de Harvard, y de ahí a Norton’s Woods, donde está la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, rodeada de árboles, ahora a oscuras. El pavimento silba húmedo bajo los neumáticos y Machado sigue justo detrás de mí cuando corto por Kirkland hacia Irving Street. Nuestra casa de tres pisos de estilo Federal es de color blanco, con persianas negras y un techo de pizarra, y no sé si Benton está en casa. Entro por el camino y aparco a un lado del garaje, y Machado detiene su vehículo en la calle y espera hasta que saco los comestibles y a Shaw de mi coche.

Abro la puerta del porche acristalado y la alarma comienza a sonar. Introduzco el código, entro, y al empujar la puerta con la cadera siento el ruido de las pezuñas de Sock sobre la madera de la sala. Benton no ha llegado aún. Siento que Shaw se pone tensa en el interior de la toalla cuando Sock aparece por el pasillo, y no puede recibirlo como me gustaría.

—Tenemos visita —le digo a nuestro galgo de hocico gris, que nunca tiene prisa—. Y vosotros dos vais a ser amigos.

Al pasar junto a las habitaciones voy encendiendo luces, y voy hasta la cocina, con armarios color cereza y electrodomésticos de acero inoxidable. Dejo las bolsas de la compra y encierro a Shaw dentro de la despensa para que no vague por ahí ni se esconda. Saco a Sock al jardín trasero, donde mis rosas han perdido las últimas flores, y veo que la vidriera del hueco de la escalera está a contraluz. Le pido disculpas a Sock por llegar a casa tan tarde, y sé por los correos electrónicos que su cuidadora me ha enviado que lo ha paseado por última vez a las cinco y que le dio varias golosinas. Pero nadie le ha dado de comer, a menos que Benton se haya hecho cargo de él, y me siento como una madre negligente.

La delgada silueta de Sock con sus largas piernas y su morro puntiagudo se mueve como una sombra por el jardín con paredes de piedra que a los niños del barrio les encanta escalar. El lugar favorito de mi perro es donde no hay luces con sensores de movimiento. Y luego él me sigue dentro, y le doy de comer, y le acaricio, y empiezo a llenar el fregadero con agua caliente, y recojo toallas, y me pregunto dónde se ha metido Benton.

—Hace mucho que no tengo gato —le digo al recogerla de la despensa, y ella ronronea—. Y sé que no te va a gustar, pero piensa en ello como en un spa.

Saco una silla de la mesa de la cocina, me siento, poso la gata sobre mi regazo y le corto las uñas.

—Bueno, parece que ya te lo han hecho antes, pero quizá no te hayan dado un baño. Los gatos odian el agua, o eso es lo que se dice, aunque a los tigres les gusta nadar, así que vete a saber quién está en lo cierto.

Me pongo los guantes de goma y la meto en el agua tibia, hago espuma con el champú antipulgas y termino poniéndole harina de avena. Ella me mira con sus grandes ojos redondos y yo me echo a llorar.

No sé por qué.

—Eres de buena pasta. —La froto con una toalla grande y suave—. Nunca había visto un gato que se comportara tan bien como tú.

Me seco los ojos.

—Eres casi como un perro. —Miro a Sock, que está echado en su cama cerca de la puerta—. Los dos huérfanos de la misma manera.

Y lloro un poco más.

—La gente que os cuidaba ya no está, y luego os traigo a casa y me doy cuenta de que no es lo mismo.

No puedo ni empezar a imaginar si los animales recuerdan algo o no, pero Shaw pudo haber sido la mejor amiga de Peggy Stanton y vio quién la mató y no me lo puede decir. Ella no puede decírselo a nadie. Y ahora esta testigo muda está en mi casa tumbada boca arriba, encima de una toalla, en una postura que ningún gato digno adoptaría jamás. Cierro las puertas y busco en la nevera algo que calentar, pero no veo nada que me apetezca. Abro una botella de Valpolicella y me sirvo un vaso, y decido cocinar un poco de pasta fresca con una simple salsa de tomate, y vuelvo a la despensa. Shaw está a mis pies.

Tomo un par de latas de tomates pelados enteros y derrito un poco de mantequilla con sal en una cacerola y luego añado una cebolla cortada por la mitad. Ella se frota contra mis piernas, ronroneando.

—Si Benton estuviera aquí podríamos salir afuera y poner en la parrilla un poco de salchicha italiana —le digo a la gata—. Sí, sé que hace frío y está todo mojado, pero eso no me detendría. No te preocupes. No lo haré. No vamos a estar por ahí en la oscuridad, solas.

Se me ocurre que seguramente Machado ya se habrá ido, y me acuerdo de volver a poner la alarma, y pongo a hervir agua con sal. Pongo la mesa en la sala de estar y enciendo el fuego, y bebo más vino y trato de contactar con Benton varias veces más, pero salta el buzón de voz. Es casi la una de la madrugada. Podría llamar a Machado, pero no quiero preguntarle dónde está mi marido. Podría llamar a Douglas Burke, pero no lo haría ni loca. Apago el fuego. Me siento en frente de la chimenea de gas con Shaw en mi regazo y Sock acurrucado a un lado, ambos durmiendo, y bebo, y cuando he bebido lo suficiente llamo a mi sobrina.

—¿Estás despierta? —le pregunto, cuando Lucy responde.

—No.

—¿No?

—Se trata del buzón de voz. ¿En qué puedo ayudarte? —dice.

—Sé que es tarde. —He oído a alguien de fondo, o eso creo—. ¿Es que tienes encendido el televisor?

—¿Qué pasa, tía Kay? —No está sola, y no me lo va a decir.