25

No hay nada dentro salvo condimentos y conservas de frutas sin azúcar. No hay zumos, ni leche, ni alimentos con fecha de caducidad, nada que pueda sernos útil, y, o bien Stanton Peggy vació su nevera porque iba a dejar la ciudad, o bien otra persona, un ser maligno, lo hizo por algún motivo. Siento cómo Burke acecha cada uno de mis movimientos, cada una de mis expresiones faciales.

Me está diseccionando, observa cada pequeño detalle, y yo se lo permito. Como cualquier investigador, va a ir tan lejos como le deje, tal vez tenga otros motivos y puede ser que le esté afectando la pseudoefedrina, a lo mejor la está volviendo agresiva.

—Le conoces desde hace ya media vida, ¿verdad, Kay?

Piso el pedal del cubo metálico de basura y no encuentro nada dentro, solo una bolsa vacía. Abro el armario de debajo del fregadero y saco una caja abierta de bolsas de basura y la pongo sobre la encimera.

—Tal vez alguien vació la basura —explico—. Tal vez alguien que no sea ella. Tal vez alguien que vino aquí a hacer unas cuantas cosas.

—Tiene mal carácter, ha estado en rehabilitación, y en los últimos meses ha vuelto a empinar el codo. —Burke no mira nada, solo a mí, y está de pie cerca de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Esto debe comprobarse para sacar huellas y ADN. Si no lo quieres recoger tú, lo haré yo. —Saco una bolsa de papel del maletín y recojo las pruebas yo misma.

—Comenzó a beber de nuevo más o menos al mismo tiempo en que se puso a tuitear con Peggy Stanton.

—Ya estaba muerta el primer fin de semana de septiembre —le digo, mientras recojo la bolsa vacía que reviste el cubo de la basura—. Estaba muerta mucho antes de eso.

—¿Cuándo supiste que Marino había vuelto a beber?

—No sé a ciencia cierta ni si Marino ha vuelto a beber ni cuándo se supone que lo ha hecho.

—¿De modo que ella ya estaba muerta mucho antes del primer fin de semana de septiembre? ¿Estás absolutamente segura?

Le digo que sí, que estoy segura.

—No sé cómo has podido creer a pies juntillas que semejante cosa sea cierta; simplemente me resulta confuso —me dice, y otra vez está escribiendo en su teléfono—. De hecho, se trata de algo tan subjetivo como si tres ciegos se pusieran a describir a un elefante.

—El tiempo de la muerte depende de muchos factores, y es complicado —respondo. No voy a ponerme a la defensiva, no pienso darle esta satisfacción.

—Dime por qué estás tan segura de que esta señora lleva muerta desde la primavera. Dime en qué te basas, además de en haber ojeado las fechas de un par de revistas, un ramo de flores marchitas, unas cuantas bombillas fundidas y la maleza acumulada en el patio.

Reviso los quemadores de gas en la cocina. Tienen llama.

—La ausencia de daños causados por insectos, el moho en el rostro y el cuello, la descomposición de los órganos y su temperatura corporal central nos indican que estuvo almacenada en una estructura cerrada donde el aire era seco y muy frío —le digo de nuevo—. Posiblemente la congelaron.

—Según varias publicaciones, la momificación completa puede tener lugar en tan solo dos semanas. Así que dilucidar el tiempo que esta mujer lleva muerta es más bien una cuestión de opiniones.

—En realidad, no lo es.

—Tú dices meses. Otros dicen semanas.

Abro la despensa y no encuentro nada perecedero. Los productos enlatados habituales, todos ellos libres de sodio. Cereales integrales, arroz y pasta.

—Para tener una opinión informada se necesita algo más que navegar por Internet —replico, para que vea que sé que alguien está haciendo precisamente eso, probablemente el que le envía tantos correos electrónicos.

—Estoy segura de que podría encontrar a unos cuantos expertos con un nivel de formación igual al tuyo cuyas opiniones serían muy diferentes a la tuya.

La he hecho enfadar.

—Yo también estoy segura de que podrías encontrarlos. —Siento sus ojos en mi espalda—. Eso no significa que sus opiniones fueran correctas.

Al parecer, Peggy Stanton comía un montón de ensaladas. Un estante está lleno de botellas de aliño italiano para ensaladas sin grasa, debe de haber un par de docenas de botellas, que tal vez estaban de oferta en Whole Foods. Cierro la puerta de la despensa.

«Una señora prudente y que se cuidaba y cuidaba a su gato. Era frugal. Controlaba lo que quedaba de su mundo».

—Dos semanas —repito lo que Burke ha dicho antes—. ¿Casos en los que un cuerpo se ha momificado completamente en dos semanas? Eso es muy interesante.

—Está en la literatura —replica con actitud polémica, y es mejor así.

Es más fácil. Dejemos que lea todo lo que aterrice en su bandeja de entrada y ya le daremos el golpe de gracia.

—¿Y dónde podría suceder algo así? ¿En qué lugar podrían unos restos humanos ser desecados por completo después de solo dos semanas?

Salgo de la cocina.

—Ciertamente no puedo decir exactamente dónde. Solo que es posible.

—Supongo que estamos hablando del desierto del Sahara. —Me dirijo arriba—. Es el desierto más cálido del planeta, y en esas condiciones un cadáver perdería en un santiamén un setenta por ciento de su volumen por culpa de la deshidratación. Quedaría tan seco como la cecina.

Burke está justo detrás de mí.

—Una persona de setenta kilos que acabe completamente momificada tendrá luego un peso de unos veinte kilos, será solo cuero y huesos, piel reseca que se rompe —le hago saber—. Eso es lo que causan el calor extremo y la aridez. No es algo que se encuentre por aquí.

—La gente es creativa. Especialmente si son expertos, si eso es lo que hacen profesionalmente. —Al decir esto se refiere a Marino, como no podría ser de otra manera—. Expertos en investigación de homicidios y técnicas forenses asociadas a recopilar pruebas.

A la izquierda del pasillo hay una habitación para invitados, y justo enfrente, con la puerta abierta, está el dormitorio principal. No hago ni caso a lo que me quiere dar a entender.

—Hoy te citaron en las noticias por haber afirmado en el tribunal que al cadáver de Mildred Lott le hubiera llevado meses convertirse en jabón. —Burke saca ahora este tema, y no me sorprende, y me pregunto si también le han enviado eso por correo electrónico—. Dijiste que uno de los requisitos era la inmersión en agua fría.

La cama de matrimonio tiene dosel. El edredón es negro y blanco, suave y cuidadosamente escondido bajo tres almohadas.

La más cercana a la mesita de noche donde se conecta el teléfono está arrugada, como suelen estarlo las almohadas cuando uno ha dormido encima.

—Pero también han encontrado en esta misma condición jabonosa cadáveres que habían sido sellados en ataúdes y bóvedas estancas, ¿no es cierto? —replica. Burke no se rinde, aunque debería—. Los cadáveres forman adipocira sin agua.

—No todo lo que anuncian como estanco lo es —le respondo.

—Te crees infalible, ¿verdad?

—Nadie es infalible. Pero mucha gente está mal informada.

Echo hacia atrás el edredón y las sábanas y las almohadas de debajo están perfectamente lisas en un lado de la cama y arrugadas en el lado cerca del teléfono. Advierto la presencia de pelos de gato cortos y de color blanco grisáceo.

—No han cambiado las sábanas. No se cambiaron después de que alguien durmiera aquí por última vez. —Sigo tomando fotos de todo lo que veo—. Alguien durmió o se acostó en el lado derecho de la cama, junto al teléfono. Parece que el gato ha estado en la cama en algún momento. Me gustaría comprobar el cajón junto a la cama.

Hay un protector bucal nocturno en un recipiente de plástico azul. Lleva la dirección y el nombre del dentista de West Palm Beach que le causó daños y le supuso gastos innecesarios a Peggy Stanton. Pongo dos botes de medicinas sobre la mesa y los fotografío, y luego los meto en bolsas de pruebas de plástico.

—Relajantes musculares recetados por su dentista, el doctor Tirón —le digo a Burke—. Los medicamentos deben ir al laboratorio. Y me gustaría recoger los protectores bucales. Es posible que el doctor Adams desee echarles un vistazo.

—A lo que quiero llegar, Kay, y para ello es necesario que me des tu opinión de forma objetiva… —comienza a decirme, y la interrumpo.

—¿Y por qué ibas a suponer que yo podría ser otra cosa que objetiva?

Abro la puerta del armario.

—Estoy segura de que puedes imaginar por qué me preocupa el tema.

Su tono ya no es acusatorio u hostil, sino cariñoso, como si pudiera entender por qué yo encubriría a Marino, cómo podría sesgar o incluso falsificar resultados de la autopsia por él.

Paso las manos enguantadas a través de la ropa colgada en perchas, un montón de trajes de pantalón y pantalones y blusas de aspecto serio y anticuado, y perchas de cedro espaciadas con varillas. No veo ni un vestido ni una falda y tampoco blazers ni chaquetas con antiguos botones militares o poco comunes.

—Te preocupas por él —dice Burke, como si fuera algo bueno.

Peggy Stanton perdió a su familia y el tiempo se detuvo para ella: desde ese día todo siguió igual, el futuro que le aguardaba se estrelló con aquel avión. Su existencia se convirtió desde entonces en algo rígido y obsesivamente protegido, y me es difícil imaginar que alguien así estuviera interesado en Twitter.

—Me pregunto si se ha llegado a encontrar algún ordenador por aquí —comento.

—Todavía no.

Las fotografías que se ven en mesas y aparadores son de una época en la que en la vida de Peggy Stanton aún estaba la gente que amaba: su esposo, un hombre de aspecto agradable, con traviesos ojos negros y un mechón de pelo oscuro que le caía sobre la frente; dos niñas a caballo y practicando natación, una de ellas en un avión. Ninguna de las fotografías es reciente. Peggy Stanton no aparece en ninguna de ellas.

—Si no tenía un ordenador, ¿cómo es que estaba en Twitter? —le pregunto.

—Tal vez tenía un ordenador portátil que se llevó consigo.

Tal vez en su teléfono, en un iPad, cualquier cosa que pudo llevarse consigo cuando se fue de aquí.

—No veo nada que sugiera que estuviera interesada en la tecnología —le respondo—. De hecho es todo lo contrario, sobre todo si nos fijamos en el viejo televisor de ahí, junto al teléfono fijo.

Abro otro armario, donde veo unos cuantos suéteres con botones doblados en estanterías con bloques de cedro metidos entre ellos, y los zapatos dispuestos en una rejilla en el suelo son de suela de crepé y tacón bajo: hechos para estar cómoda, y no para lucir elegante. No me sorprende que el pelo de Peggy Stanton fuera prematuramente blanco y que ella no se molestara en teñírselo o que su esmalte de uñas fuera de un discreto rosa pálido, casi color carne. No veo nada que me indique que hiciera nada por mostrarse atractiva, más allá de lo que el dentista le hizo, y sospecho que eso sucedió porque él la convenció con malas artes.

—No se encuentran marcas como Tulle o Audrey Marybeth o Peruvian Connection, ni una sola etiqueta de ésas. —Veo en el suelo del armario una sombrerera cubierta de polvo, con la palabra «FOTOGRAFÍAS» escrita en mayúsculas en la tapa—. La mayoría de las prendas son de las tallas 30 o 32, no de la 28. Me gustaría abrir esto.

En el interior hay fotografías enmarcadas que reviso, todas de ella, una mujer guapa con el pelo negro azabache y unos ojos oscuros y brillantes, arrebatadores. No era en absoluto de la forma en que la he imaginado después de examinar su cadáver y ahora sus pertenencias. Aparece vestida con ropa de equitación y senderismo, en kayak, y también hay una foto de ella en París cuando debía de tener unos veinte años: una mujer aventurera y llena de vida antes de que el mundo se detuviera para ella.

—Tengo serias dudas de que estuviera buscando una relación romántica o que fuera de las que contactan a través de Internet con un desconocido que se hace llamar El Nota o The Dude —comentó—. Nada sugiere que fuera una jugadora de bolos empedernida, no se ven zapatos ni bolas de bolera ni trofeos. Y ni la ropa ni las joyas que he visto en fotografías son remotamente similares a lo que su cadáver llevaba encima. No parece ser de la misma talla. Hubiera sido ropa demasiado pequeña para ella, por lo menos cuando estaba viva y no momificada.

—Lo que me pregunto es si podrían fabricarse las condiciones necesarias para que un cadáver se momificara rápidamente —contesta Burke.

—Fuera lo que fuera que llevaba cuando fue secuestrada y desapareció —añado—, no es lo que llevaba puesto en la bahía. La habían vestido para la ocasión. Alguien se ocupó de la puesta en escena. Alguien lo hizo por una razón.

Para obtener placer. Pienso en lo que me dijo Benton. El asesino coreografía lo que le hace sentir importante y poderoso. Sea lo que sea, lo hace con víctimas que no tienen nada que ver con él. En realidad no son ellas las que él está secuestrando y matando.

—¿Puede la momificación inducirse artificialmente? —pregunta Burke, y sé lo que quiere.

—¿Quieres decir, si se coloca el cadáver dentro de un espacio seco y muy caliente, por ejemplo —le estoy dando lo que ella quiere—, y se deja para que se deshidrate…? —Entro en el cuarto de baño y veo que el suelo es de azulejos en blanco y negro, y hay una bañera con pies y grifos transversales de latón—. Para lo cual se precisaría tener acceso a un lugar así y sentirse confiado en que lo que uno está haciendo no será descubierto por nadie. —La llevo hacia donde quiere dirigirse.

—¿No es cierto que la momificación en una estructura cerrada, caliente y seca podría tener lugar en tan solo once días? —añade, y acaba de darme todas las pistas que necesito para ratificar la que sospechaba que era su teoría—. ¿Qué pasa si una persona instala una sauna en su sótano? ¿Algo así podría funcionar?

—¿Como la que tiene Marino, quieres decir?

—Sí —dice ella—. Como la que instaló en su casa cuando la compró el verano pasado.

—¿Te refieres a la sauna que construyó a partir de un kit, en la que solo cabe una persona sentada en un banco no mucho más ancho que el asiento de un inodoro?

La cabina de la ducha muestra el mismo tipo de azulejos, y las pastillas de jabón parecen secas. Nada se ha utilizado recientemente. Abro la puerta de espejo del botiquín sobre el lavabo de mármol con grifos y accesorios en malaquita y bronce.

—¿Esa sauna portátil tan horrible que parece un retrete químico portátil? —le pregunto.

Ella guardaba más protectores bucales nocturnos, todos del mismo dentista de West Palm Beach.

—¿Una sauna con un temporizador de sesenta minutos por lo que uno debe estar constantemente conectándola? —prosigo y Burke está en silencio junto a la puerta.

Recojo botes de medicinas con receta: relajantes musculares como Flexeril o Norflex y antiinflamatorios como Vioxx y Celebrex. Estaba tomando un antidepresivo, nortriptilina, y todas estas medicinas se las prescribió ese dentista, el doctor Tirón, y guardan relación con los tratamientos para el trastorno de la articulación temporomandibular o ATM.

Era un caso grave, sufría dolores crónicos. Estaba a punto de conseguir que le hicieran una intervención dental para aliviar un estado tan doloroso que puede causar el bloqueo o la dislocación de la mandíbula, un pitido horrible en los oídos y un dolor constante que se irradia hacia el cuello y los hombros y debilita todo el organismo.

—¿Así que debemos suponer que fue deshidratando poco a poco el cuerpo, corriendo escaleras abajo cada sesenta minutos para restablecer el calentador de infrarrojos, y eso incluyendo la semana pasada, cuando estuvo fuera de la ciudad, en Florida? —Tengo cuidado de no sonar sarcástica—. Y, por cierto, de haberlo hecho con ese kit, que compró porque pensó que le ayudaría a perder peso, eso implicaría que el cadáver debería quedar apoyado en una posición sentada. —Salgo de la habitación—. Y ella se habría desecado en esa posición —sigo diciendo mientras bajo por las escaleras, con Burke a mis espaldas—. ¿Y qué habría sucedido si el cadáver se hubiera enderezado, como por efecto del lastre o de un flotador que tirara de él cuando estaba amarrado en el agua? Pues que la tensión habría provocado fracturas en piel y articulaciones. Ella no presenta ninguna fractura cutánea, y su temperatura corporal era más fría que la de la bahía, lo cual no es posible a menos que el cadáver se hubiera conservado refrigerado, posiblemente congelado.

Estamos de vuelta en la entrada. Me detengo junto a la mesa con el cuenco de cristal, donde estoy segura de que Peggy Stanton jamás dejó las llaves del coche, y Burke y yo nos vemos frente a frente, vestidas ambas con monos con capucha de color blanco, sin la menor pretensión de ser amables ni ninguna cordialidad.

—Hace cinco años te agredió en Charleston, Carolina del Sur. —Saca ahora la carta que se guardaba en la manga—. Se presentó en tu casa a altas horas de la madrugada y trató de violarte, y nunca lo denunciaste a la policía. —Hay una nota de triunfo en su voz, y estoy segura de que no me lo estoy imaginando—. ¿Por qué nos ibas a contar nada que pudiera meterlo en problemas ahora, si ya te habías negado entonces, y eso después de lo que te hizo? —se pregunta.

—No conoces los hechos.

Oigo pasos en el porche delantero.

—Y yo te estoy pidiendo que me los cuentes.

No contesto, porque no pienso hacerlo.

—¿Eres consciente de cuáles son las leyes en materia de agresión sexual en Carolina del Sur?

—No, no lo soy.

—No las trasgredisteis —dice ella.

—No es relevante.

—Así que todavía lo proteges.

—No conoces los hechos —repito.

—Mira, te daré hechos. Él solía hacer de cazatesoros. Ahora ya sabes algo más sobre él —dice Burke, y veo que ha estado esperando el momento de hacer esto.

«Por eso estoy aquí, en esta casa, contigo».

—Y Peggy Stanton llevaba botones de la Guerra Civil en la chaqueta. ¿Se había molestado Marino en contarte que él había estado tuiteando con una mujer que coleccionaba botones antiguos?

—No he visto en esta casa ninguna prueba de la existencia de una colección de botones antiguos —le respondo, sin delatar la menor emoción.

—De modo que no vas a hablar conmigo sobre lo que él te hizo.

—No.

—¿Entiendes el problema al que me enfrento? Y no es que yo disfrute tocando este tema. Lo siento… —empieza a decir Douglas Burke, justo cuando la puerta de entrada se abre de golpe y se cuela la lluvia.

Benton lleva algo envuelto en una toalla.

—Si él realmente hubiera intentado violarme, puedo asegurarte que lo habría conseguido. —No me importa que me oiga—. Pete Marino es un hombre muy grande, y en el momento en que esto ocurrió iba armado. Así que si lo que pretendía era dominarme físicamente o ponerme una pistola en la cabeza para obligarme a hacer lo que él quisiera, lo habría conseguido. Pero no lo hizo. Detuvo lo que nunca debería haber empezado. Se detuvo.

Benton y Machado gotean sobre la alfombra cubierta de plástico debajo de la lámpara francesa, y la toalla está sucia y mojada, y me doy cuenta de que algo peludo y gris me mira a escondidas.

—Una ventana rota sin pantalla —comenta Machado, y lo que acaban de oírme decir parece seguir suspendido en el aire—. Sabes, está cerca del suelo, y el garaje no tiene alarma y de alguna manera el gato la abrió y empujó la pantalla. Así que supongo que durante todo este tiempo ha estado entrando y saliendo del garaje, y que se hizo una cama en una caja allí mismo. Probablemente ha encontrado comida por allá, o tal vez la gente lo haya estado alimentando.

Tomo el gato de manos de Benton. Tiene el pelo corto de color gris y negro, los ojos dorados y las orejas planas. Es un fold escocés que parece un búho, y lleva un viejo collar antipulgas alrededor del cuello.

—Sin identificación —dice Benton, y le lanza a Burke una mirada penetrante.

—Obviamente se trata de un gato doméstico. Una hembra. ¿Cuál es tu nombre? —La envuelvo en una toalla limpia, y ella no se resiste—. Ya veo. No me lo vas a decir.

Está delgada y sucia, pero parece relativamente en buena forma, con las uñas muy largas, curvadas y afiladas.

—Bueno, no salió de casa por su cuenta. —Benton me mira, y sabe lo que acaba de suceder—. Y ciertamente no la habría abandonado. —Quiere decir que Peggy Stanton no habría dejado a su gato correteando por ahí al irse de la ciudad.

Siento cómo su rabia hierve a fuego lento.

—Entonces, ¿quién dejó salir al gato?

Se saca la capucha blanca y se pasa los dedos por el pelo.

—Alguien que no tiene el menor respeto por la vida humana, pero que no haría daño a un animal. —Se agacha para quitarse las fundas del calzado—. Si la hubiera dejado en casa, esta gata se habría muerto de hambre. Así que regresó. Entró. Sabía el código de la alarma. Y tenía las llaves.

—Había una bolsa de golosinas para gatos abierta en la encimera —digo, mientras la gata esconde la cabeza debajo de mi barbilla y ronronea—. ¿Tal vez las usó para tratar de atraerla y poder sacarla afuera?

—¿Dónde está esa comida para gatos? —Machado se quita las fundas de los pies, y están mojadas y sucias de caminar al aire libre.

Señalo las bolsas de pruebas que he dejado en la mesa de la entrada.

—Si tuvo que atraer al gato, entonces es que no era alguien familiar —dice Benton.

—¿Ha huido de vosotros? —pregunto.

—Al contrario, ha venido corriendo cuando estábamos en el garaje.

—Bueno, parece muy sociable, pero tal vez no con él. Tal vez sintió algo que la hizo desconfiar —respondo, mientras me pregunto qué voy a hacer con ella.

No la voy a dejar aquí.

—Parece que el cuadro eléctrico ha sido modificado hace poco —me dice Benton a mí, e ignora a Douglas Burke, y le conozco y sé que está completamente indignado—. Hay un subpanel que no casa con el resto. En el sótano.

—¿Y está conectado a qué?

La gata se frota contra mi oreja, ronroneando.

—A nada. No hay ranuras en el panel principal. Parece como si la mujer hubiera llamado a alguien, tal vez un manitas, tal vez un electricista, pero lo que éste hizo fue una chapuza. Al parecer, tenía la intención de instalar algo que tendría que estar conectado a un interruptor. —Benton no mira a Burke, prácticamente está de espaldas a ella—. Un cable nuevo va desde el subpanel a lo largo de la pared hasta una nueva toma de corriente.

—Dices que el trabajo es reciente, ¿cuánto? —pregunta Burke, y quien responde es Machado, pero no le responde a ella.

Me explica que en el sótano hay una zona de trabajo, una gran mesa con pinceles, moldes para galletas, utensilios de madera y un rodillo.

—Tal vez quería hornear algo allí —dice Burke, y él me describe un lavabo portátil sobre ruedas, y no sé lo que quiere decir.

—¿Un fregadero portátil, dices? —Estoy desconcertada—. ¿Conectado a un grifo? ¿Por qué iba a hornear nada en el sótano? ¿Por qué no usar su cocina?

—Más bien es como un recipiente de plástico sobre un soporte con ruedas. Te lo puedo mostrar si quieres —me dice Machado.

—Sí, mejor antes de que me quite todo esto. —Me refiero a la ropa de protección.

—A la gata no pareció importarle que la sostuviera en brazos, así que no creo que le importe que vayamos a echar un vistazo. ¿Hay una puerta en el sótano que da afuera?

—Los bomberos han entrado justo por ahí.

—Podemos bajar y luego salir por allí.

—El fregadero o lavabo parece bastante nuevo, está justo donde la nueva toma de corriente. —Él se pone unas fundas limpias sobre el calzado—. Hay un montón de pedazos de cables esparcidos. Cables negros, blancos, verdes, del número seis, como los que se usan en una toma de tierra —me explica—. Pero fuera lo que fuera que ella planeaba, al final no lo hizo. Estoy pensando que tal vez iba a poner un horno, pero estoy de acuerdo en que es un lugar extraño para hornear galletas o lo que sea. Tenemos que encontrar al que le hizo la chapuza eléctrica.