Frente a la entrada, a la izquierda, hay un pequeño comedor con paredes de color azul Wedgwood y molduras blancas y adornos, y una mesa de caoba frente a la chimenea con seis sillas antiguas tapizadas en terciopelo rojo oscuro.
En un aparador observo platos decorados en oro, porcelana francesa antigua, y cubiertos de plata de ley, también franceses y antiguos, almacenados en cajas de madera. Todas las piezas muestran una pátina, como si hiciera mucho tiempo que nadie las ha limpiado. Sobre la mesa con mantel hay velas blancas sin estrenar, y las plantas de las macetas junto a una ventana con cortinas murieron hace mucho tiempo. Todo parece cubierto de polvo y lleva así muchos meses, calculo. Acciono un interruptor de pared y no pasa nada, las bombillas de la lámpara de araña y los apliques están fundidos.
—No parece que estén conectadas a un temporizador. —Compruebo los interruptores de la pared y los enchufes, buscando cualquier signo de regletas o enchufes u otros dispositivos que podrían haber permitido a Peggy Stanton programar ciertas luces para que se encendieran y se apagaran a horas determinadas—. ¿Estaban estos interruptores en la posición de encendido cuando llegaste aquí?
—Sí.
La agente Burke está más interesada en su teléfono móvil que en hacerme caso.
—¿Y los has dejado en la posición de encendido? —le pregunto, porque es importante.
—Las luces que están encendidas es porque quienquiera que estuviera en la casa por última vez las dejó así —dice, y sigue revisando sus correos electrónicos.
—Entonces se puede suponer que o bien ella dejó las luces del comedor encendidas la última vez que estuvo en casa, o bien alguien que no era ella lo hizo.
—La ventana de aquí da a la calle. —Está leyendo correos electrónicos y limpiándose la nariz con un pañuelo de papel—. Tal vez tenía la costumbre de dejar las luces encendidas en el comedor y así parecía que alguien estaba en casa.
—La mayoría de la gente no deja encendidas las arañas de cristal cuando salen a la calle, sobre todo si se van de la ciudad. Es un verdadero dolor de cabeza reemplazar tantas bombillas.
Ya he visto lo que tengo que ver aquí, y Burke apenas me escucha.
Salgo del comedor y cruzo el pasillo, esperando a ver qué vendrá a continuación. Me pregunto cuánto de lo que está sucediendo ha sido ideado por Benton. ¿Qué va a permitir que suceda? Burke me está acompañando por la casa porque tiene la intención de interrogarme.
—Si hubiera tenido la costumbre de entrar y salir en coche, podría haber tenido más sentido dejar encendidas las luces del garaje. —Le digo lo que pienso de todos modos, sintiéndome de nuevo extraña, como cuando Jill Donoghue se puso a jugar conmigo al gato y al ratón en los tribunales.
Me detengo ante el sofá tapizado de flores en la sala de estar y a mi alrededor veo más antigüedades europeas, probablemente francesas: todo está correcto y polvoriento. Advierto una bolsa de lona en el suelo junto a un sillón de orejas, y en su interior hay madejas de lana y agujas de tejer, y una bufanda de color azul marino que se ve a la mitad. Si ella hubiera salido de la ciudad en verano, ¿habría olvidado llevarse consigo una labor que tenía ya empezada? La chimenea es de gas y muestra lo que semejan ser troncos de abedul, y hay un mando a distancia en la repisa de la chimenea.
—La chimenea funciona, lo he comprobado —comenta Burke.
—La mayoría de la gente apaga el calentador en verano y vuelve a encenderlo en otoño. ¿Esta casa se calienta con gas natural? Hace calor aquí dentro —digo, y al final encuentro el termostato—. La calefacción está encendida y ajustada a 18 grados.
—No estoy segura de si se trata de gas natural.
—Lo más probable es que sí. Tiene pinta de ser un calentador de gas. Si se deja encendido cinco o seis meses es muy probable que el gas se agote. De modo que ella debió de recibir entregas de combustible.
—Alguien recoge su correo, paga sus cuentas, se cerciora de que el gas siga llegando, y luego cancela su suscripción al periódico. —No indica qué saca en claro de todo ello o incluso si le resulta digno de mención—. No quiero decirte cómo debes hacer tu trabajo.
—Eso está bien, porque tampoco podrías.
—No estaba poniéndote en evidencia.
—Por supuesto que sí. Pero no pasa nada.
Veo flores en la mesita de café que están tan marchitas que es difícil decir lo que una vez fueron.
—¿Estás segura de que no murió en la bahía?
—No, no fue así.
Posiblemente tulipanes y lirios, que asocio con la primavera. Hay una funda para una tarjeta de plástico vacía pegada al florero.
—¿O sea que no crees que fuera atada y arrojada por la borda y que se ahogara?
—No, de ninguna manera —le respondo—. Ya estaba muerta cuando la ataron. Si esta mujer se disponía a salir de la ciudad para pasar el verano, ¿iba a dejar acaso un ramo de flores frescas sobre la mesa? ¿Por qué no tirarlo a la basura?
—¿Y cuánto tiempo estuvo en el agua? —A Burke no le interesan las flores.
—Yo estimaría que en el momento en que encontramos el cadáver no llevaba en el agua ni veinticuatro horas.
—¿Y ésta es una estimación basada en qué? Si no es mucho preguntar, quiero decir.
—No, no pasa nada —le respondo, porque no me importa que me sonsaque, y además estoy segura de que ella va a hacer lo que quiera, y me pregunto si se ha acostado con mi marido.
Me pregunto qué tiene esto de competitivo y de personal.
—Mi estimación se basa en la inexistencia de pruebas significativas de cambios de inmersión o de depredación marina, por ejemplo —le explico.
—¿Depredación marina?
—Los peces, los cangrejos. Aún no se la habían empezado a comer.
—Vale. Así que murió en otro lugar.
—Sí, lo hizo.
—¿Lo dices basándote en la autopsia?
—Creo que probablemente la secuestraron en algún lugar del que ella trató de escapar —le respondo—. Su estado post mortem indica que lleva muerta varios meses.
—¿Hay alguna posibilidad de que no llevara muerta tanto como piensas? —Burke me escruta como si yo fuera un rompecabezas que se puede desmontar y volver a montar.
—No estoy segura de cuánto tiempo lleva muerta —le respondo—. No como para ofrecerte la semana exacta, o el día, o la hora exacta, si eso es a lo que te refieres. Pero en base a lo que he visto hasta ahora, me parece que no ha estado en casa desde que todavía hacía tanto frío como para tener la calefacción puesta. Por aquí, eso sería en marzo o abril. Supongo que no había ninguna tarjeta en ese ramo de flores, ¿no?
—Yo no la toqué, y Sil tampoco lo habrá hecho. Así que parece que no —responde, y se lleva el pañuelo de papel a la nariz y parece quejumbrosa e irritable.
—¿No sabemos cuándo le entregaron estas flores ni quién se las entregó?
—Vamos a comprobarlo con los floristas de la zona para ver si consta en algún registro de envíos —dice ella—. Y vamos a verificar sus tarjetas de crédito para ver si podría haberse comprado las flores ella misma.
—Me pregunto si alguien que no fuera ella podría haber estado usando también esas mismas tarjetas.
—Alguien que tenía acceso a su cuenta bancaria. Alguien que tenía sus libros de cheques —responde Burke—. No sería nadie de la familia. Sus familiares están muertos.
—La mayoría de la gente no le quita la tarjeta a un ramo y la tira a la basura. No, si las flores se las ha enviado alguien que tiene importancia para ellos.
—No he comprobado la basura todavía.
—Por responder a tu pregunta de forma tan definitiva como me es posible —digo, mientras reviso las revistas sobre la mesa de café—, en base al estado del cadáver, calculo que lleva muchos meses muerta.
Antigüedades y Coleccionismo, Comerciar con Antigüedades, Smithsonian… Son números de revistas que van desde diciembre hasta abril.
—Saber cuánto tiempo lleva muerta a ciencia cierta es realmente importante —dice Burke, y eso es lo que quiere de mí y tiene la intención de discutirme, porque ella ya se ha hecho una idea de lo que está buscando y lo que cree que puede llegar a probar.
Una idea que de momento no puedo comprender, aunque no tengo ninguna duda de que no se me ha pedido que examine esta casa por las razones que he asumido en un principio. No, no estoy aquí para ver si hay indicios de violencia, asfixia o una sobredosis de drogas. Estoy aquí por Marino.
Burke quiere interrogarme sobre él, y tengo una sensación de plomiza inevitabilidad, siento que algo oscuro y pesado se extiende sobre mí y que no puedo escapar de ello, ni siquiera me atrevo a salir corriendo, pues si lo hago va a ser aún peor. Sé en qué me estoy metiendo, y sé que Benton lo vio venir de lejos. Me advirtió a su manera, mientras veníamos de camino. Burke se ha enterado de detalles sobre el pasado de Marino que aparecen en los registros de búsquedas.
—¿Meses? ¿Dos, tres, cinco meses? ¿Cómo funciona eso de mirar un cuerpo muerto y calcular? —me pregunta, y hago todo lo que puedo por explicarle algo que no es tan simple, mientras entro en una cocina dominada por una mesa de roble antiguo y una araña de hierro hecha a mano.
El fregadero doble de porcelana está vacío y seco; la cafetera industrial, desconectada y limpia, y a cada lado de la puerta que conduce al garaje hay cortinas en las ventanas. Burke sigue mis pasos, me permite ir delante, sin prestar apenas atención a lo que digo mientras continúa comprobando su teléfono y sondeando quién soy y qué soy. No puedo evitar sentirme traicionada. No puedo evitar sentir que Benton ha elegido de qué lado está y no es del mío, y al mismo tiempo lo entiendo totalmente y no esperaría menos de él.
El FBI está haciendo su trabajo de la misma manera que yo hago el mío, y Burke me puede preguntar lo que quiera sin leerme mis derechos porque no me encuentro bajo custodia policial. No soy sospechosa de ningún crimen ni una persona de interés en uno. Sin embargo, Marino sí que lo es. Yo podría alejarme de Douglas Burke en cualquier momento, pero eso no haría otra cosa que acrecentar sus sospechas sobre él.
—A menos que se conozcan las condiciones es imposible determinar con precisión la rapidez con que un cadáver se deseca. —Le explico qué es la momificación, mientras ella sigue poniendo en duda cualquier cosa que le diga al respecto—. ¿Qué calor hacía? ¿Cuánto frío? ¿Cuáles eran los niveles de humedad? El apellido Stanton no es francés. —Miro a mi alrededor—. En esta casa las antigüedades y otros elementos son franceses y exquisitos y únicos. ¿Cuál era su apellido de soltera?
—Margaret Lynette Bernard. Peggy Lynn. Nacida el 12 de enero de 1963, en Nueva York. Su padre era francés, un comerciante de antigüedades con tiendas en Nueva York, París y Londres. Ella creció en la ciudad, estudió un máster en trabajo social en la Universidad de Columbia pero no lo terminó, probablemente porque se casó y formó una familia.
Ha estado investigando, excavando en los registros, abarcando la historia de toda una vida en un abrir y cerrar de ojos, o en las teclas de una ciberexperta como Valerie Hahn, quien por cierto brilla por su ausencia, pienso ahora. Los correos electrónicos parecen estar aterrizando sin parar en el teléfono de Burke.
—Todo ese sacrificio. Mira todo lo que le dio, y a cambio ese tipo decide volar en malas condiciones. —Burke me observa con los ojos vidriosos—. Error del piloto. —Entonces estornuda, y pienso en la ironía de todo esto.
El ADN del FBI estará por toda la casa, no el de Marino.
—¿Ésta fue la conclusión de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte o la tuya propia? —le pregunto.
—Despegó en un avión sobrecargado, no pudo mantener la velocidad y es posible que su hija de nueve años de edad, Sally, estuviera en ese momento a los controles del aparato.
—¿Una niña de nueve años de edad estaba manejando el avión?
—Había estado tomando clases. Al parecer era muy hábil, y había recibido un montón de atención de los medios, que la tildaban de una nueva Amelia Earhart.
Le están informando de todo desde la sede, eso creo. Los motores de búsqueda discriminan datos en distintas fuentes de noticias y se las descargan a Burke para que pueda tenderme una emboscada mientras aún tiene la oportunidad. Y yo podría salir por esa puerta ahora mismo.
—De todos modos, el avión cayó en picado después de despegar de Nantucket. Error del piloto al cien por cien. Cien por cien de error paterno —dice Burke, juzgando.
—Eso es muy triste. Estoy segura de que un padre nunca tendría la intención de cometer una cosa así —contesto—. ¿Y qué hizo Peggy Lynn con su vida después de perder a su familia?
—Al parecer, recibió algunos premios por su servicio público y salió en las noticias —me informa Burke—. Cosas de voluntariado con ancianos, les enseñaba a resolver pasatiempos, pintar y hacer trabajos manuales. Exactamente, ¿cuánto tiempo crees que lleva muerta? —insiste, como si todavía tuviera que responderle a eso.
La encimera de granito negro está limpia y vacía. Hay un bloc de papel y un lápiz al lado del teléfono, y entonces veo una bolsa de 170 gramos de golosinas de gato con sabor a salmón que se ha abierto y vuelto a cerrar.
—Creo que debemos recoger esto.
Empujo la bolsa con el dedo enguantado y el espacio debajo está limpio de polvo.
Con el rostro congestionado e inexpresivo, Burke se queda mirando la bolsa sobre la encimera sin acercarse.
—Parece que falta el gato —le recuerdo—. Y parece que alguien le dio golosinas, lo que a su vez sugiere que mientras la casa estaba todavía ocupada el gato andaba por aquí.
—Seguramente se lo llevó con ella al marcharse —afirma, con voz nasal—. Pues obviamente salió de aquí, y yo diría que además por su propio pie, más que secuestrada. Y es obvio que cuando se fue de esta casa no pensaba volver por un tiempo —me suelta de improviso, como si yo estuviera agotando su paciencia.
—Así que se fue con su gato, sí, pero sin su coche. Posiblemente a Illinois o Florida, y por el camino le sucedió algo que acabó con ella arrojada a la bahía —resumo sus palabras para subrayar lo ilógico de su razonamiento.
—No podemos desechar que ella no fuera a encontrarse con alguien. —Se saca un pañuelo de papel nuevo de la manga cubierta de Tyvek—. Alguien que tal vez la recogió, lo que explicaría que el coche siga aquí. Y tal vez se juntó con la persona equivocada, alguien a quien conoció por Internet, por ejemplo.
Hay dos cuencos de gato sobre una estera en el suelo, cerca de la puerta que da a la calle, uno está vacío y el otro tiene un residuo duro, restos de pienso.
—Conoces a Pete Marino desde hace mucho tiempo —dice Burke.
—Yo lo recogería. —Reitero mi sugerencia acerca de las chucherías del gato—. Me parece que está fuera de lugar. Es el único paquete que está fuera y además abierto. Debe llevarse al laboratorio para buscar huellas y ADN. Será mejor que no lo toques.
Está sonándose la nariz y estornudando. Sus guantes no están limpios.
—Benton me ha hablado de él.
Quiere ignorar lo del gato, y yo no se lo voy a permitir.
—Un plato está vacío porque el agua se ha evaporado —continúo—. El otro plato tenía comida y no se ha lavado. A veces son los detalles más nimios los que importan.
—Un matrimonio volátil, problemático. Y él se mostraba violento con su esposa.
—No tengo noticia de que abusara de Doris. No físicamente —digo, y no quiero ni imaginar qué cara se le quedaría a Doris si cogiera el teléfono o abriera la puerta y el FBI estuviera allí, para hacerle preguntas sobre Marino.
—Un hijo involucrado en el crimen organizado y que fue asesinado en Polonia.
Burke está mirando el teléfono.
Podría ocuparme de la bolsa, pero prefiero no hacerlo porque no está relacionada con el cadáver ni es biológica, pero abro mi maletín de escena del crimen. Burke no me ha dejado otra opción. Recojo la bolsa de golosinas para el gato y la etiqueto y le pongo mis iniciales.
—No deberías descartar la posibilidad de que la persona responsable de lo que le sucedió a ella haya estado después dentro de esta casa.
Sigo pensando en las llaves de la casa que faltan y en la agenda. Pienso en una llave de coche sobre el cuenco de Lalique, caro y antiguo, donde alguien cuidadoso con sus pertenencias jamás dejaría las llaves ni cualquier otro artículo que pudiera romper o rayar el vidrio, o dañar la delicada madera, vieja y pulida.
—Y qué me dices de aquel caso en Virginia, hace unos nueve años, cuando Marino estaba trabajando para ti. —Burke se muestra implacable, sin la menor sutileza—. Regresaste a Richmond, te llamaron como consultora en la muerte sin resolver de una niña llamada Gilly Paulsson.
«Así que ahora los motores de búsqueda han descubierto eso también», pienso.
—Mientras estuvisteis allí, Marino tuvo un problema —añade ella.
Eso no está colgado en Internet, y es poco probable que Marino se lo haya contado. Tal vez se lo haya dicho Benton. Y supongo que también es probable que hayan interrogado a la madre de Gilly Paulsson. Lucy sabe de qué fue acusado Marino, pero ella nunca hablaría con Douglas Burke ni para darle la hora.
—Una acusación que se demostró completamente infundada. —Trato de no mostrarme demasiado inflexible ni de anticiparme a lo que estoy segura de que viene a continuación.
—La policía no recibió ningún informe sobre el tema —comenta Burke, mientras lee otro correo electrónico.
—No hubo ningún informe porque se trataba de una acusación infundada, hecha por una perturbada con la que Marino fue tan imprudente como para tener un lío —le digo.
—Parece que ha cometido unas cuantas imprudencias.
—Si uno observa las relaciones de la mayoría de la gente encontrará una gran cantidad de imprudencias.
—Yo no creo que su caso sea muy común que digamos.
—No, probablemente no lo es.
Abro la puerta del refrigerador.