La casa colonial de dos pisos de color blanco está rodeada por otras en sus tres costados. El estrecho patio está cubierto de arbustos que llegan hasta las ventanas del primer piso y se alzan sobre la pared de ladrillo que conduce al garaje. La lluvia nos azota el rostro y empapa nuestro cabello a medida que avanzamos por un sendero lleno de hojas secas y cubierto de maleza.
—Desde luego nadie ha cuidado el jardín en los últimos tiempos. —Levanto la voz por encima del ruido de la lluvia—. Me sorprendería que nadie se hubiera quejado, y es importante determinar qué luces han estado encendidas todo este tiempo y cuáles no —añado, porque muchas de las ventanas están a oscuras.
Nos apresuramos por la escalera hasta llegar a un porche cubierto, iluminado por un par de lámparas de cristal que cuelgan del techo, y la puerta se abre de par en par mientras nos quitamos los abrigos empapados. Douglas Burke aparece vestida con un sobretodo blanco con capucha, como si formara parte de una orden monástica, y nos conduce hasta una entrada pequeña pero elegante, que da a un comedor con sendas salas de estar a cada lado y una escalera de caracol que lleva al piso de arriba.
Una antigua araña de oro que cuelga del techo y parece francesa está encendida sobre una alfombra persa protegida con un plástico transparente, y sobre ella están los zapatos de ante que llevaba Burke y unos Oxford que supongo que son de Machado, además de cajas y montones de ropa protectora. El aire está viciado y huele a polvo.
—Si alguien la agarró en este lugar o la mató aquí, lo cierto es que no dejó ninguna señal que yo haya podido ver —dice Burke, y nos da unas toallas—. Pero no soy una experta, claro está.
La forma en que lo dice me llama la atención.
—¿Has encendido tú las luces del porche? —Benton se seca la cara y el pelo.
—Y todo lo que ahora está encendido. Cuando llegamos la casa estaba a oscuras. Muchas de las bombillas estaban fundidas. ¡Qué noche! —Ella cierra la puerta—. Espero que Noé esté construyendo otra arca.
Seco el maletín de escena del crimen y lo dejo al lado de una caja de fundas de calzado con suelas de PVC que se puede usar sin zapatos, y me paso la toalla por el pelo chorreante. Me siento pegajosa y marchita y un poco cohibida, y sé que sospecho algo, algo que no puedo definir y de lo que no me fío.
—¿Nada estaba encendido cuando llegaste aquí? —se asegura Benton.
—Lo único encendido aquí soy yo. Me he puesto hasta los codos de Sudafed, y apenas me sirve de nada. Éste es el típico lugar que hace que mis alergias se disparen. —Tiene los ojos llorosos y la nariz congestionada.
—¿Y los vecinos no se dieron cuenta y no se preguntaron por qué la casa estaba siempre a oscuras? —pregunta Benton.
—¿Las bombillas se funden de manera gradual o todas al mismo tiempo? ¿Y no podría ser que los vecinos estuvieran pendientes de sus problemas y no por la labor de vigilarla? —supone Burke, y noto que habla rápido, como si estuviera nerviosa o excitada—. Tenemos una gran cantidad de vecinos que entrevistar, pero supongo que la hipótesis fue que ella salió de la ciudad, como hacía con regularidad. Era una de esas personas que tanto abundan por aquí, que no tienen que trabajar para ganarse la vida y se dedican al voluntariado y a otras actividades intelectuales. Ya sabes qué tipo de gente —le dice a Benton, como si él fuera de ese tipo de gente, y es difícil adivinar si está tomándole el pelo o coqueteando con él o todo esto no significa nada en absoluto.
—La mayoría de la gente deja al menos unas cuantas luces encendidas.
Benton continúa evaluando cuan reservada era Peggy Stanton, o si evitaba a sus vecinos, o si éstos podrían quererla, o evitarla, o tener algo en contra de ella.
Los depredadores escogen a sus víctimas por alguna razón.
—Hemos pasado por todas las habitaciones —nos hace saber Burke—. Sil sigue dando vueltas en el sótano, dice que tiene algo que enseñarte, algo eléctrico. —Burke se dirige a Benton—. No me preguntes qué es. Yo apenas sé enchufar una tostadora. No hemos visto nada interesante por ahora, excepto que es obvio que el lugar lleva vacío por lo menos varias semanas.
«Varias semanas».
No me gusta la impresión que estoy teniendo.
—Hemos solicitado el historial de registros de la empresa de seguridad, que probablemente será la mejor indicación de cuándo estuvo aquí por última vez —añade Burke, pero yo no estoy de acuerdo.
—Una indicación de que alguien estuvo aquí por última vez no quiere decir necesariamente que esa persona fuera Peggy Stanton —le recuerdo—. Podría haber sido cualquiera que pasara por aquí. —Me quito las botas de faena, no las mismas que llevaba esta mañana, porque he insistido en darme una ducha y cambiarme de ropa antes de ir a ninguna parte—. Y puedo decir con certeza razonable que no estuvo aquí en las últimas semanas, porque ya estaba muerta. ¿Qué pasa con la señora de la limpieza? —pregunto.
—No ha estado aquí durante semanas, eso es obvio. «Semanas», dice, y no me gusta cómo pinta todo esto. Burke va a cuestionar cualquier conclusión a la que yo llegue basándose en si decide que los hechos son o no discutibles, y Benton no piensa mediar.
—¿No sabemos aún si tenía una persona que le limpiara la casa? —le pregunto—. ¿O si tal vez se encargaba de limpiarla ella sola?
—No lo sé todavía. El jardinero no ha venido en mucho tiempo, como has notado probablemente —responde, y mi opinión sobre ella no ha cambiado en los años que la conozco, siempre de pasada.
Antigua fiscal, brillante y agresiva, la agente especial Douglas Burke se ha venido mostrando debidamente atenta con la esposa del hombre para el que trabaja, codo con codo y en secreto. Me gusta y no me gusta. Nunca jamás he sabido con certeza qué opinión tiene de mí o qué siente por mi marido, pues oculta sus emociones e intereses, y en este momento estoy empezando a sentir que sus emociones son poderosas.
—La gente tiende a notar cosas como esta aquí, en Cambridge. —Benton se limpia la chaqueta y los zapatos con la toalla—. Si se descuida el mantenimiento del jardín o de la propiedad, inevitablemente alguien llama al ayuntamiento y se queja.
—Estamos recibiendo esta información también. —Burke nos pasa unos monos para que nos los pongamos—. Hemos descubierto que canceló su suscripción de prensa el tres de mayo.
—O alguien lo hizo por ella. —Benton deja cuidadosamente su chaqueta y los zapatos en la zona de seguridad cubierta con plástico—. Se puede hacer por Internet. Uno secuestra a alguien y no quiere que nadie descubra que la persona ya no está en casa, y se conecta a Internet y cancela la suscripción del periódico. Se asegura de hacer llamadas ocasionales con su móvil a directorios de asistencia o a cualquier sitio que registre las llamadas con grabaciones. O llama a las personas de la lista de contactos a horas extrañas y cuelga sin dejar ningún mensaje.
—Tenía la costumbre de cancelar la entrega del periódico en primavera o a principios del verano —nos informa Burke—. En concreto The Boston Globe cada vez que se iba de Cambridge, y después de que su familia muriera en el accidente de avión no parece que estuviera aquí en verano. No puedo imaginar lo que tiene que ser pasar por algo así. No puedo ni siquiera pensar en ello. Perder a todo el mundo al mismo tiempo.
—Esto la tuvo que cambiar por completo. Seguro que no fue la misma persona después de algo así, para bien o para mal. —Benton sigue evaluando en qué tipo de persona se pudo haber convertido Peggy Stanton.
—Si iba a su cabaña del lago Michigan, hacía que le enviaran el Chicago Tribune, pero eso no sucedió este verano.
Burke nos da guantes, y noto que le tiemblan las manos, probablemente por causa del Sudafed, o tal vez le excite la caza.
«¿Me quieres cazar? Adelante».
—Como he indicado, hasta el momento todo apunta a que nunca llegó a Illinois. —Ella me mira y yo le mantengo la mirada.
—¿Esta alfombra de abajo? —Señalo lo que hay bajo el plástico mientras camino por encima con mis cubrebotas.
—No hemos tocado nada. —Sabe lo que le estoy pidiendo.
Las áreas de suelo cerca de las entradas de acceso a una vivienda son importantes. Si un delincuente entra y sale de una casa, lo más probable es que dicha persona utilice una puerta. Ojalá Burke y Machado no hubieran caminado sobre la alfombra de entrada, chorreando agua de lluvia y arrastrando suciedad de la calle. Ojalá no la hubieran cubierto con plástico sin antes buscar pruebas: cabellos, fibras, tierra, restos botánicos, cualquier cosa.
—¿No habéis hecho nada en absoluto? —Doy un paso hacia la zona del piso sin cubrir, y veo un paragüero de hierro en un rincón a la derecha de la puerta.
En la base pone «A la Ménagerie du Jardín des Plantes», el nombre del zoológico de París. Y justo debajo de la base, entre la parte posterior de la misma y la pared, hay un anillo retorcido de plástico azul oscuro.
—Hemos estado aquí una hora entera. El plan es hacer un recorrido contigo antes de tocar nada —me explica Burke, como si yo fuera quien ha pedido este recorrido, y realmente no es un recorrido.
«Es una cacería».
—Entonces Sil recogerá pruebas si las hay —añade ella—. Sacará huellas si las encontramos. Pero no creo que nadie que nos interese haya estado aquí. No creo que sea la escena del crimen. Es difícil saber a estas alturas quién ha estado entrando y saliendo, ni cuándo, y aunque sin duda vamos a obtener respuestas dudo que vayan a ser relevantes.
Es obvio que a estas alturas está convencida de que así será, y probablemente también lo estaba antes de venir.
—No hay señales de lucha ni de violencia, aunque tú eres la experta —me dice, hablándome como un abogado defensor—. Nada parece faltar, nada que indique un posible robo. Hay algunas joyas bastante caras en el dormitorio, en un cajón de la cómoda, y no parece que hayan revuelto nada. Su coche está encerrado en el garaje.
—Tenemos que echarle un vistazo —dice Benton—. Tenemos que analizar los indicadores, ver cuánta gasolina le queda y comprobar el GPS, si es que lleva uno.
—Sil ha pedido un camión —dice Burke.
—Bien, porque el coche no debe examinarse aquí —le respondo—. Debe ir al laboratorio, a la zona de pruebas.
Ella me hace preguntas en mi calidad de experta, y voy a contestar como tal. Podría salir por esa puerta, pero no lo haré.
—Probablemente la batería estará descargada —comenta Benton.
—Mierda. —Burke se toca la nariz con un pañuelo desechable—. Con tanto polvo se me van a salir los ojos de las órbitas.
—¿Qué pasa con las llaves del coche? —pregunto.
—Sobre esa mesa, en el cuenco, probablemente las dejaba allí.
—¿Y qué hay de un libro de bolsillo o una cartera? —El bello rostro de Benton aparece ahora enmarcado bruscamente en polipropileno blanco.
—No hay señales de nada por el estilo —responde Burke—. Parece que fue a algún lugar y luego pasó lo que pasó. Por supuesto, no sabemos si se trata de un homicidio. No sabemos a ciencia cierta si se vio envuelta en algo malo, ¿verdad, Kay?
No me lo está preguntando. Está poniéndome a prueba.
—¿Cómo crees que se las arregló para desaparecer si no condujo su coche? —le pregunto—. Ella tuvo que salir de casa en algún momento. Sin embargo, la llave del coche está aquí, ¿no? ¿Su coche está aquí?
—Lo que sucede —Burke mira cómo me pongo en cuclillas cerca del paragüero, para observar el anillo de plástico sin tocarlo— es que no sabemos a ciencia cierta si desapareció en Cambridge o incluso en Massachusetts.
—Salvo por el hecho de que fue en Massachusetts donde se encontró el cadáver —replico yo.
—Podría haber sido secuestrada en Florida, en Illinois… quién sabe dónde. —Lo hace pasar por una hipótesis, pero no me creo que eso sea lo que en realidad piensa.
—Tienes razón. No sabemos todo lo que ha sucedido —le respondo—. Pero su cadáver terminó aquí y eso es indiscutible.
—Aun así, no sabemos dónde desapareció. —Burke está dejándome claro por qué está involucrado el FBI, recordándome que el FBI tiene la jurisdicción cuando los delitos cruzan las fronteras estatales, recordándome por qué puede permitirse hacerme preguntas y desafiarme—. Podría haber salido de la ciudad por propia voluntad, haber entrado y salido y terminar en la zona. Tal vez estaba con alguien y murió de causas naturales y entonces por alguna razón la prioridad fue desprenderse del cadáver.
—Nada indica que muriera por causas naturales —afirmo.
—Y nada indica tampoco lo contrario —me replica.
—Alguien probablemente la mantuvo como rehén y guardó su cadáver en una cámara frigorífica durante meses. Y luego la ató de tal manera que su cadáver acabara desmembrado cuando alguien intentara recuperarlo de la bahía. Yo diría que eso es una indicación de que no murió de causas naturales —comento.
—Pero el caso es que no sabes qué la mató, ¿tengo o no tengo razón? —Deja la pregunta flotando en el aire.
—En este momento, no.
—Ni tampoco tienes ninguna intuición al respecto.
—No me manejo con intuiciones.
—Entonces, no lo sabes.
—No sé nada a ciencia cierta en este momento.
—¿Y no es raro que el cadáver esté aún en relativa buena forma? —Burke no me ha quitado los ojos de encima, y se me ocurre que podría pensar que estoy mintiendo.
—Sí —le respondo—. Me parece que este caso es extremadamente complicado e inusual. Probablemente va a ser toxicológico o de asfixia. Vamos a tardar un tiempo en averiguarlo.
—Entonces vamos a buscar algo aquí que pueda apuntar en la dirección de una sobredosis, de envenenamiento o de asfixia —dice ella—. Drogas, medicinas, algo así como una bolsa de plástico de la tintorería que podría haberse utilizado para asfixiarla.
—Y luego, ¿qué? —respondo—. ¿Alguien se llevó el cadáver de aquí sin que nadie lo viera y lo arrojó a la bahía?
—Estoy esperando a que tú me lo digas. ¿La guardaron en frío o en calor?
Sus preguntas están empezando a parecer un interrogatorio, y Benton echa un vistazo por la estancia y no nos mira.
—Donde la tuvieron hacía frío —le respondo—. Era un lugar muy frío y seco.
—Simplemente no lo sabemos con certeza —replica Burke con desdén, y mis cubrebotas emiten sonidos de plástico en el suelo de pino.
—¿Eres alérgica a los gatos? —le pregunto.
—La verdad es que sí, horriblemente. Y yo que pensaba que Benton era el adivino.
—El anillo de plástico en el suelo. —Indico lo que hay detrás del paragüero—. Es un juguete para gatos.
—No hay rastro de él, pero sí que parece que había uno.
—¿Hablamos de hace poco? —Benton está interesado.
—Hay una caja de arena en el baño principal —comenta Burke—. Y un par de cuencos de agua y alimentos en el suelo de la cocina.
—¿Pero no hay gato, vivo o muerto? —Benton está sopesando lo que podría significar.
—No, por ahora no.
—¿Dónde está la llave del coche ahora? —Inspecciono la mesa de la entrada, tallada en madera vieja con adornos de cobre, y un alto cuenco de vidrio opalescente con un diseño de pequeños azulejos.
Lo cojo y leo la parte de atrás: «Lalique». Otra antigüedad cara, y me pregunto si Peggy Stanton pasaba mucho tiempo en Francia.
—La tiene Sil. Ha guardado la llave y el llavero para el ADN, para revisarlos en busca de posibles huellas o cualquier otra cosa antes de abrir el coche, eso suponiendo que esté cerrado —comenta Burke—. Pero cuando los bomberos nos abrieron, la llave estaba ahí mismo, en ese cuenco que ves, y parece ser la llave de un Mercedes de 1995. El llavero tiene una brújula antigua atada, tal vez una brújula de Boy Scouts. Las llaves estaban donde uno esperaría encontrarlas al entrar en una casa. Es un lugar típico para ponerlas, junto a la puerta.
—Excepto si se entra por el garaje. Entonces no es probable que caminara todo el camino hasta esta zona, subiera las escaleras y accediera al porche, especialmente si venía cargada con la compra —le respondo—. Hay un sendero que va desde el garaje hasta una puerta lateral que supongo que es la puerta de la cocina.
—Además de la llave del coche y una brújula, ¿había algo más en el llavero? —pregunta Benton—. ¿Una llave de la casa, del garaje?
—No.
—¿Y qué hay del correo? —Mira por las puertas entreabiertas, pero no entra en las habitaciones—. He visto un buzón en la entrada.
—Está vacío.
—¿Hacía que le enviaran el correo a otra dirección? —Poso el cuenco sobre la mesa hecha a mano y no me creo ni por un minuto que Peggy Stanton dejara la llave del coche o cualquier otra llave en la entrada—. Si su correspondencia no se reenviaba a ninguna otra parte, entonces el buzón debería estar lleno.
—No hay nada, salvo un par de circulares y correo comercial —responde Burke—. Así que parece que alguien se ocupaba de vaciarlo.
—La misma persona que pagaba las cuentas y se hacía pasar por ella —dice Benton, como si lo supiera a ciencia cierta—. Lo que me gustaría hacer primero es explorar el garaje, inspeccionar la propiedad con Machado, y luego echar un vistazo a la casa mientras dejamos que Kay tenga libertad para hacer lo que necesita. Doug, tal vez puedas enseñarle esto.
Lo que está haciendo es darme cierta libertad, pero sabe que no puedo quedarme sola. Me convenzo de que simplemente está siguiendo el protocolo, porque no quiero creer que me ha traído a este lugar para que Douglas Burke pueda proseguir con sus pesquisas fortuitas y espontáneas, una inquisición que no puedo darme el lujo de abortar.
Me echo la correa de la cámara alrededor del cuello y tomo el maletín de escena del crimen. Para que quede constancia le digo que tengo la intención de pasar por ciertas zonas de la casa muy lentamente y que es importante que ella esté conmigo en todo momento. Le explico que no voy a abrir cajones ni miraré dentro de botiquines o armarios a menos que pueda hacerlo con un testigo, y que no recogeré ninguna prueba por mí misma a no ser que esté directamente relacionada con el cadáver.
Cosas como por ejemplo materiales biológicos o medicamentos, le digo. Pero —y se lo dejo bien claro— voy a mirar todo lo que se me permita ver, suponiendo que mi opinión pueda ser de ayuda.
—Claro, todo es útil —dice ella—. Tengo curiosidad por saber si sueles tomar tú misma las fotografías.
—Por lo general, no.
—Así que si Marino no está disponible, prefieres no traer a ninguno de los otros investigadores. Y tienes, ¿cuántos? ¿Unos seis?
—Yo no traería aquí a Marino, ni a nadie —le respondo—. No, en estas circunstancias.